La racionalidad en la ciencia y la
teología
Roger Trigg University of Warwick (United
Kingdom) Publicado en Scripta Theologica, 30 (1998), pp.
253-259.
¿Hay alguna conexión racional entre la
ciencia y la teología? Esta última se entendía antes como la reina
de las ciencias. Con el despertar de los ataques positivistas al
sentido del lenguaje religioso y el convencimiento positivista de
que la ciencia supone el modelo de toda racionalidad, las
afirmaciones de la teología han ido enmudeciendo. Muchos teólogos y
creyentes han aceptado con alivio la rama de olivo ofrecida por
algunos científicos que sugieren que cada disciplina tiene como
objeto aspectos completamente distintos de la vida. El Consejo de la
Academia Nacional Americana de las Ciencias declaró en 1981: "la
religión y la ciencia existen separadamente y pertenecen a ámbitos
mutuamente excluyentes del pensamiento humano, y su presentación en
el mismo contexto conduce a confusión tanto en las teorías
científicas como en las creencias religiosas". Sin duda una
afirmación tal viene a trazar una divisoria entre los teólogos y los
que miran a la religión como el enemigo de una visión científica del
mundo. Fue también motivada, sin duda, por los creacionistas que,
por razones políticas, intentaron en los Estados Unidos disfrazar
doctrinas controvertidas como si fueran ciencia.
Es fácil ceder el ámbito de los hechos al
científico y sostener que a la religión le conciernen sólo los
valores. Muchos teólogos contemporáneos están dispuestos a retratar
la religión como una empresa simbólica que de algún modo expresa
profundas verdades sobre la condición humana. Otra actitud que sitúa
también la religión y la ciencia en compartimentos estancos es la
que procede de las perspectivas del último Witgenstein. Cada una es
una "forma de vida" distinta, con sus propios presupuestos y
prácticas, relativa a su propio y específico contexto social. En
parte como consecuencia de esto, y de la obra de historiadores y
filósofos de la ciencia como T. S. Kuhn, los sociólogos del
conocimiento han estado dispuestos a verlas como prácticas sociales
separadas, cada una susceptible de explicación sociológica.
Cuanto más se coloca religión y filosofía en
compartimentos separados, más se cuestiona la subsistencia racional
de cada una. La razón siempre ha reclamado objetividad y
universalidad. No ha sido el instrumento de prácticas locales. Tanto
la ciencia como la teología se empobrecen si pierden de vista estas
exigencias que deben ser aceptadas por toda persona, donde quiera
que se encuentre. Su percepción de la verdad se ha roto
aparentemente. Una respuesta fácil a esto es que cada una se ocupa
de un tipo de verdad diferente y que la verdad teológica está de
algún modo en otra categoría que la del científico. Si esto no
debilita ambas disciplinas puede ser porque hay un presupuesto
subyacente de que a la ciencia le toca lo que es real y la tarea de
la teología es completamente distinta, tal vez y como mucho la de
corregir o controlar nuestras respuestas hacia lo real.
Sin embargo, la propia ciencia no puede
valorarse tal como aparece sin más, particularmente si a lo que uno
se refiere es a las ciencias físicas en general y a la Física en
particular. Toda ciencia necesita de suyo una base filosófica.
Incluso el presupuesto de que existe una realidad a investigar es
claramente filosófico. Después de todo, la ciencia podría estar en
el negocio de la construcción y no del descubrimiento, de la
confección de imágenes más que la comprensión de la naturaleza de
las cosas. Si hay tal cosa llamada realidad, la ciencia también
asume que hay un único mundo a investigar y que las leyes de la
física se aplican en todas sus partes. La totalidad de la ciencia
trabaja sobre la presuposición de que se pueden reproducir los
resultados, de que lo que funciona en Washington lo hace también en
Moscú. Más profundamente, asume que sus resultados se pueden
generalizar de modo que las leyes aparentemente vigentes en nuestro
particular lugar del universo rijan también en otros lugares. Al
parecer, podemos ir de lo conocido a lo desconocido, de lo que hemos
experimentado a lo que excede la experiencia. No sólo se supone que
el mundo, en cuanto investigado por la ciencia, está ordenado y
estructurado. Se da por supuesto que esto es típico del universo
entero, incluso cuando queda fuera de nuestro alcance. La propia
aplicabilidad de las matemáticas al mundo físico ilustra cómo parece
haber unrationaleque le subyace. Parece haber un orden en las
cosas, un orden que puede ser comprendido por la mente humana. Desde
luego, si no pudiéramos entender las estructuras subyacentes, aunque
estuviesen ahí, la propia ciencia sería imposible.
