ðH www.oocities.org/es /chileario/hitlermiamigo.htm www.oocities.org/es/chileario/hitlermiamigo.htm delayed x rÔJ ÿÿÿÿ ÿÿÿÿÿÿÿÿÿÿÿÿÿÿÿÿÈ À”G )G OK text/html €2H )G ÿÿÿÿ b‰.H Sat, 31 Jul 2004 03:14:47 GMT Ï Mozilla/4.5 (compatible; HTTrack 3.0x; Windows 98) en, * rÔJ )G
forseti_98@hotmail.com
HITLER:
MI AMIGO DE JUVENTUD
Adolf Hitler; mein Jugendfreund
Por A. KUBICEK
INDICE
Introducción
Decisión y justificación
AMIGOS DE JUVENTUD EN LINZ
Primer encuentro
Extraña amistad
La imagen del joven Hitler
La imagen de la madre
Recuerdos del padre
Liquidación con la Escuela
Estefanía
Entusiasmo por Ricardo Wagner
El joven nacionalista
Dibujar, pintar, construir
La visión
NUESTRA VIDA EN VIENA
Adolfo parte para Viena
Muerte de la madre
¡Ven conmigo, Gustl
Stumpergasse 29
La ciudad imperial
Autoestudio y lectura
En la Ópera imperial
Adolfo escribe una ópera
La "orquesta móvil" del Reich
Enojosa interrupción
Actitud de Adolfo con respecto a las mujeres
En el Parlamento
Brusca ruptura de la amistad .
Epílogo
DECISIÓN Y JUSTIFICACIÓN
La decisión de recopilar mis
recuerdos de infancia al lado de Adolfo Hitler, me ha sido difícil; son
grandes, pues, las probabilidades de no ser comprendido. Sin embargo, los dieciséis
meses de cautiverio americano a que tuve que someterme en el año 1945,
a mis cincuenta y siete años, han quebrantado mi salud de por sí
ya no muy fuerte; y es por ello que quiero aprovechar los años que me
han sido todavía concedidos.
En los años de 1904 a 1908 viví yo al lado de Adolfo Hitler como
el único de sus amigos, primero en Linz, y después en Viena, donde
compartíamos la misma habitación. Aun cuando se trata de aquellos
años de evolución y desarrollo, en los que va marcándose
lentamente el sello de la personalidad de un hombre, poco es lo que se conoce
de tan importante capítulo en la vida de Adolfo Hitler, y este poco no
es, además, siempre verdad. Al referirse a este período, el mismo
Hitler se ha limitado siempre a algunas observaciones bastante fugaces. Es por
ello que opino que estas páginas pueden contribuir a aclarar el cuadro
que al presente se ha hecho de Adolfo Hitler, sea cual sea el punto de vista
desde el que se examine. El supremo principio que me guía, es: redactar
estos recuerdos de infancia sin añadir, pero tampoco silenciar nada.
No quiero decir más que lo que fue.
Por todo ello no me gustaría que esta obra fuera incluida entre la habitual
literatura sensacionalista en torno a Hitler. He demorado la publicación
de esta obra hasta ver disminuido el interés despertado por esta clase
de literatura, y cuando cabe esperar que habrá de ser tomada en serio
por los hombres conscientes y de pensar objetivo, al publicarse un libro sobre
Adolfo Hitler. Sería falso querer añadir a estos recuerdos y vivencias
comunes de juventud, pensamientos y opiniones propios de los capítulos
posteriores de la vida de Hitler.
He procurado celosamente mantenerme alejado de estos peligros, y consignar mis
recuerdos de aquellos tiempos de la misma manera como si Adolfo Hitler, con
el que tuve una amistad tan íntima, hubiera seguido siendo durante toda
su vida un desconocido o hubiera caído en la Primera Guerra Mundial.
Comprendo perfectamente las enormes dificultades que se oponen a mi propósito
de recordar y escribir sucesos y acontecimientos que se remontan a más
de cuarenta años. Sin embargo, mi amistad con Adolfo Hitler llevó
marcada, ya desde un principio, la importancia de lo extraordinario, de forma
que los detalles han quedado más firmemente grabados en mi recuerdo de
lo que es usual en las relaciones mas indiferentes. Por otra parte, me sentía
también obligado al mayor agradecimiento hacia Adolfo Hitler, por haber
sido él quien pudo persuadir a mi padre de que mis inclinaciones y aptitudes
musicales no me llamaban al taller, sino al Conservatorio. Esto cambio, decisivo
para el ulterior curso de mi vida, y que el joven Hitler, que entonces contaba
sólo dieciocho años, consiguió imponer a pesar de las resistencias
que me rodeaban, dio a mis ojos un superior realce a nuestra amistad. Es por
ello, también, que su recuerdo ha quedado tan firmemente grabado en mi
mente. Debo añadir, además, que yo, a Dios gracias, gozo de una
excelente memoria, que, de todas formas, es eminentemente acústica. Para
la redacción de esta obra han sido para mí una gran ayuda las
cartas, tarjetas y dibujos recibidos de mi amigo, y, de otra parte, las anotaciones
tomadas por mí mismo hace ya mucho tiempo.
Si nuestro pueblo quiere recuperar algún día la confianza en sí
mismo, tan quebrantada en estos últimos tiempos, debe procurar superar
este difícil y penoso capitulo de su historia, es decir sin ningún
impulso desde el exterior. Esto no puede conseguirse, es cierto, por falsas
"revelaciones" o juicios unilaterales, sino por la representación
objetiva, justa y, en consecuencia, realmente convincente de los acontecimientos
históricos. Y confío poder contribuir a ello en el modesto marco
de esta obra.
Eferding, agosto de 1953.
PRIMER ENCUENTRO
Yo nací en Linz el 3 de agosto
de 1888.
Mi padre era de oficio tapicero y mi abuelo carpintero Mi abuela procedía
del campo, y pertenecía a los Gillhofer de Peuerbach. Mi madre era hija
de un herrero, emigrado a la ciudad en los años en que se trazó
la vía del ferrocarril tirado por caballos Linz-Budweis. Estaba casado
con una campesina de Rosenberg. A su través entraron a formar parte de
nuestra familia a gentes de la patria de Adalbert Stifter. Mi padre tenía
muchos de los rasgos propios de los moradores de los bosques de Bohemia.
Antes de contraer matrimonio mi padre trabajaba como oficial tapicero en la
fábrica de muebles de Linz, Müller und Sohn, en la Bethlehemstrasse.
Al mediodía solía comer en un pequeño figón en la
Bischofsstrasse que existe todavía en la actualidad Aquí conoció
a mi madre, que trabajaba de camarera en este local, en el que no era obligatorio
la consumición de bebidas Los dos se agradaron mutuamente y en julio
de 1887 contrajeron matrimonio
En un principio, la ¡oven pareja se instaló en casa de los padres
de mi madre en la Hafnerstrasse 35. El jornal de mi padre era escaso y mucho
y fatigoso el trabajo. Mi madre se encontraba encinta y había abandonado
su trabajo. Es por ello que yo nací en tristes circunstancias. Un año
más tarde nació mi hermana María que murió todavía
en la primera niñez. Al año siguiente vino Teresa al mundo. Ésta
murió a la edad de cuatro años. Mi tercera hermana, Carolina.
enfermó gravemente, vivió delicada algún tiempo Y murió
cuando contaba ocho años de edad. No es para describir el dolor de mi
madre. Durante toda su vida sufrió bajo el temor de perderme también
a mí. De sus cuatro hijos, yo era el único con vida. Así,
todo el amor de mi madre se consagró hacia mi.
Hay aquí un notable paralelo en nuestros destinos. También la
madre de Hitler había perdido a tres de sus hijos: Gustavo, Ida y Otto.
Durante mucho tiempo fue también Adolfo el único hijo que seguía
con vida. Edmundo, nacido cinco años después de Adolfo, murió
a la edad de seis años. La única superviviente era Paula, la hermana
de Adolfo, siete años más joven. Mucho había de común
en la naturaleza y modo de ser de las dos madres. Y también Adolfo y
yo, aun cuando en nuestra juvenil exuberancia no hacíamos ninguna especial
mención de la muerte de nuestros hermanos, nos sentíamos, en cierto
modo, señalados por el destino; por decirlo así, como los supervivientes
de un linaje muy amenazado, a los que competían, en consecuencia una
especial responsabilidad. El hecho de que Adolfo me llamara a mí, a veces,
Gustavo en lugar de Augusto, con toda seguridad de manera inconsciente - también
en una tarjeta a mí dirigida puede leerse este nombre en la dirección
-, nombre llevado por su primer hermano muerto, guarda, quizá, una relación
con la usual forma familiar de Gustl, pero es posible también que quisiera
dar con ello una alegría a su madre al transmitirme este nombre a mí,
acogido como un hijo en la familia Hitler. No puedo acordarme con más
detalle sobre esta particularidad.
Entretanto mí padre se había
hecho independiente abriendo un taller de tapicería en el número
9 de la Klammstrasse. La vieja casona, fea y pesada, que ha resistido sin la
menor transformación el paso le los años, se convirtió
desde entonces en el escenario de mi niñez y mi juventud Quiero describir
con todo detalle los sucesos y vivencias de aquella época, aun cuando
carezcan en el fondo de toda trascendencia, para conjurar la atmósfera
en que se desarrolló mi amistad con Adolfo Hitler. La estrecha y sombría
calle, en la que durante algún tiempo vivió también el
poeta Adam Müller-Guttenbrunn, aparecía miserable al lado de la
amplia y luminosa avenida, adornada con superficies de césped y árboles,
que formaban su prolongación.
No cabe duda de que las insanas condiciones de la vivienda tenían también
su parte de culpa en la temprana muerte de mis hermanas Todo esto cambió
en la nueva casa. El taller estaba situado en la planta baja, y la vivienda
en el primer piso, formado por dos habitaciones y una cocina. A pesar de ello,
mi padre apenas si podía verse todavía libre de sus dificultades
pecuniarias. El negocio iba mal. Más de una vez estuvo a punto de cerrar
el taller y entrar de nuevo, como obrero, en la fábrica de muebles. Sin
embargo, en el último instante podía siempre hacer frente a todas
las dificultades. Llegó el tiempo de ingresar en la escuela, un acontecimiento
bastante desagradable para mi. Mi buena madre lloraba por las malas notas que
yo llevaba a casa. Su dolor era lo único que podía incitarme a
un mayor celo en mis estudios. En tanto que mi padre daba por supuesto que yo
ocuparía algún día su sitio- por que, sino, se atormentaba
él desde que amanecía hasta la noche! - mi madre, a pesar de mis
malas calificaciones, quería que yo siguiera estudiando. Primeramente
debía seguir cuatro años en el instituto, y luego, en todo caso
ingresar en la escuela de aprendices. Sin embargo, yo no quería saber
nada de ello. Me consideré feliz cuando mi padre, al cumplir yo los diez
años, me mandó a la escuela secundaria municipal. En opinión
de mi padre, con ello quedaba decidido de una vez mi ulterior destino.
Sin embargo, hacia ya tiempo que otra afición se había ido infiltrando
en mi vida, y a la que me entregué con todo mi corazón: la música.
Este amor encontró su expresión visible cuando, contando yo nueve
años, recibí como regalo un violín en las Navidades de
1897. Puedo acordarme todavía con toda exactitud de los detalles de esta
fiesta, y cuando hoy día rememoro de nuevo mis tiempos idos, mi vida
consciente empieza, por así decirlo, con este acontecimiento. El hijo
mayor de nuestro vecino era aspirante al magisterio, y me dio lecciones de violín.
Yo aprendía bien y con rapidez. ¡Qué alegres perspectivas
no se abrieron entonces ante mí! Cuando mi primer profesor de violín
se hubo graduado, y fue destinado a un lugar en el campo, ingresé como
alumno elemental en el Conservatorio municipal de Linz, pero el sistema de enseñanza
en este centro no acababa de satisfacerme, quizá porque yo estaba ya
mucho más adelantado que los demás alumnos. Después de
las vacaciones tomé de nuevo clases particulares Con un antiguo cabo
de la banda de música de su Alteza imperial, que desde el primor momento
me hizo comprender que yo lo ignoraba aún todo, y que me enseñó
los principios fundamentales del violín a la "manera militar".
El aprendizaje al lado del viejo Kopetzky eran unas verdaderas maniobras militares.
Cuando yo me cansaba del rudo tono militar, me consolaba y me prometía
que si seguía progresando así sería aceptado, sin duda,
como alumno en la banda del regimiento de su. majestad, lo que a su modo de
ver significaba la cima de todos los honores musicales.
Después de terminados mis estudios con Kopetzky, ingresé en el
grado medio del Conservatorio, y encontré un maestro tan hábil
en su disciplina como en la pedagogía, el sensible profesor Heinrich
Dessauer. Como asignaturas complementarias estudiaba yo la trompeta y el trombón,
así como teoría musical en general y colaboraba ya en la orquesta
formada por los propios alumnos.
Yo gozaba a veces, secretamente, con la idea de hacer de la música la
carrera de mi vida. No a manera del cabo Kopetzky, sino que soñaba en
alcanzar un bello destino como mi estimado profesor Dessauer. Sin embargo, la
realidad vino a cortar de un golpe todos mis sueños. Apenas hube completado
mis estudios en la escuela municipal tuve que entrar como aprendiz en el taller
de mi padre. Ya anteriormente, cuando escaseaba la mano de obra, había
tenido que ayudar yo en el taller, por lo que tardé en desenvolverme
perfectamente en el trabajo. Renovar las viejas tapicerías es un trabajo
odioso. Es preciso desmontar toda la pieza hasta sus fondos, separar las bandas
con los remaches, y sacar todo el material de relleno. ¡ Muchas veces
estaban rotos también los muelles, incluso enmohecidos! Armado, de la
abridora, un tambor de hierro provisto de un cilindro estriado, que se hacía
girar rápidamente por medio de una manivela, debía ocuparme yo
del relleno mediante crin, estopa u otro material por el estilo. Todo esto tenía
lugar en medio de nubes de polvo, en los que el aprendiz a veces ni podía
distinguirse. Qué colchones tan viejos no se llevaban a veces a nuestro
taller! En ellos hubiera podido registrarse todas las enfermedades pasadas,
o no pasadas, en los lechos. No es do extrañar, pues, que los tapiceros
no lleguen alcanzar una edad avanzada.
Sin embargo, no tardé en conocer también el lado bueno del oficio
de tapicero: un sentido por el arte y un buen gusto personal juegan aquí
un papel decisivo, y no queda ya lejos el paso hacia el arte de la decoración
interior. Visitaba casas distinguidas, veía muchas cosas, oía
también muchas, y, por encima de todo: en invierno apenas si había
aquí nada que hacer. Y, naturalmente, este tiempo pertenecía por
entero a la música. Una vez hube pasado con éxito el examen de
oficial ante la comisión designada al efecto por las comunidades gremiales,
mi padre quiso que entrara yo a trabajar en algún otro taller. Comprendía
yo perfectamente la decisión de mi padre, pero no me interesaban las
exigencias del oficio elegido, sino, únicamente, los ulteriores progresos
en mi educación musical. Así, pues, permanecí como oficial
en el taller de mi padre, porque en él podía disponer con mucha
más libertad de mi tiempo que no bajo un maestro extraño.
"Violinistas los hay, por lo general, demasiados, pero violas... ¡
éstos son los que hacen falta!" Aun hoy debo agradecer al profesor
Dessauer que sobre la base de esta experiencia hiciera de mí un aplicado
viola. La vida musical en la ciudad de Linz estaba en aquel entonces a un elevado
nivel. August Göllerich era el director de la Sociedad Musical de Linz.
Como discípulo de Liszt y colaborador de Ricardo Wagner en los Festivales
de Bayreuth, Göllerich era el hombre adecuado para dirigir las actividades
musicales de Linz, entonces tan a menudo humillada como "ciudad de aldeanos",
y que era mirada por encima del hombro, con desdén, por la deslumbrante
metrópolis vienesa. Esta Asociación Musical celebraba cada año
tres conciertos sinfónicos, así como un concierto extraordinario,
en el que intervenía casi siempre un gran coro con acompañamiento
de orquesta. Mi. madre, aunque procedía de una sencilla familia de artesanos,
tenía una extraordinaria sensibilidad musical, y apenas si dejaba de
asistir a ninguna de estas representaciones. Ya de pequeño solían
llevarme mis padres con ellos a la sala de conciertos. Mi madre me explicaba
los pasajes más difíciles, y como ya en aquel entonces dominaba
yo superficialmente varios instrumentos musicales, mi interés en estas
reuniones era cada vez mayor. Mi máxima aspiración era poder algún
día formar parte de la orquesta de la asociación musical, ya como
viola o como trompeta.
Sin embargo, esto había de hacerse esperar todavía bastante tiempo.
Por el momento, era cuestión de destripar polvorientos colchones y tapizar
las paredes de las habitaciones. En aquellos años, las usuales enfermedades
de los tapiceros empezaron a ponerse de manifiesto en mi padre. Cuando un tenaz
catarro de los lóbulos pulmonares le retuvo por fin medio año
en cama, me vi obligado a atender yo solo el taller. Con ello, mi joven vida
discurría entre dos claros contrastes. El trabajo, al que pertenecían
mis fuerzas y también, ciertamente, mis pulmones, y la música,
de la que pendían todos mis afectos. No hubiera podido yo jamás
creer que pudiera existir entre ambos la menor relación. Y, sin embargo,
así era. Intervino el destino, y me aferró por los cabellos.
Entre los clientes del taller de mi padre se contaba también la cercana
administración de la ciudad, de la que dependía el teatro. Un
buen día trajeron a nuestro taller las tapicerías de un decorado
rococó para su reparación. Los ángulos de los almohadones
estaban rozados por el uso, y el tapizado estaba en parte desgarrado. El tapizado
de los asientos y los respaldos debían encajarse sobre un marco de madera.
La nueva tapicería fue encargada en los colores azul y blanco. Una vez
hubieron sido restauradas las tapicerías, mi padre me mandó una
mañana con ellas al teatro, que no estaba muy lejos de nuestra casa.
El maestro encargado de los accesorios me hizo subir al escenario, para que
yo adaptara las tapicerías en su marco de madera, que estaban pintados
de blanco y tenían tallas doradas. En el escenario se celebraba justamente
en aquel momento un ensayo. No recuerdo ya, de qué obra se trataba, pero
sí sé que era una opera. Sin embargo, puedo sentir todavía,
como si fuera hoy, la sensación que experimenté al encontrarme,
al lado de los artistas y cantantes, en el escenario. Me sentí transformado,
como si en este instante me hubiera descubierto a mí mismo por primera
vez. Ante mi estaba, vestido de manera deslumbrante, un hombre. Se me apareció
como un hombre procedente de otro mundo. Cantaba de manera tan maravillosa,
que no pude siquiera imaginarme que éste pudiera hablar como un hombre
vulgar. La orquesta contestaba a su poderosa voz... Yo entendía algo
de todo ello, pero en esta hora me pareció insignificante todo lo que
la música había significado hasta entonces para mí. Tan
sólo en su relación con el escenario se levantaba la música
hasta un plano más elevado, más digno, el mayor que uno puede
imaginarse. Sin embargo, allí estaba yo, un simple aprendiz de tapicería,
ante los sillones rococó, tratando de encajar las tapicerías en
sus marcos de madera. ¡ Qué mísera ocupación, qué
triste existencia! Teatro.., este era el mundo que yo andaba buscando. El juego
y la realidad se mezclaban en sus excitados sentidos. El torpe aprendiz - como
una figura cómica de una obra de Nestroy - con los pelos alborotados,
inquieta la mirada, con su mandil y las mangas arremangadas, en pie frente a
los bastidores, manipulando entre los almohadones y los sillones, como si debiera
pregonar con ello el derecho a permanecer allí ¿era, en verdad,
tan sólo un triste aprendiz de tapicero? Un chiquillo pobre, despreciado;
lanzado siempre de uno a otro lado, al que la "distinguida dama, cuyo tocador
tapiza no trata de manera muy distinta que a la misma escalera de mano: se la
pone aquí, se la pone allí, donde se la necesite, y cuando no
se la necesita más, se la coloca de nuevo en un rincón. Hubiera
sido preciso que este aprendiz de tapicero, con sus herramientas todavía
en la mano, se hubiera adelantado en este instante, hacia las candilejas, animado
por el director de la orquesta con un disimulado guiño, para cantar su
parte, tan sólo para demostrar a los oyentes en el patio de butacas que
no existían siquiera - ¿qué es lo que significa "oyente"?-,
y al mundo sorprendido, que, en verdad, era alguien muy distinto a aquel pálido
y larguirucho aprendiz del taller de tapicería de la Klammgasse, que,
en realidad su sitio estaba en el teatro, en la escena,..
Desde aquella hora me entregué al teatro, y lo he seguido hasta hoy.
Mientras encolaba la pared de la casa de un cliente, para pegar luego la maculatura
preparada con una cola especial, soñaba yo brillantes éxitos en
el teatro, en el atril, al frente de la orquesta. Estos sueños no hacían
ningún bien a mi trabajo, y no tenía nada de extraño que
mis franjas de papel encolado quedaran con ello a veces un poco desplazadas.
Sin embargo, al volver le nuevo al taller, una nueva recaída en la enfermedad
de mi padre me hizo comprender rápidamente cuál era la responsabilidad
que sobro mí pesaba.
Así iba oscilando mi vida, entro el sueño y la realidad. En mi
casa nadie sospechaba cuál era mi intención; pues antes que decir
siquiera una palabra sobre mis ocultos deseos, hubiera preferido morderme la
lengua. También a mi madre le ocultaba mis secretos planes. A pesar de
ello, es posible que ella adivinara lo que en silencio me torturaba. Pero, podía
yo acaso aumentar aún mas sus preocupaciones con las mías? Así
pues, no había nadie a quien yo pudiera confiarme. Me sentía muy
abandonado. rechazado por mi mundo, y estaba tan solo, como sólo puedo
estarlo una persona joven a la que se ha revelado por vez primera la belleza
y los peligros de la vida.
El teatro me infundía nuevos ánimos. No me dejaba escapar ninguna
ópera, y por muy cansado que estuviera del trabajo nada podía
retraerme de ir al teatro. Naturalmente, con los míseros ingresos que
recibía de mi padre como oficial no podía aspirar más que
a una localidad de general. Es por ello que solía colocarme siempre en
la llamada localidad de paseo, desde donde se podía divisar mejor el
escenario. Además pude constatar que en ninguna otra parte era tan buena
y completa la acústica como en este lugar. Encima, en el centro de los
palcos se encontraba el palco real, sostenido desde abajo por dos columnas de
madera. Estas columnas ejercían una especial fuerza de atracción
sobre el público de las localidades de paseo, por ser las únicas
que ofrecían la posibilidad de apoyarse, sin tener que renunciar, por
ello, a una parte del espectáculo; pues, si se apoyaba uno en la pared
posterior las columnas se interponían en su campo visual. Cuán
contento me sentía yo, si, después de pasar todo el día
trabajando encaramado en lo alto de la escalera, podía recostar por la
noche mi espalda en la lisa columna! Es cierto que para ello era preciso acudir
muy temprano al teatro, si no quería desaprovechar esta oportunidad.
Muchas veces son justamente los detalles sin importancia los que se graban con
más fuerza en la memoria. Puedo verme todavía, con toda exactitud,
en la imaginación precipitarme a mi localidad ante las columnas. reflexionando
si debía elegir la de la derecha o la de la izquierda. Muchas veces,
sin embargo, estaba va ocupaba una de las dos columnas, la de la derecha; así
pues había alguien más interesado todavía que yo. Medio
molesto, medio asombrado, contemplé mi competidor. Era un joven curiosamente
pálido, delgado, de la misma edad aproximadamente que yo, que seguía
con ojos resplandecientes la representación No cabía duda de que
era de una casa acomodada, pues iba siempre pulcramente vestido y se mostraba
sumamente reservado.
Tomamos nota de nuestra mutua presencia sin pronunciar una sola palabra. Pero,
en una de las siguientes representaciones - no recuerdo si era " El cazador
furtivo" "El sueno de una noche de verano o " Evangelimann "
por aquel entonces representada con mucha frecuencia - entramos en conversación
durante uno le los entreactos pues al parecer ninguno de los dos estábamos
satisfechos con el artista que incorporaba uno de los principales papeles en
la representación. Comentamos esta impresión, y nos satisfizo
esta unanimidad en el juicio desfavorable. Me sentí asombrado por la
rápida y segura comprensión de mi interlocutor. No cabía
la menor duda de que me era superior en este aspecto. Por el contrario, él
reconocía mi superioridad cuando la conversación se refería
a temas puramente musicales. No me es posible fijar con exactitud el día
en que tuvo lugar esta primera conversación. De todas formas, era en
los días alrededor de la festividad de Todos los Santos en el año
1904.
Las cosas siguieron así durante algún tiempo. El otro joven no
había hablado hasta entonces una sola palabra acerca de sí mismo.
Así, pues, yo no creí tampoco necesario referirle algo de mi vida.
Por el contrario, los dos sentíamos el mismo intenso interés por
las representaciones a las que asistíamos regularmente, y adivinábamos
que en cada uno de nosotros palpitaba el mismo entusiasmo por el teatro.
Un día, lo acompañé a su casa después de la representación.
Así pude averiguar que vivía en el numero 31 de la Humboldtstrasse.
Cuando nos despedimos, me dijo su nombre Adolfo Hitler.
EXTRAÑA AMISTAD
A partir de aquel día nos
encontramos a cada representación de ópera, nos citábamos
luego a la salida del teatro, y dábamos largos paseos a pie, uno al lado
del otro, por la Landstrasse.
Linz, que en este último decenio se. ha convertido en una moderna ciudad
industrial, y que alberga a gentes de todas las regiones de la amplia comarca
del Danubio, era entonces una ciudad de fuerte carácter campesino. En
sus arrabales se veían todavía las sólidas granjas cuadrangulares
de los aldeanos, al modo de viejas fortalezas, y en medio de los bloques de
casas de viviendas se extendían las praderas, en las que pacía
plácidamente el ganado. En las tabernas, la gente bebía el mosto
habitual en el país. Por todas partes se oía el amplio y cómodo
dialecto del país. En la ciudad se conocían solamente los carruajes
tirados por caballos, y los cocheros eran quienes más celosamente procuraban
que Linz no se distanciara del "campo". La burguesía, aun cuando
en su gran mayoría procedía del campo, y estaba unida también
por lazos familiares con la población campesina, procuraba distanciarse
tanto más de las capas aldeanas, cuanto más afines eran todavía
a ellas. Casi todas las familias más destacadas de la ciudad se conocían
entre sí. El mundo del comercio, los funcionarios y los oficiales de
la guarnición eran los que daban el tono y prestancia a la sociedad.
Quien se tenia a si mismo en alta estima, se encontraba por las noches en el
paseo cotidiano por la calle principal de la ciudad, que lleva desde la estación
al puente que cruza el Danubio, y que se llama, de manera significativa la Landstrasse".
Dado que Linz no poseía en aquel entonces universidad, los jóvenes
de todas las capas y estados sociales procuraban imitar lo mejor posible las
costumbres de los estudiantes. El tráfico social en esta calle no quedaba
muy atrás de la vida nocturna en la Ringstrasse vienesa. por lo menos,
así lo estimaban los habitantes de Linz.
Hitler no parecía tener mucha paciencia; pues, si en alguna ocasión
dejaba yo de acudir puntualmente a la cita convenida, acudía él
al instante al taller en mi busca, y ello, tanto si yo estaba justamente ocupado
reparando un viejo sofá de hule negro, o una silla de orejas barroca,
o cualquier otro objeto. Consideraba mi trabajo simplemente como una molesta
interrupción de nuestras personales relaciones y blandía impaciente
el negro bastoncillo de paseo que llevaba siempre consigo. Yo me admiraba que
tuviera siempre tanto tiempo libre, y en cierta ocasión le pregunté
si no trabajaba también.
-; De ninguna manera! - fue la abrupta respuesta.
A estas palabras, que me parecieron muy fuera de lugar, añadió
Hitler una larga explicación. De acuerdo con su forma de pensar, no consideraba
necesario perder el tiempo en un trabajo determinado, un "oficio para ganar
el pan " , según su propia expresión.
Hasta entonces no había oído yo de nadie palabras semejantes.
Estaban en contraste con todo lo que hasta aquel momento había sido fundamental
en mi existencia. En un principio acogí sus palabras simplemente como
una juvenil baladronada, aun cuando Adolfo Hitler no tenia, es cierto, el menor
aspecto de vanidoso, ni por su presencia ni por su manera de hablar. De todas
formas, no pude por menos de sentirme asombrado por sus propósitos, pero
no seguí preguntando. Por ahora ya había sacado bastante de él.
Era preferible hablar de "Lohengrin", la ópera que más
nos entusiasmaba, que no de asuntos particulares.
"Tal vez sea hijo de padre ricos", pensaba yo, "o tal vez haya
recibido una gran herencia y puede permitirse vivir sin su oficio para ganarse
el pan" ; estas palabras tenían en sus labios un tono francamente
despectivo. No le tenía, en modo alguno. por un ocioso, pues nada en
él mostraba el aire superficial e irreflexivo del vago. Cuando cruzábamos
por delante del Café Baumgartner, el actual Café Schönberger,
se acaloraba siempre al contemplar a los jóvenes sentados allí
detrás de los ventanales junto a las mesitas de mármol, como en
un gran escaparate, mientras consumían su tiempo en interminables conversaciones,
sin que, al parecer, se diera cuenta del contraste de sus palabras con su propia
norma de vida. Es posible que algunos de los que "estaban sentados en el
escaparate" tuvieran ya una firme posición y unos ingresos garantizados,
cosa que en él era todavía incierta.
¿Era tal vez Hitler un estudiante? Esta había sido mi primera
impresión. También el negro bastoncillo de ébano con el
gracioso zapatito de marfil como puño era un accesorio típicamente
estudiantil. De todas formas, no dejaba de sorprenderme que hubiera elegido
para amigo a un simple aprendiz de tapicero, siempre temeroso de que durante
sus paseos pudiera percibirse todavía el olor de la cola con la que trabajaba
durante el día: Si Hitler era un estudiante, debía ir a alguna
clase. De manera imprevista llevé yo la conversación hacia la
escuela.
- Escuela?
Fue el primer acceso de cólera que tuve ocasión de observar en
él. No quería tener absolutamente nada que ver con la escuela.
La escuela no le importaba en modo alguno. Odiaba a los profesores, a los que
no saludaba, y también odiaba a los compañeros le colegio, que
en éste eran educados solamente a la ociosidad. Le conté cuán
poco éxito había yo tenido en el colegio.
-Por qué poco éxito? - quiso saber.
No parecía complacerle lo más mínimo que yo hubiera obtenido
tan poco provecho del colegio, al que él declaraba odiar de esta manera.
No pude descubrir el motivo de. esta contradicción. Sin embargo, de la
ulterior conversación pude deducir que hasta no hacia mucho había
asistido él también a un colegio, probablemente a una escuela
superior, el instituto o quizá la escuela real, y que estos estudios
habían terminado, probablemente, con una catástrofe. De lo contrario,
no podía explicarse esta radical oposición. Por lo demás,
de continuo descubría yo en él nuevos contrastes y enigmas. Muchas
veces llegó a parecerme su carácter misterioso. En cierta ocasión,
mientras paseábamos por el Freinberg, se detuvo Hitler de repente, sacó
del bolsillo un librito negro - ¡me parece verlo todavía ante mí
y podría describir todos los detalles! y me leyó una poesía
escrita por él mismo.
No puedo recordar ya el contenido de esta poesía, mejor dicho, no puedo
distinguirlo de las otras poesías que Adolfo me leyó posteriormente.
Sin embargo, recuerdo exactamente la enorme impresión que me produjo
el hecho de que mi amigo compusiera poesías, y que llevara sus poesías
consigo con la misma naturalidad como yo solía llevar las herramientas
propias de mi oficio. Cuando más tarde Hitler me enseñó
también sus dibujos, planos esbozados por él mismo, proyectos
confusos, difíciles de descifrar, que tardé bastante tiempo en
poder entender, cuando me explicó que tenía otros muchos mejores
todavía guardados en su habitación, y que estaba decidido a dedicar
su vida por entero al arte, empecé a comprender, lentamente, lo que le
sucedía a mi amigo. Pertenecía a aquel particular linaje humano
del que también yo soñaba en mis instantes de audacia; un artista,
que despreciaba el vulgar "oficio para ganar el pan", y se ocupaba
solamente de componer poesías, dibujar y pintar, y asistir a las representaciones
teatrales. Esto me impuso de manera enorme. Sentí un escalofrío
ante lo que veía ante mí. Mis ideas acerca de lo que significaba
un artista eran en aquel entonces aún bastante vagas; es probable que
Hitler se representara también aún muy incierto bajo este nombre.
Sin embargo, tanto más atractivo se me aparecía a mí todo
ello.
Hitler hablaba raramente de su familia. Era preferible no confiarse demasiado
a los mayores, opinaba, pues éstos no hacían más que procurar
disuadirle a uno de sus propias intenciones en su particular beneficio. Así,
por ejemplo, su tutor, un campesino de Leonding, llamado Mayrhofer, pretendía
que él aprendiera un oficio. También su cuñado era de la
misma opinión.
Deduje de ello que en casa de Hitler debían reinar unas complicadas relaciones
familiares. Al parecer, entre todos los adultos, no tenía más
que a una sola persona en verdadera estima: ¡ A su madre!
Y, con todo ello, no contaba en aquel entonces más que dieciséis
años, es decir, era nueve meses más joven que yo.
Por lo demás, ninguna de sus opiniones, distantes de toda concepción
burguesa, me molestaba a mi en lo más mínimo. ¡Por el contrario!
Justamente este aspecto desusado de su naturaleza me atraía a él
aún con mayor fuerza. Que hubiera dedicado su vida al arte era para mí
la mayor revelación que una persona joven pudiera anunciar; pues, en
silencio, también yo albergaba a menudo la esperanza de poder huir del
polvoriento y ruidoso oficio de tapicero hacia el puro y elevado campo del arte,
para dedicarme por entero a la música. Para una persona joven no es,
en modo alguno, indiferente el lugar en que se inicia una nueva amistad. Que
nuestra amistad se hubiera iniciado en el teatro, ante un deslumbrante escenario
y en medio de la embriagadora música, se me aparecía, por decirlo
así, como un símbolo. En cierto sentido, nuestra amistad se encontraba
también bajo esta afortunada atmósfera.
