Revista de Prensa


 

  Condena sin pruebas

Javier Pérez Royo (Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla),

 En todo proceso, sea de la naturaleza que sea, hay siempre y de manera insoslayable una dimensión moral y hay, por tanto, siempre el riesgo de que se cometa una injusticia, que no tiene simplemente alcance privado. La decisión judicial de un conflicto no se mide simplemente en libertad o dinero. La decisión de un conflicto por vía judicial, tanto si el tribunal es profesional como si es un tribunal de jurado, supone siempre la decisión del conjunto de la sociedad sobre el comportamiento de uno o varios de sus miembros. La sociedad, a través del juez, profesional o lego, decide quién ha ignorado o no sus propias responsabilidades. Si este juicio no es imparcial y limpio, entonces la comunidad inflige a uno de sus miembros un daño moral y lo sella con el estigma de quien se ha puesto con su conducta fuera de la ley. El daño que se le causa a un ciudadano en caso de condena injusta es grave en cualquier tipo de procesos, pero el daño más grave se produce cuando un ciudadano inocente es condenado como autor de un delito.

 Esta es la razón por la que la presunción de inocencia es una garantía específica del proceso penal y no de todo tipo de procesos. Y lo es porque el fundamente de la presunción de inocencia no es jurídico, sino ético. Si fuera jurídico, sería una garantía común a todo tipo de procesos. Lo es única y exclusivamente del proceso penal por su dimensión ética. Pues la presunción de inocencia descansa en la convicción ética de que la condena de un inocente es peor que la absolución de un culpable. De esta convicción ética, de naturaleza pre-jurídica, es de la que arranca la decisión político-constitucional de convertir la presunción de inocencia en un derecho fundamental. Puesto que más vale un culpable absuelto que un inocente condenado, la culpabilidad tiene que ser demostrada y demostrada más allá de toda duda razonable a través de una actividad probatoria de cargo.

 Ahora bien, una vez que la convicción ética de naturaleza prejurídica ha sido constitucionalizada, la presunción de inocencia se convierte en un derecho fundamental, que impone al tribunal en el proceso penal una obligación que va más allá de la que le imponía el principio in dubio pro reo antes de la entrada en vigor de la Constitución. Pues, como dejó dicho el Tribunal Constitucional en su primera sentencia sobre la presunción de inocencia, “una vez consagrada constitucionalmente, la presunción de inocencia ha dejado de ser un principio general del derecho que ha de informar la actividad judicial (in dubio pro reo), para convertirse en un derecho fundamental que vincula a todos los poderes públicos y que es de aplicación inmediata” (STC 31/1981, FJ2º). Pues el principio in dubio pro reo, “precisamente por quedar en el ámbito judicial, carece de relevancia constitucional y no puede ser confundido con la presunción de inocencia, aun cuando guarde con ella una cierta relación como criterio auxiliar” (STC 138/1992, FJ 2ª). 

Desde la entrada en vigor de la Constitución el juez penal, sea profesional o lego, no solamente tiene que absolver en caso de duda, sino que únicamente puede condenar cuando existe una actividad probatoria de cargo que destruye positivamente la presunción de inocencia. Por mucha que sea la convicción del juzgador sobre la culpabilidad del acusado, si no dispone de pruebas objetivamente incriminatorias, no debe condenar. Cuando esto no ocurre y el acusado es condenado a pesar de ello, su condena, en lugar de producir en la ciudadanía la sensación de alivio que acompaña el proceso de administración de justicia penal, provoca un malestar difuso pero innegable en el conjunto de la sociedad.

 Exactamente esto es lo que ha ocurrido con la condena de Dolores Vázquez por la muerte de Rocío Wanninkhof. No cabe la menor duda de que, tras tener conocimiento de aquel horrible crimen, la sociedad española deseaba que se hiciera justicia, esto es, que se identificara al autor/a del hecho, se le procesara y se le acabara condenando. De ahí que se recibiera con un cierto alivio la noticia de la detención inicial de Dolores Vázquez como presunta autora del crimen. Por fin se iba a resolver el misterio de la muerte de Rocío Wanninkhof. Recuerdo los comentarios en este sentido de aquel día de Félix Bayón en Hora 25, que expresaban muy bien lo que yo en ese momento experimentaba. Cuando se produjo la detención, creo que teníamos la impresión de que la policía disponía de pruebas incriminatorias contra Dolores Vázquez, que p9odrían hacerse valer en su día en el juicio.