La ciencia necesita profundamente de un
sostenimiento filosófico1. No podemos simplemente hacer ciencia sin
preocuparnos por la fuente de los presupuestos filosóficos que se
deben aceptar para ello. Los pragmatistas, que desean comenzar desde
donde estamos, tienen todavía que explicar por qué estamos en
nuestro presente estado de conocimiento científico y por qué éste ha
de considerarse fiable. La racionalidad ejemplificada por el propio
método científico parece descansar sobre una racionalidad metafísica
más básica que muestra el orden inherente a las cosas. ¿Qué hay,
entonces, de la racionalidad adecuada para la teología? ¿Debe ser
obligada a imitar las ciencias físicas en sus métodos, basándonos en
el fundamento de que ofrecen el mejor ejemplo de racionalidad?
¿Deberíamos en cambio esperar que la teología adopte sus propios
modelos de racionalidad, apropiados a la disciplina? Hay, en ese
caso, la cuestión de por qué deberíamos hablar de ciencia y teología
como racionales ambas, y de qué garantizaría el uso de la palabra en
los diversos contextos. Desde luego, muchos que deberían apoyar la
significatividad de la teología están todavía influídos por la idea
de que de algún modo la racionalidad científica posee la exclusiva
de lo racional. Esa es tal vez una razón por la que muchos están
deseando ver que la fe religiosa ofrece una alternativa al ejercicio
de la razón y no una ejemplificación del mismo.
Pero si la racionalidad de la ciencia como
disciplina humana se obtiene de la estructura racional subyacente al
mundo físico, la racionalidad de la teología puede también quizá
obtenerse de la racionalidad intrínseca de su propio objeto. Del
mismo modo que la ciencia parece haber sido posible gracias al
carácter ordenado de un mundo que existe independientemente de ella,
el poder de la teología, si tiene alguno, podría estar en la
naturaleza de la realidad con que trata. Esto significa suponer que
la teología está en sí misma implicada con la realidad, y una
realidad que desde luego no se reduce a lo que estudian la física,
la biología y las otras ciencias. Claro está, esto es muy sospechoso
si a la religión sólo le atañe la interpretación humana del mundo, y
no un ámbito espiritual y trascendente.
La teología debe decidirse sobre cuál es su
objeto de investigación. Si es antropocéntrica, tratará las
interpretaciones humanas, cargadas de valores y finalidades humanos.
Una teología tal estaría expuesta a la acusación de ser una
contradicción en los términos. Si la teología no tiene que ver con
Dios, probablemente se ha definido a sí misma como inexistente.
Todavía podría esgrimir que consiste en hablar de Dios pero
reinterpretando lo que se quiere decir. Lo que todo esto muestra es
que existen presupuestos filosóficos en la teología tanto como en
cualquier ciencia natural. La teología no puede escamotear las
preguntas acerca de qué se quiere decir con la palabra "Dios" y
acerca del estatuto metafísico de la realidad que se propone
describir. Una teología antimetafísica aparece como un curioso
híbrido. Sean cuales sean sus méritos o deméritos, no es
filosóficamente neutral, no más que cualquier teología tradicional
basada en una concepción aristotélica de Dios. Una vez que el
antirrealismo afecta a la teología, todo su objeto de estudio
cambia. Por ejemplo, ya no se entenderá a sí misma como ocupándose
de un Dios trascendente, que exista independientemente de las
concepciones del hombre.