Por lo demás, yo me encontraba también en una situación
parecida a la del mismo Hitler. Había salido ya de la escuela, y ésta
no tenía nada que ofrecerme. A pesar de todo mi amor y afecto por mis
padres, las personas mayores no representaban mucho para mí. Y, ante
todo, aun cuando era mucho lo dudoso e incierto en mí, no tenía
yo a nadie en quien pudiera confiarme.
A pesar de todo, nuestra amistad fue en un principio bastante difícil,
puesto que nuestro modo de ser era fundamentalmente distinto. En tanto que yo
era un muchacho callado, algo soñador, muy sensible y acomodable, es
decir, dócil, un "carácter musical", por decirlo así,
Hitler era extraordinariamente violento y temperamental. Las cosas más
ofensivas, algunas palabras ligeras quizá, podían provocar en
él arrebatos de cólera que,, a mi modo de ver, no guardaban la
menor relación con la intrascendencia de su causa. Sin embargo, es probable
que, en este punto, no entendiera yo del todo a Adolfo. Es posible que la diferencia
entre nosotros dos fuera que él se tomaba las cosas en serio, en tanto
que a mi me eran indiferentes. Sí, ésta era una de las típicas
características suyas: todo le ocupaba e intranquilizada y nada era para
él indiferente.
Pero a pesar de todas las dificultades, derivadas de la diversidad de nuestros
caracteres, nuestra amistad no estuvo jamás seriamente en peligro. No
sucedía tampoco, como es frecuente entre los jóvenes, que con
el tiempo llegáramos a ser extraños e indiferentes. Al contrario.
En las cosas externas nos teníamos mutuamente la mayor consideración.
Esto puede sonar tal vez extraño, pero aquel mismo Hitler, tan implacable
en la defensa de sus puntos de vista, podía ser, a la vez, tan respetuoso
y considerado, que yo debía sentirme a menudo avergonzado. Es por ello
que con el tiempo llegamos a habituarnos completamente el uno al otro.
No tardé en darme cuenta de que la pervivencia de nuestra amistad se
debía, en no pequeña parte, a que yo era capaz de escuchar pacientemente.
A pesar de ello, no me sentía, en modo alguno, desgraciado por este papel
pasivo; pues precisamente por ello comprendía claramente hasta qué
punto me necesitaba mi amigo. También él estaba completamente
solo. Su padre habla muerto hacía dos años. La madre, a pesar
de cuanto él la quería, no podía ayudarle en sus problemas
y dificultades. Recuerdo cómo, en ocasiones, me daba largas conferencias
sobre cosas que no me interesaban en lo más mínimo, como el impuesto
de consumo, que se cobraba en el puente del Danubio, o sobre una lotería
de beneficencia, a cuyo fin se colectaba en aquellos días por las calles.
Sabia hablar, y necesitaba a alguien que le escuchara. Muy a menudo me sentía
yo lleno de asombro, cuando, solo ante mí, pronunciaba un discurso con
una animada mímica. Nunca le molestaba que fuera yo su único público.
Pero una persona joven que, como mi amigo, pudiera captar con extraordinaria
intensidad todo lo que veía y vivía, necesitaba un medio para
hacerle tolerables las tensiones provocadas por su impetuoso temperamento. Estas
tensiones se expresaban en él de manera directa en sus charlas y discursos.
Estos discursos, pronunciados casi siempre en un lugar cualquiera, al aire libre,
bajo los árboles del Freinberg, o en los bosques de las islas del Danubio,
semejaban a menudo verdaderas erupciones volcánicas. Surgían de
su interior como si algo extrajo, muy distinto, se abriera paso en él.
Hasta entonces no había visto yo tales éxtasis más que
en el teatro, entre los actores, que debían expresar cualesquiera sentimientos,
y, en un principio, yo no era más que un oyente desconcertado y admirado
ante tales estallidos, que, en su asombro, se olvidaba finalmente de aplaudir.
Sin embargo, no tarde en comprender que este "teatro" no era en realidad
teatro. No, esto no era fingido, no era exagerado, ni "representado",
era vivido profundamente.
Comprendí, también, cuánta amarga gravedad se escondía
en todo ello. Una y otra vez debía admirarme yo por la habilidad de sus
expresiones, la fluidez con que las palabras surgían de sus labios, cuan
gráficamente sabía describir todo lo que llenaba su interior cuando
se dejaba arrastrar por sus sentimientos. No era lo que decía lo que
me gustó de él en un principio, sino cómo lo decía.
Esto era para mí algo nuevo, algo genial. No había sabido siquiera
hasta entonces que un hombre, con la ayuda le simples palabras, pudiera ejercer
una influencia semejante. De mí no se esperaba más que una cosa:
asentimiento. Esto no tardé en comprenderlo Y no me fue tampoco difícil
ofrecerle mi asentimiento, pues muchos de los temas que tocaba me eran absolutamente
desconocidos.
A pesar de ello, sería falso decir que nuestra amistad quedara reducida
a esta sola faceta. Esto hubiera sido demasiado cómodo para Adolfo y
demasiado poco para mí. Lo esencial seguía siendo que nos completábamos
magníficamente: en él palpitaba una activa concepción frente
a la vida, que exigía una participación interna cada vez mayor;
pero, en el fondo, sus elementales arrebatos de cólera eran una prueba
de la pasión que ponía él en todas las cosas. Yo, en el
fondo una naturaleza contemplativa y pasiva, tomaba con más o menos reservas
lo que a él le apasionaba, y, salvo en los asuntos musicales, me dejaba
convencer fácilmente. Fue gracias a él que pude comprender a fondo
el tiempo y el mundo que nos rodeaba.
De todas formas, debo reconocer que Adolfo exigía mucho de mí.
Disponía arbitrariamente de todas mis horas libres. Como su propio tiempo
no estaba sometido al menor orden, debía someterme yo por entero a sus
deseos. Lo exigía todo de mi, pero estaba también siempre dispuesto
a hacerlo todo por mí. Para mí no cabía ciertamente ninguna
otra posibilidad. Teniendo de este modo todo el tiempo absorbido por él,
no me hubiera sido posible cultivar ninguna otra amistad. Yo no sentía
tampoco la menor necesidad de ello; pues Adolfo equivalía para mí
a toda una docena de amigos más o menos indiferentes. En realidad, sólo
una cosa hubiera podido separarnos: una muchacha de la que ambos nos hubiéramos
enamorado a la vez; en este caso ninguno de los dos hubiera obrado con la menor
contemplación. Pero justamente en este punto el destino tenía
dispuesta para nosotros una solución tan extraordinaria - me referiré
a ella más tarde, en el capítulo "Estefanía"
-, que nuestra amistad no se vio jamás perturbada por ello, sino, por
el contrario, se hizo aún más profunda.
Yo sabía de él que - aparte de mí - no tenía ningún
amigo. Un sucedido sin importancia, al parecer secundario, se ha quedado firmemente
grabado en mi memoria, como si acabase de suceder. Adolfo había venido
a recogerme a mi casa. De la Klammstrasse seguimos el camino de costumbre a
través de la Promenade, para desembocar en la Landstrasse. Fue entonces
cuando sucedió. Podría mostrar todavía la esquina en la
que tuvo lugar la siguiente escena: Un jovenzuelo, de la misma edad nuestra
aproximadamente, dio la vuelta a la esquina; era un señorito bastante
compuesto, mofletudo. Reconoció en Adolfo a uno de sus antiguos compañeros
de colegio, se detuvo, sonrió abiertamente de alegría y exclamo:
- Servus, Hitler! "
Así diciendo, le tomó confiadamente por la manga y le preguntó,
con sincero interés, cómo le iban las cosas. Yo esperaba que Adolfo
contestara con la misma amabilidad a su compañero de colegio, pues siempre
hacía gala de una conducta cortés y amable. Pero el rostro de
mi amigo enrojeció de cólera. Yo conocía ya este cambio
en su rostro de otras ocasiones, y sabía que no significaba nada bueno.
- No te importa en absoluto! - le gritó, con el rostro rojo de indignación,
mientras le rechazaba rudamente.
Después me tomó del brazo y proseguimos nuestro camino, sin preocuparse
ya más del otro, cuyo desconcertado rostro y el temblor de sus molletes
me parece tener todavía ante mis ojos.
Todos son futuros servidores del Estado! - dijo Hitler, todavía furioso
-
Y con semejantes criaturas he ido yo a la misma clase!
Tardó bastante antes de que se hubo tranquilizado.
Un segundo sucedido, algo posterior, ha quedado también grabado en mi
memoria. Mi admirado profesor de violín Heinrich Dessauer había
muerto. Hitler me acompañó hasta el cementerio. Esto me asombró,
pues él no conocía siquiera al profesor Dessauer.
A mi asombrada pregunta me respondió
- Porque no puedo sufrir que vayas y hables con otras personas jóvenes.
Había muchas cosas, aun las más intrascendentes, que podían
llenarle de excitación. Pero lo que más le indignaba era oír
decir que debía convertirse en un funcionario del Estado. Solamente el
oír en alguna parte la palabra "funcionario", aun cuando no
fuera pronunciada en la menor relación con su propio futuro, era inmediato
en él un arrebato de ira. Yo pude comprobar que estos arrebatos de ira,
en cierto sentido, eran todavía recuerdo de discusiones con su padre,
hacía tiempo ya fallecido, que quería hacer de él, a toda
costa, un funcionario; por decirlo así, "discursos de defensa a
posteriori".
Para nuestra amistad de aquel entonces era ciertamente necesario que yo tuviera
en tan poca estima como él a la clase y categoría de los funcionarios.
Con su casi rabioso distanciamiento de la carrera de funcionario, podía
yo explicarme, finalmente, que un sencillo aprendiz de tapicero le fuera más
a modo como amigo que uno de aquellos estirados hijos de consejero de la corte,
que gracias a la protección, relaciones y compromisos políticos
de sus padres llevaban ya en la cabeza el plan asegurado de su empleo, y que
conocían desde un principio el probable curso de su futura existencia.
Hitler era exactamente lo contrario de esto. En él todo era incertidumbre.
Y había todavía una segunda condición positiva, que a los
ojos de Adolfo me había predestinado para ser su amigo: lo mismo que
él, también yo concedía al arte la primacía en la
vida de una persona. Naturalmente, en aquel entonces no podíamos formular
nosotros estas ideas con unas palabras tan elocuentes. No obstante, vivíamos
prácticamente de conformidad con este fundamento, para mí, el
ejercicio de la música se había convertido ya en el factor decisivo
de mi existencia. El trabajo en el taller no tenía más objeto
que asegurarme la existencia externa. Para mi amigo, sin embargo, el arte era
todavía mucho más; dada la intensidad con que captaba, examinaba,
rechazaba y discutía todo cuanto le rodeaba, en su insondable gravedad,
en esta continua e integral participación, necesitaba forzosamente una
compensación. Y ésta no podía encontrarla en otra parte
que en el arte.
Así pues, yo reunía para él todas las condiciones necesarias
para una amistad: no tenía nada de común con sus antiguos compañeros
de colegio, no me interesaba en lo más mínimo la carrera de funcionario
y vivía enteramente para el arte. Además, yo entendía mucho
de música.
Esta afinidad de aficiones nos unía con la misma fuerza que la diversidad
de nuestros mutuos temperamentos. Dejo al cuidado de los demás el juzgar
si las personas que, como Hitler, siguen su camino con la seguridad de un noctámbulo,
saben encontrar casualmente, de entre la masa, a las personas que necesitan
para un determinado trecho de su camino, o si es una decisión del destino
que las pone ante estas personas en el instante decisivo. Yo no puedo más
que afirmar la realidad que, desde el momento de nuestro encuentro en el teatro,
hasta su ulterior caída en los tiempos de miseria en Viena, a la que
yo no pertenecía, fui esta persona para Adolfo Hitler.
LA IMAGEN DEL JOVEN HITLER
Lamento tener que comenzar este capitulo
con una constatación negativa: no poseo ninguna fotografía a que
nos pudiera mostrar a Adolfo Hitler durante los años de nuestra amistad.
Tampoco recuerdo haberla poseído jamás. Lo más probable
es que no exista ningún retrato fotográfico de Hitler de aquella
época.
La no existencia de retratos fotográficos de aquellos años es
por demás comprensible. Durante los primeros años de nuestro siglo
no existían todavía aparatos fotográficos que uno pudiera
llevar cómodamente consigo. Y en el caso de que éstos hubiesen
existido, ninguno de nosotros dos hubiese poseído un tal aparato; éramos
unos pobres diablos que gastaban sus últimos dineros para asistir a una
representación de ópera o a un concierto sinfónico. Cuando
uno se quería hacer retratar, iba al fotógrafo, Y esto era un
asunto tan complicado y costoso que antes había que meditarlo cuidadosamente.
En realidad, la gente sólo se retrataba con motivo de acontecimientos
festivos, los bautizos, las comuniones y las bodas. Mi amigo jamás sintió,
por lo que yo recuerde, la necesidad de hacerse retratar. Era todo menos presuntuoso.
A pesar de que se preocupaba mucho de su persona, no era presumido en el sentido
corriente de esta palabra. Incluso me atrevo a decir que ser presumido era demasiado
poco para él. Era demasiado inteligente para ello y, además, tan
convencido de sí mismo que no dejaba lugar para la presunción,
ni tampoco cuando Estefanía apareció en su vida. Tal vez se deba
a esta falta de presunción que no poseamos hoy en día ningún
retrato fotográfico juvenil de Hitler. Por el contrarío, poseo
varios de mí mismo.
Los retratos realmente auténticos de la infancia y la juventud de Adolfo
Hitler se pueden contar con los dedos de una mano.
En primer lugar, la conocida fotografía que hicieron en el año
1889 del pequeño Adolfo pocos meses después de su nacimiento esta
imagen, pequeña y delicada, del niño, nos ofrece ya todo aquello
que posteriormente es típico de la fisionomía de Hitler. Las proporciones
características de la nariz, mejillas y boca, los ojos claros y penetrantes,
los obscuros cabellos que le caen sobre la frente, todo esto con la peculiar
ingenuidad de la niñez. Hay otro detalle que llama especialmente la atención
en este primer retrato fotográfico de Hitler: el gran parecido de Adolfo
con su madre. Tuve ocasión de cerciorarme de este parecido cuando vi
por vez primera a la señora Hitler. Pero todos aquellos que comparen
el retrato de Adolfo con el de su madre, se darán igualmente cuenta de
este parecido. El retrato de la madre es realmente la obra maestra de un fotógrafo.
El parecido es realmente sorprendente. Casi como copiado. Paula, la hermana
de Adolfo, por el contrario, se parecía en todo al padre. No conocí
al padre de Adolfo y he de referirme en este sentido a los informes que poseo
de la madre.
Siguen a continuación los retratos de la época escolar de Hitler,
retratos de los alumnos de toda una clase. No se conocen retratos individuales
de aquella época. Las fotografías publicadas son ampliaciones
de aquellos retratos colectivos. Todos recordamos cómo se hacían
estas fotografías. Un buen día se presentaba el fotógrafo
en la escuela. Los alumnos se reunían en el patio. La fila inferior se
sentaba en el suelo y los que estaban en el extremo izquierdo, o derecho, se
tumbaban apoyándose con los codos en el suelo para de esta forma crear
un cuadro simétrico; la segunda fila se sentaba en unos bancos y los
demás de pie. Relato todo esto porque la excitación que dominaba
en tales ocasiones a los escolares se adivinaba perfectamente en la expresión
de sus rostros e impedía que éstos se revelaran libres y sin inhibiciones
de ninguna clase. Con rostros graves, tan ajenos a los que mostraban durante
el resto del día, miraban fijos hacia el objetivo.
El escolar Hitler es difícil de diferenciar de aquellos cuarenta o mas
rostros que, sobre todo, en las escuelas populares campesinas se parecen como
un huevo al otro. La mayoría de las veces se hace necesaria una flecha
o una cruz para llamar la atención sobre el rostro que se quiere hacer
resaltar. La única expresión que se puede leer en la misma es
la de una curiosidad reservada de cómo aquel fotógrafo que se
toma tanto tiempo para hacer la fotografía llevará a feliz término
su propósito. No podemos adscribir a estos rostros de escolares expresiones
que en realidad no existen. Sólo quiero llamar la atención sobre
un hecho: la expresión de Hitler en estas fotografías es siempre
la misma. A pesar de que existe un plazo de tiempo considerable entre ellas,
es siempre el mismo rostro, como si nada hubiese cambiado en él. Creo
que en ello se expresa, aun cuando de un modo todavía inconsciente, aquella
peculiar consecuencia de expresión, aquel "no poder cambiar",
que se me antoja es la característica más esencial de Hitler.
Se ha dicho también que Hitler en dichas fotografías trataba siempre
de aparecer en un lugar privilegiado. En el retrato de su clase del año
1899, de la cuarta clase en Leonding, aparece Hitler en el centro de la fila
superior; en la fotografía del año 1901, en la primera clase del
Instituto de Linz, aparece de nuevo en la fila superior, esta vez en el extremo
derecho.
Con esto queda dicho todo lo que se puede decir sobre las fotografías
del joven Hitler, si la casualidad no nos hubiese conservado el dibujo de un
compañero de clase del cuarto curso del Instituto de Steyr, la última
clase a la que asistió Hitler. El dibujo procede del año 1905.
Este compañero de clase llamado Sturmlechner, que hizo un retrato del
joven Hitler y que en el ángulo superior escribió orgulloso: "al
natural", era, desde luego, un aficionado. Esto se adivina ya desde un
principio en el dibujo, que es todo menos una obra artística. Lo más
seguro es que Sturmlechner sólo supiera dibujar de perfil, ya que siempre
hacía esta clase de dibujos. Lo que se apartaba del perfil, le proporcionaba
inauditas dificultades. La nariz aparece mal perfilada y, en cuanto a los pelos,
fracasa por completo su arte, aun cuando los cabellos por aquella época
casualmente se correspondían "al natural". A pesar de todo,
el dibujo posee un cierto atractivo, y esto debido a que la expresión
es natural y sin añadidos de ninguna clase. Si sólo me fijo en
el perfil de este bosquejo de Sturmlechner, veo ante mí la imagen que
se corresponde con el recuerdo que tengo de mi amigo de juventud.
El dibujo de Sturmlechner ha tenido un destino muy curioso. Se han cometido
muchas absurdidades con el mismo. Por ejemplo, un autor que ha escrito sobre
los años de miseria de Hitler en Viena ha colocado sobre la cabeza de
éste un sombrero hongo y metido en la corbata una aguja con una cruz
gamada, y publicaba el retrato en cuestión como una expresión
característica de Hitler durante los últimos años que pasó
en Viena. La autenticidad del perfil no admitía discusión posible
teniendo en cuenta cuán poco había cambiado la fisionomía
de Hitler. Pero aquel autor no sabía que Hitler jamás había
usado un sombrero hongo. A Adolfo sólo le gustaban los sombreros obscuros
y flexibles, nada más. ¡ Cómo se burlaba él de aquellos
melones.!
Con ello he llegado al fin de todo lo que hace referencia a las fotografías
del joven Hitler. Voy ahora a intentar completar algo sobre la imagen de mi
amigo de juventud, aun cuándo me percato plenamente de que mi estudio
siempre será incompleto.
Hitler era de estatura mediana y esbelto, por aquel entonces ya algo más
alto que su madre. Su constitución no era en modo alguno la de un hombre
fuerte, sino más bien delgado y frágil. Su salud era de lo que
hubiese sido de desear y él se lamentaba con frecuencia de ello. Tenía
que protegerse ante el clima nebuloso y húmedo de Linz durante los meses
de invierno. En efecto, durante estos meses se encontraba con frecuencia enfermo
y tosía mucho. En resumen, era débil de pulmones.
La nariz, muy regular y bien proporcionada. La frente, despejada y libre, ligeramente
inclinada hacia atrás. Me sabia mal, ya por aquel entonces, que tuviera
la costumbre de peinar su cabello muy hacia la frente. Por lo demás,
esta descripción usual frente-nariz-boca me resulta ridícula,
puesto que en aquel rostro eran los ojos tan sobresalientes que no se observaba
nada más. Jamás he vuelto a ver en mi vida un rostro de hombre
en el cual... ¿cómo expresarme?... los ojos dominaran de tal forma
la expresión del rostro como era el caso en mi amigo. Eran los ojos claros
de su madre. Pero aquella mirada fija, penetrante, era todavía más
acusada en el hijo; en cierto modo, había sido superada y poseía
más fuerza y capacidad de expresión. Resultaba sorprendente cómo
podían cambiar la expresión de aquellos ojos, sobre todo, cuando
Adolfo hablaba. Para mí tenía mucho menos importancia el sonido
grave y sonoro de su voz que la expresión de sus ojos. Adolfo hablaba
efectivamente con los ojos. Aun cuando mantenía los labios firmemente
apretados, los ojos revelaban lo que él quería decir. Cuando vino
por primera vez a nuestra casa y yo le presenté a mi madre, me dijo ella,
antes de acostarse: ¡Qué ojos tiene tu amigo! Y recuerdo perfectamente
que en el tono de su voz se adivinaba más el temor que la admiración.
Cuando en ocasiones me han preguntado en qué característica resaltaba
aquel hombre durante su juventud, sólo puedo responder: ¡ Por sus
ojos!
Claro está que también llamaba la atención su fácil
oratoria. Pero era yo demasiado inexperto en este sentido para sacar las debidas
consecuencias Yo estaba convencido de que Hitler llegaría algún
día a ser un gran artista, un poeta, pensé en un principio, luego
un célebre pintor, hasta que luego, en Viena, me convenció de
que sus dotes se encaminaban hacia el campo de la arquitectura. Pero para tales
fines artísticos sus dotes oratorias no eran necesarias, al contrario,
casi representaban un obstáculo en la consecución de sus fines.
A pesar de todo, le escuchaba gustosamente cuando él hablaba. Su lenguaje
era muy escogido. Rehusaba el dialecto, sobre todo el vienés, que le
era adverso por su tono suave, melodioso. En realidad, Hitler no hablaba como
un austríaco. Se podía decir incluso que en la rítmica
de su lenguaje, en su modo de expresarse, se asemejaba mas a los bávaros.
Decisivo en este caso puede ser qué desde los tres a los seis años
vivió en Passau, donde su padre era funcionario de aduanas.
No cabe la menor duda de que mi amigo Adolfo fue, ya desde su primera juventud,
un hombre dotado de una fácil oratoria. Y él lo sabía.
Hablaba a gusto y sin interrupción. En ciertas ocasiones, cuando se perdía
en sus fantasías, despertaba en mí la sospecha de que todo lo
que decía era sólo un ejercicio de oratoria. Pero rápidamente
alejaba de mi esta sospecha. ¿Acaso no había creído yo
a pies juntillas todo lo que él había dicho? Adolfo gustaba de
probar su fuerza de persuasión en mí y en otras personas. Recuerdo
un ejemplo que jamás se borrará de mi memoria, y es que cuando
aún no había cumplido los dieciocho años de edad, convenció
a mi padre de que debía mandarme al conservatorio de Viena. No cabe la
menor duda de que era este un éxito sorprendente teniendo en cuenta la
naturaleza tan pesada y cerrada de mi padre. Desde aquella demostración
tan decisiva para mí de su capacidad, no consideraba ya nada imposible
que Hitler no pudiera conseguir gracias a su fuerza de persuasión. La
mayoría de las veces solía recalcar sus palabras con gestos comedidos
y estudiados de antemano. De vez en cuando, al referirse a uno de sus temas
predilectos, el puente sobre el Danubio, la ampliación del museo e incluso
sobre la estación subterránea que él había previsto
para Linz, le interrumpía yo y le preguntaba cómo se imaginaba
la realización práctica de aquel proyecto, ¡nosotros no
éramos más que unos pobres diablos! En aquellas ocasiones me miraba
extrañado y casi con expresión enemistosa, como si no hubiese
comprendido mi pregunta. La mayoría de las veces no respondía
a lo que yo le había preguntado y se limitaba a interrumpirme con un
gesto muy significativo de su mano. Más tarde, me fui acostumbrando a
ello y ya no encontraba ridículo que aquel muchacho de dieciséis
o diecisiete años desarrollara proyectos gigantescos y me los expusiera
en todo su detalle. Si sólo hubiese hecho caso de sus palabras, todo
aquello se me hubiese antojado un juego o una locura. Pero la expresión
de sus ojos me convencía, cada vez de nuevo, de que hablaba en serio.
Adolfo prestaba mucha atención a un comportamiento correcto y exacto.
Con una exactitud fuera de dudas observaba las leyes de los tratos sociales,
aun cuando para él la sociedad representase tan poco. Recalcaba continuamente
la posición de su padre que en su calidad de funcionario de aduanas se
podía equiparar a un capitán. Cuando hablaba de su padre no se
podía sospechar cuán profundamente negaba para sí mismo
aquella posición de empleado estatal. Siempre había algo en torno
de él que hablaba de seguridad en sí mismo. Jamás se olvidó
de darme recuerdos para mis padres y en ninguna de las tarjetas postales que
me envió faltó jamás la fórmula "saludos a
tus queridos padres".
En Viena, donde convivimos en casa de la misma patrona, observé que por
las noches colocaba siempre los pantalones bajo el colchón para tenerlos
planchados a la mañana siguiente. Adolfo sabía apreciar un aspecto
externo cuidado. Aun cuando no era presumido, poseía un sentido muy acusado
para la presentación de sí mismo. No cabe la menor duda de que
tenía grandes dotes de artista que, junto con sus dotes oratorias, sabia
emplear en el momento oportuno. En ocasiones, me preguntaba yo a qué
se debía que Hitler, que poseía cualidades indudables, no hubiese
llegado más lejos en Viena. Fue sólo más tarde que comprendí
que él no tenía ningún interés en un ascenso profesional.
No poseía la menor ambición para conquistarse una posición
que le permitiera ganarse su sustento. La gente que le conocía en Viena
no podían comprender en modo alguno la contradicción que existía
entre su aspecto externo tan cuidado, su lenguaje culto y su presencia segura
y, por otro lado, aquella vida tan mísera que llevaba; y le consideraban
orgulloso o presumido. Pero Hitler no era nada de ambas cosas. No encajaba en
un sistema burgués.
Hitler era un verdadero artista en pasar hambre, a pesar de que, cuando se le
presentaba la ocasión, gustaba de comer bien. Es cierto que durante su
época en Viena casi siempre le faltaba el dinero necesario para ello.
Y cuando tenía dinero estaba siempre dispuesto a renunciar a la comida
para adquirir una localidad en el teatro. No comprendía los placeres
materiales. No fumaba, no bebía y vivía durante días alimentándose
sólo de pan y leche.
En su menosprecio por todo aquello que hacia referencia al cuerpo, el deporte,
que por aquel entonces se hallaba en franco ascenso, significaba para él
muy poco. En cierta ocasión leí no sé dónde que
el joven Hitler había cruzado a nado el Danubio. No recuerdo este hecho.
Lo único que hacíamos era irnos a bañar de vez en cuando
al Rodel. Pero esto era todo. El Byzicle Club, en el cual se reunían
los emprendedores ciclistas, sólo le interesaba porque en el invierno
disponía de una pista de patinaje. Pero, incluso esta pista de patinaje,
le interesaba menos por el ejercicio físico, que por su amada muchacha
que allí practicaba este arte.
El único deporte que practicaba Hitler con gran afán era el caminar.
Iba a pie a todas partes y siempre. En mi memoria siempre le veo de un modo
u otro en movimiento. Podía caminar durante horas y horas, sin cansarse.
Juntos recorrimos los alrededores de Linz en todas direcciones. Apenas debe
existir allí un camino que no hayamos recorrido los dos. Su amor a la
Naturaleza era muy acusado. Desde luego, amaba la Naturaleza a su modo. No se
trataba aquí de sentirse estimulado por intereses científicos.
No recuerdo haberle visto hojear libros científicos. Su afán de
saber casi siempre insaciable parecía haber llegado a unos límites
muy claramente delimitados. Durante su época de escolar, tal como me
contó, había sentido una gran pasión por la botánica,
pero esta afición, así como también el coleccionar mariposas
o minerales respondía más bien a afanes juveniles que a una determinada
inclinación en este sentido. No le interesaban los detalles en la Naturaleza,
asimilaba ésta en su conjunto. La llamaba él "afuera".
Esta palabra sonaba tan familiar en sus labios, como si hubiese dicho "dentro",
"en casa". En efecto, en la Naturaleza se encontraba como en su propia
casa. Su predilección por las excursiones nocturnas o a permanecer de
noche en algún lugar en el que no había estado anteriormente,
fue ya muy acusada durante los primeros años de nuestra amistad.
La Naturaleza ejercía sobre él una influencia muy extraordinaria,
tal como no he podido observar en ninguna otra persona. Cuando estaba "fuera"
era una persona muy diferente de cuando estaba "dentro" en la ciudad.
Había rasgos muy concretos de su personalidad que sólo se revelaban
cuando estaba en la Naturaleza. Jamás se mostraba tan concentrado en
sus pensamientos como cuando caminaba por los silenciosos senderos de los bosques
del Mühlviertel o cuando, por las noches, recorríamos rápidamente
el Freinberg. Mientras caminábamos, sus pensamientos y ocurrencias fluían
mucho más tranquilas y seguras que en cualquier otra parte.
Había cierta contradicción en él que no supe explicarme
durante mucho tiempo. Cuando el sol iluminaba los estrechos callejones y un
viento fresco y vivificante traía el olor del bosque a la ciudad, se
sentía irremediablemente impulsado a salir de aquellos callejones estrechos
y sombríos y pasear por los prados y campos. Pero, apenas estábamos
allí, me aseguraba que no podía resistir por más tiempo
el estar al aire libre. Afirmaba que le sería imposible volver a residir,
por ejemplo, en un pueblo como Leonding. A pesar de todo su amor a la Naturaleza,
se alegraba cada vez que regresábamos a la ciudad.
Cuando en el correr del tiempo conocí más a fondo a Adolfo, comprendí
también esta contradicción en su carácter. Necesitaba la
ciudad, la multiplicidad y riqueza de las impresiones, de las vivencias y acontecimientos;
se sentía partícipe de todo, no había nada en la ciudad
que no le preocupara personalmente. Necesitaba a las personas con sus intereses
tan contradictorios, sus ambiciones, objetivos, planes y deseos. Sólo
en esta atmósfera cargada de problemas se sentía a gusto. El pueblo,
considerado desde este punto de vista, le resultaba demasiado uniforme, sin
importancia, falto de interés y, por consiguiente, para sus intereses
ilimitados que le llevaban a ocuparse de todo, poco exhaustivo. Además,
una ciudad, con su aglomeración de casas y viviendas resultaba ya de
por sí interesante. Es comprensible que por todo lo expuesto sólo
se sintiera a gusto cuando podía vivir en la ciudad
Por otro lado, necesitaba una compensación contra aquella ciudad que
continuamente le cargaba y atraía todos sus intereses. Encontraba esta
compensación en la Naturaleza, en la cual él nada podía
mejorar o cambiar puesto que las siempre eternas leyes a que obedece la Naturaleza
se hallan más allá de la voluntad humana. Aquí podía
volverse a encontrar a sí mismo, puesto que no se veía incitado
como era el caso en la ciudad, a adoptar una actitud determinada a cada paso
que daba. Mi amigo tenía un modo especial de poner la Naturaleza a su
servicio. Buscaba cerca de la ciudad un lugar quieto, un lugar que apenas visitaban
los demás, y en el que podía estar a solas. Siempre de nuevo le
conducían sus pasos al mismo sitio. Cada arbusto, cada árbol le
era conocido. No había nada en torno de él que hubiese podido
alejarle de sus meditaciones. La Naturaleza le rodeaba como los muros de una
silenciosa y familiar estancia. De esta forma convirtió el "afuera"
en su "interior", en el cual sin interrupciones de ninguna clase podía
seguir el hilo de sus pensamientos y sus planes.
Durante largo tiempo instaló su estudio natural en un banco del Turmleitenweg.
Allí leía sus libros, dibujaba y hacía sus acuarelas, allí
escribió sus primeras poesías. Otro lugar que eligió posteriormente
le era todavía mas escondido y silencioso. Del sendero que conducía
desde media altura del Kalvarienberg al Zaubertal, era necesario desviarse hacia
el oeste y encaramarse por altas rocas y espesos arbustos para alcanzar dicho
lugar, que era difícil nadie más pudiera encontrar. Nos sentábamos
sobre la roca más alta, que avanzaba hacia el valle. En tanto que los
arbustos y los árboles cerraban para nosotros el mundo tras nuestros
cuerpos, veíamos libre ante nosotros el curso suave del Danubio. El tranquilo
fluir del río impresionaba siempre de nuevo a Adolfo. Inagotable, irrefrenable,
procedente de la eternidad, fluyendo hacia la eternidad, se dirigían
las poderosas aguas hacia el Este. ¡Cuántas veces me habló
mi amigo, allá arriba, de sus planes! A veces se sentía dominado
por sus sentimientos, y en estos casos daba libre curso a su fantasía.
Recuerdo que una vez me relató en aquel lugar una escena del viaje de
Krimilda al país de los hunos, con tanta emoción, que creí
ver deslizarse desde allí arriba los poderosos barcos de los reyes de
Burgundia.
En contraste con estos momentos de meditación y recogimiento estaban
nuestras largas excursiones. No nos costaba mucho equiparnos para las mismas.
Lo único que necesitábamos era un bastón fuerte. Adolfo
se ponía su traje de a diario, una camisa de colores y en señal
de que tenía la intención de hacer una larga caminata, en lugar
de la corbata sólo un pañuelo de seda anudado al cuello. No nos
llevábamos nada para comer. Cuando sentíamos hambre, encontrábamos
siempre un lugar donde nos vendían un poco de pan y tomábamos
un vaso de leche. ¡Qué tiempos tan felices aquellos!