Desgraciadamente no era así. Ni la policía judicial pudo aportar una prueba objetivamente incriminatoria en el momento de la detención, ni ha podido aportarla después, a pesar de que ha transcurrido más de un año desde entonces. Da toda la impresión de que la acusada fue detenida y ha sido mantenida en prisión con la finalidad de que “se derrumbara” y  acabara confesando su autoría del crimen. Al no haberse verificado dicho derrumbe, no se ha podido aportar ninguna prueba concluyente en el juicio. Y de ahí que el juicio no haya despejado para la sociedad la duda sobre la culpabilidad de Dolores Vázquez, aunque vaya a haber una sentencia condenatoria dictada por un tribunal imparcial.

El problema es grave, porque cuando no se hace justicia se comete una venganza. Cuando se condena sin pruebas, la sociedad se está vengando por el crimen que se ha cometido, pero no está haciendo justicia. Alguien paga por el crimen, pero no se sabe si quien paga es realmente quien debería pagar. Y si Dolores Vázquez no acaba confesando su culpabilidad, la sociedad española no va a poder saber si se ha hecho justicia o si simplemente ha sido protagonista de un acto de venganza.

Antes de terminar me gustaría dejar en el aire un par de preguntas: ¿Habría sido condenada Dolores Vázquez por los miembros del jurado si no hubiera permanecido en prisión provisional durante más de un año? ¿No se le había transmitido a los miembros del tribunal del jurado por los distintos jueces profesionales que habían decretado y confirmado la prisión provisional la impresión de que Dolores Vázquez era culpable?. 

Fuente: EL PAÍS, domingo 23 de septiembre de 2001  


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CONTRA EL JURADO

Juan Manuel de Prada.- Diario ABC 24-9-2001

En una democracia representativa, los poderes emanan del pueblo; pero el pueblo delega el ejercicio de dichos poderes en aquellas personas que considera aptas para tan delicada misión. Del mismo modo que los parlamentos se constituyen en representación simbólica de una inconcebible asamblea popular, los jueces y tribunales administran justicia en representación de una nación soberana que, consciente de las limitaciones de los individuos que la componen, escoge a aquéllos que considera mas capacitados para interpretar las leyes. Para garantizar que el acceso a la carrera judicial no lo enturbien intereses espurios, el pueblo soberano, a través de sus legisladores, establece unos requisitos de rigurosa observancia que garantizan –o aspiran garantizar- la igualdad de oportunidades entre los aspirantes, así como una evaluación estricta de sus méritos. Este sistema podrá albergar sus fallos, pero al menos postula la necesidad de depositar el poder judicial en manos de expertos. Porque no debemos olvidad que el Derecho es, más allá de cualquier otra consideración, una alambicadísima y muy sutil elaboración abstracta cuya interpretación exige el concurso de peritos. Así ha sido desde los tiempos de Roma, y así seguirá siéndolo, al menos mientras no declaremos el regreso a estadios de aplicación de la justicia anteriores a la existencia del Derecho.

Quienes defienden la institución del jurado suelen hacerlo mediante argumentos demagógicos. Se supone que la intervención del pueblo lego en asuntos hasta hoy reservados a la curia contribuye a restar solemnidad al acto de impartir justicia; al mismo tiempo, se presume que cualquier individuo sano dispone de un sentido innato de la justicia, que suple con creces su ignorancia jurídica. Se olvida, sin embargo, que la aplicación del Derecho es rigurosamente “solemne”. Para condenar al acusado no basta con una “convicción moral” acerca de su culpabilidad (en esto consiste, a fin de cuentas, el sentido innato de la justicia); se requiere que su conducta se halle expresamente tipificada, y que unas pruebas fehacientes certifiquen la comisión de un acto reprobable conforme a Derecho (en esto consiste la “solemnidad”, que en latín significa ritualidad y costumbre). No creo, sinceramente, que el pueblo lego, aun suponiéndole un sentido innato de la justicia, esté imbuido de los conocimientos técnicos necesarios para impartir justicia, salvo que creamos en la ciencia infusa.

La introducción del jurado en nuestro sistema de administración de justicia me parece tan incongruente como una hipotética intromisión de asociaciones gremiales o vecinales en parlamentos y gabinetes ministeriales. Pero, además, concurren otras circunstancias que hacen especialmente desaconsejable esta institución. Considero muy oneroso que el Estado pueda volcar sobre el ciudadano una responsabilidad suprema (la responsabilidad de juzgar el comportamiento del prójimo) que, previamente, el ciudadano ha delegado en el Estado. Considero bastante inicuo que, en una época como la nuestra, en que la estridencia de la prensa propicia tantos juicios paralelos, decisiones tan peliagudas se dejen en manos de personas permeables a las insidias e intereses de los medios de adoctrinamiento de masas (se me objetará que un juez también es permeable, pero al menos ha recibido la encomienda de no serlo, desde que accedió a la carrera judicial, y además se le paga por ello). Considero, en fin (pero podría seguir invocando razones, hasta rellenar veinte o treinta artículos), que la incorporación del jurado adulterará las intervenciones de abogados y fiscales, que sustituirán el método probatorio por un repugnante método suasorio, cuya única finalidad será embaucar a esas personas desprevenidas a quienes contrariando los fundamentos de la democracia representativa, se les obliga a asumir una responsabilidad para la que no están preparadas.  