De hecho, la ciencia y la teología se separan
precisamente a causa de presupuestos filosóficos. De modo similar,
un realismo metafísico fuerte que insistiera en la posibilidad de la
existencia de un Dios trascendente, vinculado a la realidad objetiva
del universo físico, suscitaría la cuestión de la relación entre
ambas. En ese caso, ambas disciplinas deberían considerarse fundadas
sobre el modo de ser de las cosas. En vez de referirse solamente a
su propia esfera de interés, será importante que cada una no
contradiga a la otra si por definición ambas se refieren a la
naturaleza de las cosas. Desde luego, cada una podría apoyar a la
otra. Por ejemplo, el problema del orden y la regularidad del mundo
podría explicarse por recurso a la mente del Creador. La estructura
racional del mundo podría muy bien depender de la razón de Dios. El
hecho de que esto no pueda explicarse de otro modo, si es cierto,
podría fácilmente aportar la necesaria perspectiva para una teología
natural, que discurre desde el modo de ser del mundo hacia la
existencia de Dios. Todas estas sugerencias pueden resultar
controvertidas, pero la ciencia y la teología se ven empobrecidas si
se encierran en compartimentos estancos y rehúsan reconocer cada una
la existencia de la otra. Este proceso se hace inseparable del
progresivo debilitamiento de la racionalidad misma. No podemos
seguir fiando en el poder de la razón para aportar una justificación
de nuestras prácticas, sean religiosas o científicas.
Al final de este proceso, la ciencia tiene
que tratar el mundo físico como un puro hecho y esperar que la
teología no tenga nada que decir sobre su modo de ser. Una vez que
las doctrinas metafísicas sobre Dios han sido desechadas, no queda
nada que la religión pueda ofrecer a la ciencia. En cambio, mirará a
sus propios recursos, como hace Dan Dennet cuando aboga por tomar al
darwinismo como clave para toda comprensión. Dennet afirma: “una de
las más fundamentales contribuciones de Darwin ha sido mostrarnos un
nuevo modo de que las preguntas por un 'por qué' tengan sentido”.
Dennett desecha la religión tradicional y pregunta: "si Dios no es
una persona, un agente racional, un Artífice Inteligente, qué
sentido podría tener la más profunda pregunta por un 'por
qué'?”2. Una respuesta podría ser que Dios es, desde
luego, todas estas cosas y que la teología peligra al olvidarlo. De
otro modo, deberá ceder el mundo de los hechos a la ciencia y
retirarse al de las aspiraciones humanas. Pero la idea de Dios como
Creador es fundamental en el monoteísmo, y una negativa a aceptar
que la teología pueda ofrecer ningún tipo de explicación de la
existencia y la naturaleza del mundo físico significa renunciar a la
idea de creación, incluso en su modalidad más atenuada o simbólica.
Si Dios es de algún modo responsable de la existencia de todo, y
puede haber una explicación de por qué existe algo y no la nada, la
teología tiene algo que decir a la ciencia. Si ésta fuese una mala
concepción de Dios, y, por ejemplo, la idea de una causa
sobrenatural debiera desestimarse, no sólo la teología no tendría
nada que decir a la ciencia, sino que no se sabría cuál es su papel.
Quedaría como símbolo vacío que ha ejercido una indudable influencia
sobre algunas formas de vida humana, pero que en último término no
dice nada sobre el mundo real.
Estos son temas esencialmente metafísicos, y
por tanto propiamente filosóficos. También la ciencia accede a
menudo a una instancia metafísica sin justificarlo. Por ejemplo, en
su metodología tenderá a eliminar lo sobrenatural o lo paranormal.
Si acepta demasiado fácilmente a los fantasmas y explicaciones de
este tipo está efectivamente renunciando. El progreso de la ciencia
ha dependido siempre de una resistencia a aceptar sus propios
límites. Esta es una actitud eficaz, pero no debería convertirse en
un principio metafísico, como tan a menudo se hace. La ciencia no
encontrará lo que no busque, pero de ahí no se sigue que todas las
formas de causalidad deban ser naturales. Este es un presupuesto
metafísico básico necesitado de justificación filosófica. Al final,
lo que se juzga racionalmente creíble debe relacionarse con
preguntas sobre lo que existe. Racionalidad y realidad son conceptos
estrechamente emparentados. No es racional creer en lo que sabemos
que no es real. Por otro lado, no necesariamente debemos esperar que
la realidad se ajuste a nuestros prejuicios sobre la racionalidad,
especialmente si son producto del método científico.
Estos puntos pueden ilustrarse mediante
razonamientos sobre la idea de Dios como Creador. Esta puede parecer
una noción difícil para la ciencia y es fácil desestimarla como
acientífica. Ciertamente, la idea de hacer de Dios la causa
"científica" del inicio del universo puede parecer una invocación al
llamado "Dios de los agujeros". Estamos invocando a Dios, podría
parecer, porque no podemos de momento encontrar otra explicación.