Menospreciábamos los trenes y los coches e íbamos a todas partes
a pie. Cuando combinábamos una de estas largas caminatas domingueras
con una excursión de mis padres, lo que tenía para nosotros la
ventaja de que luego mi padre nos invitaba a un opulento almuerzo en alguna
posada, salíamos nosotros ya muy temprano para alcanzar a mis padres
que partían más tarde en el tren. Mi padre, que estaba más
contento que yo mismo después de seis días de esforzado trabajo,
bañado en sudor y cubierto de polvo, al poder respirar aire puro y fresco
sentía una especial predilección por el pueblecito de Walding,
situado en medio de grandes y hermosos huertos y que durante la primavera resplandecía
en colores rosados y blancos. Para nosotros, también Walding tenía
sus grandes atractivos puesto que el río Rodel fluye por allí
cerca y donde en los cálidos días de verano nos bañábamos.
El río con su fondo dorado obscuro nos recuerda los tranquilos riachuelos
de la patria de Adalberto Stifter. Pero el Rodel es traidor. Cuando menos se
espera se forman remolinos y sólo los buenos nadadores logran zafarse
de los mismos.
Recuerdo un pequeño episodio. Adolfo y yo habíamos bajado de la
posada al río para bañarnos. Yo era un nadador bastante bueno
y también mi amigo. Pero mi madre siempre estaba intranquila. Nos vio
y se sentó sobre un bloque de granito para contemplar desde allí
nuestras artes acuáticas. El bloque de granito que se adentraba hacia
el agua estaba cubierto de musgo. Mi madre mientras nos contemplaba con expresión
angustiada, resbaló sobre el húmedo musgo y cayó al agua.
Yo estaba demasiado alejado para acudir inmediatamente en su auxilio. Pero Adolfo
se tiró a su vez al agua y la sacó del río. Adolfo siempre
sintió un gran cariño por mis padres. Es característico
en este sentido que aún en el año 1944, con motivo de cumplir
mi madre sus ochenta años, le mandara un paquete de comestibles, sin
que yo lograra jamás informarme cómo se había enterado
él de este hecho.
A Adolfo le gustaba en especial el Mühlviertel. Las amplias alturas que
de colina en colina hacían la vista mas espaciosa y final mente se abría
el paisaje por completo. Allí abajo junto a la cinta plateada del río,
se alzaba la ciudad. Desde el monte Püstling, que no es una montaña
en el sentido exacto de la palabra, sino sólo el limite de la altiplanicie
que se extiende hacia el Danubio, caminábamos a través del Holspoldl
y el Elendsimmerl hasta Gramastetten o a través de los bosques en dirección
a las ruinas de Lichtenhag. Adolfo medía los restos de las ruinas conservadas
y los anotaba luego en su libro de apuntes que siempre llevaba consigo. Luego,
hacia un rápido bosquejo de las ruinas, añadía el puente
levadizo y el foso y recubría, según el dictado de su fantasía,
los muros de helecho. En cierta ocasión me sorprendió al exclamar:
¡Este es el lugar ideal para mi soneto! " Pero, cuando le pregunté
a qué se refería, se limitó a contestarme: " Primero
tengo que ver lo que resultará de todo esto! " Por el camino de
regreso me confesó que tenía la intención de convertir
un tema, que le obsesionaba, en una obra teatral.
Fuimos también a St. Georgen an der Cusen ya que él quería
examinar los posibles recuerdos que existían allí sobre la célebre
batalla de la Guerra de los Labradores. Después de haber recorrido todo
el Riedmark sin haber encontrado ningún punto de apoyo, se le ocurrió
a Adolfo una idea por demás extraordinaria. Estaba convencido de que
la gente que allí vivía tenía que tener un lejano recuerdo
de aquella batalla tan importante. Al día siguiente se encaminó
solo a aquella región después de haber intentado conseguir en
vano que mi padre me permitiera acompañarle. Permaneció fuera
durante dos días y dos noches. No recuerdo si logró averiguar
algo.
Sólo porque Adolfo quería ver a su amada ciudad de Linz desde
el Este, tuve que acompañarle al desagradable Pfennigberg, una montaña
por la cual los habitantes de Linz mostraban muy poco interés. También
a mí me gustó más la visión de la ciudad desde aquel
lado que desde éste. Pero Hitler se pasó allí horas y horas
tomando apuntes. La subida al Steyregg que emprendimos aquel mismo día
no me compensó las fatigas de la anterior ascensión.
Por el contrario, St. Florian comenzó a convertirse también para
mí en un lugar de peregrinaje del arte. Creíamos tropezamos aquí
en esta región, bendecida por Anton Bruckner, con el "músico
de Dios" y escuchar en la hermosa iglesia sus geniales improvisaciones
en el gran órgano. Pero debimos contentarnos con detenernos ante la sencilla
losa donde habían enterrado hacía diez años al gran maestro.
Para mí, tales visitas eran muy interesantes, puesto que Adolfo era en
realidad un hombre muy encerrado en si mismo. Siempre había un campo
de acción en su interior, en el que no permitía la entrada a nadie.
Existían para él secretos insondables y en muchos aspectos mí
amigo era para mí un verdadero enigma. Pero había una clave que
permitía descubrir cosas y hechos que en caso contrario quedaban ocultos:
su entusiasmo por todo lo bello. Cuando hablábamos de una obra de arte
tan maravillosa por el claustro de St. Florian, se derrumbaban todos los obstáculos.
En tales momentos Adolfo, impulsado por su entusiasmo, salía por completo
de su reserva y yo me sentía doblemente feliz por aquella amistad.
En muchas ocasiones me han preguntado, creo incluso que el propio Rudolf Hess
cuando durante una de sus visitas a Linz me rogó le fuera a ver, si Hitler,
tal como yo le recordaba, habla tenido sentido del humor. Las gentes que le
rodeaban encontraban a faltar esta faceta en su carácter. A fin de cuentas
era austríaco, de modo que no cabía la menor duda de que también
él había heredado algo del célebre humor austríaco.
Es cierto que la impresión que se obtenía de Hitler, sobre todo
después de un encuentro corto y fugaz, era la de un hombre muy serio.
Esta profunda seriedad parecía ensombrecer todo lo demás. En sus
años jóvenes también era así. Con una seriedad muy
grande, que no se correspondía en absoluto con aquel muchacho de dieciséis
o diecisiete años de edad, examinaba todas las cuestiones que le conmovían
y afectaban. Y el mundo tenía miles y miles de preguntas que dirigirle.
Podía amar y admirar, odiar y despreciar, pero siempre con la máxima
seriedad. Pero no era capaz de echar un problema a un lado con una ligera sonrisa.
Aun cuando no se interesara personalmente por el deporte, por ejemplo, era el
deporte, como manifestación de una época, tan importante para
él como cualquier otro problema. Jamás llegaba a una conclusión
final cuando comenzaba la discusión de todos los puntos de vista en pro
y en contra. Con su seriedad característica planteaba continuamente nuevos
aspectos del problema, y si el presente no le ofrecía un tema, hurgaba
en el pasado durante horas y horas y en toda clase de libros. Esta seriedad
desacostumbrada era su característica externa más destacada. Por
el contrario, se encontraban a faltar muchos aspectos que caracterizan a la
juventud: una indolencia despreocupada, vivir al día, contentarse con
el que venga lo que sea.. No, esto no valía para él. En este caso
- extraña contradicción! - se hubiese él sentido muy poco
joven. El humor quedaba con ello relegado a la esfera más intima. Sólo
irradiaba de vez en cuando, como si se tratara de algo despreciable. Con frecuencia
se dirigía este humor a las personas que le rodeaban, o sea a aquel campo
de acción en el que no existían para él problemas ni preguntas.
Por este motivo, el agudo y algo amargado humor se mezclaba con frecuencia a
la burla, desde luego, siempre una burla amistosa. En cierta ocasión
asistió a un concierto en el que yo tocaba la trompeta. Le divertía
lo indecible imitarme y me confesó que con mis mejillas hinchadas le
había parecido yo un ángel de Rubens.
No voy a terminar este capítulo sin destacar una característica
del joven Hitler que, lo reconozco de antemano, puede resultar hoy día
un tanto paradójica. Hitler poseía una gran capacidad de penetración
en las almas de las personas. De una forma realmente conmovedora se hizo cargo
de mi persona. No tenía necesidad de contarle cuál era mi situación.
Comprendía y asimilaba todo lo que me conmovía a mí de
un modo tan directo como si hubiese sido yo mismo. ¡Cuántas veces
me ayudó en una situación apurada! Siempre sabía lo que
era más conveniente para mí, lo que yo podía necesitar.
Aun cuando se ocupase intensivamente de todo lo concerniente a su persona, también
con la misma intensidad se ocupaba de los asuntos de aquellas personas que le
interesaban. No fue en modo alguno debido a la casualidad que fuera él
quien diera el curso decisivo a mi vida persuadiendo a mi padre que me permitiera
estudiar música. Y esto se debía a su posición básica
que le llevaba a tomar parte, de un modo que no admitía dudas, de todo
aquello que hacía referencia a mi persona. En ocasiones no podía
desprenderme de la impresión de que junto a su vida vivía él
también la mía.
He reflejado aquí la imagen del joven Hitler, tal como la conservo en
mi memoria. La pregunta, empero, que por aquel entonces so cernía inconsciente
y sin ser formulada en palabra sobre aquella amistad de juventud, ha quedado
sin respuesta hasta el día de hoy: ¿A qué fin destinaba
Dios aquel ser humano?
LA IMAGEN DE LA MADRE
Sólo existe uno, pero éste
hace innecesarios todos los demás retratos, ya que expresa la esencia
de aquella mujer silenciosa y modesta a la que yo adoraba, mucho mejor que una
docena de fotografías tomadas al azar. Vemos ante nosotros la imagen
de una mujer joven de rasgos sorprendentemente regulares. Pero se adivina ya
una oculta sombra de dolor en torno a aquella boca de labios firmemente apretados
a los cuales les resulta difícil esbozar una sonrisa. Los ojos claros
y de mirada, quizá, demasiado fija dominan por completo aquel rostro
de expresión grave.
Clara Hitler tenía ya cuarenta y cinco años cuando yo conocí
a la familia, y había quedado viuda dos años antes. Pero sus rasgos
no habían cambiado esencialmente de los que se reflejan en aquel retrato
fotográfico. Sólo que el dolor se adivinaba ahora con mayor claridad
y tenía el pelo gris. Pero Clara Hitler siguió siendo una mujer
hermosa hasta su muerte. El dolor acusaba aún más esta belleza.
Siempre que la veía sentía yo no sé exactamente por qué,
compasión hacia ella y me veía impulsado a hacer algo que pudiera
agradarle. Se alegraba de que Adolfo hubiese encontrado a un amigo con el cual
congeniaba y en el que poder confiar plenamente. La señora Hitler me
tenía mucho aprecio por este motivo. ¡Cuántas veces me confesó
las preocupaciones que le deparaba Adolfo! Confiaba en haber encontrado en mí
una valiosa ayuda para que el hijo caminara por los cauces que había
deseado su padre. No quedaba otro remedio que desengañarla en este sentido.
Pero no me lo tomaba a mal puesto que seguramente sospechaba que las causas
del comportamiento de Adolfo eran mucho más profundas y estaban más
allá de mis posibilidades de influencia.
A no tardar, cada uno de nosotros dos había tomado pie en la familia
del otro. Adolfo era con frecuencia nuestro invitado y yo también me
sentía muy a gusto en su casa, y la señora Hitler jamás
insistía en que les volviera a visitar cuando me despedía de ellos.
Me consideraba miembro de aquella familia, pues que no había otras personar
que la frecuentaran.
Con frecuencia, cuando terminaba el trabajo en el taller antes que de costumbre,
me lavaba rápidamente, me vestía y corría luego a la Humboldstrasse.
La casa numero 31 era una casa de tres pisos que no se puede decir fuese fea.
La familia Hitler vivía en el tercer piso. Subía corriendo las
escaleras. Llamaba a la puerta. La propia señora Hitler me abría
y me saludaba amablemente. Esta amabilidad, que salía de su corazón,
parecía iluminar en cierto modo aquel dolor soportado en silencio que
se adivinaba en sus rasgos. Me alegraba cada vez que la veía sonreír.
Veo con toda claridad aquella sencilla vivienda en mi imaginación. La
pequeña cocina, con los muebles pintados de verde, poseía una
sola ventana que daba a un patio. La sala de estar, con sus dos pequeñas
camas en las que dormían la madre y la pequeña Paula, daban a
la calle. De una de las paredes colgaba el retrato del padre, un rostro expresivo
y consciente de sí mismo, típico del funcionario, cuya expresión
un tanto severa quedaba suavizada por la bien cuidada barba. En el gabinete,
al que se llegaba desde el dormitorio, dormía y estudiaba Adolfo.
Paula, la pequeña hermana de Adolfo, tenía, cuando yo conocí
a la familia, nueve años de edad. Era una niña silenciosa, muy
reservada, bonita, pero no se parecía en modo alguno ni a la madre ni
tampoco a Adolfo. Rara era la vez que la veía contenta y alegre. Congeniábamos
bien. Pero Adolfo apenas prestaba atención a su hermana. Esto se debía,
sobre todo, a la diferencia de edad, que excluía por completo a Paula
de su campo de acción. La llamaba "la pequeña". Paula
ha quedado soltera y vive actualmente en Kónigssee, cerca de Berchtesgaden.
Conocí también en el seno de la familia Hitler a una mujer de
algo más de veinte años de edad, de bonito cuerpo, casada, llamada
Angela, que de momento no logré incluir en aquella familia a pesar de
que llamaba a la señora Clara Hitler "madre" al igual que la
pequeña Paula. Esto me confundía enormemente y no fue hasta más
tarde que encontré la solución a aquel enigma. Angela, que había
nacido el 28 de julio de 1883, era, por lo tanto, seis años mayor que
Adolfo e hija del anterior matrimonio del padre. Su madre, Francisca Matzelsberger,
había muerto al año de su nacimiento. Cinco meses más tarde
el padre se había vuelto a casar, esta vez con Clara Polzl. Angela, que
no poseía el menor recuerdo de su madre verdadera, consideraba a Clara
como su madre. En el mes de septiembre del año 1903, o sea un año
antes de trabar conocimiento con Adolfo, se había casado Ángela
con el funcionario de Hacienda Raubal. Vivían muy cerca de allí,
en la posada "Zum Waldhorn", en la Bürgerstrasse. Visitaba con
suma frecuencia a su madrastra, pero jamás en compañía
de su esposo. No conocí a Raubal. En contraste con la señora Hitler,
era Angela una persona alegre y siempre divertida que reía a gusto. Era
ella la que animaba a la familia. Con su rostro de rasgos regulares, el hermoso
pelo peinado en largas trenzas y tan obscuro como el de Adolfo, era una mujer
por demás hermosa. Por boca de Adolfo y también por lo que su
madre me contó en secreto, me enteré de que Raubal era un alcohólico.
Adolfo le odiaba. En Raubal se concentraba todo aquello que él odiaba
en un hombre. Siempre estaba en la posada, bebía y fumaba, se jugaba
su dinero y, además: era funcionario. Para mal mayor, se sentía
impulsado a representar el punto de vista de su suegro e insistía cerca
de Adolfo de que también éste siguiera la carrera de funcionario.
No hacía falta nada más para que Adolfo se sintiera por completo
desligado de él. Cuando Adolfo hablaba de Raubal, su rostro adquiría
una expresión de viva amenaza. Tal vez fuera este odio tan manifiesto
que sentía Adolfo contra el marido de su hermanastra el motivo de que
Raubal jamás se dejara ver en la Humboldstrasse. Cuando Raubal murió,
pocos años después de haberse casado con Ángela. las relaciones
entre los dos hombres hacía ya tiempo se habían roto de un modo
definitivo. Ángela se casó años más tarde con un
arquitecto de Dresden. Todavía poseo una tarjeta postal que me mandó
desde Bayreuth. Murió en el año 1949 en Munich.
Adolfo me informó que del segundo matrimonio de su padre existía
también un hijo llamado Alois que había pasado igualmente su infancia
en el seno de la familia Hitler, pero que durante la estancia de ésta
en Lambach habíase luego independizado. Este hermanastro de Adolfo, que
nació el. 13 de diciembre de 1882 en Braunau. era siete años mayor
que Adolfo. Cuando el padre vivía todavía, había estado
varias veces en Leonding, tal como me contó Adolfo. Pero no recuerdo
haberle visto por la Humboldstrasse En la vida de Adolfo jamás representó
el hermanastro Alois un papel muy importante. Por su parte, tampoco Alois se
interesó jamás por la carrera política de Adolfo. Vivió
en París, en Viena y también en Berlín. Hoy se ha instalado
definitivamente en Hamburgo. Del primer matrimonio de este hermanastro de Adolfo
con una holandesa, desciende aquel William Patrick Hitler que en el mes de agosto
de 1939 publicó el escrito: "Mon uncle Adolphe ", en tanto
que el hijo de su segundo matrimonio, Heinz Hitler, murió en el campo
de batalla del Este como oficial.
Expongo estos detalles sobre la familia Hitler, que van más allá
de mis recuerdos personales, sólo porque lo considero necesario para
completar el cuadro y por haber tenido ocasión de estudiar los documentos
en cuestión.
Aun cuando la señora Hitler sólo hablaba muy a disgusto de sí
misma y de sus preocupaciones, se sentía empero aliviada cuando podía
confiarme todas las preocupaciones que sentía por Adolfo. Las manifestaciones
evasivas, que para la madre no tenían ningún significado, que
hacía Adolfo con respecto a su futuro como artista, no podían
satisfacer en modo alguno a aquélla. Las preocupaciones por el bienestar
y el futuro del único de sus hijos que había quedado con vida
ensombrecían cada vez más la expresión de su rostro. ¡Cuántas
veces nos sentamos ella, Adolfo y yo en la pequeña cocina! "Nuestro
buen padre no encuentra descanso en su tumba - solía decirle a Adolfo
-, porque tú no tienes la menor intención de hacer lo que él
tanto deseaba. La obediencia es lo fundamental de un buen hijo. Pero tu no lo
crees así. Por este motivo tampoco has adelantado en la escuela y no
tienes suerte en la vida. "
Paulatinamente fui comprendiendo mejor el dolor que dominaba a aquella mujer.
Jamás se lamentaba de su suerte. Pero con frecuencia me hablaba de la
juventud tan dura que había tenido.
En parte por mis propias experiencias y en parte por los relatos de los miembros
de la familia conocí las relaciones en la misma. En ocasiones se hablaba
también de los parientes que vivían en el Waldviertel, pero me
resultaba difícil adivinar si se trataba de los parientes por parte de
la madre o del padre. Sea como fuese, la familia Hitler sólo tenía
parientes en el Waldviertel, un contraste muy notable con otras familias de
funcionarios austríacos que tenían parientes en otras numerosas
provincias. Sólo más tarde supe que las líneas paterna
y materna de Hitler ya en la segunda generación se unían, de modo
que, efectivamente, para él a partir del abuelo se trataba de una sola
familia. Recuerdo que Adolfo visitó en cierta ocasión a sus familiares
en el Waldviertel. Otra vez me mandó una tarjeta postal desde Weitra,
que se halla en la región de Waldviertel, lindante con Bohemia. No recuerdo
ya lo que le llevó allí. Tampoco solía hablar de sus parientes
y se limitó a describirme la región: un país pobre que
se halla en vivo contraste con la región tan fructífera de las
márgenes del Danubio. Aquel país pobre y austero era la parte
de sus antepasados, tanto por línea materna como paterna.
Los datos que hacen referencia a la señora Clara Hitler, nacida Pölzl,
han sido confirmados plenamente. Nació el 12 de agosto de 1860 en Spital,
una pobre región de Waldviertel. Su padre, Johann Baptist Pólzl,
era un sencillo campesino; su madre, Johanna Polzl, una nacida Hüttler.
La ortografía del nombre Hitler varía en los diversos documentos.
Encontramos tanto la forma Hiedler como Hüttler, en tanto que el nombre
de Hitler aparece sólo con el padre de Adolfo.
Aquella Johanna Hüttler, la abuela de Adolfo por línea materna,
era hija de Johann Nepomuk Hiedler; por consiguiente, Clara Pólzl estaba
emparentada con la familia Hüttler-Hiedler. Johann Nepomuk Hiedler era
el hermano de Johann Ceorg Hiedler, que en el registro de bautizos de Döllersheim
aparece reseñado como primo del padre de Adolfo. Clara Polzl era, por
consiguiente, sobrina en segundo grado de su esposo. Mientras no fue su esposa,
Alois Hitler la llamaba simplemente su sobrina.
Clara Polzl pasó una juventud pobre en casa de sus padres de tan numerosa
familia. Con frecuencia me hablaba de sus hermanos. Clara era de las más
jóvenes en aquella familia de doce hijos. A menudo me hablaba también
de su hermana Johanna. Cuando murieron sus padres, tía Johanna se preocupó
en muchas ocasiones de Adolfo. Otra hermana de Clara, Amalia, la conocí
más tarde.
En el año 1875, cuando Clara Polzl hubo cumplido los quince años,
la llamó a su casa el aduanero Alois Schicklgruber en Braunau para que
ayudara a su esposa en las labores de la casa. Alois Schicklgruber, que no adoptó
hasta el año siguiente el nombre de Hiedler, que luego transformó
en Hitler, estaba casado por aquel entonces con la señora Anua Glasl-Hörer.
Este primer matrimonio de Alois Hitler con aquella mujer que le llevaba catorce
años no tuvo descendencia y finalmente obtuvieron la separación.
Cuando murió su esposa en el año 1883, Alois Hitler se casó
con Francisca Matzelberger, una mujer que tenía veinticuatro años
menos que él. De este matrimonio proceden los dos hermanastros de Adolfo,
Alois y Angela. Clara había prestado sus servicios en casa de Alois Hitler
cuando éste estaba casado y luego separado de su primera mujer. Cuando
Alois Hitler se volvió a casar por segunda vez abandonó la casa
y se fue a Viena. Pero cuando Francisca, la segunda esposa de Alois Hitler,
enfermó gravemente después del nacimiento de su segundo hijo,
Alois Hitler volvió a llamar a su sobrina a Braunau. Francisca murió
el 10 de agosto de 1884 después de apenas dos años de casada.
(Alois, el primer hijo de este matrimonio había nacido antes de que contrajeran
matrimonio y luego fue adoptado por el padre.) El 7 de enero de 1855, medio
año después de la muerte de su segunda esposa, se casó
Alois Hitler con su sobrina Clara, que ya esperaba un hijo de él, Gustavo,
que nació el 17 de mayo de 1885, o sea, apenas a los cinco meses de estar
casados y que murió el 9 de diciembre de 1887.
Aun cuando Clara Pólzl era sólo sobrina en segundo grado, necesitaron
ambos una dispensa eclesiástica para poder contraer matrimonio. Esta
instancia, redactada con la clara y limpia escritura del funcionario real imperial
en el Archivo episcopal de Linz con la cifra de registro 6. 911/II/2 1884, dice
lo siguiente:
Solicitud de Alois Hitler y su novia Clara Pólzl con el fin de obtener
el permiso para contraer matrimonio.
Eminencia!:
"Los abajo firmantes están decididos a casarse. Pero a tenor del
árbol genealógico que se adjunta se presenta el obstáculo
canónico del parentesco en tercer grado lindante con el segundo. Por
este motivo dirigen el humilde ruego de que Su Eminencia tenga a bien concederles
la dispensa y esto por los siguientes motivos:
"El novio es según partida de defunción del 10 de agosto
de este año, viudo y padre de dos hijos de menor edad, un niño
de dos años y medio (Alois) y una niña de un año y dos
meses (Angela) para los cuales necesita urgentemente de una persona que pueda
cuidarlos, puesto que por su cargo de aduanero se ve obligado a pasar muchos
días e incluso noches fuera de su casa y por lo tanto no puede cuidar
ni vigilar la educación de sus hijos. La novia ha asumido ya el cuidado
de los niños a la muerte de la madre y les ha mostrado siempre un gran
afecto, de modo que no parece existir ningún obstáculo para que
atienda al cuidado y a la educación de los niños y, además,
haga de este un matrimonio feliz. Además, la novia no dispone de bienes
de ninguna clase y, por consiguiente, no se le ofrecería tan pronto otra
oportunidad como ésta para contraer un matrimonio decente.
"Apoyándose en estas causas, repiten los humildes signatarios su
ruego que les sea concedida la dispensa del mencionado obstáculo de parentesco.
Braunau, 27 de octubre de 1884.
Alois Hitler, novio,
Clara Polzl, novia.
El árbol genealógico que fue adjunto a la solicitud es el siguiente:
Johann Georg Hiedler - Johann Nepomuk
Hiedler
Alois Hitler Johanna Hiedler, casada Polzl
Clara Po1z1
El obispado de Linz contestó
que no estaba autorizado a conceder dicha dispensa y que transmitía la
solicitud a Roma, desde donde mandaron la correspondiente autorización.
El matrimonio de Alois Hitler con Clara es descrito por numerosos conocidos
en Braunau, Passau, Hafeld, Lambach y Leonding, que frecuentaron la familia,
como un matrimonio feliz, lo que seguramente se debe única y exclusivamente
al carácter dócil y sumiso de la mujer. En cierta ocasión
me dijo a mí a este respecto: "Mi matrimonio no ha sido aquello
que una joven muchacha espera y desea del mismo", y luego añadió,
resignada: "Pero, ¿quién tiene esta suerte?"
A esto se añadió la carga moral y física de aquella delicada
mujer por los rápidos partos: en el año 1885 nació Gustavo,
en 1886 una hija llamada Ida, que murió también a los dos años,
en 1887 otro hijo, Otto, que murió a los tres días de haber nacido
y el 20 de abril de 1889 otro hijo, Adolfo.
¡Cuánto dolor de madre se revelaba en la escueta enunciación
de estos datos! Cuando nació Adolfo habían muerto ya sus tres
hermanos Gustavo, Ida y Otto. ¡Con qué preocupaciones debió
la madre seguir, día por día, el crecimiento del único
hijo que le quedaba!. Me contó en cierta ocasión, que Adolfo había
sido un niño muy débil, de forma que siempre había temido
que también perdería a éste.
Comprendí perfectamente los sentimientos de aquella mujer, puesto que
también mi madre había perdido a tres de sus hijos a temprana
edad y siempre estaba atemorizada por lo que le pudiera suceder al cuarto.
Tal vez se debía la causa de la muerte temprana de aquellos tres hijos
procedentes del tercer matrimonio de. Alois Hitler, al hecho de que fuera un
matrimonio entre parientes. Este juicio lo dejo, empero, en manos de los entendidos.
Pero sí quiero llamar la atención sobre un hecho que, en mi opinión,
es de gran importancia.
La característica más notable en el carácter de mi amigo
de juventud era, en mi experiencia personal, la increíble consecuencia
en todo lo que decía y hacía. Había algo en su modo de
ser seguro, fijo, inconmovible y obstinado que manifestaba hacia el exterior
en la gravedad y seriedad de su expresión y que constituía la
base sobre la cual se desarrollaban sus demás peculiaridades. Adolfo
"no podía zafarse de su piel", como decimos los alemanes. Lo
que yacía en él, quedaba invariable para siempre más. ¡Cuántas
veces tuve ocasión de comprobarlo! Recuerdo unas palabras que me dijo
en el año 1938, treinta años después de no habernos vuelto
a ver: "Usted no ha cambiado, Kubizek, sólo ha envejecido."
Estas palabras fueron definitivas para mi. En realidad, estas palabras valían
con respecto a él mismo. Jamás cambió.
He buscado una explicación a este rasgo tan fundamental en su persona.
Las influencias del medio ambiente y de la educación no cuentan apenas
en este caso. Pero sí me imagino, a pesar de que soy un ignorante por
todo cuanto hace referencia a los problemas de herencia y biológicos,
que debido a especiales constelaciones en la herencia de este matrimonio entre
parientes fueran fijados determinados aspectos y estos "complejos retardados"
provocaran precisamente aquel cuadro de carácter tan típico. En
el fondo era este modo de ser lo que llenaba con tantas preocupaciones a su
madre.
Una vez más el corazón de la madre sufrió un rudo golpe.
Cinco años después del nacimiento de Adolfo, el 24 de marzo de
1894, dio la madre a luz a un quinto hijo, Edmundo, que murió también
cuando todavía era niño, el 20 de junio de 1900, en Leonding.
En tanto que Adolfo no poseía el menor recuerdo de los tres hermanos
fallecidos en Braunau y nunca hablaba de ellos, recordaba perfectamente a su
hermano Edmundo, ya que tenía once años cuando murió aquél.
Me contó, en cierta ocasión, que su hermano Edmundo había
muerto de difteria. Por el contrario, continuó con vida la menor de todas,
Paula, que nació el 21 de enero de 1896.
De sus seis hijos había perdido Clara Hitler ya cuatro a muy temprana
edad. El corazón de la madre jamás se volvió a recuperar
de estos rudos golpes. Sólo restaba algo: las preocupaciones por los
dos hijos que habían quedado con vida, preocupaciones éstas que
a la muerte de su esposo reposaban sólo sobre sus propios hombros. Un
débil consuelo lo representaba el hecho de que Paula fuera una niña
tan dócil, pero tanto mayores eran los temores y preocupaciones que la
dominaban con respecto a su único hijo, Adolfo, unos temores y preocupaciones
que sólo terminaron a su muerte.
Adolfo amó mucho a su madre. Lo declaró ante Dios y el mundo.
Recuerdo muchas ocasiones en que hizo gala de este amor hacia su madre y, sobre
todo, de un modo conmovedor cuando ella estuvo enferma. Siempre que hablaba
de su madre lo hacía con palabras de profundo amor hacia ella. Fue un
buen hijo. El que no pudiera ver realizado su ansiado deseo de proporcionarle
una vida más segura y estable, esto estaba más allá de
su voluntad personal.
Cuando vivimos juntos en Viena, llevaba siempre el retrato de la madre enmarcado
en un medallón. En su libro Mi lucha aparece la muy significativa frase:
"Adoraba a mi padre y amaba a mi madre. "
RECUERDOS DEL PADRE
Por desgracia, no le conocí
personalmente. Sin embargo, el influjo de su personalidad podía percibirse
aun en los menores detalles. A posar de que, cuando conocí a Adolfo,
su padre había muerto hacía casi dos años, seguía
estando "presente" todavía para sus familiares. La madre estaba
dominada por entero por su personalidad. Con su modo de ser tranquilo y suave,
había perdido casi por completo la suya; lo que ella pensaba, decía
y hacía, seguía las pautas marcadas por su esposo muerto. Sin
embargo, para poder imponer, en adelante, también, la voluntad del padre,
le faltaban su energía y decisión. Para esta mujer, que todo sabía
disculparlo, su ilimitado amor que llenaba su entera existencia, era un obstáculo
que se interponía en la educación de su hijo. De estas experiencias
podía deducir yo cuán perfecta y duradera tuvo que haber sido
la influencia de este hombre sobre su familia. Un señor patriarca de
la casa, cuya absoluta autoridad era considerada como natural y lógica.
En el mejor lugar de la habitación pendía su retrato. En la estantería
de la cocina - puedo acordarme todavía exactamente de ello - estaban,
cuidadosamente alineadas, con sus multicolores cabezas, las largas pipas en
las que había fumado el padre en vida, como si en el próximo instante
pudiera abrirse la puerta y entrar el señor inspector de aduanas, regresando,
algo refunfuñante, del servicio, para después de un breve saludo
tomar una de las pipas de la estantería. En la familia, estas pipas eran
el verdadero símbolo de la plena autoridad del padre. Recuerdo aún
cómo la señora Clara, en cierta ocasión, al hablar de su
esposo, para dar más énfasis a sus palabras, señaló
hacia estas pipas, como si ellas pudieran confirmarle cuán leal y fielmente
seguía defendiendo ella sus opiniones.
Adolfo hablaba con un gran respeto de su padre. Por enérgicamente que
se opusiera a su decisión de hacerse funcionario, jamás oí
de sus labios una palabra inconveniente para con su padre. El respeto y adoración
que le demostraba Adolfo iba en aumento con los años. No se tomaba a
mal que el padre hubiera decidido, por sí solo y de manera autoritaria,
la futura existencia y carrera de su hijo, determinando hacer de él un
funcionario; pues el padre tenía derecho, incluso el deber, para obrar
así. Muy distinto era que Raubal, el esposo de su hermanastra, este hombre
inculto que no era más que un pequeño funcionario de la oficina
de recaudación de impuestos, se atribuyera también este derecho.
Adolfo se negaba a reconocerle el derecho a cualquier intromisión en
sus asuntos personales. La autoridad del padre, lo mismo que en vida, seguía
siendo aun después de su muerte el contrapeso de que Adolfo se valía
para desarrollar su propia fuerza. En continua controversia con este contrapeso
se había ido haciendo mayor. La actitud del padre le había inducido
a una rebeldía, primero pasiva y luego abierta. Habían tenido
lugar violentas escenas, las cuales, según me contara Adolfo, acababan
a menudo con que el padre le pegaba. Sin embargo, Adolfo oponía su juvenil
obstinación a esta violencia. De esta manera, la oposición entre
padre e hijo se había hecho cada vez mayor. Esta relación entre
padre e hijo, peculiar y contradictoria, compuestas en partes iguales de adoración
y rebeldía, afecto y resistencia, inseparable unión y tenaz deseo
de liberación, siguió formando, aun después de la muerte
de aquél, la orientación fundamental en la vida de Adolfo.
El funcionario de Aduanas Alois Hitler poseyó durante toda su vida un
marcado sentido para la representación. Esta es la razón de que
dispongamos de excelentes fotografías de todas las épocas de su
vida. Alois Hitler gustaba de fotografiarse, menos en ocasión de sus
bodas - que siempre estaban bajo un astro desgraciado en sus ascensos profesionales.
La mayoría de estas fotografías nos lo muestran con su digno rostro
de funcionario en uniforme de gala con pantalones blancos y chaqueta obscura,
en la que resplandecía la doble hilera de los bien pulimentados botones.
Su figura es corpulenta, de mediana estatura, tendiendo ligeramente a la obesidad.
Es impresionante el rostro de este hombre. Una cabeza ancha, maciza, en la que
destacan ante todo sus patillas, rasuradas en la barbilla, tal como las llevaba
su supremo señor el emperador. Los ojos miran agudamente e insobornables.
