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El Sueño del Faycán
Por Antonio María González Padrón
Cronista Oficial de Telde.

 

En las últimas semanas he recibido múltiples peticiones de ciudadanos teldenses, que me pedían insistentemente que revindicara el auténtico valor del nombre faycán. Lo que pocos sabían es que mi amigo, el compositor musical Maxi Rende, hace unos meses me había confiado la grata labor de prologar su última entrega discográfica titulada El Sueño del Faycán, por lo que inmerso en las fantásticas imágenes que la audición de su trabajo introducían en mi mente, cogí el lapicero, instrumento que muy pronto deseché, y en medio de un paroxismo creativo comencé a dictar a una fiel amanuense esta ensoñación, que al instante volcó en un PC vanguardista.

Comprendo los sentimientos derrotistas de mis paisanos, pero como en el nacional 98, mientras unos se lamentan, otros intentamos por todos los medios a nuestro alcance llenar de nuevo los odres de la historia y seguir adelante.

El Cronista es algo más que un testigo privilegiado del hecho histórico, debe ser un notario de su tiempo y como tal no puede ausentarse de la realidad que le ha tocado vivir, por muy desagradable que ésta sea. Ahora bien, de las claves de su discurso solo él es dueño y señor. Emulando al pensador que dijo aquello tan repetido de ¡que inventen ellos! Yo manifiesto: que hablen ellos, yo escribo.

Sirva mi prólogo para El Sueño del Faycán como desagravio a unos personajes prehistóricos e históricos que representaron la ecuanimidad de la justicia y la certeza que solo puede dar la sabiduría.

Espero y deseo que muy pronto Maxi Rende vea editado su trabajo, créanme que se trata de una obra realmente excepcional, meditada, profunda, llena de significados; en tres palabras: una obra maestra.


El Sueño del Faycán
Escrito por:
Antonio María González Padrón para Maxi Rende.

En el último cubículo de una de las tantas cuevas horadadas en la amarilla toba volcánica, sobre un jergón de juncos, hojas de palma, pajas de gramíneas y varias pieles de cabra, yacía sudoroso y convulso el otrora cuerpo titánico del Faycán.

La vieja había salido en mitad de la noche, cuando los rayos de la luna llena caían verticalmente sobre la floresta preñada de escarcha. Se sentía el frío gélido de un invierno que se antojaba cercano e inhóspito. Ella sabía como nadie dónde encontrar lo que todos vanamente buscaban. Había que andar cauce arriba del ancho riachuelo que separaba los prominentes cerros, en cuyas laderas, hace ya varias generaciones, se habían asentado las mujeres y hombres de Tara y Cendro.

Ahora era el momento: con sigilo partiría, intentando no ser vista, y, después de caminar lo que una mirada no recorre de una sola vez, llegaría a un recodo, en donde la piedra era gris y dura. Allí, como si se tratara de una aparición, burbujeante brotaba un manantial de aguas cristalinas de sabor agrio. En torno al naciente, un arbusto, de apariencia común, si no fuera por el rojo fulgor de sus bayas, no dejaba ver el lugar exacto del nacimiento de la fuente. Alongó su cuerpo, que se tambaleó por la propia presión de sus descalzos pies sobre el lodazal. Extendió sus brazos, y sus manos se convirtieron en improvisadas pinzas, que atrapaban con destreza el fruto.

Volvió sobre sus pasos, y al poco tiempo ya estaba en la entrada principal del hogar que compartía con el juez-sacerdote. Tomó, de una lacena abierta en la pared, un mortero de tosca madera ateada. Con destreza eligió las bayas más maduras y las mezcló con el espeso y dulce guarapo. Después de machacarlas una y otra vez, tuvo listo el brebaje, con él se acercó al lecho de su febril compañero, y en decidida acción, le hizo tomar una y otra vez la pócima. Casi al instante, un sudor brotó por todo su cuerpo, y la mansedumbre se adueñó de él, relajando la cimbra de sus músculos.

¡Zas! El guirre emprendió su vuelo desde el negro acantilado de la playa, en dirección al horizonte, aparentemente cegado por la fulgurante luz de Magec. Sobre la sonora bahía, el ave planeó, una y otra vez, en rítmica danza. Iba y venía sin parar, desde la recortada costa hasta el corazón mismo del océano. Y, de pronto, rasgando la calma, algo rompió el hechizo de sus embelesados ojos. Dos blancas figuras cabalgaban sobre la crin de las olas. ¿Qué eran aquellas formas, de extraña hechura, que se acercaban cada vez más? En pirueta acrobática, el animal alado ascendió todavía más, y, como lanza hacia un seguro objetivo, avanzó por el azul cielo, hasta colocarse sobre él. Las dos bestias de albas coronas y panza parda eran recorridas, una y otra vez, por unos hombrecillos que gritaban ¡tierra, tierra! Otros, vestidos de peculiar forma, y sosteniendo en sus manos un desconocido artilugio, decían en voz alta ¡por el Sumo Pontífice y la Santa Iglesia Católica! Y otros les contestaban ¡amén, amén!, ¡por don Luis de la Cerda, Infante de Castilla y Príncipe de la Fortuna, nuestro Señor!.