Ciertamente, la idea de que la teología aproveche al máximo las
dificultadas halladas en la ciencia parecería una estrategia
arriesgada e inestable. ¿Qué pasa si resulta que la ciencia termina
por dar razón del origen de las cosas con la completa satisfacción
de los científicos? ¿Deben decir los teólogos que esto no puede
suceder o que tal explicación sería pobre por su propia naturaleza?
Puede que parezca algo incongruente la disputa entre teólogos y
físicos sobre el papel de un vacío cuántico, del mismo modo que la
idea de Dios como causa, en cualquier sentido científico
reconocible, hace surgir más preguntas que respuestas. ¿Podría ser
Dios una causa entre muchas (aunque una que opera en un momento
crucial) más que la causa de todo? Esto último, ¿ no es del todo
diferente de nada que pueda tratarse científicamente? Pero si uno
aduce que sencillamente hay distintos tipos de explicaciones, una
vez más religión y ciencia se separan en distintos compartimentos de
modo que ninguna puede aprender de la otra. Estos problemas son
esencialmente temas de nuestra comprensión racional de la realidad,
e inciden sobre el núcleo de la naturaleza tanto de la religión como
de la ciencia, y de ahí la posible relación entre ambas.
Puede que el concepto de causa sea más rico
que lo que la comprensión científica moderna permite. La ciencia se
ha visto siempre más ocupada con mecanismos que con propósitos.
Necesariamente verá casualidades donde la teología puede ver
intervenciones divinas. Sin duda, esto se encuentra en la raíz misma
de la idea de que la religión tiene que ver con los valores. El
problema, sin embargo, es que los propósitos y valores no son
necesariamente de origen humano. El supuesto de que deban serlo es
eminentemente ateo. Podría ser que la atribución de finalidad a los
procesos de la realidad sea en sí un reconocimiento racional del
modo como las cosas son. Esto, claro está, a menudo se niega
vehementemente. Richard Dawkins dice abiertamente: "las convicciones
científicas se apoyan sobre la evidencia, y obtienen resultados. Los
mitos y creencias no". Más tarde se niega a aceptar la relevancia de
las preguntas por un "por qué", además de por un "cómo". Se queja de
la "tácita pero nunca justificada deducción de que puesto que la
ciencia es incapaz de responder a preguntas por un "por qué", debe
haber otra disciplina capaz de resolverlas". Y sugiere que esa
implicación es "bastante ilógica"3.
Aunque es correcto señalar que no todas las
preguntas tienen por qué tener una respuesta, de ningún modo se
sigue que porque la ciencia no puede responder una pregunta no
existe respuesta. Dawkins está definiendo claramente lo que vale
como evidencia y lo que vale como "obtención de resultados" de tal
modo que sólo la ciencia puede apoyarse en la evidencia y obtener
resultados. Pero esto significa retroceder a la estrecha idea
cientifista de la racionalidad, que apela más a un prejuicio sobre
el poder de la ciencia que a ningún dato sobre la naturaleza de la
realidad. Su posición es la de que "el universo que observamos tiene
precisamente esas propiedades que esperaríamos si no hay designio,
finalidad, mal ni bien, nada más que una ciega e inmisericorde
indiferencia". Por muy controvertido que sea este frío punto de
vista, al menos afirma algo sobre la naturaleza de la realidad,
sobre cómo se comporta de hecho el universo. Dawkins no habla de
nuestras reacciones subjetivas ante el mundo ni del modo como las
cosas son concebidas según un tipo de vida u otro. Su afirmación lo
es del carácter del mundo, y es tal que, si fuese verdadera,
anularía toda posibilidad de saber teológico. Al final, las
preguntas sobre la racionalidad de la teología remiten forzosamente
a cuestiones de qué es lo que hay, y estas cuestiones caen en parte
dentro del dominio de la ciencia. Por otra parte, si la teología
tiene razón, la propia ciencia puede recibir un fundamento racional.
Al parecer, ninguna de las dos puede ignorar a la otra en su
búsqueda de una base filosófica segura.
Notas
(1) Roger TRIGG, Rationality and Science: Can
Science Explain Everything?, Basil Blackwell, Oxford y
Cambridge, Mass. 1993.
(2) Daniel DENNETT, Darwin's Dangerous Idea.
Evolution and the Meanings of Life, Penguin Books, New York
1995, p. 25.
(3) Richard DAWKINS, River out of Eden. A
Darwinian View of Life, Weidenfeld & Nicolson, London 1995,
pp. 33 y 97. |