En esta mirada puede adivinarse que este hombre, como funcionario de aduanas,
estaba obligado a acoger con desconfianza todo lo que le era sometido. Sin embargo,
en la mayor parte de las fotografías, una dignidad profesional oculta
lo "investigador" de la mirada. También en las fotografías
que nos muestran a Alois Hitler ya retirado, puede percibirse que este hombre,
vital y- enérgico, no conocía en realidad el descanso. Aun cuando
había cruzado ya el umbral de los sesenta años, faltan en él
los signos típicos de la vejez. En una de estas fotografías, probablemente
la última, la que puede verse también en el sepulcro familiar
en Leonding, Alois Hitler aparece todavía como un hombre al que el servicio
y el cumplimiento del deber han dado el sello a su vida. De todas formas, existe
también otra fotografía de la época de Leonding, en la
que Alois Hitler, algo más joven, se nos muestra algo más desde
su lado privado: es la imagen de un burgués corpulento y acomodado que
sabe también vivir bien.
El ascenso de Alois Hitler de hijo natural de una pobre muchacha empleada en
un establo hasta el de funcionario considerado y respetado, es el camino de
la insignificancia de una situación social olvidada a la en aquel entonces
máxima posición para él al servicio del Estado.
Oigamos primeramente lo que el mismo Hitler escribe en su libro acerca de la
vida y carrera de su padre:
"Como hijo de un pobre e insignificante jornalero, no había podido
resistir la vida en el hogar. No contaba todavía trece años cuando
el muchacho recogió su morral y se alejo de su patria, del bosque en
que había nacido. En contra de los consejos de los "experimentados"
habitantes del lugar, hablase encaminado hacia Viena, para aprender allí
un oficio. Esto ocurría en los años cincuenta del pasado siglo.
Una amarga decisión, ponerse así en camino con tres guineas para
todo sustento hacia lo desconocido. Pero cuando este muchacho de trece años
hubo cumplido los diecisiete, había terminado ya su examen de oficial,
sin que ello le reportan, empero, la satisfacción para consigo mismo.
Estos largos años de miseria, de continua pobreza y dolor afirmaron en
él la decisión de abandonar también este oficio, para llegar
a ser algo "más alto". Si en otros tiempos el señor
párroco de la aldea se aparecía como el símbolo de todas
las dignidades posibles de alcanzar al hombre a los ojos de este triste muchacho
campesino, su círculo de conocimientos, enormemente ampliado en la gran
ciudad, le hace creer ahora lo mismo de la dignidad de un funcionario del Estado.
Con toda la tenacidad de un adulto hecho "maduro" ya en plena juventud
por la miseria y el dolor, el muchacho de diecisiete años se aferró
con todas sus fuerzas a esta nueva decisión, y llegó a ser funcionario
del Estado. Después de casi veintitrés años, según
creo, había alcanzado su propósito. Y entonces creyó llegado
también el instante de ver cumplida su promesa, hecha a sí mismo
muchos años antes, a saber: "No regresar a la querida aldea paterna
hasta haberse convertido en algo.
La carrera profesional de este Alois Schicklgruber, que más tarde hizo
cambiar su nombre por el de Hitler, es la carrera normal de un funcionario celoso
en el cumplimiento de su deber.
En 1864, el auxiliar Alois Schicklgruber fue ascendido a asistente provisional
para el servicio de aduanas. En 1892 tiene lugar el ascenso del oficial de aduanas
Alois Hitler a inspector provisional de aduanas. En 1894, Alois Hitler es confirmado
definitivamente en este cargo y destinado a la capital provincial de Linz. Poco
después solicita Alois Hitler su retiro, el cual le es concedido por
un decreto del 25 de junio de 1895. Contaba entonces cincuenta y ocho años
de edad y tenía tras de sí una hoja de servicios de casi cuarenta
años sin interrupción.
Sus colegas le describen como un funcionario muy meticuloso y concienzudo, muy
riguroso en el servicio y que tenía también "sus manías".
Como superior, Alois Hitler no era, ciertamente, apreciado. En las horas libres
de servicio se le describe como un hombre muy liberal, que no ocultaba en modo
alguno sus convicciones. Alois Hitler estaba muy orgulloso de su categoría
de funcionario. Con puntualidad profesional se presentaba en Leonding para beberse
su vaso diario por la mañana. Por las noches, en torno a la mesa de sus
amigos, era un contertulio apreciado, pero podía excitarse fácilmente
y mostrarse grosero, al sumarse en él su natural apasionamiento y la
severidad adquirida en el ejercicio de su profesión.
Las relaciones externas del padre, por consiguiente, se nos muestran claras
e inequívocas: una carrera de funcionario como mil otras. No hay en ella
nada de extraordinario.
Sin embargo, esta vida, tan rígidamente regulada por el servicio, de
inspector jefe de aduanas imperial Alois Hitler, muestra un aspecto enteramente
distinto, si se le considera desde un lado privado. La descripción del
padre hecha en el libro Mi Lucha debe ser completada a la vista de documentos
auténticos, para aparecer correcta e íntegra. No hay que olvidar
que Adolfo Hitler, según reza el subtítulo del primer tomo de
su obra Mi Lucha, concibió esta obra como "un ajuste de cuentas",
naturalmente, desde un punto de vista político. Sus descripciones biográficas
no tienen más objeto que ofrecer el marco adecuado para ello. Sin embargo,
su intención no era, ni de mucho, escribir una autobiografía.
No hablaba de sí mismo más de lo que estimaba conveniente y útil
en relación con la finalidad política del libro. Es lógico,
por consiguiente, que silenciara el hecho de que él no provenía
del primero, sino del tercer matrimonio de su padre; que su madre era una sobrina
en segundo grado de su padre, es decir, que procedía de una boda entre
parientes, así como que él no era el primero, sino el cuarto hijo
de sus padres, y que de cinco hermanos cuatro habían muerto todavía
en la niñez. La imagen del padre está representada también
de manera incompleta. Un hecho indiscutible es pasado por alto: su padre, Alois
Hitler, era un hijo natural.
La certeza del origen natural del padre se tiene por la inscripción en
el registro eclesiástico de la comunidad de Strones. Según éste,
la doncella Anna María Schlickgruber, de cuarenta y dos años,
dio a luz un hijo el 7 de julio de 1837, que en el bautizo recibió el
nombre de "Alois". El padrino fue el patrón de la muchacha,
el campesino Johann Trummelschlager, de Strones. Según se sabe, este
hijo fue el primero y también el último. La doncella no hizo ninguna
indicación al párroco acerca del padre de su hijo.
En el año 1842, cuando el hijo natural contaba ya cinco años de
edad, Anna María Schlickgruber se casó con el mozo molinero Johann
Georg Hiedler, de cincuenta años. En las proclamas matrimoniales en la
parroquia de Dollersheim se añadió la siguiente nota:
"Que él, Georg Johann Hiedler, inscrito como padre, conocido de
los testigos abajo firmantes, ha reconocido ser el padre del niño Alois
de la madre Anna María Schlickgruber, y ha solicitado la inscripción
de su nombre en el libro de bautismos de esta parroquia, lo cual es confirmado
por los testigos. " Siguen las firmas del párroco y de los cuatro
testigos conocidos en el lugar.
Johann Georg Hiedler reconoció por segunda vez su paternidad con motivo
de una herencia en el año 1876, en el notariado de Weitra. En aquel entonces
contaba ya ochenta y cuatro años, y la madre de su hijo había
muerto hacía casi treinta años; en aquel entonces Alois Schlickgruber
era ya un respetado funcionario auxiliar de aduanas en Braunau. Los campesinos
Rameder, Perutsch y Breiteneder firmaron este documento como testigos bien conocidos
en el lugar.
Con ello queda aclarada suficientemente la pregunta relativa a la paternidad,
tanto desde el punto de vista eclesiástico como legal. No hay más
que decir a este respecto. Naturalmente, no es posible alcanzar una certeza
absoluta, de forma que son posibles, también, otras combinaciones acerca
del abuelo de Adolfo Hitler por parte de padre. La literatura sensacionalista
ha hecho un abundante empleo de esta circunstancia. Y, sin embargo, ¿quién
se preocupó, en aquel entonces, del hijo natural de una pobre moza de
establo en la retirada aldea de un distrito en medio del bosque?
Dado que el muchacho, aun después de casada su madre por la iglesia,
no fue adoptado oficialmente, siguió llamándose en adelante Schlickgruber.
Durante toda su vida hubiera conservado este nombre si Johann Nepomuk Hiedler,
el hermano de Johann Georg, quince años más joven que éste,
no hubiera hecho testamento y decidido legar una modesta suma al hijo natural
de su hermano. Para ello, sin embargo, puso como condición que Alois
tomara el nombre de Hiedler. Y, en efecto, el 4 de junio de 1876 el nombre de
Alois Schlickgruber fue cambiado por el de Alois Hiedler en el libro registro
de la parroquia de Döllersheim. El 6 de enero de 1877 este cambio de nombre
fue confirmado por el juzgado del distrito de Mistelbach. Desde aquel momento,
Alois Schlickgruber se llamó Alois Hitler, nombre que en sí no
era mucho más significativo que el otro, pero que le aseguraba una parte
de la herencia.
Más tarde, cuando en cierta ocasión la conversación pasó
a referirse a sus familiares en el distrito forestal, Adolfo me refirió
el cambio de nombre llevado a cabo por su padre. Ninguna otra medida de su "viejo
señor" le satisfacía tanto como esta; pues "Schlickgruber"
le parecía rudo, demasiado campesino y, además, demasiado engorroso,
poco práctico. "Hiedler" le parecía demasiado aburrido,
demasiado blando. Pero "Hitler" se escuchaba con gusto y era fácil
de recordar.
El que el padre no eligiera la forma usual de escribir "Hiedler" de
sus parientes, sino que ideara, por su propia voluntad, la forma "Hitler",
que, en realidad, debiera escribirse con dos t, lo mismo que Hüttler, muestra
una peculiaridad típica de él: su anhelo de cambiarse continuamente.
Sus superiores no tuvieron, ciertamente, la culpa de ello. En el curso de sus
cuarenta años de servicio, Alois Hitler no fue trasladado más
que cuatro veces. Los lugares en que hubo de prestar sus servicios, Saalfelden,
Braunau, Passau y Linz, están situados tan favorablemente desde un punto
de vista geográfico, que representan, por decirlo así, la carrera
ideal para un funcionario de aduanas. Sin embargo, apenas se había instalado
Alois Hitler en alguno de estos lugares, cuando sentía ya la necesidad
de trasladarse. Durante los años pasados en Braunau se conocen doce traslados
de domicilio, aunque probablemente fueron más. En Passau cambió
dos veces de morada en el plazo de dos años. Inmediatamente después
de su retiro se trasladó de Linz a Hafeld, de aquí a Lambach -
primeramente a la pensión Leingartner, después a la posada junto
al Schweigbach, es decir, dos cambios de vivienda en un año -, y después
a Leonding. No puede decirse que este continuo cambio de hogar - cuando nos
conocimos Adolfo recordaba ya siete cambios de casa y había asistido
a cinco escuelas distintas - fuera debido a las deficientes condiciones de habitabilidad
de las diversas casas. La pensión de Pommer - Alois Hitler sentía
una especial preferencia por habitar en pensiones - y en la que nació
Adolfo en el año 1889 era una de las construcciones más bellas
y representativas de los alrededores de Braunau. A pesar de ello, poco después
del nacimiento de Adolfo, el padre no tardó en trasladarse de nuevo.
Según puede constatarse, Alois Hitler cambiaba a veces una vivienda buena
por otra peor. No era la casa, sino el trasladarse, lo que importaba. ¿Cómo
podría explicarse esta verdadera manía?
Podría explicarse de la siguiente manera: Alois Hitler no podía
resistir el permanecer en un mismo lugar. Si su profesión le forzaba
a una cierta estabilidad externa, en su circulo de actividades más intimo
debía haber siempre movimiento. Apenas se había habituado a una
determinada vecindad, se sentía ya hastiado de ella. Vivir significa
cambiar de ambiente, rasgo fundamental este que puede reconocerse también
con toda claridad en el modo de ser de Adolfo.
Alois Hitler cambió tres veces de esposa. Podría decirse que circunstancias
externas eran las culpables de ello. De ser así, el destino se mostraba
muy deferente con su temperamento. Pero sabemos cómo justamente su primera
esposa, Anna, hubo de sufrir bajo esta inseguridad, circunstancia que la llevó
a separarse de su esposo y que contribuyó también en parte a su
inesperada muerte; pues Alois Hitler tuvo ya en vida de su primera esposa un
hijo con la que después habría de ser su segunda esposa. Y cuando
también la segunda mujer enfermó gravemente y murió, Clara,
la tercera mujer esperaba ya un hijo de él. El plazo hasta la boda era
justamente el necesario para que el hijo pudiera nacer de manera legítima.
Alois Hitler no hacía fácil, ciertamente, la vida a sus mujeres.
Más de lo que la señora Hitler ha insinuado de manera sumamente
reservada, lo revelaba su consumido rostro. Es posible que contribuyera también
a esta inestabilidad y desequilibrio interno del padre el hecho de que Alois
Hitler no contrajera jamás un matrimonio armónico por la edad.
Anna era catorce años más vieja que él, Francisca veinticuatro,
y Clara, veintitrés años más joven.
La desusada y notable peculiaridad del padre de cambiar una y otra vez sus condiciones
de vida, es tanto más asombrosa cuando que coincide con una época
de tranquila y cómoda paz burguesa, en la que, visto desde fuera, no
existe la menor justificación para tales cambios. Esta peculiaridad tan
típica del padre me explica también la extraña conducta
del hijo, que durante tanto tiempo fue un enigma para mí, porque no podía
comprender su incesante inquietud. Cuando Adolfo y yo recorríamos las
familiares callejuelas de la vieja ciudad - todo a nuestro alrededor respiraba
paz, tranquilidad y equilibrio -mi amigo empezaba a cambiar, en su imaginación,
todo lo que veía, presa de un peculiar estado de ánimo. Esta casa
se encontraba aquí fuera de lugar. Debía ser derribada. Por el
contrario, podía cerrarse allí aquella brecha entre los edificios.
Aquel trozo de calle precisaba de una implacable corrección, para que
ofreciera una impresión cerrada. ¡Fuera estos feos y tristes caserones
de viviendas! Era preciso una visión libre hasta el viejo palacio. De
esta manera reconstruía Hitler, en su imaginación, continuamente
la ciudad. Pero no se. detenía tan sólo en las edificaciones.
El mendigo que pedía limosna a la puerta de la iglesia le daba el pretexto
para hablar de la necesidad de una asistencia social municipal para los ancianos
que hiciera innecesario este mendigar por las calles. Se acercaba una campesina
con su carro de la leche, tirado por un jadeante e hirsuto perro de San Bernardo,
pretexto para criticar la falta de iniciativa de la Sociedad Protectora de Animales.
Dos jóvenes tenientes cruzan arrastrando el sable por la calle, razón
suficiente para indignarse por la incapacidad del servicio militar, que permite
estos ocios. Esta tendencia a mostrarse disconforme con todo lo existente, a
modificarlo continuamente y perfeccionarlo, es innata en él. Pero no
se trata aquí en verdad de una cualidad suya, adquirida desde fuera,
ya por la educación en la casa paterna o en la escuela, sino de una predisposición
innata, que, a mí modo de ver, se pone de manifiesto en el inquieto carácter
del padre. Esta fuerza misteriosa palpita en él como un motor que impulsa
a cien ruedas. A pesar de ello, en la manera de ponerse de manifiesto esta predisposición
se muestra ya una considerable diferencia entre el padre y el hijo. El padre
poseía un regulador, de exacto funcionamiento, para dominar su irrefrenable
temperamento: su profesión. Su actividad profesional, severamente regulada,
daba un orden y una orientación a la inquieta naturaleza de Alois Hitler.
La dura obligación de su cargo le salva, una y otra vez, de intrincadas
situaciones. El uniforme del inspector de aduanas oculta lo que tiene lugar
en la esfera privada de su agitada existencia. Y, ante todo, lo siguiente: con
su profesión, el padre admite sin reservas la autoridad sobre la que
está asentado este servicio. Aun cuando Alois Hitler, cosa que podía
observarse entonces con mucha frecuencia entre los funcionarios austríacos,
tenía ideas liberales, la autoridad del Estado, representada en la persona
del emperador, era para él algo absolutamente inmutable. Con esta subordinación
sin condiciones a una autoridad reconocida por íntima convicción,
Alois Hitler pudo superar todos los escollos y bajíos en el curso de
su existencia en los que a veces amenazaba estrellarse como consecuencia de
su impulsiva naturaleza.
Con ello se nos aparece bajo una luz distinta la tenaz insistencia del padre
de hacer de Adolfo un funcionario. El padre no aspiraba, simplemente, a la usual
decisión sobre la futura profesión del hijo. Su intención
era, más bien, asegurar al hijo una situación que estuviera unida
al reconocimiento de esta autoridad. Es perfectamente posible que el padre no
llegara a tener siquiera plena conciencia de las profundas razones de esta actitud.
Sin embargo, la obstinación con que hizo valer su punto de vista frente
al hijo demuestra que sospechaba perfectamente lo que estaba aquí en
juego para Adolfo. Hasta este punto conocía a su hijo.
Con la misma tenacidad, sin embargo, se resistía Adolfo a aceptar la
voluntad de su padre, a pesar de que no tenía más que una vaga
idea de lo que habría de ser en el futuro. Pintor artístico era,
quizá, lo peor que podía desearle a su padre; pues significaba,
en cierto modo, un continuo vagar y una norma de vida inestable, es decir, justamente
lo que el padre quería evitar a todo trance.
Al negarse a convertirse en funcionario, la vida de Adolfo Hitler se separa,
de manera brusca, de la órbita de su padre. En este punto es donde se
encuentra la gran decisión de su vida. Aquí puso el desvío
al inseguro vehículo de su vida y le dio, de manera definitiva e irrevocable,
otra dirección. Yo pasé aliado de Adolfo los años que siguieron
a esta decisión. Pude comprobar con qué gravedad buscaba él
un camino hacia el futuro, no solamente trabajo y existencia, sino también
una verdadera misión adecuada a sus capacidades.
Fue en vano que el padre, poco antes de su muerte, llevara al muchacho de trece
años a la oficina central de aduanas en Linz, para mostrarle su futuro
campo de actividades. En el fondo, detrás de la tenaz negativa a seguir
la misma carrera del padre, se oculta la rebeldía ante la autoridad existente,
aquella autoridad, por consiguiente, que a los ojos del padre tenía todavía
una absoluta validez. Es por ello que el camino del hijo conducía en
un principio a lo incierto y finalizó, de manera consecuente, incorporando
Adolfo Hitler en su persona, en la meta de su carrera política, aquella
misma autoridad estatal que tanto había combatido en el suelo de su patria
paterna.
A primera vista, parece como si las dos cualidades que tan decisivas son para
la imagen característica de Adolfo Hitler, es decir, la implacable consecuencia
de su naturaleza, de una parte, y de otra el deseo y ansiedad por cambiar todo
lo existente, se contradijeran entre sí. Yo he tenido ocasión
de vivir este contraste, sin podérmelo explicar en aquel entonces de
manera satisfactoria. Aun cuando Adolfo tenía siempre en continuo movimiento
a lo que le rodeaba, seguía siendo siempre el mismo. Su desorbitada avidez
de cambio podía conseguir que, a pesar de lo consecuente de su carácter,
no quedara rígido e inmóvil, aferrándose a una posición
unilateral, sino que, por el contrario, la consecuencia de su carácter
daba una meta inconmovible y firme, una clara orientación, a su violento
deseo de cambio. Estas dos cualidades, alternativamente predominantes en él,
se me aparecieron como condición ideal de un hombre revolucionario.
Alois Hitler tuvo una muerte repentina. El 3 de enero de 1903 - contaba entonces
sesenta y cinco años y era todavía extraordinariamente vigoroso
y activo - se dirigió como cada día, puntualmente, a las diez,
a la posada vecina para beber su vaso de vino matinal. De repente se desplomó
sin una palabra de la silla. Antes de que pudiera acudir un médico o
sacerdote estaba muerto.
Cuando el hijo de catorce años fue llevado al lecho de muerte del padre,
rompió en incontenibles sollozos según informan los presentes.
Una prueba de que las relaciones de Adolfo con su padre eran mucho más
profundas de lo que se admite generalmente.
LIQUIDACION CON LA ESCUELA
Cuando yo conocí a Adolfo
Hitler había puesto ya punto final a sus relaciones con la escuela. Es
cierto que en aquel entonces asistía todavía a la escuela real
de Steyr, desde donde viajaba a menudo a su casa, casi todos los domingos. Solamente
por amor a su madre había consentido en este, según sus palabras,
"último intento". Sus calificaciones en la tercera clase de
la escuela real en Linz habían sido tan deficientes, que se le había
insinuado a la madre el hacer proseguir sus estudios a Adolfo en otra escuela.
Mejor dicho; se le permitió aprobar el curso al muchacho con la expresa
condición de que abandonaría la escuela de Linz. De esta manera
solía trasladar la escuela de la capital a los alumnos que le parecían
poco apropiados, a localidades de inferior categoría. Adolfo se indignó
por estos métodos hipócritas, y desde un principio consideró
como fracasados sus intentos en la clase cuarta de la escuela real en Steyr.
En este tiempo había tenido ocasión bastante para conocer la organización
interna de la escuela, llegando a la conclusión de que, para lo que él
se había propuesto en la vida, no necesitaba ya de más estudios.
Los conocimientos que le faltaban prefería adquirirlos por su propio
esfuerzo. Hacía tiempo que el arte había entrado en su vida, y
se dedicó a él con juvenil pasión, convencido de que estaba
predestinado a ser artista. Comparada con el arte, la escuela, con su odioso
sistema de enseñanza, se hundía en una gris monotonía.
Adolfo quiso liberarse, por último, de toda obligación y seguir
por sí mismo su propio camino en la vida. Despreciaba a los jóvenes
que no sabían trazarse sus propios caminos en la vida. En la misma proporción
en que se liberaba a sí mismo de la odiada escuela, iba adquiriendo más
valor e importancia nuestra amistad ante sus ojos. Lo que antes no pudieron
darle la intrascendente camaradería de sus compañeros de clase,
lo esperaba ahora de su amigo.
Los datos exteriores de su estancia en la escuela, que en aquel entonces me
eran tan sólo conocidos superficialmente, son fáciles de averiguar:
2 de mayo de 1895. Ingreso en la escuela municipal de Fischlham, cerca de Lambach.
Asiste a la sección inferior de esta escuela, a la cine acude desde Hafeld.
1896-1897 Escuela municipal de Lambach, segunda clase.
1897-1898 Tercera clase de la misma escuela
Escuela municipal en Leonding, cuarta clase.
Quinta clase en la misma escuela.
1900-1901 Primera clase de la escuela del Estado en Linz, Steingasse.
Repite la primera clase.
Segunda clase en la escuela real de Linz.
Tercera clase en la escuela real de Linz.
1903-1906 Cuarta clase en la escuela real de Steyr.
Otoño de 1906 Examen de reválida en esta escuela.
Existe también material suficiente
acerca de los éxitos o fracasos de su estancia en la escuela. Algunos
libros de calificaciones pueden reconstruirse a partir de los cuadernos escolares.
En la escuela municipal fue Hitler siempre uno de los mejores alumnos. Aprendía
con facilidad y hacia excelentes progresos sin necesidad de esforzarse demasiado.
El maestro Karl Mittelmaier en Fischlham, con el que empezó su enseñanza,
le concedió las mejores calificaciones. Aun en el año 1938 vivía
Mittelmaier, y, naturalmente, le interrogaron sin dilación por sus recuerdos
de su antiguo alumno. Es verdad que recordaba todavía al pálido
y flaco muchacho al que su hermanastra, Angela, de doce años, acompañaba
siempre desde Hafeld hasta la escuela de Fischlhamer, pero era muy poco lo que
podía decir de él. El pequeño Adolfo se habla mostrado
siempre muy obediente. Sus artículos escolares estaban en todo momento
en el mejor orden. Por lo demás, ninguna otra cosa, en bien o en mal,
le había nunca llamado la atención en su alumno. En el año
1939, Adolfo Hitler, ya canciller del Reich, visitó la escuela de Fischlhamer
y se sentó de nuevo en el banco en el que había aprendido a leer
y escribir. Como de costumbre aprovechó la visita para modificar todo
lo existente: compró por su cuenta la vieja casa donde estaba instalada
la escuela, conservada todavía y ordenó la construcción
de una nueva y bella escuela. La maestra que había substituido al viejo
director Mittelmaier fue invitada con sus alumnos al Obersalzberg.
También en Lambach, donde Adolfo Hitler asistió a las clases segunda
y tercera de la escuela municipal, mereció un buen número de sobresalientes
de su maestro Franz Rechberger. En aquel entonces ingresó en el coro
de muchachos de seminario.
Del tiempo de su estancia en Leonding, donde asistió a las clases cuarta
y quinta de la escuela municipal, los maestros Sixtl y Brauneis no pueden informarnos
de nada de interés, ni tampoco de nada reservado u oculto. De Historia
y Geografía sabía más que algunos maestros, afirmaba Sixtl.
Sin embargo, las cosas cambian cuando Adolfo Hitler ingresa en la escuela real
de Linz, en septiembre de 1900. Él mismo escribe acerca de aquellos años:
Lo único seguro en un principio era mi visible fracaso en la escuela.
Lo que me gustaba, lo aprendía yo, sobre todo aquello que en mi opinión
podía serme útil más tarde como pintor. Lo que me pareció
intrascendente en este sentido, o lo que no me atraía por lo demás,
lo saboteaba yo sin contemplaciones. Mis cuadernos de calificaciones de esta
época muestran, según el objeto y su apreciación, siempre
valores extremos. Al lado de "notable" y "excelente", se
encuentran también "apto" y "no apto". Mis mejores
calificaciones las tenía, con mucho, en Geografía, y aún
más en la Historia universal, mis dos asignaturas favoritas, en las que
yo superaba al resto de la clase.
Sobre la base de esta autoexposición suele obtenerse por lo general un
cuadro erróneo acerca de la época de escolar de Adolfo. Aun cuando
éste me hablaba de ella con disgusto y tan sólo en sus raros momentos
de expansión, nuestra amistad estaba, por decirlo así, en cierto
modo a la sombra de sus tiempos escolares. De esta manera pude yo obtener una
idea bastante diferente a la que él mismo revela quince años más
tarde.
En primer lugar, al muchacho de once años le era difícil imponerse
en este ambiente extraño para él. Diariamente debía recorrer
el largo camino de Leonding a la ciudad hasta la escuela situada en W - la Steingasse.
A menudo me contó, cuando en nuestras caminatas llegábamos hasta
la vieja torre de la fortaleza, que se encuentra en una altura aproximadamente
a medio camino en dirección a la ciudad, que estas diarias excursiones
hasta la escuela, a pesar de todo, eran lo más bello para él en
estos años. Este camino, de más de una hora de recorrido, le aseguraba
un resto de libertad que él sabía apreciar tanto más cuanto
que se había educado hasta entonces en el campo. En el primer momento,
todo en la ciudad se le aparecía extraño. Sus compañeros
de colegio, en su mayoría de familias distinguidas y acomodadas de Linz,
no tenían en la menor consideración al muchacho forastero, que
cada día venía basta allí "de los campesinos".
Los profesores, por su parte, no se ocupaban más de él de lo que
exigía su especialidad Todo esto era muy distinto de la escuela municipal,
con su bondadoso maestro, que conocía exactamente a todos y cada uno
de sus alumnos, y que por las noches se sentaba al lado del padre en la mesa
de la posada. De la escuela municipal estaba habituado el muchacho a aprobar
el curso sin necesidad de esforzarse demasiado. En un principio trató
de salir adelante también en la escuela real, con sus improvisaciones,
en lo que era un verdadero maestro. Esto fue realmente necesario, pues el aprenderse
las lecciones de memoria - lo que tan importante era a ojos de los profesores
- no le causaba mucha complacencia. Sin embargo, fallaron aquí las usuales
evasivas y subterfugios. Así pues, se refugió por entero dentro
de su orgullo y dejó que las cosas siguieran como estaban. Apenas si
llamaba la atención en la clase. En más de una ocasión
le dieron a entender algunos de estos mimados jóvenes modelo, que no
se le tenía en estima a este muchacho procedente del campo. Esto le bastó
para aislarse aún más de sus compañeros. Es sintomático
que ni uno sólo de sus numerosos compañeros de colegio pudo alardear
jamás de una estrecha relación o amistad con él, ni siquiera
posteriormente. No podía faltar, lógicamente, la reacción
por parte de la escuela. El director del establecimiento, el consejero Hans
Commenda, que daba también clases de matemáticas, calificó
a Hitler como "no apto", lo mismo que el maestro de Historia natural
Max Engstler, temido también por todos los demás alumnos.
Así fue que el alumno Hitler, ya en su primer año escolar, llevó
a casa un certificado con dos "no aptos" y además la observación
de que el alumno debía repetir el curso. Adolfo no me contó jamás
cuál había sido la reacción del padre ante este certificado.
Pero es fácil de imaginárselo.
¡Así pues, era preciso empezar de nuevo desde un principio! El
director del curso era ahora el profesor Dr. Eduard Huemer, quien tenía
además a su cargo las clases de alemán y francés, los únicos
idiomas extranjeros que se enseñaban en las clases inferiores de la escuela
real, y que, a mí entender, fueron también los únicos idiomas
con los que Adolfo Hitler se ocupó jamás, o, mejor dicho, hubo
de ocuparse. Sin embargo, entre tanto se había ya "aclimatado"
algo. Le fue posible aprobar el primer curso. Se le trasladó a la segunda
clase. En ésta, sin embargo, pudo a duras penas aprobar. Una vez más
tuvo que poner el padre su firma al pie de su certificado que contenía
un "no apto" en matemáticas, que esta vez procedía del
profesor Heinrich Drasch. Así pues, no es posible pretender que fuera
la arbitrariedad de los maestros la culpable de estas deficientes calificaciones.
Hitler odiaba las matemáticas, por parecerle demasiado áridas
y porque exigían un severo y sistemático trabajo. Ya hemos hablado
de ello varias veces. Más tarde, en Viena, Hitler comprendió que
habría de necesitar las matemáticas, si es que quería llegar
a ser arquitecto o maestro de obras. A pesar de ello, persistió en su
intenso odio hacia esta asignatura.
La tercera clase acabó también con dos "no apto", una
vez más en matemáticas y también en alemán, aun
cuando más tarde incluyó al profesor Huemer entre los profesores
a los que tenía en cierta consideración. En este año tuvo
lugar la muerte del padre. El profesor Huemer dio a entender claramente a la
madre de Hitler que el ascenso a una clase superior no sería posible
más que en otra escuela, es decir, fuera de la capital. Es falso, por
consiguiente, que Adolfo Hitler fuera expulsado de la escuela real de Linz.
No fue sino trasladado "al campo".
Si hasta entonces la orden del padre había conseguido retenerle en la
escuela, a partir de ahora fue el amor por la madre que le apremiaba para que
siguiera en la escuela. A disgusto se trasladó a Steyr. Después
de haber leído la Divina Comedía de Dante, se refirió a
la escuela de aquel lugar como la "ciudad de los condenados". En Steyr,
Hitler vivía en casa de un funcionario de los tribunales, Edler von Cichini,
en la calle Grünmarkt 19, pero aprovechaba todo momento libre para dirigirse
a Linz. El resultado fue, como es fácil de prever, desastroso. Tampoco
el examen de reválida aprobado entre el 1 y el 15 de septiembre de 1905
pudo influir en lo más mínimo. Además del consecuente "no
apto" en matemáticas, vino a unirse ahora también un "insuficiente"
en "Geometría descriptiva".
En las declaraciones hechas por el Dr. Huemer, durante tres años profesor
de Hitler, acerca de su alumno en ocasión del proceso por alta traición
después del fracasado putsch de noviembre de 1923, se dice: "Hitler
era sin duda un muchacho capacitado, aun cuando de manera unilateral, pero tenía
poco dominio sobre si mismo; por lo menos se le tenía por rebelde, voluntarioso,
porfiado y colérico, y era evidente que se le hacía difícil
adaptarse al reglamento de una escuela. No era tampoco aplicado; de lo contrario,
dadas sus indiscutibles disposiciones, hubiera podido obtener resultados mucho
mejores".
Al final de sus conclusiones poco positivas, el profesor Dr. Huemer da libre
rienda a sus sentimientos y añade: "Sin embargo, como demuestra
la experiencia, la escuela no significa mucho para la vida, y así como
los alumnos modelo desaparecen muy a menudo sin dejar huellas de su paso, los
últimos de la clase empiezan tan sólo a desarrollarse cuando han
conseguido para sí la necesaria libertad de movimientos. A este linaje
me parece pertenecer mi antiguo alumno Hitler, al que deseo de todo corazón
que no tarde en recobrarse de las odiseas y excitaciones de estos últimos
tiempos y que pueda vivir todavía la realización de aquellos ideales
que se albergan en su pecho y que a él, como a todo hombre alemán,
no harían más que enaltecer su honor."
Estas palabras, escritas en 1924, están, sin duda, libres todavía
de una alabanza expresada a posteriori. Muestran una sorprendente solidaridad
entre el maestro y su antiguo alumno. De manera indirecta expresa el profesor
Dr. Huemer que los ideales por los que Hitler se encontraba en aquel entonces
ante los jueces, procedían de la escuela, Y hay que recordar aquí
que Hitler no había sido en modo alguno un buen alumno en alemán,
bajo la dirección del profesor Dr. Huemer, como lo demuestran las faltas
que pueden encontrarse en las cartas y tarjetas a mí dirigidas.
Entre los profesores considerados también como "positivos"
por el alumno Hitler, no por la asignatura de su especialidad, pero sí
por sus sentimientos, era el profesor de Historia Natural Dr. Theodor Gissinger,
que había venido a substituir al profesor Engster. Gissinger era un gran
amante de la naturaleza, un infatigable andarín, un entusiasta gimnasta
y alpinista. Entre los profesores militantes en las filas nacionalistas, era
considerado como el más radical. Las controversias políticas que
llenaban aquella época, se ponían de relieve también dentro
del cuerpo docente, donde aparecían aún más evidentes en
muchos aspectos que en la opinión pública. Esta atmósfera,
cargada de elevadas tensiones políticas, fue mucho más decisiva
para el desarrollo espiritual del joven Hitler que todo lo que enseñaban.