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MUERTE AL RARO

Gabriel Albiac.- Diario El Mundo 37-09-2001

El juicio penal contra O.J. Simpson lo vio un jurado negro: absuelto. El juicio civil contra O.J. Simpson lo vio un jurado blanco: condenado. Es de los nuestros, dijo el primero. No se nos parece, dictó el segundo. A eso se reduce la frontera que el jurado traza: los míos y los otros.

El juicio contra el recio muchachote que dejó como un colador a un policía malo, allá por la tierra del inefable Arana, fue visto por un jurado del terruño. Absuelto. Por supuesto. Y fugado. Hubo, entonces, toda suerte de lamentos conmovidos. E hipócritas. Políticos y leguleyos deploraron el mal uso del jurado. Nadie -o casi- se molestó en decir la verdad: que no hay buen uso de eso, que todo jurado atenta contra la garantía jurídica, que no es más que regulación civilizada -también las civilizaciones arrastran su poso bárbaro- del linchamiento. Y que nadie decente, en este país, podrá sentirse seguro mientras esa innoble Ley Belloch no sea revocada.

Lo sucedido en el caso Wanninkhof es, a poco que se analice fríamente, sin comparación, más grave que lo del fusilero vasco. La condena sin pruebas suficientes de un ciudadano es siempre mil veces más lesiva para la seguridad pública que la inmerecida libertad de un presunto delincuente. Pero ha sido aún peor, esta vez. El modo en que la Fiscalía prescindió del aporte de pruebas, para centrar su diatriba en la «anómala» vida sexual de la acusada, dejó algo bien claro: que el fiscal sí había entendido cuál es la lógica de un jurado. La de la identificación pasional. O el pasional rechazo.

Predije, tras las jornadas iniciales de ese obsceno espectáculo, que nada allí sería cosa de juicio. Sí, de prejuicio. Y que absolutamente nada libraría a una lesbiana antipática, convertida por el fiscal en tosca caricatura de los más reaccionarios arquetipos del marimacho, de la condena por asesinato, a través de la cual un decente jurado fustigaría su violación de la norma. No hacía falta estar dotado de virtud premonitoria para saber eso. Todos los juristas con los que consulté vinieron a decir lo mismo: ni borracho condenaría un juez a nadie con tal vacío probatorio; ni borracho un jurado de gentes comunes dejaría de condenar. No por lo que la acusada hubiera o no hecho. Por lo que era. Rara.

Nada sé de si O.J. Simpson era inocente o culpable: sé que la sentencia no fue cosa de Derecho. Nada sé de si el francotirador del norte era loco o asesino: sé que la sentencia no fue cosa de Derecho. Tampoco, ésta de ahora.

Hay, en toda conclusión de un juez, margen de error. No, en el dictamen de un jurado. Porque el jurado no yerra al identificar al acusado como propio o extraño, como amable u odioso, como normal o raro. El error es el jurado, reliquia de tiempos bárbaros.

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DUDA RAZONABLE

Ignacio Camacho.-Diario ABC 26-9-2001

 El Asesinato de Rocío Wanninkhof fue un crimen ciertamente estremecedor, dotado de todos los elementos que incrementan la repugnancia de un delito, pero el inmenso rechazo que provoca su recuerdo no puede soslayar la inquietante realidad de que el juicio ha terminado con una conclusión desoladora: se ha condenado a una acusada sin pruebas. Había testimonios seriamente incriminatorios, y la propia inculpada cometió contradicciones importantes en su declaración, pero la realidad es que el jurado ha enviado a la cárcel a una mujer sobre cuya culpabilidad pesa un mínimo de duda razonable. Y eso, por muchas certezas morales que puedan albergarse al respecto, no deja de resultar un preocupante fenómeno de inseguridad jurídica.

El Estado de Derecho consiste en un conjunto de garantías que salvaguardan al individuo de las certezas morales en su contra y los estados subjetivos de opinión, y establece en la carga de la prueba el instrumento necesario para deducir su culpabilidad. A Dolores Vázquez se la ha condenado sin que exista una prueba concluyente que establezca de manera inequívoca la autoría del horrible asesinato, lo que viene a zanjar el asunto sin despejar las incógnitas que pesan sobre la conciencia social. La cuestión no es baladí, porque al margen de la espantosa posibilidad de que se pueda enviar a prisión por bastantes años a una persona sin que se demuestre su culpa fehacientemente, somete a la institución del jurado a más dudas de las que ya de por sí viene suscitando su implantación en el sistema judicial vigente.