Espantada el ave, huyó hasta posarse sobre un riscal, cuando el sol ya se ponía y el límpido azul se cubría de jirones rojizos. Vio, sobre las arenas blanquinegras de Gando, a aquellos hombres saltar de otras bestias algo más pequeñas, que antes se habían movido al chapoteo de dos grandes brazos.

Tres hombres de cuerpos refulgentes, como hijos de la luz, portaban en alto un madero con cabeza, extremidades y cuerpo. Otros muchos tomaron otras tantas piedras, realizando un majano. Los primeros clavaron en su centro lo que hasta allí habían portado. De pronto, en monorrítmico gesto, todos, absolutamente todos, cayeron de hinojos, y con la mano derecha realizaron una suerte de movimientos, sin aparente explicación. Uno de ellos, de luenga barba, cuerpo enjuto y cubierto con sus vestimentas hasta los pies, repite la acción de aquéllos; pero, esta vez, alargando su brazo y mano derecha, para dibujar esa extraña señal en el aire.

De pronto, tocan pífanos y tambores. Todos, de nuevo, se ponen en pie, toman largas lanzas y otros ingeniosos objetos, alguno de ellos con flechas de pequeño tamaño. Marchan con paso firme y decidido en dirección Norte, para, después de pasar dejando el poblado de Tufia a su derecha y el lugar de enterramiento de Las Huesas a la izquierda, girar al Oeste, por los campos de cal, llegando, así, a las inmediaciones de La Vega Mayor; y allí, junto al Barranco de la Fuentecilla, hasta toparse, de pronto, con Telle, próspero e importante poblado, cápita de todo este Guanartemato. Por el camino se iban encontrando ganados de ovejas de escasa lana, caprinos del pelaje más diverso, y no pocas piaras de cerdos de oscura piel. Los perros eran también numerosos; algunos se reunían en número notable, formando jaurías que se enfrentaban entre ellos y también con los nuevos visitantes. Aves marinas, gaviotas y pardelas, sobrevolaban el árido paisaje costero; pero, ya llegados a los numerosos cauces de los barrancos y a la amplia Vega, éste se trocaba en variopinta floresta, en donde los más diversos pájaros se hacían oír en heterogénea sinfonía.

Aquí y allá, salían a su encuentro zagales que cuidaban el ganado, muchachas que acarreaban leña o agua en los más dispares recipientes de lustroso barro cocido. En apariencia, estaban bien formados: de extremidades y rostros equilibrados, piel tostada en ellos, y más aperlada en ellas. El cabello rizado, el que más, ondulados y lacio en ocasiones; también los había rubicundos, y de vez en cuando pelirrojos, pero la mayoría poseía unas hermosas cabelleras castañas, ligeramente quemadas por el omnipresente sol. Todo hacía suponer que jamás habían visto foráneos semejantes, ya que primero los acechaban, luego se acercaban lentamente, y después, aún guardando cierta distancia, les sonreían e intentaban hablarles en una extraña lengua de bruscos sonidos guturales.

El guirre había seguido a la comitiva, entre vuelos rasantes o posados sobre alguna que otra palmera o riscal. Cansado de tanto ejercicio, vino a reposar en un roque, que se erguía en la parte superior del Altozano, lugar elegido por estos nuevos moradores para levantar sus tiendas. Dicho promontorio se encontraba a un tiro de piedra de las primeras casas de Telle; es más, en sus mismas laderas vivían algunas familias, cobijadas en profundas cuevas, que utilizaban también como graneros.