Tal como sucede muy a menudo, no era el tema de la enseñanza, sino la
atmósfera, la que determinaba el valor o inutilidad de la escuela.
También el profesor Gissingcr emitió más tarde su parecer
sobre su antiguo alumno Hitler. Este notable documento reza: "Hitler no
se manifestó ante mi en Linz en un sentido favorable ni desfavorable.
No era tampoco en modo alguno el cabecilla de la clase. Su figura era esbelta
y erguida, su rostro casi siempre pálido y muy delgado, casi como el
de un enfermo de los pulmones; su mirada extraordinariamente abierta, los ojos
resplandecientes."
El tercer y último profesor considerado como "positivo" por
Hitler era su profesor de Historia, el doctor Leopold Pötsch. Es el único
entre casi una docena de profesores, al que Hitler manifestó ya entonces
su respeto. A pesar del desagrado con que Hitler solía hablarme de sus
antiguos maestros, con Pötsch hizo una excepción.
Son conocidas las palabras dedicadas por Hitler a su antiguo profesor de Historia:
"Fue quizá decisivo para toda mi vida el que el destino me diera
un maestro de Historia que era uno de los pocos que sabía hacer valer
este punto de vista (retener lo esencial, olvidar lo intrascendente) tanto en
la enseñanza como en los exámenes. Esta ambición estaba
encarnada de manera casi ideal en mi antiguo profesor Dr. Leopold Pötsch
en la escuela real en Linz. Un anciano señor, de presencia bondadosa
pero, a la vez, enérgica, que no solamente sabía cautivar nuestra
atención con su deslumbrante elocuencia, sino también arrastramos
en su entusiasmo. Todavía hoy recuerdo con suave emoción a este
obscuro hombre, que en el ardor de su disertación nos hacía olvidar
a veces el presente, nos conjuraba a los tiempos pasados y sabía moldear,
como una viva realidad, el seco y árido recuerdo histórico de
entre la niebla de los siglos. Y allí estábamos nosotros sentados,
entusiasmados a menudo hasta el arrebatamiento, conmovidos, incluso, hasta derramar
lágrimas".
Leopold Pötsch es la única personalidad citada por su nombre por
Hitler en su obra Mi Lucha En ella se dedican dos páginas y media al
recuerdo de este hombre.
No cabe duda de que este juicio a posteriori es exagerado. Prueba de ello es
que Hitler acabó su carrera en la escuela con un "suficiente"
en Historia, de lo cual tiene posiblemente también la culpa el cambio
de escuela. A pesar de ello no hay que subestimar la influencia de este maestro
sobre este muchacho tan extraordinariamente sensible.
Si se pretende que lo más valioso en el estudio de la Historia es el
entusiasmo que provoca, el Dr. Pötsch cumplió, ciertamente, su misión
en este caso.
Putsch era oriundo de la zona fronteriza meridional, y antes de venir a Linz,
había enseñado en Marburg y en otros lugares de la frontera lingüística
alemana. Así pues, traía consigo una viva experiencia de las luchas
nacionales. Yo creo que aquel amor sin límites por el pueblo alemán,
que Pötsch relacionaba con la repudiación del Estado de los Habsburgo,
fue una vivencia decisiva para el joven Hitler. Con su ardiente profesión
por el racismo alemán ganó un firme lugar para su vida futura.
Adolfo Hitler se muestra reconocido durante toda su vida a su viejo profesor
de Historia, de la misma manera que su afecto por la escuela y sus maestros
iban tanto más en aumento conforme el paso del tiempo iba alejando los
recuerdos escolares. Cuando en el año 1938 vino Hitler a Klagenfurt,
vio de nuevo a Pötsch, que pasaba los últimos años de su
vida en St. Andrá en el Lavanttal. Durante más de una hora conversó
Hitler con el decaído anciano a solas en una habitación. No existe
ningún testigo de la conversación entre los dos hombres. Pero
cuando Hitler salió de la habitación, explicó a sus acompañantes:
-No pueden ustedes sospechar lo que debo agradecer a este anciano.
A pesar de ello, estos juicios de Hitler sobre sus profesores no deben confundir
la imagen que se deduce de sus años escolares, o, menos todavía,
los contradictorios juicios de sus innumerables compañeros de colegio.
La verdad es - y de ello soy yo testigo - que Adolfo abandonó la escuela
con un odio elemental. Yo tenía buen cuidado de no llevar la conversación
a la escuela. Sin embargo, él sentía alguna que otra vez la necesidad
de descargarse con violencia.
No trató de permanecer en contacto con ninguno de los profesores, ni
siquiera con Pötsch. ¡Por el contrario! Evitaba a los profesores
y fingía no conocerlos cuando se los encontraba por la calle.
Paralelamente a sus conflictos externos con la escuela discurría un segundo
conflicto interno, mucho más esencial para él: el conflicto con
la madre. No hay que interpretar de manera errónea esta expresión.
Adolfo procuraba evitar todo disgusto a la madre, en la medida de lo posible.
Sin embargo, esto fue imposible desde el instante en que fracasó definitivamente
en la escuela, y abandonó, en consecuencia, el camino señalado
por el padre.
Este conflicto anímico ocupó a Adolfo mucho más que la
continua guerra de guerrillas con los profesores. ¿Qué podían
significar para él unas malas calificaciones? A la madre, empero, le
demostraban que Adolfo no conseguiría alcanzar nunca la meta propuesta.
Yo mismo he tenido ocasión de vivir, como Adolfo, los últimos
tiempos de sus años escolares; trataba de evitar todo disgusto a su madre,
que lo significaba todo para él, y a la que, a pesar de ello, no podía
evitar hacer sufrir, porque era imposible convencerla de que debía seguir
forzosamente otros caminos en su vida. Cuál era este "otro camino"
lo ignoraba por el momento todavía él mismo. Y siguió ignorándolo
aún durante muchos años, después de muerta ya, su madre.
La mujer hubo de llevarse consigo a la tumba esta su máxima preocupación
por el futuro de su hijo.
En aquel triste otoño del año 1905, la decisión del futuro
de Hitler estaba todavía en el alero. Visto desde fuera, la alternativa
ante la que se encontraba el muchacho de dieciséis años era: ¿debía
repetir la cuarta clase en la escuela real de Steyr o abandonar la escuela para
siempre? Pero esto significaba mucho más para él: ¿debía
proseguir, por amor a la madre, por un camino que él mismo consideraba
como desesperado y falso, o debía aceptar el dolor que habría
de causar a su madre, sin así pretenderlo, y tomar aquel "otro camino",
del que sabía solamente que era un camino hacia el arte, calificativo
éste que, lógicamente, no podía consolar en modo alguno
a la madre?
A pesar de ello, y de conformidad con su modo de ser, esto no significaba para
Adolfo una decisión en el verdadero sentido de la palabra; pues, en realidad
no se encontraba ante una decisión que hubiera de llevarle en uno u otro
sentido. No podía obrar de ninguna otra manera, abandonó la escuela,
siguió sin vacilar el nuevo camino y se mantuvo en él de manera
consecuente. Pero sabía cuán difícil y dura fue esta decisión
para su madre. Yo sé cuánto hubo de sufrir él mismo bajo
esta idea.
En aquellos meses de otoño de 1905, Adolfo atravesó por una grave
crisis, la peor que yo tuve ocasión de conocer en él durante los
años de nuestra amistad. En lo externo, esto se puso de manifiesto en
una grave enfermedad. Él mismo nos habla en su libro de una dolencia
pulmonar. Su hermana Paula nos habla de un vómito de sangre. Otros, por
su parte, afirman que se trató de una dolencia de estómago por
autosugestión. En aquel entonces me encaminaba yo casi diariamente a
la Humboldtstrasse para visitar a Adolfo en su lecho de enfermo; pues tenía
que informarle continuamente de Estefania, a la que él adoraba ya en
aquel tiempo. Según puedo recordarme, se trataba realmente de una dolencia
pulmonar, a saber, de un catarro del lóbulo del pulmón. Mucho
tiempo después estaba todavía atormentado por la tos y unos pertinaces
catarros, especialmente en los días húmedos y nebulosos.
A los ojos de la madre, esta enfermedad le eximió también de la
obligación de seguir asistiendo a la escuela. Desde este punto de vista,
esta enfermedad fue muy oportuna para su decisión. Hasta qué punto
hubo de contribuir él mismo a esta enfermedad, hasta qué punto
fue provocada por sus crisis internas, hasta qué punto tenía simplemente
un origen constitucional, me es imposible decidirlo.
Cuando Adolfo abandonó de nuevo su lecho de enfermo, hacía tiempo
ya que habla tomado una firme determinación. La escuela estaba ya definitivamente
a sus espaldas. Sin la menor duda o vacilación inició la carrera
del artista.
Siguen luego en su vida dos años sin un claro objetivo externo. "En
la vaciedad de la existencia cómoda", así designa él
mismo esta fase, cuando al redactar su obra 'Mi lucha' descubre, con cierta
desazón, este espacio en blanco en su vida. Visto desde el exterior,
este calificativo es ciertamente adecuado. Deja de asistir a la escuela, no
se preocupa ya de ningún estudio profesional práctico, vive con
su madre y deja que ella le mantenga.
La realidad, sin embargo, este capitulo de su vida está lleno de una
incesante actividad. Dibujaba, pintaba, componía poesías, leía.
No puedo recordarme haber visto nunca a Adolfo sin hacer nada o aburrido siquiera
durante una hora. Si alguna cosa le aburría casualmente, como por ejemplo
una obra teatral, este mismo aburrimiento le incitaba vivamente a rechazar esta
obra, de modo que este repudiamiento le sumía de nuevo en la más
plena actividad. Verdad es que su actividad era todavía poco sistemática.
En todo ello no podía verse ningún objetivo determinado, ningún
claro propósito. Con increíble energía iba acumulando impresiones,
experiencias y material. Quedaba por ver todavía lo que resultaría
de todo ello. Se limitaba solamente a buscar, buscaba en todas partes y continuamente.
Adolfo había encontrado un medio para demostrar a la madre cuán
inútil hubiera sido para él seguir asistiendo a la escuela. Y
lo demostró - típico para su modo de enfocar los problemas - demostrando
en sí mismo a la madre la inutilidad del sistema escolar. "¡Se
puede aprender mucho mejor por uno mismo!", explicó a su madre.
Se inscribió en la biblioteca de la Sociedad para la educación
popular en la Bismarckstrasse. Ingresó asimismo en la Sociedad de los
Museos y se llevaba también libros de allí para leer en casa.
Además, utilizaba la biblioteca de préstamos de las librerías
Steurer y L. Hasslinger. Desde este instante no me es posible representarme
a Hitler más que rodeado por libros, sobre todo de los tomos de su obra
favorita, que no soltaba nunca de su mano: las "Leyendas alemanas de héroes".¡
Cuantas veces me invitó, viniendo yo de la ruidosa máquina de
desbastar, a llevarme uno u otro libro que él acababa de leer, y estudiarlo,
para poder discutirlo luego conmigo! De repente había surgido en él
todo lo que le había faltado en la escuela: la aplicación, el
interés, la alegría de aprender. ¡ Según él
mismo afirmaba, había vencido a la escuela con sus propios medios!
ESTEFANIA
Hablando francamente, no me resulta
agradable hablar aquí como el único testigo - aparte de la misma
Estefanía - del amor juvenil de mi amigo, que desde comienzos de sus
dieciséis años hubo de mantenerse durante más de cuatro
años; me temo que con la descripción de la realidad de los hechos
habré de decepcionar a todos aquellos que se prometen sensacionales revelaciones.
Las relaciones de Adolfo con esta muchacha, de una familia distinguida, se movían
por entero en el marco de las costumbres vigentes, y eran absolutamente normales,
a no ser que el concepto de la moral entre los sexos haya evolucionado de tal
manera en la actual generación, que hubiera de considerarse como anormal
el que en una relación entre jóvenes como a la que nos referimos
- para decirlo en pocas palabras - "no sucediera nada".
Hay que disculparme también que no cite aquí el apellido de esta
muchacha, así como su nombre de casada. Lo he indicado en ocasiones a
personas que se ocupaban de la investigación de la juventud de Hitler,
y de cuya seriedad pude convencerme. Estefanía, que era uno o dos años
mayor que Hitler, se casó más tarde con un oficial de alta graduación
y vive hoy todavía, como su viuda, en Viena. Confío que ello habrá
de hacer comprensible mi discreción.
En la primavera del año 1905, durante uno de nuestros paseos después
de cenar, me asió Adolfo fuertemente por el brazo y me preguntó
excitado, qué me parecía aquella esbelta muchacha rubia que cruzaba
la calle del brazo de su madre.
-La amo! -añadió, con decisión.
Estefanía era una muchacha garbosa, de esbelta figura. Su cabello era
rubio y abundante, que casi siempre solía llevar en un moño. Sus
ojos eran muy bellos, claros y expresivos. Iba vestida de manera verdaderamente
elegante. Y también su porte demostraba que procedía de una casa
acomodada y distinguida.
La fotografía del examen de reválida tomada por el fotógrafo
Hans Zivny en Urfahr es algo anterior a este encuentro. En aquel entonces, Estefanía
debía contar diecisiete, a lo sumo dieciocho años. La fotografía
nos muestra una muchacha de bellos y atractivos rasgos. La expresión
de su proporcionado rostro es natural y franca. La abundante cabellera refuerza
aún más esta expresión. Algo fresco y suave rodea este
rostro como un delicado hálito.
El paseo al anochecer por la Landstrasse era entonces una grata costumbre para
los habitantes de la ciudad de Linz. Las damas contemplaban los escaparates,
hacían sus compras. Se encontraban con conocidos, y los jóvenes
se divertían de la manera más ingenua e inocente. Se flirteaba
animadamente. Los jóvenes oficiales eran los más expertos en este
arte. Al parecer, Estefanía vivía en Urfahr, pues venía
siempre del lado del puente hacia la plaza principal, y se paseaba luego por
la Landstrasse del brazo de su madre. Con bastante puntualidad, a las cinco
de la tarde, aparecían la madre y la hija. Nosotros aguardábamos
junto a la esquina de la Schmiedtor. Dado que ni Adolfo ni yo habíamos
sido presentados a la joven muchacha, hubiera sido incorrecto por nuestra parte
saludar a Estefanía. Una mirada debía substituir la falta de saludo.
Adolfo no apartaba por un solo momento la mirada de Estefanía. Durante
este tiempo, no era mucho lo que podía hacerse por él. En esta
hora, parecía como transfigurado, muy distinto al de costumbre. En estos
momentos era mucho más fácil entenderse con él.
Yo pude averiguar que la madre de Estefanía era viuda, y que vivía,
efectivamente, en Urfahr, y que el joven que de vez en cuando aparecía
al lado de Estefanía y que tanto irritaba a Adolfo, era su hermano, que
estudiaba Derecho en Viena, y que pertenecía a una asociación
de estudiantes. Esta noticia tranquilizó grandemente a Adolfo.
No obstante, alguna vez aparecían también algunos jóvenes
oficiales, que hacían compañía a las dos mujeres. Al lado
de estos jóvenes tenientes con sus gallardos uniformes, los muchachos
tristes y pálidos como Adolfo no podían llamar, ciertamente, la
atención. Adolfo se daba perfecta cuenta de ello se desahogaba con elocuentes
palabras. En última instancia su ira se manifestaba en una radical repulsión
de todo el cuerpo de oficiales y todo lo militar. "Fatuas cabezas vacías",
como él los llamaba. Le molestaba enormemente que Estefanía se
entretuviera con estos "ociosos", que levaban corsé y se perfumaban,
según él afirmaba.
No cabe duda de que Estefanía no tenía la menor idea de cuan hondo
era el afecto que Adolfo sentía por ella. Ella le tenía por un
enamorado algo tímido, pero chocantemente obstinado, de los llamados
"apegados". Cuando contestaba con una sonrisa a la mirada interrogante
del hombre, se sentía éste feliz, y se sumía en un estado
de ánimo como no pude observarlo jamás en él. Todo en el
mundo era entonces bueno y bonito y bien ordenado, y se sentía satisfecho.
Pero si Estefanía, lo que sucedía con la misma frecuencia, desviaba
fríamente su mirada, se mostraba abatido y hubiera deseado poner fin
a sí mismo y al mundo entero.
Es cierto que son estos los síntomas típicos para el primer gran
amor. Y se intentará probablemente también quitar importancia
a estas relaciones entre Adolfo y Estefanía calificándolas de
"sueños de colegiales". Este nombre está indicado quizá
para el concepto que tenía Estefanía de estas relaciones. Pero
para Adolfo, esto era mucho más que un simple enamoramiento. El simple
hecho de que esta relación durara más de cuatro años, y
arrojara su luz aun sobre los subsiguientes años de miseria de Viena,
demuestra que en Adolfo este sentimiento era un auténtico y verdadero
amor. Una prueba de lo profundo de este sentimiento es la exclusividad con que
Adolfo consideraba esta relación. En tanto que para los caprichos juveniles
es típico un cambio continuo, para Adolfo, durante estos años,
no no existió ningún otro ser femenino que Estefanía. No
veía siquiera que al lado de ella existían también otras
muchachas. Estefanía significaba para él todo lo femenino. No
puedo recordar que ninguna otra muchacha le ocupara jamás. Cuando más
tarde, en Viena, Lucie Weidt nos entusiasmaba como encarnación de Elsa
en "Lohengrin", expresó. como máxima alabanza, que mucho
en ella le recordaba a Estefanía. Por su figura, Estefanía hubiera
sido la intérprete ideal de la figura de Elsa y otras figuras femeninas
de los dramas musicales de Ricardo Wagner. Sé todavía que durante
mucho tiempo nos rompimos la cabeza sobre si Estefanía dispondría
acaso de la capacidad musical necesaria para esta tarea, y una voz adecuada.
Adolfo lo admitía así, sin más. Justamente lo que de valquiria
había en ella era lo que le atraía y despertaba más en
él el más cálido entusiasmo. Compuso innumerables poesías
amorosas en honor de Estefanía. "Himno a la amada" se llamaba
una que me leyó de un cuaderno pequeño y negro de tapas flexibles.
Estefanía cabalgaba como doncella del castillo tocada con un vestido
de terciopelo azul obscuro y ondeante sobre un blanco palafrén por praderas
cubiertas de flores. La abierta cabellera le caía como una cascada de
oro sobre los hombros. Sobre ella resplandecía un claro cielo de primavera.
Todo era una pura y radiante felicidad. Me parece ver todavía el rostro
de Adolfo extasiado de felicidad y encanto, y me parece oír su voz mientras
me leía los versos. Estefanía llenaba tan por entero su ser, que
todo lo que él decía, lo que hacia, lo que proyectaba para el
futuro, se refería, directa o indirectamente, a ella. Al aumentar el
alejamiento con su propio hogar, como típico de los jóvenes en
estos años, Estefanía iba adquiriendo cada vez más influencia
sobre mi amigo, y todo esto sin haber cruzado nunca una sola palabra con ella.
Yo pensaba mucho más sobriamente sobre estas cosas, y recuerdo exactamente
cómo discutíamos muy a menudo sobre este punto, de la misma manera
que mi recuerdo de las relaciones de Adolfo con Estefanía es mucho más
claro que cualquier otro. Él solía afirmar que era del todo suficiente
que se presentase algún día a Estefanía. Al momento se
aclararía todo lo demás, sin haberse cruzado siquiera una palabra
entre ellos. Entre unas personas tan extraordinarias como lo eran él
y Estefanía no era preciso, en modo alguno, la comunicación oral,
imprescindible entre las demás personas. Los seres fuera de lo normal
se entendían entre sí con ayuda de la intuición, me explicaba
mi amigo. Cuando se trataba de un tema aún tan distante, Adolfo se manifestaba
siempre persuadido que Estefanía no solamente conocería su plan
con toda exactitud, sino que tendría el mismo inmenso interés
que él. Si yo osaba objetar que todavía no le había contado
nada de todo ello a Estefanía y que dudaba, incluso, de que se ocupara
de tales cosas, se llenaba de indignación y me increpaba:
-Tú no puedes comprenderlo, porque no eres capaz de entender el sentido
de un amor extraordinario.
Para tranquilizarlo le pregunté si podría infundir a Estefanía
el conocimiento de estos complicados problemas simplemente con sus miradas.
A ello se limitó a contestar:
- ¡Es posible! No puedo explicarlo. En Estefanía está todo
lo que está en mi.
Naturalmente, yo procuraba no profundizar demasiado en estas delicadas cuestiones.
Pero me satisfacía que Adolfo me concediera tanta confianza. A ninguna
otra persona, ni siquiera a su madre, le había hablado él de Estefania.
La misma exclusividad, tan lógica para él, la exigía también
de Estefanía. Durante mucho tiempo interpretó él el interés
de la joven por otros jóvenes, especialmente por ciertos oficiales, como
un a modo de maniobra de diversión, con la que Estefanía pretendía
disimular sus apasionados sentimientos hacia él. Esta idea, empero, era
seguida a menudo por accesos de furiosos celos. Adolfo se sentía infinitamente
desgraciado cuando Estefanía no concedía siquiera una mirada al
pálido jovenzuelo que aguardaba junto a la esquina de la Schmiedtor,
y dedicaba toda su atención a alguno de los jóvenes tenientes
que solían acompañarla. ¿Cómo hubieran podido satisfacer
a una muchacha joven y llena de la alegría de vivir las interrogantes
miradas de este enigmático adorador, cuando había otros que sabían
ofrecerle su adoración de manera mucho más desenvuelta? Pero nunca
hubiera yo podido decirle algo semejante a mi amigo Adolfo.
-¿Qué es lo que debo hacer? - me preguntó un día.
Pregunta ésta que yo no había oído pronunciar jamás
de sus labios en otros problemas. Me sentí muy orgulloso de que recabara
mi consejo. Por una vez podía yo sentirme superior a él.
-Muy sencillo - contesté-, saludas a las dos damas te acercas a ellas,
te presentas a la madre, pronunciando tu nombre a la par que te quitas el sombrero,
y le pides luego permiso para hablar con la hija y poder acompañar a
las dos.
Adolfo me miró dudoso y consideró durante unos instantes mi proposición.
Luego, sin embargo, la rechazó.
-¿Qué es lo que debo decir, sí la madre me pregunta por
mi trabajo? Al presentarme, debo decirle mi profesión. Lo mejor será
decirla inmediatamente después del nombre. "Adolfo Hitler, pintor
académico", o algo parecido. Pero yo no he llegado todavía
a esto. Primeramente tengo que llegar a serlo. Es fácil de imaginárselo.
Para la madre la profesión es probablemente más importante que
el nombre.
Durante mucho tiempo creí que Adolfo era sencillamente demasiado tímido
para presentarse ante Estefanía. Sin embargo, no era timidez lo que le
retenía. Ya entonces poseía Hitler un concepto tan elevado de
la relación del hombre con respecto a la mujer, que le parecía
indigna la manera habitual de entrar en mutua amistad. Rechazaba rotundamente
cualquier forma de flirteo. Estaba convencido de que Estefanía no tenía
otro deseo que aguardar hasta que él llegara para rogarle fuera su esposa.
Yo no estaba en modo alguno tan seguro. Pero Adolfo, como en todos sus problemas
y objetivos, se había trazado ya un plan concreto. Lo que no había
conseguido el padre, y menos, todavía, la escuela; lo que incluso la
madre había intentado en vano conseguir, lo consiguió esta muchacha
extraña y desconocida, con la que no había cruzado siquiera una
sola palabra: se trazó un minucioso plan para su futuro, gracias al cual
habría de serle posible solicitar la mano de Estefanía dentro
de cuatro años.
El resultado de las largas horas de conversación sobre esta difícil
cuestión fue que recibí de Adolfo el encargo de informarme en
primer lugar con más detalle acerca de Estefanía.
Conocía yo a un violoncelista en la asociación musical, al que
había visto en alguna ocasión conversando con el hermano de Estefanía.
Gracias a este amigo averigüé que el padre de la muchacha, un alto
funcionario del gobierno, había muerto hacía algunos años.
La madre vivía de manera desahogada y recibía la correspondiente
pensión de viuda, gracias a la cual podía ofrecer la mejor educación
imaginable a sus dos hijos. Estefanía había estudiado en el liceo
para señoritas y aprobado ya el examen de reválida. Cosa natural
dada su belleza, tenía un gran número de admiradores. Le gustaba
bailar y el invierno pasado había asistido, acompañada de su madre,
a casi todos los bailes de importancia en la ciudad. Pero que él supiera
- me dijo el violoncelista - no estaba todavía prometida.
Adolfo se sintió muy complacido por el resultado de mis indagaciones,
aun cuando le parecía sumamente lógico y natural que Estefanía
no estuviera todavía prometida. Un aspecto de mis indagaciones, empero,
le intranquilizó: Estefanía bailaba. Y, según me aseguró
el violoncelista, le gustaba bailar y bailaba muy bien.
Esto no encajaba, ciertamente, en el cuadro que Adolfo se había bosquejado
de Estefanía. Una valquiria que se mueve sobre el parquet del brazo de
alguna "cabeza hueca" de teniente, esto era para él difícil
de concebir. ¿De dónde procedería este severo rasgo, casi
ascético, que le impedía gozar de ninguna de las naturales alegrías
de la juventud? El padre dé Adolfo había sido un hombre lleno
de la alegría de vivir, y de joven, como gallardo funcionado de las aduanas,
había hecho perder sin duda la cabeza a más de una muchacha. ¿Por
qué era Adolfo tan distinto? Era un hombre ciertamente atractivo, bien
desarrollado, y sus rasgos algo severos y demasiado graves estaban animados
por la extraordinaria expresión de sus ojos, cuyo peculiar brillo podía
hacer olvidar, incluso, la enfermiza palidez de su rostro. Bailar, sin embargo,
estaba en tal contraste con su naturaleza, como el fumar o pasar las horas sentado
en una taberna bebiendo cerveza. Esto no le era en modo alguno posible, aun
cuando nadie, ni tampoco la madre, le alentara en esta rígida conducta.
Por fin había algo que me permitía burlarme de él, después
de verme tantas veces escarnecido y burlado.
Tienes que aprender a bailar, Adolfo! - le manifesté con la mayor gravedad
posible.
Esto hizo que el problema del baile pasara para él a un primer lugar.
Recuerdo perfectamente cómo en aquel entonces, en nuestros solitarios
paseos, no era ya el tema "Teatro" o "Reconstrucción del
puente sobre el Danubio" el que ocupaba el punto central de nuestras conversaciones,
sino el problema del baile. Como en todas aquellas cosas que no podía
él resolver inmediatamente, lo había convertido en un asunto de
interés general.
-Imagínate un salón lleno de gente - me dijo en cierta ocasión
-, y trata de figurarte que eres sordo. No puedes oír la música
que hace moverse a todas estas personas. Contempla luego este absurdo movimiento
de las personas, que no ha de llevarlas a ninguna meta. ¿No te parecerán
completamente locas estas personas?
-Es inútil pensar así, Adolfo - le repliqué yo-, a Estefanía
le gusta bailar. ¡Si quieres conquistarla, tienes que moverte tan loca
y absurdamente como los demás!
No se precisaba más para provocar en él un arrebato de cólera.
-No, no, jamás! -me gritó a la cara-. No bailaré nunca,
¿me oyes? Estefanía baila solamente porque la obliga a ello la
sociedad, de la que depende por desgracia. ¡ Tan pronto se haya convertido
en mi esposa, no sentirá ya la menor necesidad de bailar!
Cosa excepcional, esta vez no pudieron convencerle del todo sus propias palabras;
pues una y otra vez surgía de nuevo ante sus ojos el problema del baile.
Yo llegué incluso a sospechar que en su casa, bien cerradas las puertas
ensayaba incluso un par de cuidadosos pasos con su hermana pequeña. La
señora Hitler pera complacer a Adolfo, había comprado en otros
tiempos un piano. Tal vez no tardaría en serme confiado el encargo de
tocar algún vals para él. En este caso me proponía preguntarle
yo si no se había vuelto sordo. A mi entender, se era sordo mientras
bailaba. No necesitaba de ninguna música para poder moverse. También
me proponía darle algunas explicaciones sobre la armonía entre
la música y el movimiento corporal, que, al parecer, no había
acabado todavía de comprender.
Pero no se llegó a ello. Adolfo seguía meditando y buscaba una
solución. Durante días, durante semanas enteras reflexionó
sobre todo ello. En su desespero se le acudió una idea absurda. Llegó
a considerar seriamente la posibilidad de raptar a Estefanía. A este
fin trazó un plan con todos sus detalles. Mi papel a este respecto no
era muy lucido, ciertamente. Yo debía iniciar una conversación
con la madre, en tanto él se apoderaba de la hija.
-Y de qué pensáis vivir después los dos? - le pregunté
yo, prosaicamente.
Esta pregunta le hizo recobrar, en parte, la serenidad. El osado proyecto fue
abandonado.
Para mayor desgracia, Estefanía se mostraba en aquel entonces también
de un desagradable humor. Pasaba de largo volviendo el rostro junto a la esquina
de la Schmiedtor, como si Adolfo no existiera siquiera. Esto llevó a
mi amigo al borde mismo de la desesperación.
-No puedo resistirlo por más tiempo- exclamó-. ¡Voy a poner
fin a todo ello!
Fue la primera vez y - en tanto yo puedo recordar - la única en que Adolfo
pensó con toda seriedad en el suicidio, Se proponía saltar por
el parapeto del puente al Danubio, me dijo. Entonces, todo habría terminado
ya para siempre. Pero Estefanía tenía que ir juntamente con él
hacia la muerte. No quería renunciar a ella. De nuevo se trazó
un plan con sus menores detalles. Me describió minuciosamente cada una
de las distintas fases en que debía desarrollarse la espantosa tragedia,
fijando, a la vez, mi intervención en ella, e incluso la manera cómo
debía yo conducirme después, como único superviviente.
La sombría escena se agitaba en medio de mis nocturnos sueños.
No obstante, no tardó de nuevo es aparecer el sol en el cielo, ¡
y así llegó aquel feliz día de junio de 1906 para Adolfo,
que él no olvidaría nunca, lo mismo que yo. El verano estaba ya
próximo y en Linz se celebraba un desfile acompañado de batalla
de flores. Como de costumbre, Adolfo me aguardaba frente a la iglesia de los
carmelitas, a donde acudía yo cada domingo para asistir al servicio divino
con mis padres. Después nos apostamos en la esquina de la Schmiedtor.
Este sitio estaba ventajosamente situado, pues la calle es muy estrecha en este
lugar y las carrozas que intervenían en el desfile debían cruzar
muy junto a la acera. Desde la plaza principal llegaba hasta nosotros la airosa
música de marchas militares. La banda del regimiento del regimiento de
Hessen desfilaba con sus resplandecientes instrumentos Detrás de ella,
adornados a más y mejor con flores, se alineaban las diversas carrozas,
desde las que jóvenes muchachas y señoras de edad saludaban alegremente
a los espectadores. Pero Adolfo no veía ni oía nada de ello, Febrilmente
aguardaba a Estefania. Estaba próximo ya a abandonar toda esperanza de
ver a la amada, cuando Adolfo me asió de repente el brazo con tanta fuerza
que me hizo daño. En un bello carruaje adornado con flores acababa de
aparecer la madre y la hija en la Schmiedtorstrasse. Me parece todavía
ver la escena ante mis ojos. La madre iba ataviada con un vestido de seda gris
claro, y sostenía en lo alto una graciosa sombrilla roja, a través
de la cual los oblicuos rayos conjuraban un hálito rojizo sobre el rostro
de Estefanía, que vestía un vaporoso vestido de seda. El vestido
no estaba adornado de rosas, como los demás. sino con sencillas florecillas
silvestres. Todo el coche estaba cubierto de rojas amapolas, blancas, margaritas
y azules acianos. La joven sostenía en sus manos un ramo de las mismas
flores. El coche se aproxima a nosotros. Adolfo parece clavado en el suelo.
Nunca había aparecido Estefania tan encantadora como entonces. El coche
llegó frente a nosotros, muy cerca de nosotros. El rayo de unos claros
ojos se posa entonces en Adolfo. Estefanía le sonríe con toda
la despreocupación propia de la festividad del día, toma una flor
de su ramo y se la arroja a mi amigo.
No he visto nunca en mi vida a Adolfo tan feliz como en aquel momento. Cuando
el coche hubo pasado, me arrastró hasta la tranquila Kloestergasse. Después
nos apresuramos hasta el paseo desierto en este momento. Contemplaba conmovido
la flor, esta visible prenda del amor de la muchacha. Me parece oír todavía
su voz, temblorosa de excitación, junto a mi oído:
- ¡Siente afecto por mí! Tú mismo lo has visto. ¡
Siente afecto por mí!
En los meses que siguieron, cuando la decisión de abandonar definitivamente
sus estudios en la escuela real le llevó a disgustos con su madre, y
mientras yacía enfermo, el amor por Estefanía era su único
consuelo, y la flor de Estefanía la llevaba siempre consigo en un medallón.
Nunca como entonces me necesitó tanto Adolfo como amigo; pues yo era
la única persona a la que había confiado su secreto, y sólo
por mi mediación podían llegar hasta él noticias sobre
Estefanía. Día tras día debía yo apostarme, a la
hora de costumbre, junto a la esquina de la Schmiedtor, para poder comunicarle
luego todo lo que podía observar, en especial con quién habían
hablado la madre y la hija. En opinión de Adolfo, Estefanía debía
sentirse muy triste de verme sólo a mí en el lugar de costumbre.
Esto no era así, ciertamente, pero yo se lo silenciaba a mi amigo. Que
Estefanía pudiera gustarme también a mí, a esta conclusión
no llegó jamás, por suerte, Adolfo en sus pensamientos; pues la
menor sospecha en este sentido hubiera significado el fin de nuestra amistad.
Para ello no había, empero, la menor razón, y así pude
informar yo a mi pobre amigo con la mayor franqueza el resultado de mis observaciones.
La madre de Adolfo había observado hacía ya tiempo el cambio experimentado
en su hijo. Una noche, me acuerdo aún perfectamente de ello, pues la
pregunta me sumió en una gran confusión, me preguntó la
mujer, abiertamente:
-Qué es lo que le pasa a Adolfo, señor Kubizek, por qué
le espera él con tanta impaciencia?