La vista del caso Wanninkhof se ha celebrado bajo la presión de un contexto previo bastante discutible. En primer lugar, la acusada fue enviada a prisión preventiva en virtud de meros indicios, lo que colocaría en la instrucción una parte sustantiva de la responsabilidad del fallo final, en la medida en que pudo determinar indirectamente al jurado hacia el veredicto de culpabilidad. Pero, además, la personalidad de la propia Dolores Vázquez ha actuado intensamente en contra suya. No sólo porque posee un talante manifiestamente antipático, duro y algo siniestro, sino por una singularidad que, en el contexto de los hechos, la sitúa en posición de debilidad ante una conciencia pública sobrecargada de prejuicios: es lesbiana.

Decir que Dolores Vázquez ha sido condenada por un prejuicio público sobre su sexualidad es temerario. No lo es, en cambio, anotar que su opción sexual, y las turbias revelaciones sobre su relación con la madre de la victima, cargadas de resentimiento, desapego y venganza, han podido tener un peso decisivo en la formación de la conciencia del jurado. Si hubiesen existido pruebas materiales, el dato sólo poseería una significación relativa. Pero los ciudadanos del jurado han tenido que decidir a part8ir de una trama de testimonios y declaraciones cruzadas, y esa carencia de respaldo otorga una importancia crucial al énfasis que ha rodeado la personalidad de la inculpada.

A lo largo de un año, Dolores Vázquez ha aguantado en prisión con una entereza que sólo se explica cuando se contempla su endurecida personalidad, frustrando las expectativas de que se derrumbara que, al parecer, albergaban tanto la policía como la instrucción cuando la enviaron a la cárcel a partir de unos indicios más o menos sólidos. Pero ni entonces ni ahora, en el juicio, ha confesado.  Sin confesión y sin pruebas incriminatorias contundentes, la condena aparece como una decisión intuitiva basada en certidumbres de índole no jurídica, sino sentimental, moral o, en cualquier caso, subjetiva.

De este modo, la sentencia del caso produce un mal sabor de boca, fruto de la sensación de que el crimen no ha sido realmente resuelto. La posibilidad de que se haya condenado a una persona que no es culpable provoca un peligroso desasosiego a cualquier ciudadano sensible a la injusticia. Porque la justicia, cuando no es precisa, es injusta. Y sin una prueba de cargo contra Dolores Vázquez, nadie puede evitar la duda de que esta mujer hosca e insociable esté cargando con una culpa que no le corresponde y que, por consiguiente, el (o la) responsable del crimen de Rocío siga en libertad que no merece.

 Nota:  El articulista, aun desarrollando unas teorías a favor de Dolores Vázquez, presenta, a pesar de su supuesta formación, signos claros de “contaminosis”. Sin darse cuenta cae en calificativos hacia ella como “...posee un talante manifiestamente antipático, duro y algo siniestro”; “...Dolores Vázquez ha aguantado en prisión con una entereza que sólo se explica cuando se contempla su endurecida personalidad”

Convendría aclarar que éste señor, como todos los españoles, ha visto a Dolores, únicamente, en el momento de su detención y saliendo esposada de su domicilio y, posteriormente, durante el juicio. Está claro que en esos momentos nadie ofrece la mejor de sus sonrisas.


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LA JUSTICIA COMO ESPECTÁCULO

Antonio Burgos.- Diario El Mundo 22-9-2001

 Cuando se conoció la sentencia hubo aplausos en la sala, como si el Unicaja hubiera marcado canasta triple. El terror es un espectáculo televisado y la Justicia no puede ser menos. Por televisión vemos cómo un jurado popular, expertísimo en ciencia jurídica, doctísimo en Derecho procesal, declara culpable a la ya nada presunta asesina de Rocío Wanninkhof. Hay pruebas irrefutables: Dolores Vázquez apuñaló...una fotografía de la asesinada. Que le echen la perpetua, dice siempre la coránica y talibánica justicia de los jurados populares, paradigma de la seguridad jurídica y de las garantías procesales. Pero acaba el juicio, y queda lo peor. El incomprensible exhibicionismo de la madre de la muchacha asesinada. ¿Cómo puede estar una madre en el juicio donde se describe cómo estaba el cadáver de su hija, cosido a puñaladas? Pues no solamente está, sino de estrella,  pista, que va la artista. No mirando dolorida al tribunal, sino vuelta hacia donde están las cámaras de televisión, mostrando un marco (verdaderamente incomparable) con el retrato de la pobre muchacha. Se ha conocido en el juicio la abyecta verdad de una historia de la isla de Lesbos como paisaje pasional del crimen, pero a esta señora le da lo mismo. Esta señora, en vez de estar en su caso llorando a su hija o guardada tras el conocimiento de esos casposos entresijos de sus relaciones con Dolores Vázquez, va exhibiéndose de televisión en televisión. Le hago un añadido a la frase de Concepción Arenal: “Odia al delito y compadece al delincuente, pero compadece todavía más a la madre de la víctima”.