En mitad del campamento volvieron a colocar aquellos maderos cruzados que tan intrigado habían dejado al guirre. Hasta allí se desplazaron gentes de todos los parajes cercanos, aunque, pasados sólo unos días, ya lo hacían desde Tenteniguada, de la Sierra y de otros lugares de la Tras Sierra. Los unos contemplaban a los otros, y cada uno se sentía extraño con su semejante. Los canarios supieron, por señales y por palabras suyas mal acomodadas en bocas extranjeras, que esos seres que habían venido sobre el mar eran hombres de Dios y mercaderes. Los primeros, interesados en explicarles cosas del Cielo y mostrarle a una bella mujer, toda ella de madera, que portaba en su mano derecha una antorcha y en la izquierda sujetaba con destreza a un niño que hacía una rara señal con su diestra. La llamaron Candelaria o Señora que Porta la Candela o la Luz, aunque, para los aborígenes, era “Achmayex, Guayaxerax, Achoron, Achaman”, la Madre del sustentador del Cielo y de la Tierra. Los segundos estaban más interesados en viajar por el interior del país, extraer la savia roja de los dragos, la pegajosa resina de los pinos, contar los ganados…; en fin, saber de todo y de todos.

Así pasaron los años, muchos más de los que un guirre puede llegar a contemplar; pero otros, hijos de aquél, vieron cómo a esos extraños les sucedían otros, y, a éstos, otros más que ya no hablaban igual. Si, al principio, fueron unos pocos, después serían muchos más. Mermaron los hombres que hablaban de Aquél que todo lo podía desde la Cruz, y aumentaron en demasía los que se dedicaban a mercadear a base de trueques y también los que portaban armas. Pronto trajeron un gran perro, de fuerte y luenga cabeza, dura mandíbula y grandes orejas, ancho cuerpo y larga y velluda cola. Éstos eran temibles, pues servían para ser cabalgados, y desplazaban a los hombres de un lugar a otro a gran velocidad; pero, además, golpeaban con sus patas delanteras y traseras, rompiendo huesos y deformando rostros. De pronto, se oyó a los más ancianos hablar, en el sabor de la necesidad, de declarar la guerra o someterse. Doramas, el joven caudillo Espaldas anchas, se presentó, de pronto, y, con gran alboroto, les espetó con vehemencia: ¡No hagan caso a aquéllos que, como lagartijas, huyen para esconderse en cualquier ranura; luchen como el fiero y noble can, que le da nombre a nuestra tierra! Así comenzó un período de muchas lunas, hasta que llegó una primavera en que todo se había perdido para unos y otros lo habían ganado todo.

En el margen de La Vega Mayor que llaman del poniente, junto a la Fuentecilla y no muy lejos del Gran Barranco, se levantó a toda prisa una empalizada, prontamente sustituida por un alto tapial de piedra y barro, dentro del recinto “amurallado”, uno de los capitanes, que llamaban Hernán García del Castillo, el de Moguer, fabricó de caña y barro un pequeño habitáculo para el Señor San Juan Bautista, creando así la Iglesia Matriz de esta renaciente urbe. Los Palenzuela, los Inglés, los Zurita, unidos a los Santiesteban, Bermúdez, Ponce de León, Álvarez, y Jaraquemada, les siguieron en su afán constructivo, hasta ver surgir las primeras casas, calles y plazas. Nuestro Telde iba siendo una realidad.

Un guirre se aproxima al gran estanque que llaman de La Heredad, su cuerpo alado se refleja en la superficie aparentemente acuosa. Como otras tantas veces, se lanza en picado sobre su presa, pero ésta no se deja arrancar y tira de su cazador hasta la masa verdinegra que le sirve de lecho mortal. Nadie es testigo de su agonía; las guaguas y los coches del taller cercano se han liberado del viejo e inservible aceite y del resto del gasoil, un hilillo conduce a esta mancha mal oliente y pegajosa hasta una atajea y allí se mezcla con el agua de riego.

El Faycán Espíritu de Guirre, bosteza y se despereza estirando cada una de sus extremidades. Al fijar la vista contempla la cara atónita de su longeva compañera. La interroga: ¿Cuánto tiempo llevo aquí?

Sobre las arenas gruesas y negras de la playa de San Borondon, distraídamente caminaba una “choni”, versión autóctona de la “guiri”, de pronto se dió de bruces con una improvisada muralla de guijarros de forma semicircular; tras ésta, el cuerpo abrasado de un joven, intentaba una y otra vez incorporarse, sin conseguirlo, hasta que vacilante logro sentarse. Sus ojos lagrimosos y su piel toda ella rojiza. Los labios, que supuraban por múltiples llagas, comenzaron a moverse, balbuceando un: ¿cuánto tiempo llevo aquí? La extranjera no entendía nada y no le pudo contestar. Máxi quedó en silencio, algo se aproximaba desde las cavernas del subconsciente a las relucientes regiones del consciente. No eran ideas, ni palabras… era música, belleza suprema que mimetiza al hombre con la naturaleza: sonido tras sonido, y éstos ordenados en escalas hasta obtener rítmicas impresiones.

¡Callen, callen! Solo escuchen este es el sueño del último Faycán.

Última actualización de esta página 18/05/06

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