Yo balbucí una excusa cualquiera y me dirigí, lo más rápidamente
posible, a la habitación de Adolfo.
Mi amigo se sentía feliz cuando yo podía traerle novedades de
Estefania:
-Tiene una bella voz de soprano - le dije en cierta ocasión.
A estas palabras exclamó, lleno de sorpresa:
-Cómo sabes tú esto?
La he seguido durante un buen trecho y la he oído hablar. ¡Entiendo
lo bastante de música para saber que esta clara y limpia voz podría
dar una buena soprano!
Adolfo se sintió complacido por esta noticia. Y yo me alegré también
de verle tan feliz, postrado en el lecho.
Yo debía seguir siempre por el camino más corto, desde el paseo
hacia la Humboldstrasse. A menudo encontraba a Adolfo trabajando en un ambicioso
proyecto.
-Ahora está decidido - me dijo en cierta ocasión con hosca gravedad,
cuando le hube comunicado mi informe -¡construiré la casa para
Estefanía en estilo Renacimiento!
Después me invitaba a darle mi opinión sobre el proyecto, especialmente
sobre la situación y las dimensiones del salón de música.
Había prestado una particular atención a que este lugar tuviera
una buena acústica. Yo debía decirle cuál era el lugar
más indicado para el piano. Y así por el estilo. Todo esto se
comentaba en un tono, como si no cupiera ya la menor duda en la realización
de estos planes. Una sobria pregunta acerca del dinero era rechazada con un
rudo ¡Qué tontería, el dinero! ", frase que pude oír
a menudo de sus labios. También discutíamos acerca del lugar en
que debía construirse esta maravillosa villa; como músico abogaba
yo por Italia, en tanto que Adolfo afirmaba, con obstinación, que esta
mansión no podía construirse más que en Alemania, en las
cercanías de alguna gran ciudad que les permitiera a él y a Estefanía
asistir a la ópera y a los conciertos.
Apenas pudo abandonar Adolfo el lecho de enfermo, cuando se dirigió inmediatamente
a la ciudad y se apostó, una vez más, en la esquina de la Schmiedtor.
Todavía estaba muy pálido y desmejorado. Puntual como siempre
apareció Estefanía del brazo de su madre. Vio a Adolfo, pálido,
con las mejillas hundidas y le sonrío.
-Te has dado cuenta? - se volvió aquél hacia mí lleno de
felicidad.
Desde este instante empezó a mejorar de manera rápida su salud.
Cuando en la primavera del año 1906 se dirigió Adolfo a Viena,
recibí de él detalladas instrucciones acerca de la manera cómo
debía comportarme frente a Estefanía, pues estaba convencido de
que la joven no tardaría en dirigirse a mí y preguntarme si mi
amigo estaba de nuevo enfermo, dado que yo estaba solo en la esquina. Yo debía
contestarle de la siguiente manera:
"Mi amigo no está enfermo, sino que tuvo que partir para Viena,
para empezar allí sus estudios en la Academia de Artes Plásticas.
Una vez terminados sus estudios, pasará un año viajando por el
extranjero, naturalmente". (Yo insistí en poder decir "Italia".)
¡ Está bien, pues, en Italia - "Dentro de cuatro años
estará de regreso y entonces pedirá su mano. Caso de aceptarle
usted, tendrán lugar inmediatamente los preparativos para la ceremonia.
"
Como es de suponer, tuve yo que informar continuamente a Adolfo por escrito
a Viena acerca de Estefanía. Como resultaba más económico
mandar tarjetas que cartas, al despedirnos, Adolfo me dio una clave para Estefanía;
Benkieser. Era éste el nombre de un compañero de colegio de Adolfo.
Hasta qué punto se acordaba Adolfo de este "Benkieser", a pesar
de las muchas y variadas impresiones en Viena, lo demuestra una sencilla tarjeta
postal que me escribió mi amigo el 8 de mayo de 1906. "Me siento
todavía atraído hacia mis queridos Linz y Urfahr", dice en
ella. La palabra Urfahr está subrayada. Quería indicar, naturalmente,
a Estefanía, que vivía en Urfahr. "Yo quiero o debo ver de
nuevo a Benkieser. ¿Qué es lo que estará haciendo?... "
Pocas semanas más tarde regresó Adolfo de nuevo de Viena. Yo fui
a buscarle al tren. Recuerdo perfectamente cómo llevábamos alternativamente
las maletas y cómo me rogó que le contara a toda prisa lo que
sabía de Estefanía. Debíamos darnos prisa, pues dentro
de una hora empezaba el paseo. Adolfo no quería creer que Estefanía
no hubiera preguntado siquiera por él. Estaba firmemente convencido de
que ella sentiría el mismo anhelo por él que él por ella.
En su interior, empero, se alegraba de que no se me hubiera presentado la ocasión
de desarrollar ante Estefanía sus ambiciosos planes para el futuro; pues
éstos le parecían ahora extraordinariamente míseros. Llegados
a la Humboldstrasse, saludó a su madre. Después nos encaminamos
directamente a la esquina de la Schmiedtor. Adolfo aguardaba lleno de excitación.
Transcurrieron unos minutos de ansiedad. puntualmente apareció Estefanía
del brazo de su madre. Una mirada sorprendida se fijó en Adolfo. Esto
era suficiente. No quería nada más.
Yo, por mi parte, me sentí lleno de impaciencia.
Ya podrás darte cuenta de que ella desea que le dirijan la palabra! -
le expliqué a mi amigo.
- Mañana! - contestó Adolfo.
Pero este mañana se convirtió en un pasado mañana, y transcurrieron
los días, semanas y meses y años sin que Adolfo hubiera hecho
nada para modificar esta situación, que tan intensa y profundamente le
afectaba. Era natural que Estefanía no hiciera tampoco nada que pasara
de la primera fase del intercambio de miradas. Arrojarle una flor con una alegre
sonrisa aprovechando la alegría propia del ambiente en una batalla de
flores era lo máximo que Adolfo podía esperar de ella. Todo paso,
por parte de la muchacha, más allá de los estrictos límites
de las convenciones sociales, hubiera destrozado además la imagen que
Adolfo llevaba de Estefanía en su corazón.
Tal vez fuera ésta la razón de su curiosa timidez: el temor a
destrozar esta imagen ideal al conocerla mejor. Pero para él, Estefanía
no era solamente el símbolo de todas las virtudes femeninas, sino también
la mujer que participaba con el máximo interés en sus múltiples
y variados planes. No había nadie, fuera de él mismo, a quien
atribuyera tantos conocimientos e intereses como a Estefanía. La menor
desviación de esta imagen hubiera provocado en él una espantosa
decepción. Naturalmente, y de ello estoy yo plenamente convencido, a
la primera conversación con Estefanía hubiera sentido él
esta decepción; pues bien considerado, ella no era más que una
muchacha joven y llena de la alegría de vivir como muchas otras, y tenía
seguramente los mismos deseos que aquéllas. Inútilmente hubiera
buscado Adolfo en ella aquellos geniales pensamientos e ideas atribuidos por
él, de manera tan obstinada, a Estefanía, hasta convertirla, por
decirlo así en el complemento femenino de su propia personalidad. Sólo
el más absoluto alejamiento podía conservar para él esta
imagen.
Elocuente es también el hecho de que el joven Hitler, que con su sin
igual desprecio rechazaba a la sociedad burguesa, se atuviera, en estas relaciones
amorosas, a las leyes y normas sociales de este tan despreciado mundo de la
burguesía que muchos de los mismos miembros de esta capa social. Las
reglas de la decencia burguesa y de las buenas costumbres eran, para él,
el muro protector tras el cual levantó esta veneración por Estefanía.
"¡No hemos sido presentados! " ¡Cuán a menudo oí
yo estas palabras de sus labios! Aun cuando, por lo general, estaba acostumbrado
a pasar con un encogimiento de hombros por encima de todo lo establecido. Sin
embargo, esta rigurosa observación de las formas sociales correspondía
a su entero modo de ser. Se ponía de manifiesto en su siempre correcta
vestimenta, en su cuidadosa conducta, así como en su honestidad natural,
que tanto gusta en él a mi madre. Jamás pude oír una palabra
equívoca o un chiste de parecida especie de sus labios.
Esta extraña relación amorosa de Adolfo con Estefanía,
a pesar de sus aparentes contradicciones, está plenamente de acuerdo
con el cuadro del carácter del joven Hitler. El amor era un terreno que
no puede abarcarse de una sola mirada, y que podría ser peligroso para
él. ¡Cuántos que habían partido con ambiciosos proyectos
no habían sido desviados del camino propuesto por unas irregulares e
imprevisibles relaciones amorosas! ¡ Era necesario tomar aquí las
máximas precauciones!
El joven Hitler encontró de manera instintiva, ya que no consciente,
el camino adecuado para sus relaciones con Estefanía: había alguien
a quien amaba, pero a quien no poseía. Toda su vida estaba orientada
de tal manera hacia este ser amado, como si lo poseyese por entero. Pero, como
él mismo evitaba todo encuentro, de hecho esta muchacha, aun cuando existía
de manera visible para él sobre la tierra, era en realidad una criatura
hija de sus sueños, hacia la que podía él proyectar sus
deseos, proyectos e ideas. Esto le evitaba apartarse de su propio camino, mas
aún, esta peculiar relación aumentaba su propia voluntad con el
poder del amor. Ve a Estefanía como a su esposa, construye la casa en
la que vivirá con él, la rodea de un parque maravilloso y se instala
en ella con Estefanía, como más tarde, de todas formas sin Estefanía,
lo hizo en el Obersalzberg. Este encadenamiento de sueño y realidad es
característica para el joven Hitler. Y si existe el peligro de que la
criatura amada se deslice por entero al reino de su fantasía, se encamina
presuroso a la esquina de la Schmiedtor, y se convence de que el ser a quien
ama camina, realmente, por esta tierra. Hitler no fue apoyado en su camino por
lo que Estefanía era en realidad, sino por lo que él hizo de Estefanía
en su fantasía. Así, Estefanía tenía un doble aspecto
para él: una parte de realidad, una parte de deseo y fantasía.
Sea como sea, Estefanía fue el más bello, el más puro sueño
de su vida.
ENTUSIASMO POR RICARDO WAGNER
Es con expresa intención que
hago seguir la descripción de las relaciones amorosas de Adolfo Hitler
y Estefanía con el capítulo de su apasionado entusiasmo por Ricardo
Wagner; pues estas dos vivencias deben considerarse conjuntamente. De la misma
manera que Estefanía se le aparecía como el símbolo y representación
de todo lo femenino, que influyó de manera decisiva su vida durante muchos
años, Ricardo Wagner, tanto el hombre como su obra, se convirtieron para
él en el símbolo de lo que significa el arte alemán. Estefanía
no hubiera podido llenar de manera tan completa todo su pensamiento y su obra
si no hubiera correspondido en su figura, en su presencia y porte al ideal femenino
representado por Ricardo Wagner en sus grandes dramas musicales. Adolfo veía
a su amada como Elsa, como Brunhilda, como la Eva de los "Maestros Cantores".
Su amor convierte a Estefanía en una creación del genial maestro,
que por una feliz disposición del destino descendió a la realidad
desde el mundo de ensueños de Ricardo Wagner. Y también las relaciones
personales entre Adolfo y Estefanía están por entero dentro del
hechizo de su veneración por Ricardo Wagner. Esta influencia puede comprobarse
también de manera inversa: desde el instante de su encuentro con Estefanía,
su inclinación por Ricardo Wagner se conviene en una verdadera pasión.
Es el amor a esta muchacha lo que aumenta también su sensibilidad artística
hasta la total entrega. Que este amor fuera unilateral y ni siquiera correspondido
en serio, y que debiera quedar, por consiguiente, incompleto, le impulsó
con tanta más fuerza hacia el gran maestro para encontrar en el arte
el consuelo que no podía hallar en el amor feliz-desgraciado.
La relación de Adolfo Hitler con la personalidad y la obra de Ricardo
Wagner está henchida de aquella peculiar consecuencia que determina toda
su naturaleza. Desde su primera juventud hasta su muerte se mantiene fiel al
genio de Bayreuth. Así como Estefanía, en el transcurso de esta
extraña relación amorosa, que no lo fue siquiera de acuerdo con
las usuales concepciones, se convierte finalmente en una criatura de su propia
fantasía, es posible que Adolfo Hitler aportara también buena
parte de su personalidad a la figura de Ricardo Wagner. Al modificar todo lo
que le rodeaba con el poder de su fantasía y la fuerza de su devoción,
"creó", también, "su" propio Wagner. Esta
relación atravesó todas las fases imaginables: primera emoción
infantil, creciente inclinación del muchacho, ardiente entusiasmo del
adolescente, que llega hasta el éxtasis visionario; al aumentar la comprensión
y el conocimiento, aumenta también el placer artístico del hombre,
estimulo externo de la obra, consuelo, refugio y esclarecimiento.
La educación musical de Hitler era muy modesta. Además de la madre
hay que citar, también en primer, lugar, al sacerdote Leonhard Grüner,
del coro de la abadía de benedictinos de Lambach, que durante dos años
fue profesor de canto de Adolfo. Cuando Adolfo ingresó en la escuela
de canto del monasterio, contaba ocho años de edad, es decir, una edad
sumamente sensible. Quien conozca el cuidado culto al canto de los viejos monasterios
austríacos sabe que apenas si existe una mejor educación musical
preliminar que ésta, en la primera juventud, en un coro bien dirigido.
Por desgracia, este prometedor comienzo no tuvo su adecuada continuación,
aun cuando la clara y firme voz del muchacho encantaba a cuantos tenían
ocasión de escucharla. Es probable que el padre no tuviera demasiado
interés por ello. Entre las calificaciones de la escuela municipal destaca
siempre un "excelente" en canto. En la escuela real, sin embargo,
no tenía lugar ninguna clase de enseñanza musical. Quien se sintiera
atraído por ella, debía acudir a la enseñanza privada,
es decir, al ingreso en el conservatorio. Dado el largo camino que Adolfo debía
recorrer para ir a la escuela, de Leonding hasta el centro de la ciudad, no
le hubiera quedado tampoco tiempo para ello, en el supuesto de que el padre
estuviera de acuerdo en una tal enseñanza musical.
Adolfo mostraba un vivo interés por mi educación musical. Ya el
simple hecho de que yo tuviera más comprensión que él en
este terreno, no le dejaba tranquilo. En nuestras continuas conversaciones sobre
cuestiones musicales se apropiaba él, de manera asombrosamente rápida,
de todas las usuales expresiones y giros especiales.
Por así decirlo, recorría el camino inverso que yo había
seguido: Hablaba de todo, sin haberlo estudiado jamás de manera sistemática!
Pero, al hablar de ello, despertaba en él también la comprensión.
Puedo decir tan sólo que tenía siempre una cierta idea, aun de
los puntos más recónditos de la música, idea que raras
veces le engañaba. ¡Cuán a menudo me sentía yo asombrado
por sus juicios en tales difíciles cuestiones, pues bien sabía
que, en realidad, no tenía la menor idea de ello!
Esta manera algo peregrina de educación musical tenía un límite
natural: en cuanto se trataba del dominio de un instrumento musical, era inútil
aun la más bella intuición. Aquí valía tan sólo
un estudio sistemático, un continuo ejercicio, resistencia y aplicación,
cualidades todas ellas, para las que mi amigo tenía poca vocación.
Pero él se negaba a reconocer que esto fuera así. Su gran capacidad
de intuición, su fértil fantasía, pero, sobre todo, la
ilimitada confianza en sí mismo, le permitían compensar, en su
opinión, aquellas intranscendentales cualidades de las que le había
hablado. En verdad, tan pronto como apoyaba mi viola en su barbilla y tomaba
el arco en su mano, se acababa su seguridad de victoria. Recuerdo perfectamente
cuán asombrado se sintió él mismo por este fracaso. Cuando
yo le quitaba luego el instrumento de las manos para hacerle una demostración,
se negaba incluso a escucharme. Le enojaba que hubiera algo que se resistiese
a su voluntad. Naturalmente, Adolfo era ya demasiado mayor para una enseñanza
elemental. Un día me dijo rudamente: "¡Quisiera ver si esto
de la música es, realmente, cosa de brujas, como me quieres hacer creer
siempre! Y después de estas palabras me manifestó su decisión
de aprender a tocar el piano, con la seguridad de dominar perfectamente este
instrumento en poco tiempo. Tomó clases con el profesor de piano Josef
Prewratzky. Pero Adolfo no tardó en comprender que era imposible seguir
adelante sin paciencia y aplicación. Con Prewratzcy le sucedió
lo mismo que a mí con mi bueno y viejo sargento Kopetzky. Prewratzky
no concedía la menor importancia a la comprensión intuitiva ni
a la genial improvisación. Exigía un limpio juego de dedos y una
rígida disciplina. Adolfo se encontró ante un difícil dilema.
De un lado, era demasiado orgulloso para abandonar con un fracaso el intento
en el que había depositado tantas esperanzas, y de otro, este estúpido
"ejercicio de los dedos", como él lo calificaba, le llenaba
de indignación. Yo no tardé en presentir este conflicto, pues
en cuestiones musicales no era fácil que Hitler me ocultase algo. Sus
iracundos arrebatos sobre la estúpida gimnasia musical. de Prewratzky
se hicieron cada vez más raros. Al subir las escaleras de la calle Humboldt
podía darme cuenta de que no eran muchos sus progresos en el piano. Él
evitaba siempre sentarse en mi presencia ante el valioso instrumento de Heitzmann.
Cada vez más raramente sonaba en nuestras conversaciones el nombre de
Prewratzky, y un buen día cesó, sin pena ni gloria, la clase de
piano. No puedo decir con exactitud cuánto tiempo resistió Adolfo
esta torturante enseñanza, pero con toda seguridad no más de un
año. De todas formas, un plazo de tiempo asombrosamente largo, durante
el cual un cierto señor Prewratzky vejó a un joven Hitler. A pesar
de ello, cuando más tarde, en nuestro cuarto de estudiantes de Viena,
compusimos una ópera - por desgracia no fue jamás terminada -Hitler
tomó a su cargo no solamente la parte poética, sino también
la musical, dándome en el piano los diversos temas. No obstante todos
sus fracasos, Adolfo quería demostrarme que también en la música
lo importante es la idea genial y no la correcta colocación de los dedos.
A pesar de ello, Adolfo reconoció sin envidia mis éxitos en el
terreno musical, y compartió conmigo de manera tan intensa las alegrías,
decepciones y fracasos unidos de un modo tan inseparable a estos éxitos,
como si fueran suyos propios. Una y otra vez me animaba en mis intenciones y
propósitos. Yo sabía que él confiaba en mi capacidad musical.
El saber esto era para mí el mayor estímulo, y contribuía
a hacer más íntima nuestra amistad. Si durante el día no
era yo más que el vulgar oficial de tapicero, que reparaba, entre nubes
de polvo y humo, los sillones comidos por las polillas; por la noche, cuando
iba a casa de Adolfo, desaparecía la última mota de polvo y con
ella también el último recuerdo del sombrío taller, y a
su lado me encontraba de nuevo en la pura y elevada atmósfera del arte.
En aquel entonces, con motivo de la representación del maravilloso oratorio
de Franz Liszt "Santa Isabel", ¡cómo compartió
conmigo el dolor y la alegría! Mi profesor de trompeta era Viertelmeister,
músico de la orquesta del teatro. Un día, durante la clase, me
preguntó de manera inesperada si quería colaborar en el gran Oratorio.
Sentí que el suelo vacilaba bajo mis pies. "¡Empecemos ahora
mismo! ", añadió, seguidamente, el buen Viertelmeister, y
sin muchos preámbulos estudió conmigo el papel del trompeta en
la orquesta. Siguieron después los ensayos en la sala de conciertos.
Por primera vez tuve ocasión de conocer de manera directa a August Göllerich
como director. Y llegó, finalmente, la representación. Aun hoy
me late fuertemente el corazón cuando pienso en ello. Yo contaba apenas
diecisiete años, y era de mucho el miembro más joven de la orquesta.
No hay ningún instrumento más sensible que la trompeta frente
a la menor torpeza en su manejo. Abajo, entre las compactas filas de butacas
de la platea vi sentada a mi madre, y a su lado Adolfo, que me alentaba con
una sonrisa. Todo fue muy bien, y buena parte del clamoroso éxito me
correspondió a mí. De todas formas, Adolfo me aplaudió
solamente a mí. Mi madre tenía lágrimas en sus ojos.
Después de este afortunado debut, en uno de nuestros solitarios paseos
al anochecer trató Adolfo de persuadirme de que debía hacer yo
cuanto estuviera en mi mano para dedicarme por completo a la música.
Me parece oír todavía sus insistentes palabras: -No debes seguir
siendo por más tiempo tapicero. Este oficio te llevará a la tumba.
(Poco antes habla estado yo gravemente enfermo.) No está, tampoco, de
acuerdo contigo y tu modo de ser. Tú tienes unas condiciones bien determinadas,
no solamente como solista, esto es natural, sino también como dirigente,
tanto si se trata de director de la orquesta o de la escena. Yo te observé
continuamente en el teatro, tú conoces la partitura entera, aun antes
de representada. La música es la misión de tu vida. En ella te
encuentras en tu elemento. Tú perteneces a ella.
Adolfo no había hecho más que decir lo que hacia ya tiempo latía
en mi interior. Ser director de orquesta; éste era el objetivo más
bello e ideal que pudiera jamás imaginarme.
El que Hitler compartiera mi deseo me llenó de una alegría sinfín.
Nuestras conversaciones giraban cada vez con mayor intensidad sobre estos proyectos
para el futuro, por implacables que fuesen las duras y prosaicas razones que
se oponían a su realización: mi padre estaba delicado. Yo era
su único hijo y había aprendido el oficio para hacerme cargo un
día del taller, levantado desde sus míseros y pequeños
comienzos. Toda su esperanza, toda su energía vital se concentraban en
poderme traspasar el negocio en buenas condiciones. Aun cuando, contrariamente
al padre de Adolfo no trataba de influir por la fuerza a esta decisión,
esto hacía aún más difícil cualquier negativa. Apenas
si hablaba de sus preocupaciones por mi futuro; pero yo comprendía perfectamente
hasta qué punto estaba ligado él a la obra de su vida.
En este difícil conflicto interno se demostró Adolfo como un verdadero
amigo. Aun cuando apoyaba sin reservas mi inclinación a elegir la música
como profesión para mi vida, procuraba hacerlo con el mayor tacto. Por
primera y única vez descubrí en él una cualidad que me
había pasado desapercibida hasta entonces, y que tampoco pude descubrir
en él más tarde: tenía paciencia. Se dio perfecta cuenta
de que una decisión tan trascendental para mi padre no podía imponerse
sencillamente por un asalto violento. Vio dónde estaba el punto flaco,
dónde debía tener lugar el ataque: mi madre, con su disposición
natural para con la música era, en su opinión, muy sensible, aun
cuando sabía apreciar en su verdadero alcance el coste de una carrera
de músico. El camino hacia el padre pasaba por la madre. En este caso,
no se precisaría más que una hábil maniobra, estimaba Hitler,
para conseguir una decisión favorable para mis anhelos.
En estas difíciles situaciones por las que debíamos pasar Adolfo
y yo, el teatro se convirtió, cada vez más, en el lugar de nuestro
consuelo. Hay que tener en cuenta que en aquel entonces no existía el
cine ni la radio, por lo que la posibilidad de percibir impresiones artísticas
quedaba limitada al teatro, que hoy en día ocupa un plano secundario
para muchas personas. Para nosotros, sin embargo, el teatro estaba en el punto
central de nuestros afectos. Todo lo que nos conmovía y ocupaba giraba
de una u otra manera en torno al teatro. En tanto que yo dirigía, en
mi fantasía, las mayores orquestas teatrales, Adolfo, con mucha más
fantasía todavía, construía teatros de dimensiones realmente
grandiosas.
A ello venía a unirse el hecho de que nuestra amistad se había
iniciado en el digno recinto del teatro. Nuestra amistad surgió de un
encuentro en el teatro. Entre las dos columnas de las localidades de paseo sellábamos
siempre de nuevo nuestra amistad. Yo consideraba mi relación con Adolfo
como un deber, que iba más allá de una vulgar amistad entre muchachos,
por haber recibido un sello particular por el lugar en que nos conocimos por
primera vez. Esto no es tan sólo una frase: pues la amistad iniciada
en este humilde teatro de provincias tuvo su continuación en la Opera
de Viena y en el "Burg", y encontró su coronación en
los Festivales de Bayreuth, donde tuve ocasión de asistir como invitado
del canciller del Reich.
Hitler poseía una natural alegría y pasión por el teatro.
Tengo la certeza de que este afecto estaba relacionado con las primeras impresiones
de su infancia, con sus vivencias en los años pasados en Lambach. Es
cierto que no puedo acordarme ya exactamente de si llegó a hablarme del
bello escenario del monasterio. Mi memoria falla, por desgracia, en este punto.
Pero creo que si se investigara sobre este particular se obtendrían interesantes
conclusiones; el entusiasta muchacho asistía, sin duda, a todas las representaciones
en el lugar; como miembro del coro tenía entrada libre en todas partes.
Tal vez participara, incluso, en alguna representación. Este encantador
escenario estilo barroco es una joya en su estilo. No es posible imaginarse
un más bello comienzo para una pasión teatral que una escena cantada
por frescas voces de muchachos en este escenario en miniatura.
El muchacho de doce años procedente de Leonding acudió por primera
vez al teatro municipal de Linz. De ello nos habla el mismo Hitler.
"La capital provincial del Austria septentrional poseía en aquel
entonces un teatro no malo relativamente, en él se representaba, prácticamente,
todo. A los doce años vi allí, por primera vez, el "Guillermo
Tell" y algunos meses después la primera ópera de mi vida,
"Lohengrin". De un solo golpe me sentí yo encadenado. La juvenil
pasión por el maestro de Bayreuth no conocía ya límites.
Me sentía atraído hacia sus obras sin cesar, y hoy día
considero como una suerte especial el que la modestia de la representación
provincial me ofreciera la posibilidad de un ulterior aumento en el placer."
¡Bellamente expresado, incluso muy bellamente! En mi juicio acerca del
teatro de Linz no hubiera podido yo encontrar palabras tan bellas. Tal vez sea
esto debido, a que yo me sentía ya como futuro director de orquesta,
y lo consideraba todo de manera mucho mas critica que él, particularmente
la orquesta. Probablemente me faltaba, sin embargo, algo de aquella intensa
capacidad de intuición que a pesar de su evidente insuficiencia le permitía
entregarse por entero a la ilusión de una obra. Cuando estábamos
en el teatro, tenia yo a menudo, la impresión como si Adolfo pasando
por encima de la deficiente representación, pudiera alcanzar de manera
directa el fundamento artístico de la obra. Incluso en una representación
de Lohengrin, que por la torpeza de un tramoyista cayó de su canoa y
tuvo que trepar de nuevo a su cisne, bastante cubierto de polvo, desde el "mar"
al que había caído - ¡ no solamente el público reía,
también Elsa reía - no pudo destruir en él esta ilusión.
¿Qué tenían que ver estos detalles ridículos con
la elevada idea que había tenido ante sus ojos el gran maestro al escribir
su Lohengrin"? A pesar de esta extraordinaria capacidad de entregarse a
una ilusión, Adolfo, también en lo que se refiere al teatro, era
un duro y severo critico.
El Teatro Municipal, o, como se llamaba todavía por aquel entonces, el
"Teatro Campesino de Linz", era una vieja y noble construcción.
El escenario, demasiado pequeño para representar en él los dramas
musicales de Ricardo Wagner, e insuficiente en todos los sentidos. Faltaban
aquí las instalaciones técnicas para la digna representación
de estas obras. Se añadía a ello, todavía, la notoria escasez
de vestuario apropiado, en particular de inventario. La orquesta era demasiado
poco numerosa, y no podía hacer sentir todo el valor de los efectos musicales.
Para no citar más que un ejemplo, en una representación de "Los
Maestros Cantores", faltaban, incluso, muchos instrumentos. Faltaban -
esto pude comprobarlo yo de manera competente - el clarinete bajo, el cuerno
inglés, el contrafagot en el grupo de los instrumentos de viento de madera,
así como la llamada tuba de Wagner entre los de metal. También
los instrumentos de cuerda eran demasiado escasos y algunos de ellos no habían
podido siquiera ser encontrados. Pero aun cuando se hubiera dispuesto de los
instrumentistas necesarios, no había tampoco lugar suficiente para alojarlos
en el reducido foso de la orquesta. ¡Una situación verdaderamente
digna de lástima para un director responsable! Pretender representar
una obra de Wagner con una orquesta de veinte músicos, no deja de ser,
en el mejor de los casos, una empresa arriesgada. El coro era, asimismo, en
extremo reducido, y ofrecía además un lamentable aspecto. No es
solamente que el vestuario fuese por lo general poco adecuado, sino que no tenía
en demasiada estima al público, por ejemplo, cuando en "Los maestros
cantores" los componentes masculinos del coro llevaban bigotes cortados
a la inglesa, lo que en una ocasión llenó de ira también
a Adolfo. Los solistas eran pasaderos para un teatro de provincias. Entre ellos,
sin embargo, se encontraban sólo unos pocos auténticos cantores
de Wagner. Los decorados provocaron una protesta continua por parte del público.
Los telones pintados vacilaban a cada paso, aun cuando representaran un paisaje
rocoso. Cuando pienso en el "Incendio en el Capitolio", con el que
finaliza "Rienzi", siento todavía un escalofrío por
todo mi cuerpo. En medio de la escena se alzaba el Palazzo con sus salientes
balcones. Rienzi e Irene se adelantaron para calmar a la multitud enardecida.
A derecha e izquierda de ambos podían observarse dos modestas llamitas
de colofonia, que debían representar el incendio incipiente. En este
punto uno de los tramoyistas debía dejar caer un decorado, en el que
estaba representado el Palazzo en medio de claras llamaradas. Este decorado
quedó suspendido por uno de sus lados con la barra del contrapeso en
el telar. Al intentar desprender la barra, todo el decorado se precipitó
hacia el suelo. Con éstos y parecidos incidentes había siempre
que contar. Es muy bonito cuando Hitler dice que estas "modestas"
representaciones nos ofrecían la posibilidad de un nuevo y renovado goce,
tal como pudimos luego vivir en la Opera Imperial de Viena. Pero, a pesar de
ello, me asombro aún hoy de que estas representaciones, tan incompletas,
permitieran siquiera una ilusión, y que pudieran entusiasmarnos y arrebatarnos
entonces. El idealismo, la sensibilidad de los jóvenes corazones se mofaban
de todas las tretas.
En las representaciones de Wagner se agotaban siempre las localidades en el
teatro. Era preciso aguardar de pie una o dos horas si se queda conseguir una
"columna" en las localidades de paseo. Los descansos nos parecían
interminables. Cuando nosotros, ardiendo de entusiasmo, precisábamos
con urgencia de algún refresco, un viejo empleado del teatro, de barba
blanca, nos vendía un vaso de agua, para lo cual Adolfo y yo nos guardábamos
alternativamente los lugares conquistados. Luego depositábamos una moneda
en el vaso vacío y lo devolvíamos al acomodador. La representación
concluía, a menudo, a medianoche. En este caso, yo acompañaba
todavía a Adolfo a su casa. El camino, sin embargo, era demasiado corto
para permitirnos descargar las ingentes impresiones de la velada. Adolfo me
acompañaba de nuevo hasta la Klammstrasse. Pero era ahora cuando Adolfo
sentía despertar verdaderamente en sí el entusiasmo. Así,
pues, retrocedíamos de nuevo los dos juntos a la Humboldtstrasse. Recuerdo
todavía que Hitler no se hubiera cansado jamás. La noche ejercía
siempre un influjo incitante sobre él. Por el contrario, ya entonces
no significaba mucho para él una hermosa mañana. Podía
suceder que después de una de tales representaciones fuéramos
una y otra vez de la Humboldtstrasse a la Klammstrasse y viceversa, hasta que
yo empezaba a bostezar y los ojos se me cerraban sin poder evitarlo.
Ya desde su temprana juventud se había sentido atraído Adolfo
por las narraciones de las viejas leyendas alemanas. De muchacho no se cansaba
nunca de escucharlas. Una y otra vez tomaba en sus manos la conocida obra de
Gustav Schwab, que representa el legendario mundo de la antigua historia alemana
en una forma popular. Este libro era su lectura predilecta. En la Humboldtstrasse
esta obra ocupaba un lugar destacado en su habitación, de modo que la
tuviera siempre a mano. Cuando estaba enfermo, se sumía con verdadera
devoción en el mundo mítico y misterioso que esta obra le había
permitido descubrir. Recuerdo todavía que aun en nuestra habitación
de estudiantes en Viena poseía Adolfo una edición especialmente
bella de las viejas leyendas alemanas, que leía a menudo y con pasión,
aun cuando en aquel entonces otros problemas muy actuales ocupasen ya su atención.
Su pasión por el mundo de las leyendas germanas no era, como suele suceder,
un capricho juvenil. Era ésta la materia que más le absorbía
también en sus consideraciones históricas y políticas,
y que no le abandonó ya jamás; un mundo al que se creía
pertenecer. No podía imaginarse su propia vida de manera más bella
de lo que encontraba representada en las fulgurantes figuras de héroes
de los primitivos tiempos germánicos. Una y otra vez se personificaron
a sí mismo con las grandes figuras de aquel mundo desaparecido. Nada
le parecía más digno de imitar que, después de una vida
de osadas y trascendentes hazañas, de una vida lo más heroica
posible, entrar en el Valhalla y convertirse para todos los tiempos en una figura
mítica, lo mismo que aquellos a quienes tan íntimamente veneraba.
No hay que olvidar esta perspectiva peculiar y romántica en la vida de
Adolfo Hitler, aun cuando el duro sentido de la realidad que determinaba su
política, hubiera de arrojar estos esclarecidos sueños juveniles
al reino de la fantasía. La realidad nos dice, sin embargo, que durante
toda su vida Adolfo Hitler no encontró otro suelo en que pudiera posarse
con una fe casi piadosa que en aquel cuya puerta le había abierto las
viejas leyendas germanas.
