CHINATOWN
La
primera vez que vi “Chinatown” de Roman Polanski,
me encontraba en Estados Unidos. Recuerdo que eran los primeros
días del año 2000, días nevados en las que
yo y “mi familia americana” nos guarecíamos
del espesor de toda aquella nieve que rodeaba la casa. Mi “hermano”,
Matt, se encontraba pintando su habitación de azul, así
que había desalojado todos sus muebles, entre ellos la
televisión y el vídeo que recientemente le habían
regalado por Navidad y que, durante aquellos días, permanecieron
junto a mi cama. Siempre recordaré los momentos de risueña
felicidad de uno de los anocheceres blancos en aquel lugar alejado,
cuando descubrí la hermosa y conmovedora Chinatown. Un
arrebato lleno de temblores, una confusión de sentimientos
que parecían vibrar en la cueva de mis entrañas,
me sacudieron cuando, suavemente, los títulos de créditos
aparecieron sobre el oscuro y ascendente plano del desenlace.
Cartell de "Chinatown"
Chinatown: la palabra misma surge envuelta de un halo de tragedia
cuando la pronuncio pero ¿por qué? ¿qué
poder desgarrador tiene esa palabra en mi y en los personajes
de la historia, qué veneno esconde para que el detective
siempre la rehuya? Muy joven y bastante ingenuo, descubrí
replegada tras la palabra la tragedia de un pasado malhadado,
la luz apenumbrada de unos recuerdos que iluminan vidas, paredes
y rostros. Chinatown es la memoria ensombrecida por el sufrimiento
y que con sufrimiento la guardamos en nosotros sin poder desprendernos
de ella. Cualquiera podría ver en Chinatown una historia
sobre la irreversibilidad del destino de unos determinados personajes,
pero sería demasiado simplificador porque si por algo está
excelentemente hurdida la trama de la película, es precisamente
por su capacidad de mostrarnos que todo podría haber sido
evitable, que la historia podría haber seguido otro camino,
que Mr. Gittis podría haber reaccionado de otra manera
y que Mrs. Mulrway podría haberse ido sana y salva a México.
No hay lugar para el destino en Chinatown, sólo para nuestro
sufrimiento cómplice, nuestro deseo de poder rebobinar
la película para verla una vez más, con la débil
esperanza de que la historia pueda cambiar de rumbo. Sí,
sé que muchos pensarán que esto es excesivamente
ingenuo y romántico, pero se equivocan. Toda película
humanamente verdadera nos guarda para nosotros, los espectadores,
huecos para nuestros deseos, esperanzas, sufrimientos e impotencia
con respecto a la historia. Pero en le fondo sabemos que nada
cambiará, que todos los personajes se encontrarán
al final en Chinatown y que, en definitiva, la historia se repetirá,
como diría Gittis. En la mitología, Prometeo ¿sabía?
que, cuando llegase a la cumbre, la piedra pesada que había
arrastrado hasta allá arriba, volvería a caerse.
La pregunta que nos deberíamos hacer sería: si la
Voluntad humana es la de Prometeo arrastrando una y otra vez la
piedra hasta la cumbre, y el Destino es la inevitable caída
desde lo alto. ¿Cuál se rendirá antes? Tal
vez no haya respuesta alguna, pero, por lo que llevamos de Historia,
la Voluntad no parece expirar, a pesar de que Gittis nos dé
la espalda y se aleje de nosotros al final, perdiéndose
en la oscuridad. ¿Qué es, pues, Chinatown? La memoria
de nuestro sufrimiento... y la inconsciencia de nuestra futura
esperanza.
Un text
de
Raúl Fernández
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