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 VÁZQUEZ Y MARTÍNEZ

Inmaculada Navarrete.- Diario ABC 25-9-2001

 A veces nos quejamos de la simpleza de la Justicia norteamericana, de la ligereza con la que condena a muerte al primer desgraciado, mejor si es negro o hispano, que se sienta en el banquillo.

Hace unos meses, Joaquín José Martínez estuvo a punto de dar con sus huesos en la silla eléctrica; sólo la determinación de los que le dieron la vida –sus padres- y un pasaporte español le redimieron del trance de perderla tan tontamente, por la equivocación de un jurado. Los españoles, que hasta arrimamos el hombro del bolsillo para costear su liberación, respiramos tranquilos. Martínez tuvo lo que convenimos en llamar buena prensa. A la sociedad española no le gusta la pena de muerte, y más si es made in USA, y nos parten el alma las lágrimas de una madre que ya sólo espera de su hijo el último suspiro. Martínez, en su agónica lucha por la supervivencia, encontró una joya: la comprensión patriota de una sociedad dispuesta a vencer al Gigante de la Justicia USA.

Todo lo contrario ocurre con Dolores Vázquez, a la que un jurado ha considerado culpable del asesinato de Rocío Wanninkhof. Los indicios la señalaban, algunos objetivos y otros tan peregrinos como ser “muy gallega” (la acusación dixit); si a eso unímos su turbulenta vida privada, con episodios de lesbianismo y violencia, acabamos de fabricar una porción de carne de cañón que un jurado, compuesto por gente de a pie, susceptible del morbo y la pasión que el caso suscita, devora sin hacer preguntas.

Vázquez, independientemente de que sea la asesina, no ha despertado la más mínima comprensión social. Nunca tuvo buena prensa. Algunos juristas han puesto el grito en el cielo ante un veredicto alumbrado únicamente por pruebas “indiciarias”, más o menos como las que condenaron precipitadamente a Martínez. Si hasta la venganza es más eficaz servida fría, qué no decir de la Justicia...


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 EL JURADO POPULAR

Manuel Ramírez.- Diario ABC 25-9-2001

 Si ya a los profesionales de la Justicia les es muy complicado dictar sentencias por cuanto significan éstas para aquellos que las sufran, por las de cabos que hay que atar, de pruebas que hay que demostrar, de indicios que hay que corroborar, de testigos que hay que escuchar para que aporten claridad o, por el contrario, ahonden en la oscuridad, de posibles contradicciones del encausado, de intervención de peritos, expertos en leyes y mucha jurisprudencia para apoyarse en lo que tenga que fallar, ¿qué no será para los que forman un jurado donde puede estar cualquier varilla de ese abanico de profesiones, oficios, talantes, sexo, condición y demás parientes y afectos que pueblan nuestro paisaje urbano o rural, que no tienen ni repajolera idea de leyes, ni falta que les hacía en su vida hasta que los metieron en este brete de ser jueces de ocasión, ni siquiera distinguen entre un homicidio y un asesinato -¿lo distingue usted?, querido lector o lectora que tanto me quiere y a quien tanto quiero y que el día menos pensado le puede tocar serlo?- un robo o un hurto, un mangazo o una apropiación indebida o cualquiera de esos términos jurídicos que, muchas veces, se dan por sabidos por todos aunque no los sepa definir exactamente casi nadie.