En su oposición con el mundo burgués, que no tenía nada
que ofrecerle con su mentira y su falsa devoción, Hitler buscaba instintivamente
su propio mundo y lo encontró en el origen y los primeros tiempos del
propio pueblo. Esta época largo tiempo ha desaparecida, y cuyo conocimiento
histórico es siempre incompleto, se convirtió, en su interior
apasionado, en un presente lleno de sangre y vitalidad. Los sueños se
convinieron en realidades. Con su innata fantasía, que todo lo transformaba,
se abrió paso hasta los albores del pueblo alemán, que consideraba
como la más bella época. Se sumió con tal intensidad en
esta época, de más de mil quinientos años de antigüedad,
que yo mismo, que procedía de una vulgar existencia cotidiana, debía
llevarme a veces las manos a la cabeza. ¿Vivía él, realmente
entre los héroes de aquellos obscuros tiempos primitivos, de los que
hablaba con tanta objetividad, como si vivieran todavía en los bosques,
por los que vagábamos nosotros al anochecer? ¿Era este incipiente
siglo veinte, en el que vivíamos nosotros, en realidad, un extraño
e ingrato sueño para él? Su manera de mezclar el sueño
y la realidad y confundir sin reparos los milenios, me hacían temer a
veces que mi amigo no podría encontrar un buen día el camino verdadero
entre la confusión creada por él mismo.
Esta continua e intensa relación con las viejas leyendas germanas creó
en él una extraordinaria sensibilidad para comprender la obra de Ricardo
Wagner. Ya cuando el muchacho de doce años oyó por primera vez
el "Lohengrin", esta obra debió aparecérsele como una
realización de su infantil deseo del sublime mundo del pasado alemán.
¿Quién era el hombre que creaba obras tan geniales y que convertía
en poesía y música sus sueños infantiles?
A partir del instante en que Ricardo Wagner entró en su vida, el genio
de este hombre no habría ya de abandonarle. En la vida y la obra de Ricardo
Wagner vio él no solamente la confirmación del camino elegido
con su "emigración" espiritual a los primitivos tiempos germanos,
sino que la obra de Wagner le confirmó en su idea de que esta época
largo tiempo ya desaparecida podría ser aprovechada para el presente,
y que, de la misma manera como Ricardo Wagner la había convertido en
el hogar de su arte, para él podría ser también algún
día el hogar de su elección.
En los años de mi amistad con Adolfo Hitler he tenido ocasión
de vivir yo la primera fase de este desarrollo, que llenó su existencia.
Con increíble tenacidad y consecuencia se dispuso a apropiarse la obra
y la vida de este hombre. Yo no había conocido, hasta entonces, nunca
nada parecido. Como músico de corazón tenía yo también
mis grandes modelos, a los que trataba de imitar celosamente. Pero lo que mi
amigo buscaba en Wagner era mucho más que un modelo y ejemplo. No puedo
decir más que esto: Adolfo se apropió de la personalidad de Ricardo
Wagner, la tomó de manera tan completa dentro de sí, que éste
hubiera podido ser una parte de su propio ser.
Leía con febril interés todo lo que caía en sus manos acerca
de este maestro, tanto lo bueno como lo malo, lo positivo o negativo. Donde
le era posible se procuraba en especial toda suerte de literatura biográfica
sobre Ricardo Wagner, leía sus memorias, cartas, diarios, su autorretrato,
sus confesiones. Cada vez iba profundizando más en la vida de este hombre.
Conocía, incluso, los episodios mas triviales e intrascendentes de su
vida. Podía suceder que durante nuestros paseos se detuviera Adolfo de
repente, interrumpiera sin más el tema que le ocupaba en aquel momento
- como la dotación de los teatros provincianos de menor capacidad con
el material necesario para poder tener lugar buenas representaciones de un fondo
estatal, a prestar según los casos - para citarme, de memoria, el texto
de una carta o una anotación de Ricardo Wagner, o para leerme una de
sus obras, por ejemplo, "La obra artística y el futuro" o "El
arte y la revolución". Aun cuando no me era siempre fácil
seguir estas disquisiciones, le escuchaba yo con atención; pues me gustaba
la conclusión, que era siempre la misma: "Lo ves, tú- me
decía entonces -, también a Ricardo Wagner le pasó lo que
a mí. Durante toda su vida hubo de luchar contra la incomprensión
de su mundo."
Estas comparaciones me parecían a mí muy exageradas. A fin de
cuentas, Ricardo Wagner había alcanzado los setenta años. En una
existencia tan prolongada habían, naturalmente, altos y bajos, éxitos
y desengaños. Pero mi amigo, que quería establecer un paralelo
entre su propia vida y la de Ricardo Wagner, no tenía más que
diecisiete años, no había creado más que un par de dibujos,
acuarelas y proyectos, y no había tenido más vivencia que la muerte
de su padre y su fracaso en la escuela. Y, en cambio, se expresaba como si hubiera
sufrido ya la persecución, las luchas agotadoras y el destierro.
Con verdadera devoción se representaba mi amigo una y otra vez episodios
decisivos de la vida del gran maestro, que con el tiempo llegó también
a hacérseme familiar. Describía el viaje de Ricardo Wagner con
su joven esposa en medio de la tormenta a través del Skagerrak, donde
nació la idea del "Holandés errante". Vi desarrollarse
ante mis ojos la aventuresca fuga del joven revolucionario, los años
de destierro, de proscripción. Me entusiasmé, con mi amigo, del
mecenazgo real de Luis II, y acompañé al solitario maestro en
su último viaje a Venecia. Adolfo no olvidaba las debilidades humanas
de Ricardo Wagner, su afán de derrochar, pero se las perdonaba en aras
a la inmortal magnitud de su obra.
En aquel entonces hacía ya más de veinte años que Wagner
había muerto. Pero la lucha por la pervivencia de su obra estaba aún
en pleno curso. Hoy día no es posible imaginarse con cuánta pasión
participaba en aquel entonces la juventud entusiasta del arte en estas disputas.
Para nosotros, los hombres se dividían sólo en dos categorías:
amigos y enemigos de Ricardo Wagner. Cuando actualmente observo las disputas
en torno a ciertas manifestaciones de la música moderna y veo el moderado
celo de los participantes, no puedo por menos que sonreír compasivamente.
Todo esto no son mas que ingenuas controversias comparadas con las rudas luchas
libradas por nosotros en favor de Ricardo Wagner, aun cuando hoy día
la radio y la cinta magnetofónica permiten arrastrar a capas mucho más
amplias de la población en las discusiones en el campo de la música.
Todos nosotros estábamos en medio de la encarnizada lucha. Cuando se
anunciaba una representación de Wagner, nuestro espíritu se enardecía
como el de sus héroes en el escenario. Buscábamos de continuo
nuevos medios para poner de manifiesto nuestro ilimitado entusiasmo, nuestra
aprobación y nuestro ardor. En August Göllerich, que había
trabajado ya bajo el mismo Ricardo Wagner, encontramos no solamente un digno
intérprete del arte del gran maestro, sino también un competente
tutor de su legado. A nuestros ojos, era el guardián del Santo Grial.
Estábamos convencidos de que en esta lucha por la obra de Ricardo Wagner
vivíamos el albor de un nuevo arte alemán. El drama musical, tal
como lo había creado el genio de este hombre, era algo enteramente nuevo,
apenas sospechado siquiera anteriormente. Sin un modelo visible, sin ningún
ejemplo había convertido Ricardo Wagner, por primera vez, en realidad,
la unión de poesía y música. Únicamente los nuevos
medios de expresión le permitían situar sus obras en un mundo
mítico, que desde hacía ya tiempo se había convertido en
el nuestro propio.
Adolfo no tenía mayor anhelo que llegar un día a Bayreuth. el
lugar de peregrinaje nacional de los alemanes, ver la casa Wahnfried, detenerse
unos instantes junto a la tumba del maestro y presenciar la representación
de sus obras en el teatro creado por él. Aun cuando muchos sueños
y deseos de su vida han quedado incumplidos, éste se ha realizado con
una perfección sin igual.
¡Felices recuerdos estos, que conmueven a un hombre ya viejo de sesenta
y cuatro años como yo! Pero el recuerdo rejuvenece y alegra de nuevo
el corazón. A fin de cuentas, es todavía el mismo corazón
que en aquellos tiempos latía con tanto ardor por el maestro de Bayreuth.
Me siento feliz por haber compartido esta primera fase del extasiado entusiasmo
de Adolfo Hitler por Ricardo Wagner. No quisiera haberme perdido estas vivencias
de mi juventud. Mientras que en las relaciones de Adolfo con Estefanía
no era yo más que un buen amigo, que debía participarle sus observaciones
y recoger informaciones para él, en sus relaciones con Ricardo Wagner
intervine yo de manera mucho más activa; pues, como el mejor preparado
musicalmente de los dos, mi palabra pesaba grandemente en este caso. El secreto
de su amor por Estefanía me acercó mucho más a Adolfo;
no hay nada que una tan fuertemente una amistad como un secreto compartido.
Pero su suprema consagración la recibió nuestra juvenil amistad
por nuestra común veneración por Ricardo Wagner.
EL JOVEN NACIONALISTA
Ya que se trata de representar las
ideas y pensamientos políticos del joven Hitler, me parece oír
ahora mismo su voz, con toda claridad, muy cerca de mi oído: ¡De
esto no entiendes tú! O bien, ¡De esto no se puede hablar contigo!
Algunas veces más rudamente todavía, incluso cuando yo asentía
en silencio con la cabeza en determinados pasajes de sus disquisiciones políticas,
en lugar de indignarse como yo esperaba:
Como político, Gustl, eres un estúpido!
Durante toda mi vida solo una cosa tuvo importancia para mi: la música.
Adolfo convenía ciertamente conmigo que el arte ocupa el primer lugar
en todos los campos de la vida. Pero en el transcurso de los años pasados
juntos los intereses políticos fueron ocupando lentamente el punto central
sin que por ello descuidara sus aspiraciones artísticas. Podría
definirse de la siguiente manera: Los años vividos en Linz estaban bajo
el signo del arte y los subsiguientes años en Viena bajo el signo de
la política. Yo me daba perfecta cuenta que solamente en las cuestiones
de arte podía significar yo algo para él. Conforme iba siendo
más atraído por la política, tanto menos podía aportarle
nuestra amistad. No es que él me lo hubiera dado a entender así;
para ello se tomaba demasiado en serio nuestra amistad y, además, esta
realidad tal vez no la hubiera comprendido todavía con la suficiente
claridad.
La política había sido desde siempre el punto critico en nuestras
relaciones Dado que yo no poseía apenas opiniones propias en el campo
de la política y, allí donde éstas existían, no
me sentía yo en modo alguno obligado a defender estas opiniones o incluso
a imbuirlas a los demás. Adolfo tenía en mí a un mal compañero.
Hubiera preferido convertirme que convencerme. Yo, por mi parte, aceptaba con
gusto y sin la menor crítica todo lo que él exponía, pero
me hacia también mis reflexiones, de modo que, de vez en cuando, podía
intervenir con mucha habilidad. Sin embargo, mis conocimientos no bastaban para
una réplica, que hubiera podido serle útil en ocasiones; pues
la política no encontraba en mí terreno abonado. Estaba ante ella
como un sordomudo ante una orquesta sinfónica, de la que ve que está
tocando algo, pero que no oye nada. Yo no disponía de ningún órgano
para percibir la política.
Esto podía llevar a Adolfo hasta la desesperación. No le parecía
posible que pudiera existir en el mundo un ejemplar de hombre tan indiferente
a toda cuestión política como yo. Quería demostrarme, por
la violencia, que esto no era realmente posible. No cabe duda de que no tuvo
conmigo la menor consideración en este sentido. Recuerdo aún cómo
en Viena me obligó varias veces a acompañarle al Parlamento. A
mí no se me había perdido nada allí, y hubiera preferido,
ciertamente, quedarme al lado de mi piano. Pero Adolfo no podía permitirlo.
Tenía que acompañarle, a pesar de que sabía que este bullicio
parlamentario me fastidiaba siempre terriblemente.
Por lo general se admite que los políticos proceden de un ambiente cargado
de reminiscencias políticas. Esto no es ciertamente verdad en el caso
de mi amigo. ¡Por el contrario! También aquí se pone de
relieve una de las contradicciones tan frecuentes en Hitler. Es cierto que al
padre no le disgustaba charlar de política y que no disimulaba en lo
más mínimo sus opiniones liberales. Pero hacia alto con toda energía
cuando se oía una palabra contra la casa imperial. El viejo funcionario
de aduanas mantenía severamente estos limites. Cuando el dieciocho de
agosto, el aniversario del emperador, se vestía su uniforme de gala,
era de los pies a la cabeza el modelo de un leal servidor de su majestad imperial.
Lo más probable es que el pequeño Adolfo no tuviera apenas ocasión
de oír hablar de temas políticos a su padre; pues, en opinión
del padre, la política no era de la incumbencia de la familia, sino de
la taberna. Por fuertes que fueran las discusiones allí, nada de todo
ello se traslucía en el hogar. No puedo recordar tampoco que al exponer
sus propias opiniones políticas, Adolfo se hubiera referido jamás
a su padre.
Menos todavía podía percibirse en el tranquilo hogar en la Humboldstrasse.
La madre de Adolfo era una mujer sencilla y devota, alejada de toda idea política.
Antes, cuando vivía todavía el padre, le había oído
rezongar alguna que otra vez por la situación política, pero sin
que ella tuviera aquí la menor intervención ni la transmitiera
tampoco a sus hijos. El padre, con su colérica naturaleza consideraba
probablemente como acertado que aquello que él defendía tan enérgicamente
en su mesa de la taberna, con tanto ruido, fuera atemperado por su tranquila
esposa y no afectara apenas a la paz del hogar. Y así siguió siendo
también en adelante. La familia no se relacionaba con nadie que pudiera
aportar a ella la política. No recuerdo haber oído jamás
una conversación política a la señora Hitler. Aun cuando
algún acontecimiento político determinado levantara un intenso
oleaje en la ciudad, nada de todo ello podía percibirse en este tranquilo
hogar; también Adolfo guardaba silencio sobre estos asuntos. Allí,
la vida seguía su tranquilo y regular curso. La única modificación
que pude vivir en la familia Hitler fue que la señora Clara se trasladó
de la Humboldstrasse a Urfahr en el año 1906. Esto no era ya consecuencia
de la inquieta naturaleza del padre, sino mis bien motivado por una consideración
puramente práctica. Urfahr, unido ya desde entonces a Linz, era en aquel
entonces todavía una comunidad independiente de carácter campesino,
residencia preferida de los pensionistas y funcionarios en situación
de retiro. Dado que en Urfahr no se recaudaba el impuesto de usos y consumos,
muchas cosas, como por ejemplo la carne, eran allí más baratas
que en la ciudad. La señora Clara confiaba poder vivir mejor en Urfahr
con su modesta pensión de ciento cuarenta coronas, noventa coronas para
ella y veinticinco para cada uno de los hijos Adolfo y Paula. Se sentía
también feliz al ver a su alrededor de nuevo los campos y praderas. La
tranquila casa en la Blütengasse 9 se ha conservado tan bien, que cada
vez que paso por aquella retirada calleja, tras de la cual se extienden ya los
campos, me parece distinguir a la señora Clara, en el pequeño
y gracioso balcón. Para Adolfo significaba un peculiar placer vivir "en
la misma orilla" que Estefanía. Nuestros paseos nocturnos se hicieron
todavía más largos por este traslado a Urfahr. Esto nos pareció
muy oportuno; también las dudas y los problemas que nos agitaban se habían
hecho más difíciles y persistentes. El camino por el puente nos
parecía a veces demasiado corto, de manera que, cuando algún problema
especialmente trascendente ocupaba nuestro ánimo, debía cruzar
varias veces el Danubio en uno y otro sentido, para poder concluir la conversación.
Mejor dicho: Adolfo necesitaba el tiempo para hablar, yo para escuchar.
Cuando pienso en el tranquilo hogar en que creció Adolfo, y me represento
las ideas y tareas políticas que acudían a él desde todos
los lados, se me acude involuntariamente aquella extraña ley que hacer
surgir una zona de completo reposo del viento en el centro mismo de un furioso
huracán, y cuya tranquilidad y estabilidad es tanto mayor cuanto más
violenta ruge la tormenta a su alrededor.
Al considerar la carrera política de una persona tan extraordinaria como
lo era Adolfo Hitler, hay que separar las influencias externas de las disposiciones
internas; en mi opinión, a éstas les corresponde una trascendencia
mucho mayor que a los acontecimientos que provienen de los acontecimientos externos.
A fin de cuentas, muchos jóvenes de aquel entonces tuvieron los mismos
maestros que Adolfo, vivieron los mismos acontecimientos políticos, se
entusiasmaron o indignaron y, a pesar de ello, estos hombres se convirtieron
solamente en hábiles comerciantes, ingenieros o fabricantes, carentes
en absoluto de toda importancia política.
La atmósfera en la escuela real de Linz era marcadamente nacional. La
clase se oponía en secreto a todas las disposiciones advenedizas, tales
como las representaciones patrióticas, promulgaciones dinásticas
y sus conmemoraciones, los oficios religiosos en las escuelas y la procesión
del Corpus. Adolfo Hitler caracterizó como sigue, en su obra, esta atmósfera,
que para él era mucho más importante que la misma enseñanza:
"Se recolectaba para la marca meridional y la asociación estudiantil,
se levantaba el ánimo con azulejos y los colores negro-rojo-oro, se saludaban
con "Salve", y en lugar del himno al emperador se cantaba el Deutschland
Über Alles, a pesar de las advertencias y castigos. "
La lucha por la existencia de los grupos raciales alemanes en los Estados danubianos
conmovía entonces a los jóvenes espíritus; cosa comprensible,
pues este germanismo austríaco se encontraba solo en medio de las naciones
eslavas, magiares e italianas del Imperio austrohúngaro. Linz estaba
bastante alejado de la frontera popular y era una ciudad básicamente
alemana. Sin embargo, de la vecina Bohemia llegaba una continua inquietud. En
Praga, un motín enlazaba con el otro. Que toda la policía imperial
no fuera capaz de proteger las casas alemanas del populacho checo, de tal forma
que en plena paz fuera preciso ordenar el estado de alarma, provoco, también
en Linz la indignación. Budweis era en aquel entonces todavía
una ciudad alemana con administración alemana y una mayoría de
diputados alemana. Los compañeros de escuela de Adolfo, originarios de
Budweis, Praga o Prachatitz, lloraban de ira cuando se les llamaba, en broma,
"bohemios"; querían ser tan alemanes como los demás.
Lentamente empezó a llegar la inquietud hasta Linz. En esta ciudad vivían
algunos centenares de checos, que trabajaban tranquila y modestamente como obreros
y artesanos, y de los cuales nadie, ni mucho menos ellos mismos, habían
hecho demasiado caso. Un sacerdote capuchino checo llamado Jurasek fundó
entonces en Linz una asociación Sokol, sostuvo prédicas en lengua
checa en la iglesia de San Martín en el Römerberg y hacía
colectas para la construcción de una escuela checa. Esto causó
gran sensación en toda la ciudad, y los espíritus nacionales vieron
en la acción del fanático capuchino el preparativo de una invasión
checa. Naturalmente, todo esto era exagerado. A pesar de ello, esta actividad
checa hizo sentir a los algo adormilados habitantes de Linz que estaban amenazados,
y así fue que se presentasen como combatientes en la lucha de razas que
rebullía a su alrededor.
"Quien conoce el alma de la juventud, podrá entender que sea ella
justamente la que abra con mayor alegría los oídos a la llamada
para una tal lucha. Suele sostener esta lucha de cien distintas maneras, a su
manera y con sus armas... Es, en pequeño, un fiel reflejo del grande,
pero, a menudo, con un sentimiento mejor y más sincero".
Así nos lo dice Adolfo Hitler de manera muy acertada, de la misma manera
como es posible basarse en Mi lucha, para la descripción del desarrollo
político exterior. Los maestros de la escuela real, de sentimientos nacionales,
eran los adelantados de esta lucha defensiva. El Dr. Leopold Pötsch, el
profesor de Historia, intervenía de manera activa en política.
Como representante en el consejo comunal, era la cabeza destacada de la fracción
nacional alemana. Odiaba al mosaico nacional habsburgués, que hoy día
- ¡ qué cambio tan enorme! - se nos aparece justamente como el
modelo ideal de un conglomerado supranacional, y era quien daba las consignas
políticas a la juventud entusiasmada para todo lo nacional.
¿Quién podía mantener todavía la fidelidad imperial
ante una dinastía que en el pasado y en el presente traicionaba los intereses
del pueblo alemán, una y otra vez, por sus propias y vergonzosas ventajas?
Con ello había abandonado el hijo, de manera definitiva e irrevocable,
el camino señalado por su padre, en pro de un programa conjunto alemán.
Cuando Adolfo se perdía cada vez más profundamente en estas reflexiones,
en sus excitadas charlas - yo mismo apenas podía seguirle en sus palabras,
ni menos aún con mi sumamente modesta participación - me llamó
la atención oír una palabra de sus labios, repetida una y otra
vez en sus discursos: "El Reich!" Esta palabra se encontraba siempre
al final de sus largas reflexiones. Si sus ideas políticas le llevaban
a un callejón sin salida, y no sabía cómo seguir adelante,
la solución era: "Este problema lo resolverá el Reich."Y
si yo le preguntaba quién financiaría todas estas construcciones
gigantescas que él proyectaba sobre su tablero de dibujo, la respuesta
era: "El Reich." Pero también los detalles intrascendentes
eran proyectados sobre el "Reich". La precaria dotación de
los teatros provincianos había de ser reformada por un "artista
escenarista del Reich". (Como es sabido, después de 1933 existió,
efectivamente, un hombre que ostentaba este título. Recuerdo que Adolfo
Hitler utilizó esta expresión ya en Linz, es decir, ¡a los
dieciséis o diecisiete años!) También la asistencia a los
ciegos o la sociedad protectora de animales debían ser, a sus ojos, instituciones
del "Reich".
En Austria se conoce, generalmente, por "Reich" al Estado alemán.
Los habitantes de este Estado se conocen entre nosotros como "alemanes
del Reich". Pero cuando mi amigo utilizaba la palabra "Reich",
quería decir con ello mucho más que el Estado alemán. Aun
cuando, en verdad, evitan definir con más exactitud este concepto; pues
en esta palabra "Reich" debía entrar todo lo que le impulsaba
políticamente, y esto era mucho.
Con la misma intensidad con que amaba al pueblo alemán y a este .Reich.,
rechazaba, también, todo lo extraño. No sentía la menor
necesidad de conocer países extranjeros. Este impulso hacia la lejanía,
tan propio para los jóvenes de espíritu abierto, le era completamente
desconocido. Tampoco el entusiasmo por Italia, tan típico de los artistas,
no pude observarlo jamás en él. Cuando proyectaba sus planes e
ideas sobre un país determinado, era siempre ¡el mismo "Reich".
En esta violenta lucha nacional, dirigida inequívocamente contra la nación
austríaca, pudieron desplegarse las extraordinarias disposiciones escondidas
en su interior. La férrea consecuencia, sobre todo, con que se mantuvo
fiel a lo que un día considerara él como lo verdadero. La ideología
nacional pasó a formar parte, como reconocimiento político, del
"inmutable dominio de su naturaleza". Ningún fracaso, ninguna
derrota, pudo apartarle de su camino. Hasta su muerte se mantuvo como lo que
había sido ya a los dieciséis años: un nacionalista.
Con esta meta ante los ojos consideraba y examinaba Hitler las relaciones políticas
ya existentes. Nada era secundario para él. También lo al parecer
intrascendente le preocupaba. Fijaba, ante todo, su propia posición más
enérgicamente cuanto menos fuera el tema de su incumbencia. La total
falta de trascendencia de su asistencia la compensaba con una posición
tanto más decidida ante todos los problemas públicos. El impulso
de modificar todo lo existente, recibía, con ello, dirección y
meta. Eran tantos los obstáculos que se interponían en su camino
como consecuencia de sus múltiples intereses Por todas partes no veía
más que obstáculos e inhibiciones; nadie era capaz de reconocer
sus méritos. ¡Cuán bella hubiera podido ser su vida, con
su innegable capacidad pero cuán difícil se la hizo a sí
mismo! Continuamente tropezaba con las cosas y estaba reñido con el mundo
entero. Extraña le era también, aquella sana despreocupación
que caracteriza a las personas jóvenes. No vi nunca en él que
pasara fácilmente por encima de algo. Todo debía ser estudiado
hasta el fondo y ver cómo podría encajarse en el gran objetivo
político que se había fijado a sí mismo. Desde un punto
de vista político poco era lo que la tradición significaba para
él. En resumen: el mundo debía ser reformado a fondo y en todas
sus partes.
Sin embargo, quien de lo aquí expuesto pretendiera deducir que el joven
Hitler se había precipitado con las banderas al viento, a la escena de
la política cotidiana, sufrirá un error. Un jovenzuelo pálido,
enfermizo, espigado, completamente desconocido para la gente e inexperto en
la ciudad, más bien reservado y tímido que audaz, mantenía
esta intensa ocupación sólo para sí mismo. Tan solo las
más importantes entre sus ideas y soluciones, ideas que exigían
necesariamente, un público, me las expone por la noche a mí, es
decir, a una persona asimismo insignificante. La relación del joven Hitler
con la política es idéntica a su relación con el amor,
y que el lector me perdone esta comparación de mal gusto. Con la misma
intensidad con que la política ocupa su espíritu, se mantiene
también alejado, en la realidad, de toda actividad política práctica.
No ingresa en ningún partido, no se hace miembro de ninguna organización,
no participa en manifestaciones partidistas y evita cuidadosamente dar a conocer
sus propios pensamientos más allá del reducido círculo
de su amistad. Lo que pude vivir entonces a su lado en Linz, quisiera poder
calificarlo de primer "intercambio de miradas" con la política,
nada más, como si ya entonces presintiera lo que la política habría
de representar para él algún día.
Por el momento, la política no era para él más que una
tarea en un dominio espiritual. En esta peculiar reserva se pone de manifiesto
un rasgo fundamental de su carácter, que parece estar en contradicción
con su impaciencia: la capacidad de poder esperar. Durante largos años
la política fue para él, simplemente, un campo de observación,
de crítica de las condiciones sociales, de examen, de reunir experiencias,
es decir, un asunto enteramente privado e intrascendente, por consiguiente,
para la vida pública en aquel entonces.
Es interesante constatar que el joven Hitler rechazaba entonces rotundamente
todo lo militar. Esto parece estar en contradicción con un pasaje de
Mi lucha: "Al revolver la biblioteca paterna cayeron en mis manos varias
obras de contenido militar, entre ellas una edición popular de la guerra
francoprusiana del año 1870-71. Eran dos tomos de una revista ilustrada
de estos años, que desde aquel instante se convirtieron en mi lectura
favorita. No pasó mucho tiempo, y la gran lucha heroica se había
convertido en mi máxima vivencia interior. Desde entonces soñé
yo, cada vez más, con todo lo que guardaba alguna relación con
la guerra o la vida de los soldados".
Sospecho yo que este recuerdo no fue conjurado más que como consecuencia
de la peculiar situación en la prisión de Landsberg, donde nació
este libro; pues cuando yo conocí a Adolfo Hitler no quería él
saber nada "que tuviera alguna relación con la guerra o con la vida
de los soldados". Naturalmente, los tenientes que revoloteaban en torno
a Estefanía le molestaban enormemente. Pero su repulsión era algo
más profunda. La sola idea de una obligación militar podía
llenarle de indignación. No, jamás permitiría él
que le obligasen a ser soldado. Si llegara a serlo, sería por su libre
decisión y nunca en el ejército austríaco.
Antes de concluir este capítulo acerca de la carrera política
de Adolfo Hitler, quisiera hacer mención de dos problemas que se me aparecen
como más esenciales que todo lo que puede decirse en general sobre la
política: la posición del joven Hitler ante el judaísmo
y la Iglesia.
El mismo Adolfo Hitler nos aclara su relación con el problema del judaísmo
durante sus años pasados en Linz:
"Me es difícil hoy día, cuando no imposible, decir, cuándo
la palabra "judío" me incitó, por primera vez, a pensamientos
especiales. En la casa paterna no puedo recordar siquiera haber oído
esta palabra en vida de mi padre. Según me parece, en la peculiar acentuación
de esta palabra hubiera visto ya mi padre un retraso cultural. En el transcurso
de su vida había llegado él a puntos de vista más o menos
burgueses, que no solamente se habían mantenido en la línea de
la más burda opinión nacional, sino que llegaron también
a teñirme a mí. Tampoco en la escuela encontré yo ninguna
justificación que pudiera inducirme a modificar esta imagen heredada.
En la escuela real tuve, ciertamente, ocasión de conocer a un muchacho
judío, que era tratado con mucha circunspección por todos nosotros,
pero solamente porque no acabábamos de fiarnos de él en razón
de su silencio y escarmentados por diversas experiencias; pero no me hacía
ninguna idea especial sobre este particular, como tampoco los otros.
Hasta los catorce a quince años no tropecé más a menudo
con la palabra judío, en parte en relación con conversaciones
políticas. Sentía por ella una ligera repulsión, y no podía
evitar una desagradable sensación, que se apoderaba siempre de mí
cuando se exponían intrigas confesionales.
¡Yo no consideraba entonces este problema desde ningún otro punto
de vista. En Linz había sólo unos pocos judíos..."
Todo esto es muy plausible, pero no coincide por completo con mis recuerdos.
En primer lugar, la imagen del padre me parece haber sido corregida en favor
de una concepción más liberal. La tertulia en Leonding, que él
frecuentaba, se había adherido a las ideas de Schönerer. Es por
ello que parece probable que
el padre rechazara también, de manera rotunda, el judaísmo.
Al referirse a sus tiempos escolares, se silencia que en la escuela real había
unos profesores marcadamente antisemitas que reconocían abiertamente
delante de sus alumnos su odio hacia los judíos. El alumno Hitler debió
haber presentido, por consiguiente, algunos de los aspectos políticos
del problema de los judíos. No puedo imaginármelo de otra manera;
cuando yo conocí a Adolfo Hitler, estaba ya influido rotundamente de
manera antisemita. Recuerdo exactamente, como, en cierta ocasión, cuando
paseábamos por la calle de Bethlehem, al pasar delante de la pequeña
sinagoga, me dijo: - ¡Esto no es propio de Linz!
Según mis recuerdos, Adolfo Hitler era ya encarnizado antisemita a su
llegada a Viena. No hubo de llegar a serlo, aun cuando las vivencias en Viena
le hicieran pensar aun más radicalmente que antes sobre estos problemas.
La tendencia que se pone de manifiesto en la propia referencia de Adolfo Hitler,
es, en mi opinión, la siguiente: En Linz, donde los judíos no
desempeñaban ningún papel trascendente, me era indiferente este
problema. Pero en Viena, dado el gran número de judíos aquí
residentes, me vi obligado a ocuparme de este problema.
Algo distintas son las cosas en el terreno religioso. En Mi lucha no se encuentra,
apenas, a este respecto, una indicación biográfica, aparte de
una referencia de los recuerdos infantiles en Lambach:
"Dado que en mis horas libres recibía yo lección de canto
en el monasterio de Lambach, se me ofreció la mejor oportunidad para
embriagarme a menudo en el solemne esplendor de las festividades religiosas,
extraordinariamente brillantes. ¡Qué más natural, pues,
que, de la misma manera que en otros tiempos a mi padre el pequeño párroco
rural, el señor abad se me apareciera ahora a mí como el supremo
ideal imaginable! Esto fue así, por lo menos durante algún tiempo".
Los antepasados de Hitler eran, con seguridad, personas devotas, creyentes sinceros,
como es usual entre los campesinos. A este respecto, la familia de Hitler estaba
dividida: la madre era devota, fiel a su Iglesia, y el padre liberal, un cristiano
moderado. No cabe apenas de que los problemas religiosos eran más inmediatos
para el padre que el problema de los judíos. Como funcionario del Estado
no podía permitirse mostrarse abiertamente anticlerical, dada la estrecha
unión entre el trono y el altar.
En tanto que el pequeño Adolfo permaneció al lado de la madre,
fue un chiquillo de acuerdo con el modelo de su madre, devoto y abierto a todo
lo grande y bello que ofrece la Iglesia. El pequeño y pálido chiquillo
del coro se mantenía por entero dentro de la devota fe en la religión.
Por escasas que sean las alusiones a este respecto tanto más expresivas
son estas palabras que ocultan más de lo que dicen. El magnifico monasterio
le era familiar. En su infantil sensibilidad se sentía atraído
hacia la Iglesia. No cabe duda de que la madre le apoyaba en este camino.
Cuanto más fue aproximándose al padre en los años siguientes
tanto más van alejándose de él estas vivencias infantiles,
y tanto más. también, iba prevaleciendo en él la liberal
posición del padre ante la vida. La escuela en Linz hizo, luego, lo demás.
Franz Sales Schwarz, el profesor de religión en la escuela real, estaba
poco indicado para influir sobre esta juventud. ¡Los alumnos no se lo
tomaban en serio!
Mis propios recuerdos a este respecto pueden resumirse en unas breves palabras:
en tanto que yo conocí a Hitler, no puedo recordar que asistiera jamás
a un oficio religioso. Sabía que yo iba cada domingo con mis padres a
la iglesia, y lo aceptó como un hecho consumado. No trató de apartarse
de ello, pero, en alguna u otra ocasión, me dijo que no podía
comprender esto por mi parte; su madre era también una mujer devota,
pero no por ello se sentía él obligado a asistir a la iglesia.
Estas palabras, sin embargo, eran pronunciadas siempre sólo de pasada,
con una cierta comprensión y tolerancia, que no podía observarse
en él en otros casos semejantes. Esta vez, evidentemente, no sentía
el menor deseo de imponer su propio punto de vista. No puedo recordar que Adolfo,
al recogerme los domingos por la mañana, después del oficio divino
celebrado en la iglesia de los carmelitas, hubiera jamás aludido a esta
obligación con palabras de menosprecio, ni mucho menos lo hubiera insinuado
con su conducta. Para mi asombro, no hizo de este contraste de pareceres siquiera,
un punto de discusión.
No obstante, un día vino basta mi lleno de excitación, y me mostró
un libro sobre procesos de brujas; y, en otra ocasión, otro libro sobre
la Inquisición. A pesar de su indignación por los sucesos relatados
en estos libros, evitó deducir de ellos consecuencias políticas.