Creo que ha pasado con el establecimiento del Jurado lo que vino a ocurrir, que me parece que fue anterior en el tiempo, aunque, en esto de las fechas, tengo la misma memoria que un mosquito, como con la instauración de la figura del Defensor del Pueblo. Parecía que no podíamos vivir sin alguien que nos defendiera, porque pensábamos que, efectivamente, nos iba a defender, aunque no supiésemos bien cómo ni de qué,  pero que dábamos por hecho, en un mundo del que sólo recibimos ataques o eso nos creemos, que alguien tenía que defendernos, imaginándonos al primo de Zumosol a la hora de ponerle cara, porque siempre nos sentíamos atacados o amenazados constantemente por la posibilidad de que alguien quisiera asaltarnos que casi nos creaba una manía persecutoria, llámese Hacienda con los dineros, el comerciante desaprensivo en los precios, el prestador de algún servicio que se aprovechara más de la cuenta, el gestcarterista de guante blanco, etcétera (y que meta en el etcétera cada cual a quien crea que son sus perseguidores para adjuntarlo a los ejemplos), y, cuando empezaron a nombrarlos, uno para toda España, otro para cada una de las autonomías y ya no sé si se habrá parado ahí el escalafón o seguirá hasta llegar a las comunidades de vecinos, nos venimos a dar cuenta de que los nombrados, a los que no les quito ni tanto así de empeño, dedicación, buena fe, inmejorables deseos y ganitas todas de arreglar el mundo, a lo más que sirven es para solidarizarse con nuestras propias quejas y que nadie les haga puñetero caso, aunque, menos da una piedra, por lo menos escuchan la queja del quejado y le dan la sublime oportunidad del desahogo.

Lo del Jurado es tanto de lo mismo. No podíamos vivir sin él. Era llevar la justicia al pueblo soberano. Todo del pueblo y todo para el pueblo y, además, ya estábamos hartos de verlos actuar en televisión desde los tiempos blanquinegros de Perry Mason y quedaba la mar de bien esa posibilidad de absolver o condenar, aparte, claro, el minuto, o los días de gloria, que podía tener un ciudadano que, sin que le tocara esta bonoloto jurídica, apenas si hubiesen salido de la monotonía de su propia existencia, aunque en esa jurídica lotería le endilguen la responsabilidad de decidir, para un prójimo más o menos próximo, la cárcel  o la calle, la condena o la salvación. Nos está pasando como a los niños: Que vemos demasiadas películas y, después, queremos ser también protagonistas de ellas. Así nos va.


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WANNINKHOF

Martín Prieto.- Diario el Mundo.-22-9-2001

 Nunca un crimen fue tan publicitado como el secuestro en los años 30 del primer bebé de Charles Lindbergh, héroe solitario con el Espíritu de San Luis del primer raid aéreo sobre el Atlántico norte, uniendo Estados Unidos con Francia, y sufriente por ello de una atención desmesurada de parte de la prensa; un redactor anónimo y local de agencia recibió el Pulitzer por un cable de seis palabras: “El hijo de Lindbergh hallado muerto”. La investigación del asesinato o el homicidio (nunca se sabrá) la llevó el jefe de la policía de Nueva Jersey, el coronel Schwarzkopz, padre del general de la Guerra del Golfo, en forma autoritaria y deshilachada, poniendo finalmente preso a Bruno Hauptmann, emigrante alemán con antecedentes por fechorías menores en su país de origen. La instrucción estuvo llena de irregularidades y el jurado fue presa de escandalosos medios de comunicación. Hauptmann se sentó finalmente en la silla eléctrica en 1936, inconfeso, y no se sabe si mártir, rechazando tras varios aplazamientos de su ejecución, la conmutación por la cadena perpetua o 100.000 dólares de la época (ofertados por un periódico) si confesaba su autoría o delataba a sus probables cómplices. En su testamento, cuando ya todo le daba igual ni tenía fama que sostener, insistió en su inocencia y esperó que su ejecución sirviera al menos para abolir la pena de muerte. Desde André Maurois en Le Figaro a Eleanor Roosevelt (quien tenía enjundia propia a más de ser la esposa del presidente), pasando por notables juristas, muchos cuestionaron todo aquel procedimiento legal, aun perdiendo la batalla del abolicionismo.

De la muerte de Rocío Wanninkhof sólo me sentimentaliza ella misma, la víctima. Del juicio por jurado contra la amante de su madre, oscurecido por los huracanes terroristas, gescarteras o fondos reservados, se pueden tener más dudas que sobre Hauptmann. La condenada ha mantenido en todo momento su inocencia, lo que quede ser entendible, pero el mejor grupo criminal de la Guardia Civil ha sido incapaz de encontrar pruebas fehacientes, ni posibles complicidades, dejándolo todo al albur de dudas razonables sobre la rea cuyos avatares y carácter han sido paseados hasta por los medios especializados en lo más rastrero del cotilleo nacional, con el morbo añadido de una relación lésbica. En España la selección de los jurados es pésima, como demostró el juicio contra el asesino de dos hertzianas, quien quedó libre y prófugo. Esta mujer de aspecto antipático tiene quien la defienda y ya apelará la sentencia cuando se dicte. Pero de ella se puede decir que sólo indicios la inculpan  y que no hay mayor injusticia que un presunto inocente en la cárcel.


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JURADOS Y JUICIOS PARALELOS

Juan Manuel de Prada.-Revista Tiempo.-1-X-2001

 En el juicio contra María Dolores Vázquez, a quien un jurado popular ha considerado autora del asesinato de la adolescente Rocío Wanninkhof, ilustra los daños –yo diría que irreversibles- que ha sufrido la Justicia en nuestra actual sociedad mediática. Habría que establecer, en primer lugar, que María Dolores Vázquez, antes de sentarse en el banquillo de los acusados, ya había sido declarada autora del asesinato. Con motivo de su aprehensión, y en los meses que se sucedieron de instrucción del caso, los medios de adoctrinamiento de masas encontraron en ella la diana de sus charcuterías: las sevicias que rodearon la muerte de la adolescente, así como el vínculo amoroso que habían mantenido la (por entonces) presunta asesina y la madre de la víctima aliñaron con ribetes de sordidez la olla podrida que el periodismo más estridente alimentó con deleite. Como todo juicio paralelo requiere un reparto maniqueo de roles, se eligió como villana a María Dolores Vázquez, mientras Alicia Hornos, la mujer que se había quedado huérfana de hija, representaba el papel de madre coraje vindicadora de la justicia. Esa misma necesidad maniquea de dividir el mundo en buenos y malos obligó a los medios de adoctrinamiento de masas  a correr un tupido velo sobre la innegable responsabilidad moral de Alicia Hornos, no en el bestial asesinato, pero sí en el irrespirable clima de celos enfermizo que lo desató. Quizá hoy a esta madre habitada de fantasmas la asista la satisfacción del delito castigado, pero en lo hondo de su conciencia seguirá volando siempre la sombra de su culpa. La belleza, la inocencia, la juventud ultrajadas de Rocío Wanninkhof contribuyeron aún más a enconar los ánimos de ese ente difuso  que denominamos opinión pública. Cuando se inició la vista oral del juicio, la sociedad ya había asistido a otro juicio paralelo, mucho más prolijo y atento a los pormenores más escabrosos, que le habían servido los medios de adoctrinamiento de masas. El veredicto del jurado no fue, pues, sino un epítome o corolario de lo que la sociedad demandaba con furor de bestia acicateada por el barullo mediático. No estoy entrando a juzgar el acierto de ese veredicto; no estoy tampoco discutiendo la culpabilidad o inocencia de María Dolores Vázquez. Simplemente afirmo que antes de sentarse en el banquillo ya estaba juzgada. Que su condena se haya cimentado sobre pruebas meramente indiciarias corrobora este aserto.

La Administración de Justicia se tropieza hoy con un monstruo formidable que podría devolvernos a una época felizmente abolida de ofuscamientos y guiños a Lynch. Los medios de adoctrinamiento de masas, al entrometerse en un ámbito sobre el que, hasta hace poco, la curia ejercía pleno control, convierten cualquier juicio en un zafarrancho o guirigay que nubla, o simplemente aniquila, la exigencia de ecuanimidad que debe guiar las resoluciones judiciales. Y a este atmósfera de impunidad mediática hay que sumar la introducción nefasta del jurado en nuestro ordenamiento jurídico, que sin duda nos acarreará calamidades sin cuento en un futuro que ya es presente. La democracia representativa se cimienta sobre la delegación de poderes: el pueblo, depositario en virtud de un pacto social de la capacidad punitiva contra aquellos miembros del grupo que lesionan su integridad o los valores consagrados, hace depositario de ese poder a técnicos y peritos en leyes. Estos peritos deben asumir una responsabilidad, fundada en unos conocimientos jurídicos específicos, de la que el pueblo lego me parece un contradiós y un disparate. Terminaremos pagando esta subversión de la lógica; los veredictos turulatos o calenturientos o inconsistentes se sucederán a la velocidad de nuestro estupor. 


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EL "CASO WANNINKHOF"

EDUARDO MENDICUTTI

Las huellas y cicatrices de una antigua relación lésbica, envenenada por la dependencia y el desamor; el rencor de una mujer y sus hijos contra otra mujer que alguna vez los amó, pero que desde el primer momento se propuso desposeerlos y dominarlos; el carácter duro, antipático, frío, pero con explosiones agresivas, de una forastera -una gallega en Andalucía- que responde, puesto que no han trascendido otros aspectos de su personalidad, al estereotipo de la lesbiana hombruna, descarnada, desagradable; una hermosa muchacha apuñalada con saña hasta la muerte; la falta absoluta de pruebas directas que incriminen a alguien; una policía que, incapaz de encontrar esas pruebas y para emborronar la ineptitud, contribuye a crear y alimentar el estado de opinión contra la única acusada; una cobertura, por parte de los medios de comunicación, reservada a los casos llenos de aspectos morbosos; un jurado popular, necesariamente inexperto, al que sólo se le están presentando opiniones e indicios... Me parece preocupante cómo se está desarrollando hasta ahora el caso Wanninkhof, juicio incluido.

Yo no sé, naturalmente, si Dolores Vázquez mató a la hija de esa mujer con la que durante algunos años compartió casa, ingresos, cama, vida. Desde luego, niego que el desamor homosexual sea más violento y sospechoso que el heterosexual. Tampoco me pongo de parte de la acusada por el simple hecho de que sea lesbiana, pero sí creo que la justicia debe ponerse de su parte si no aparecen pruebas contundentes contra ella. Comprendo, por supuesto, que Alicia Hornos, la madre de Rocío, necesite desesperadamente saber quién mató a su hija y comprobar que la justicia castiga con toda la severidad posible al culpable. Pero por mucha repugnancia que provoque en medio mundo la personalidad de Dolores Vázquez, por mucho rechazo que todavía provoque en demasiada gente la condición sexual de la acusada, a esa mujer no se la puede condenar por homicidio o asesinato sólo por su temperamento, sus arrebatos, sus pecados, sus comentarios a unos u otros, sus antecedentes sentimentales o domésticos. Tal vez mató a Rocío, pero ojalá el juez acierte a explicar con claridad al jurado que nadie puede ser condenado mientras no se demuestre, con pruebas, que es culpable.

El caso Arny, el caso duque de Feria, el caso del barrio del Raval... Tarde llegan siempre las lamentaciones. Tarde comprendemos siempre que nunca escarmentaremos.

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CASO PREJUZGADO

Gabriel Albiac

Rara vez la crónica de sucesos retiene mi atención. Casi nunca deja de hacerlo la de tribunales. La vertiente predadora es tan consustancial a lo humano que su anécdota me aburre: una piedra arrojada hacia arriba cae; un humano mata; trivialidad desoladora. Y el Derecho es la fascinante invención a cuyo través los hombres acotan, mediante norma, su pulsión de muerte: como tal, una de las artes más refinadas de las sociedades humanas.

Poca cosa supe, en su día, del asesinato de Rocío Wanninkhof: común brutalidad, monótona en la especie. Lo del juicio de estos días me perturba. Como un fogonazo en el cual ver la barbarie desteñir la plácida revestidura ceremonial: la barbarie que hace irrumpir en un tribunal de justicia la retórica turbia del auto de fe.

He tenido que confrontar media docena de periódicos y agencias para acabar por dar crédito a lo leído: el inaudito espectáculo del fiscal que interroga a un acusado (a una acusada) acerca de su condición homo u heterosexual, acerca de su papel simbólico en las relaciones conyugales, acerca de la metaforización masculina o femenina que invistiera en la privada esfera de los juegos sexuales entre adultos...

Obsceno, el interrogatorio tal vez fuera divertido como síntoma del peculiar inconsciente del que inquiere. Si no fuera por un pequeño detalle: lo que está en juego es la acusación más grave, la de un asesinato, acerca del cual el Ministerio Fiscal pocas pruebas parece exhibir, además de la -tal vez para él irrefutable- de su horroor homófobo.

Pero hay algo aún peor. Un juez en sus cabales haría piadosos oídos sordos a tal exhibición de mal gusto de la fiscalía. Un jurado popular se deleitará en ellas.

El Derecho es un sistema de ficciones cuidadosamente regulado. No lo rige la verdad, sino la garantía. Y es en esa humildad de tan sólo atenerse a lo que la convención pactada fija, donde reside la gravedad de su envite. No es función de juez desentrañar realidad alguna. Tan sólo regular la aplicación exacta de una red de supuestos: la ley. Ni moral, ni religión, ni metafísica pueden contaminar esa combinatoria sin corromperla.

Allá donde un jurado asume función judicial, la aritmética de la ley se trueca en humo. Queda, en su lugar, la pasión normalizadora: la soga, el árbol, la jauría. O sus más comedidos -en modo alguno, menos crueles- sucedáneos.

El jurado, en las sociedades fronterizas, allá donde los aparatos del Estado no tenían acceso, fue reducción a norma del linchamiento. En sociedades acotadas por garantía estatal, no es sino retorno a la barbarie.

Lo ignoro todo sobre el caso Wanninkhof: ni me interesó ni me interesa. Me desazona, sí, esta certeza: que, ante jurados populares, un acusado no acorde a norma social está ya condenado de antemano. Sea o no sea culpable.

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