Tal vez no fuera yo, en este caso, el público más adecuado para
él.
Su madre iba los domingos a la iglesia acompañada de la pequeña
Paula. No recuerdo que Adolfo acompañara jamás a su madre a la
iglesia, ni tampoco que la señora Hitler le reprochase nunca por esta
actitud. A pesar de su devoción y su fe, la buena mujer se había,
al parecer, resignado con el nuevo camino elegido por su hijo. Es posible que
en este caso la distinta actitud del padre se interpusiera en su camino, dado
que la influencia de aquél sobre su hijo seguía siendo aún
decisiva.
Resumiendo, podríamos formular la conducta de Hitler en aquel entonces
con relación a la Iglesia de la siguiente manera: la Iglesia no le era,
en modo alguno, indiferente, pero no podía tampoco darle nada.
Considerado todo ello en su conjunto, podría, pues, decirse: Adolfo Hitler
se hizo nacionalista. Yo he podido ser testigo, a su lado, de la incondicional
entrega con que se prescribió, en aquel entonces, al pueblo, al que amaba.
Tan sólo en este pueblo vivía él. No conocía nada
más que a este pueblo.
DIBUJAR, PINTAR, CONSTRUIR
Poco tiempo después de nuestro
primer encuentro sabía yo lo siguiente; este hombre había dedicado
su vida entera al arte. Lo que le ocupaba de manera tan apremiante, tendía
a su expresión artística; hablar sólo de ello, era demasiado
poco. Durante mucho tiempo no pude descubrir yo en qué consistían,
en realidad, sus disposiciones artísticas.
Entonces, cuando le conocí en el teatro municipal, me pareció
que se había consagrado a la música lo mismo que yo, pues hablaba
con asombrosa seguridad sobre cuestiones musicales. En secreto - así
pensaba yo - es posible que se dedique quizá a la composición.
Pero, más tarde, cuando me leyó por primera vez poesías
escritas por él, modifiqué mi opinión, pues hasta entonces
no había conocido yo a nadie que escribiera poesías. Yo mismo
estaba muy alejado de tales ensayos. Tanto más trascendente se me aparecía,
en consecuencia, este arte. Por desgracia, en tanto yo puedo saber, ninguna
de estas poesías ha sido conservada. Recuerdo solamente que la impresión
que estos versos, leídos con ardiente entusiasmo, hicieron sobre mí,
fue enorme, y que este arte me impuso de manera extraordinaria. Yo no tenía
apenas un juicio propio para estas cosas. Después de todo, yo no era
más que un tapicero y teína otras cosas en la cabeza que escribir
poesías. Sospecho que estas poesías no serian más que las
torpes rimas de un muchacho, y que estos poéticos versos no tenían,
en realidad, una mayor trascendencia.
Mientras yo estaba todavía indeciso, de si debía incluir a mi
amigo entre los músicos importantes o entre los futuros poetas, me sorprendió
su afirmación de que quería ser pintor artístico.
Recordé al instante haberle visto a menudo dibujando en su casa, pero
también cuando estaba en camino conmigo. En el curso de nuestra amistad,
sin embargo, tuve ocasión de conocer varios de sus trabajos. Como tapicero
que ha aprendido su oficio, debía hacer yo a veces, también, algunos
dibujos. Esto me ocasionaba siempre grandes dificultades. Tanto más asombrado
me sentí, al ver la facilidad con que estas cosas salían de la
mano de mi amigo. Doquiera que nos detuviéramos siempre llevaba consigo
los más diversos papeles. De su bolsillo sacaba un lápiz. La idea,
¡esto era siempre lo más difícil para mi! Para él
era, justamente, lo contrario. Por decirlo así, la idea estaba ya hecha
aun antes de que empuñara el lápiz. Con rápidos trazos
aparecía sobre el papel lo que él quería representar. Lo
que no podría exponer con suficiente elocuencia con sus palabras, lo
continuaba el lápiz. Había cierto encanto en estos primeros y
fugaces trazos. Me admiraba mucho cuando del laberinto de líneas cruzadas
y confluentes se destacaba una imagen determinada. La realización misma
le procuraba mucho menos alegría.
Cuando le visité por primera vez en su estudio, vi por todas partes esbozos,
dibujos y proyectos. "El nuevo Teatro Nacional" se leía uno,
o el "Hotel alpino en el Lichterberg". Me parecía haber entrado
en el despacho de una empresa dedicada a la construcción. Cuando más
tarde le vi trabajar en el tablero de dibujo - de manera distinta que en los
instantes de feliz inspiración, mucho más cuidadosamente con más
exactitud y detalle-, no tuve la menor duda de que había adquirido ya
todos los conocimientos técnicos y especiales necesarios para su trabajo.
A fin de cuentas, yo había pasado también por tres actos de duro
aprendizaje y sabía que en esta vida no se regala nada, y cuan penosamente
hay que adquirir un tal conocimiento. No me pareció posible que una cosa
tan difícil pudiera sacarse, sencillamente, de la bocamanga como por
arte de magia y durante mucho tiempo no pude creer que todo aquello que veía
no era más que improvisación.
Existen tantos de estos trabajos que es posible hacerse una idea acertada sobre
las disposiciones de Adolfo Hitler en este campo. Ahí está, en
primer lugar, una acuarela. El concepto de acuarela no es aquí el más
indicado. Se trata de un simple dibujo a lápiz, coloreado luego con colores
al temple. A esta acuarela de Adolfo Hitler le falta por completo la rápida
captación del ambiente, tan típico para la acuarela, un cierto
sentimiento, esta fragancia y suavidad, que aun en la obra terminada revela
algo del fresco aliento del agua empleada.
Justamente aquí, donde hubiera debido trabajar de manera rápida
e intuitiva, se entretenía Adolfo con una minuciosa exactitud.
Como todo lo que puedo aportar de la actividad artística de Adolfo Hitler,
se encuentra, también una acuarela, que conservo todavía, y que
debe incluirse entre sus primeros ensayos. Es aún muy torpe, impersonal
y de aspecto primitivo. Pero es aquí justamente donde reside su principal
encanto. Representa el Pöstlingberg, el distintivo de Linz, con fuertes
colores. Recuerdo perfectamente cómo Hitler me regaló este bosquejo.
De esta primera acuarela y de las centenares que siguieron no puede esperarse
ninguna conclusión artística. Con ellas no pretendía expresar
algo que llenaba su ánimo, sino simplemente pintar algunos agradables
cuadritos. Casi siempre elegía para ello objetos amados, de preferencia
arquitectura, y sólo raras veces paisajes. Si el hombre que pintara estas
tarjetas no fuera precisamente Hitler, nadie se ocuparía de estos trabajos.
Distinto es lo que sucede con sus dibujos. Por desgracia, sólo se han
conservado unos pocos de ellos. Mi propia contribución a este respecto
es mas que modesta. Aun cuando entonces poseía yo varios de estos dibujos,
no he podido conservar mas que uno solo, un simple proyecto arquitectónico,
que poco nos dice. Es el dibujo en tinta china de una villa en el Gugl, Stockbauerstrasse
7.
Esta villa, recién reconstruida entonces, le había gustado mucho
a Adolfo. Él la dibujó y me regaló la hoja. Aparte de su
predilección por la arquitectura, poco es lo que puede deducirse de ella.
El muchacho de quince años me había manifestado su decisión
de ser pintor artístico. Durante los años pasados en Linz, este
objetivo se mantuvo, más por obstinación que por verdadera inclinación.
Ya entonces se puso de manifiesto en Hitler una fuerte inclinación hacia
la arquitectura.
Cuando recorro con mis recuerdos aquellos años en Linz, debo reconocer
que el pintar era, para Hitler, algo que no se tomaba demasiado en serio, simplemente
una especie de actividad, al margen del camino fijado; pintar era, para él,
un juego con una inversión, de la que estaba seguro. Construir sin embargo,
significaba mucho más para él. En lo que construía en su
fantasía ponía todo su ser. Se sentía absorbido por ello
hasta en lo más íntimo. Cuando había tenido una idea determinada
parecía como poseído por ella. En estos momentos no existía
nada más para él. Podía olvidar el tiempo, el sueño,
el hambre, todo. Por fatigoso que fuera para mí seguirle en su obsesión,
justamente estos instantes son para mi un recuerdo inolvidable. A mi lado y
frente a la nueva catedral estaba este pálido y delgado muchacho, a quien
el primer bozo empezaba a asomar sobre el labio superior, con su traje barato,
desgastado en las mangas y en el cuello, captando de una sola mirada cualquier
detalle arquitectónico, analizaba el estilo y la expresión, alababa
o criticaba la ejecución, criticaba el material, y todo ello con una
tal minuciosidad, con un tal conocimiento de causa, como si fuera él
su arquitecto y tuviera que pagar, de su propio bolsillo, cualquier negligencia
en la realización. Sacaba entonces una agenda de notas, y el lápiz
corría rápido sobre el papel. Así y de ninguna otra manera
debía resolverse esta tarea, afirmaba Adolfo. Yo debía comparar
sus bosquejos con el proyecto ejecutado, debía aprobarlos o rechazarlos
como él, y todo ello con un celo como si nuestra propia vida dependiera
de ello.
Su pasión por modificarlo todo celebraba aquí verdaderos triunfos;
pues una ciudad está más o menos bien edificada. No podía
caminar por sus calles sin verse interpelado continuamente por todo lo que veía.
Y ninguna pregunta quedaba aquí por contestar. Casi siempre se agitaba
en su cabeza una docena de construcciones distintas a la vez; algunas veces
tenía yo la impresión como si todos los edificios de esta ciudad
estuvieran presentes al mismo tiempo ante él como en una visión
panorámica. Pero, tan pronto como su atención era atraída
por un detalle, toda su potencia y capacidad se concentraban en éste
y sólo en éste. Recuerdo cómo, cierto día, se demolió
en la plaza principal el viejo edificio del Banco de Austria Septentrional y
Salzburgo. Con febril impaciencia seguía Adolfo el curso de la edificación.
Estaba sumamente preocupado por si la proyectada edificación armonizaría
en el cerrado conjunto de la plaza. Como, entre tanto, tuviera que trasladarse
a Viena, recibí yo el encargo de informarme continuamente de los progresos
de la construcción. En su carta del 21 de julio de 1908 dirigida a mí
se dice: "Cuando el banco esté terminado mándame, por favor,
una tarjeta postal". Yo pude evadirme, finalmente, de este asunto, dado
que no existían todavía tarjetas postales del edificio, procurándome
una fotografía de la construcción recién terminada, y mandándosela
a Viena. Por lo demás, Adolfo se manifestó de acuerdo con la solución
adoptada.
Había muchas de tales "casas", de las que se ocupaba continuamente.
Se sentía arrastrado hacia toda nueva construcción. Adolfo se
sentía responsable por todo lo que se construía. Pero aún
más que estos concretos proyectos le interesaban los grandes proyectos
encargados por él a sí mismo. Su afán de cambiarlo todo
no conocía aquí limite alguno. Al principio observaba yo todas
estas andanzas con encontrados sentimientos y me preguntaba, con asombro, por
qué se ocuparía con tanta tozudez de cosas, que, así lo
creía yo, no serían jamás realizadas. Sin embargo, se obstinaba
tanto más en un proyecto, cuando más lejos estaba de su realización.
Conocía aun en sus mínimos detalles todos estos proyectos, como
si hubieran sido ya realizados y toda la ciudad de Linz hubiera sido reconstruida
de acuerdo con sus proyectos. Muchas veces era yo incapaz de seguirle, y en
el primer momento no sabía si se trataba de algo ya existente o tan sólo
en proyecto de realización. Para él era esto lo mismo. No establecía
la menor diferencia al hablar de algo terminado o de algo proyectado. La ejecución
era, para él, lo de menos en toda edificación.
En ninguna parte se revela de manera tan convincente la inquebrantable consecuencia
de un espíritu como en este campo. Lo que proyectara el muchacho de quince
años lo llevó a la realidad el hombre de cincuenta, como, por
ejemplo, el proyecto para el nuevo puente sobre el Danubio, tan fielmente en
sus menores detalles, como si no se interpusieran decenios, sino tan sólo
unas pocas semanas, entre el proyecto y la realización. El proyecto estaba
allí. Después venía la influencia y el poder, y el proyecto
se convertía en encargo. Seguían los medios. El encargo se convertía
en realidad. Todo esto tenía lugar con una tal consecuencia, como si
para el muchacho de quince años considerara muy natural que un día
los encargos y los medios habrían de venir por sí mismos. No me
es posible asimilar estos hechos en mi modesta cabeza. Me es inconcebible cómo
es posible algo semejante. Uno se sentiría tentado a hablar de milagro,
porque la razón no puede seguir aquí. Casi me resisto a relatar
lo que sigue, porque los proyectos hechos por este muchacho, entonces completamente
desconocido, para la reconstrucción de su ciudad paterna de Linz, coinciden
con el nuevo plano de la ciudad iniciado con posterioridad al año 1938,
de forma que podría dudarse de la veracidad de mis explicaciones. Y,
sin embargo, son ciertos hasta en sus menores detalles.
En mi decimoctavo aniversario, el 3 de agosto de 1906, me regaló mi amigo
una villa. Lo mismo que la villa proyectada para Estefanía, estaba concebida
en el estilo Renacimiento, tan amado por él. Es una suerte haber conservado
estos bosquejos. Muestran una edificación majestuosa, a manera de un
palacio, cuyo fachada está dividida por una torre empotrada. El dibujo
permite reconocer la bien concebida disposición de las habitaciones,
que se agrupan de manera adecuada en torno al salón de música.
La escalinata, en forma de caracol, problema de difícil solución
arquitectónicamente, está representada en un bosquejo aparte.
De la misma manera, el vestíbulo, con su majestuoso balcón, está
especialmente realzado. Un grácil esbozo nos muestra el portal. Adolfo
buscó conmigo un lugar adecuado para la edificación de esta villa,
su regalo de aniversario. Debía levantarse en el Bauernberg, en medio
de unos soberbios parques. En ocasión de mis visitas a Bayreuth procuré
no recordarle a Hitler este imaginario regalo de aniversario. Estaba en situación
para ello, y me hubiera construido con toda seguridad una villa sobre el Bauernberg,
que probablemente hubiera sido más hermosa que este proyecto, producto
del gusto de aquel entonces.
Mucho más impresionantes son dos distintos proyectos de construcción
conservados por mí de entre sus numerosos diseños para la nueva
sala de música. El viejo teatro era una construcción insuficiente
en todos los sentidos. Los amigos del arte en Linz se habían reunido
en una asociación, con el propósito de hacer posible la construcción
de un moderno teatro. Adolfo ingresó inmediatamente en esta asociación
y participó en el concurso abierto para aportar nuevas ideas. Durante
meses enteros trabajó sin cesar en estos planes y proyectos y creía,
con toda seguridad, que sus proyectos serían aceptados. Se mostró
enormemente indignado cuando la asociación, en la que había puesto
tantas esperanzas, finalmente, en lugar de construir un nuevo edificio, se limitó
a restaurar el viejo teatro. Podemos leer un mordaz fragmento en la carta que
me escribió con fecha 17 de agosto de 1908: "Me parece que quieren
remendar, una vez más, este vejestorio". Indignado, declaró
que prefería empaquetar su manual para arquitectura y mandarlo al comité
encargado de estudiar las posibilidades de construir el nuevo teatro. ¡Cómo
expresa su ira en estas palabras!
De esta época procede también el dibujo siguiente. En su cara
delantera muestra la proyectada sala de conciertos. Numerosas columnas dividen
las paredes, en las que se encuentran palcos aislados.
Un adorno en forma de figuras culmina la balaustrada. Una poderosa cúpula
corona la sala. En el reverso de este osado proyecto me expuso Adolfo las condiciones
acústicas de la construcción por él proyectada, las cuales
me interesaron, especialmente en mi calidad de músico. Se ve aquí
claramente cómo las ondas sonoras procedentes del sitial de la orquesta
se reflejan en el techo de tal manera que caen, en cierto modo, desde arriba,
sobre los oyentes sentados en la platea. Adolfo se interesaba grandemente por
los problemas acústicos. Puedo recordar todavía con exactitud
su proposición de modificar la sala del Volksgarten, cuya deficiente
acústica siempre nos había enojado, mediante unas construcciones
adecuadas en el techo.
¡Y ahora pasemos a la reconstrucción de Linz! En esta relación,
sus ideas eran inagotables, pero éstas no iban de un lado a otro, sino
que, una vez tomada una decisión, se mantenía en ella de manera
inquebrantable. A ello se debe que haya podido recordar yo tantos detalles.
Siempre que pasábamos delante de este o aquel lugar, todos los proyectos
parecían convertirse al instante en realidad, aun en sus menores detalles.
La Plaza Principal, maravillosamente enmarcada, llenaba a Adolfo siempre de
un renovado encanto. Lamentaba solamente que las dos casas que daban al Danubio
ocultaran en parte la vista sobre la corriente y la cadena montañosa
que se extendía detrás de aquélla. De acuerdo con sus planes,
estas casas debían separarse lo bastante para permitir la vista hasta
el nuevo puente, ensanchado a la manera de una carretera, sin perjudicar, por
ello, el efecto a modo de sala de la plaza; una solución que más
tarde convirtió exactamente en realidad. El ayuntamiento, situado también
en esta plaza, lo encontraba indigno de una ciudad tan próspera como
Linz. El nuevo ayuntamiento debía levantarse como un majestuoso edificio
- en modo alguno neogótico, usual en aquel entonces para los ayuntamientos,
como lo demuestran los ejemplos de Viena o Munich-, sino en un estilo mucho
más moderno. Hitler siguió otros principios en la reforma del
viejo palacio, que corona sobre la vieja ciudad como una mole de desagradable
aspecto. En una librería habla descubierto un viejo grabado de Merian,
que muestra el estado del palacio antes del gran incendio. Este primitivo estado
debía restablecerse, y el palacio deberla ser utilizado a manera de museo.
Un edificio que le llenaba continuamente de entusiasmo era el museo creado en
1891 ¡Cuántas veces nos detuvimos ante el friso de mármol,
de ciento diez metros de largo, que reproduce en sus relieves plásticos
escenas de la historia del país! Adolfo no se cansaba de contemplarlo.
En sus proyectos prolongaba el edificio del museo más allá del
jardín contiguo del colegio de Santa Elizabeth, y prolongaba el friso
hasta los doscientos veinte metros, de modo que, según afirmaba, se convertiría
en el mayor friso plástico del continente. Se ocupaba también
activamente de la nueva catedral, entonces en construcción. Consideraba
vano el intento de dar nueva vida al gótico en nuestra época,
y se sentía también indignado con los ciudadanos de Linz porque
no conseguían imponerse a los vieneses. La torre de la catedral de Linz
no podía exceder de ciento treinta y cuatro metros, para mantenerse a
respetuosa distancia de la torre de la iglesia de San Esteban, en Viena, de
ciento treinta y ocho. Sin embargo, lo que más satisfacción causaba
a Adolfo era el cobertizo levantado para la construcción de la catedral,
del que, según confiaba, podrían obtenerse algún día
buenos picapedreros para la ciudad. La estación estaba demasiado próxima
a la ciudad, obstaculizaba el tráfico y el desarrollo de la edificación
con sus instalaciones férreas. Aquí encontró Adolfo una
solución ciertamente genial para aquel tiempo. Trasladó la estación
lejos de la ciudad, al campo libre, en dirección a la Welser Heide o
hacia Kleinmünchen - tenía en cuenta ambas posibilidades - y hacía
pasar las vías por debajo del plano de la ciudad. El espacio que quedaría
libre por el derribo de la vieja estación debía servir para la
ampliación del Volksgarten. Al leer esto, hay que representarse la época
allá por el año 1907, y considerar que una persona de dieciocho
años, completamente desconocida, carente de toda educación previa
y de estudios especializados, exponía estos planes revolucionarios para
la planificación de la ciudad, una prueba de hasta qué punto era
capaz de superar las ideas y prejuicios de aquel entonces.
Lo mismo que la ciudad, Hitler transformaba también los alrededores de
Linz. Una interesante idea le obsesionaba en su romántica visión
para la renovación del castillo de Wildberg, que se levanta del profundo
Haselgraben. El castillo debía recuperar nuevamente su estado primitivo,
y ser aprovechado para un museo al aire libre, ¡en aquel entonces una
idea enteramente nueva! Quería reunir allí a determinados artesanos.
Sus oficios debían seguir de un lado las tradiciones medievales, pero,
de otro, servir también a los modernos propósitos, por ejemplo,
para estimular el turismo. La gente alojada en el castillo debía ir vestida
a la manera antigua. Los viejos usos gremiales debían conservarse allí
en toda su integridad e instalarse también una escuela de maestros cantores.
Según sus palabras textuales "las gentes peregrinarían hacia
esta isla, en la que se habrían detenido los siglos", para estudiar
en ella la vida y costumbres de una colonia medieval. Más allá
de Dinlkelsbühl y Rotenburg, en Wildberg, no debía mostrarse solamente
arquitectura, sino también una existencia real. El derecho de peaje,
que debía alzarse en el portal de entrada a los visitantes, serviría
como complemento para el sostenimiento de sus habitantes. Adolfo tuvo muchos
quebraderos de cabeza pensando en la elección de los artesanos adecuados,
y recuerdo muy bien que discutamos muy a menudo sobre ello. Después de
todo, no tardaría en sufrir yo el examen de oficial, lo que me autorizaba
a hacer oír aquí mi parecer.
La torre sobre el Lichtenberg, por el contrario, debía convertirse en
una instalación muy moderna. Un funicular llevaría hasta su cima.
Aquí debía levantarse un confortable hotel. Una torre de trescientos
metros de altura - una construcción de acero, que le preocupaba grandemente
- coronaría todo el conjunto. Desde la plataforma mas alta de esta torre,
según él afirmaba, podría verse brillar, con tiempo claro
y la ayuda de un anteojo, el águila dorada en la cima de la torre de
la iglesia de San Esteban en Viena. Me parece haber visto, incluso, un dibujo
de este proyecto en casa de Adolfo.
Sin embargo, el proyecto más audaz, el que dejaba a todos los demás
en la sombra, era la construcción de un grandioso puente de arco tendido
a gran altura sobre el Danubio.
Con este objeto había concebido el trazado de una carretera de montaña.
Ésta debía empezar en cl Gugl, que entonces era todavía
una fea cantera de arena, aislada por una empalizada de madera. Con las basuras
y desechos de la ciudad debía rellenarse este foso, sobre el que se instalaría
un parque. La nueva carretera se prolongada luego, en un amplio trazo, hasta
el bosque inmediato a la ciudad. (Hace ya tiempo que el municipio de la ciudad
de Linz ha convertido en realidad esta iniciativa, sin conocer los planes del
joven Hitler. La carretera de montaña construida desde entonces coincide
exactamente con la carretera proyectada por Hitler.) Según Adolfo, debía
ser derribada la atalaya del emperador Francisco José en el Jägermayerwald,
la cual se conserva hoy día todavía. En su lugar, debería
erigirse un altivo monumento. En el recinto de honor se alojarían los
bustos de los grandes hombres que hubieran contraído méritos en
pro de la Alta Austria. Desde la cúpula del recinto de honor se gozaría
de una vista maravillosa sobre una gran extensión del país. Como
coronación de la construcción estaba concebida la figura de Sigfrido,
alzando en el aire su espada Nothung. (Aquí intervienen de manera evidente
los modelos del Walhalla, de la sala de la liberación de Kelheim y del
monumento a Hermann en la selva de Teutoburgo.) Desde este lugar, el puente
se tiende en un solo arco hasta las abruptas paredes de la orilla montañosa
fronteriza. Adolfo se veía arrastrado a estas ideas por la leyenda de
un osado jinete, que, huyendo de sus perseguidores se lanzó desde este
lugar al espantoso abismo, para, después de cruzar a nado el Danubio,
alcanzar la otra orilla. Este puente superaba todo lo hasta entonces imaginado.
La luz del arco era, según nuestros cálculos, de más de
quinientos metros. La cima del puente estaba a más de noventa metros
de altura sobre el nivel de la corriente. Lamento profundamente que no se haya
conservado uno sólo de los dibujos de este proyecto, realmente único.
Esta construcción sobre el hondo valle del Danubio, según explicaba
mi amigo, sería única en el mundo, para orgullo de Linz. Después
de cruzado este osado puente, la carretera se uniría a la ladera del
Pöstlingberg, uniendo así la mejor vista sobre la ciudad, a la que
los dos tanto amábamos, con el terreno más hacia el sur. ¡Cuán
a menudo nos deteníamos ya en uno o en el otro lado de las escarpadas
orillas, en tanto que Adolfo me exponía la proyectada construcción
con todos sus detalles!
Estos osados y amplios planos causaban en mí una peculiar impresión,
de la que puedo acordarme todavía. Aun cuando todo ello no dejara de
ser, a mis ojos, un juego de la fantasía muy lejos de la posibilidad
de verse convertido en realidad, estas ideas ejercían un raro encanto
sobre mí. Lo que proyectaba mi amigo y lo que sabía retener en
un par de rápidos trazos, no era una fantasía carente de fundamento.
De una manera u otra, estas ideas, al parecer tan abtrusas, no dejaban de tener
algo de convincente, algo de subyugante en sí. Latía en ellas
una especie de lógica superior. Una idea traía consigo a la otra
de manera consecuente, una daba lugar a la otra. De esta manera, todo el conjunto
era ofrecido en una clara y razonable relación, cuyas románticas
reminiscencias, como la de la "Edad Media viva en el castillo de Wildberg",
procedían claramente del mundo de la fantasía de Ricardo Wagner.
Iban unidas a las más modernas ideas técnicas, como la eliminación
de los peligrosos cruces ferroviarios, desviando las vías mediante galerías
subterráneas. No era éste un recrearse inútil en irreales
fantasías, sino un método muy disciplinado, en un cierto sentido,
casi sistemático. Tal vez se debiera ello, justamente, a la especial
fuerza de atracción que esta composición en arquitectura ejercía
sobre mí, que parecía absolutamente realizable, aun cuando nosotros,
pobres muchachos carentes de todo recurso, no tuviéramos la menor posibilidad
de convertir estos proyectos en realidad. Pero esto no parecía perturbar
lo más mínimo a mi amigo. Creía firmemente que algún
día podría realizar todos estos proyectos geniales. El dinero
carecía para él de importancia. Sólo el tiempo era decisivo,
es decir, el intervalo de vida dentro del cual podía convertir en realidad
sus ideas. Mi razón se oponía a esta fe incondicional en una ulterior
realización de estos proyectos. Este era el punto en el que no le podía
yo seguir. ¿Qué sería de nosotros mañana? ¿De
mí, por ejemplo? En el mejor de los casos, un afamado director de orquestal
¿Y de Adolfo? ¡Un famoso pintor, un dibujante, quizá un
celebrado arquitecto! ¡Cuán lejos se aparecían, empero,
estas metas profesionales del prestigio, importancia, riqueza y poder necesarios
para transformar, de manera tan radical, toda una ciudad! ¡Y sabe Dios
si en la inaudita fantasía e impulsivo temperamento de mi amigo la cosa
hubiera quedado en la transformación de Linz! Adolfo no podía
dejar tranquilo nada que cayera en sus proximidades. Yo sentía serios
reparos, y osaba, de vez en cuando, aventurar alguna observación, para
recordar la indiscutible realidad que, uniendo nuestras fortunas, apenas si
hubiéramos podido reunir un par de coronas, escasamente suficientes para
comprar el papel en que dibujar. La mayoría de las veces rechazaba Adolfo,
con enojo, esta insinuación. Me parece ver todavía su hosco ademán,
el rígido gesto de la mano al rechazar estas objeciones.
Para él, estos eran planes que algún día habrían
de convertirse, naturalmente, en realidad, y con la mayor exactitud. Y para
ello se preparaba con todos los detalles. Y por ilusorio que pareciera un pensamiento,
él lo estudiaba hasta en sus últimas posibilidades. ¿Cómo
podría conseguirse el material para aquel puente de arco sobre el Danubio?
¿Debería ser de piedra o habría de acudir al acero? ¿Cómo
podrían fundirse los espolones? ¿Sería la roca lo bastante
resistente? Problemas éstos, en parte no resueltos técnicamente
pero, en parte también muy atinados. Adolfo vivía ya de tal manera
en esta ciudad de Linz "reconstruida" que adaptaba a ella sus diarias
costumbres. Nos encaminábamos al "Templo de honor", a la "Weihehalle"
o a nuestro "Museo medieval al aire libre".
Cuando un día interrumpí yo una vez la osada elocuencia de sus
pensamientos encauzados a la construcción de un monumento nacional, con
la sobria pregunta de cómo se imaginaba la financiación de esta
obra, se limitó a contestarme con un simple "¡Qué tontería,
el dinero! " Pero, al parecer, esta objeción no le dejaba en paz.
hizo lo que suele hacer la gente que quiere ganar rápidamente dinero:
se compró un billete de lotería. Y, sin embargo también
había una diferencia en la manera como Adolfo compró lotería
y como lo hacen los demás: pues los demás sueñan con el
primer premio o lo desean solamente, en tanto que él se lo había
asegurado ya en el instante de su adquisición olvidándose de comprar
el premio en aquel instante. Su única preocupación en este caso
era cómo utilizar de manera adecuada y razonable, esta considerable suma.
De la misma manera como en medio de sus más osados planos surgían
en él, de repente las más sobrias reflexiones - una típica
característica suya-, lo mismo sucedió con la compra de este billete
de la lotería. Aun cuando en su fantasía empezaba ya a aprovechar
para sus construcciones la suma representada por el primer premio, estudió
detenidamente las reglas del juego y sopesó, exactamente, nuestras posibilidades
Mis recuerdos de la historia del gran premio son tan exactos y concretos, porque
este episodio fue, justamente un triunfo de nuestra amistad. Este primer premio,
ganado en nuestra imaginación, tuvo sobre nuestra amistad un efecto más
corto, por ser tan sólo pasajero pero tan vinculado como el secreto de
Estefanía, compartido y vivido por los dos.
Adolfo me había invitado a comprar conjuntamente con él un billete
de lotería. El billete costaba diez coronas Yo debía contribuir
con la mitad, es decir, cinco coronas. No obstante, estas cinco coronas no debían
ser aportadas por mis padres, sino que debían ser ganadas por mí
mismo. En aquel entonces yo disponía de algún dinero para mis
necesidades, y en algunas ocasiones recibía también propina de
los clientes, cuando había decorado un dormitorio o un comedor a su entera
satisfacción. Adolfo hizo que le demostrara exactamente de dónde
procedían las cinco coronas. Cuando se hubo asegurado de que, por mi
contribución, no habría de intervenir en el juego ninguna tercera
persona, nos dirigimos los dos juntos a la expendeduría de la lotería
del Estado, para comprar el billete. Tardó mucho tiempo en elegirlo.
No sé desde qué punto de vista hizo esta elección. Como
no prestaba la menor atención a las ciencias ocultas y en este sentido
era más que indiferente, su conducta me era enigmática. Pero,
finalmente, consiguió encontrar el primer premio. "¡Ya lo
tengo!", exclamó volviéndose hacia mí, y guardó
el billete en su librito negro de cubiertas flexibles en el que anotaba sus
poesías.
El tiempo transcurrido hasta el sorteo fue, realmente, el más bello de
nuestra amistad. El amor y el entusiasmo, las grandes ideas, osados proyectos,
de todo ello disponíamos ya en abundancia. Lo único que nos había
faltado hasta entonces era dinero. Y ahora teníamos hasta esto. ¿Qué
podíamos querer más? A pesar de que el primer premio representaba
mucho dinero, mi amigo no se dejó arrastrar, en modo alguno, a un irreflexivo
derroche de esta suma. ¡Por el contrario! Procedió con él
de manera sumamente calculadora y ahorradora. Hubiera carecido de objeto invertir
este dinero en alguno de sus proyectos, como en el de la reconstrucción
del museo; pues no hubiera sido más que una acción parcial en
el marco de la gran urbanización de la ciudad. Era mucho más razonable
emplear este dinero en nosotros mismos, para procuramos una situación
y una consideración pública con ayuda de esta suma, la cual, a
su vez, hiciera posibles otros pasos en el sentido de nuestros planes para el
futuro.
Construir tina villa para nosotros era demasiado costoso. La construcción
hubiera consumido una parte tan grande de esta suma, que hubiéramos debido
instalarnos como pobres diablos en esta maravillosa villa. Adolfo propuso una
solución intermedia. Según sus palabras, debíamos alquilar
un piso y decorarlo según nuestras necesidades. Después de largas
y cuidadosas reflexiones elegimos el segundo piso de la casa número 2
de la Kirchengasse; pues esta casa estaba situada de manera única. Aun
cuando estaba cerca de la orilla del Danubio, la vista se extendía hacia
el otro lado hasta las verdes y encantadoras colinas del Mühlviertel, coronadas
por cl Pöstlingberg. Nos introdujimos secretamente en la casa, comprobamos
la vista ofrecida por las ventanas de la escalera, y Adolfo se hizo un plano
de la casa.
Después nos instalamos en ella, por así decirlo. Un ala del piso,
mayor, debía habitarla mi amigo, y la menor estaba reservada para mi.
Adolfo distribuyó las habitaciones de tal manera que su despacho estuviera
lo más alejado posible del mío, para que, cuando estuviera junto
a su mesa de dibujo, no se viera molestado por mis ejercicios musicales.
Mi amigo cuidó también de la decoración de las habitaciones
y dibujó a escala las distintas piezas del mobiliario en el plano del
piso. Eran muebles bellos y sólidos a la vez, trabajados por los mejores
maestros artesanos de la ciudad, y en modo alguno de barato trabajo en serie.
Incluso el modelo para el pintado de las distintas habitaciones fue proyectado
por Adolfo. Sólo en los cortinajes y tapicerías pude intervenir
yo, y mostrarle tal y como quería yo ver tapizadas las habitaciones que
me correspondían. No cabe duda de que le gustaba la manera segura y natural
con que yo intervenía en la instalación de la vivienda. No teníamos
la menor duda de que el primer premio nos estaba asegurado; Adolfo me había
arrastrado en su ilimitada fe en el éxito deseado. También yo
contaba con un pronto traslado a la casa en el número 2 de la Kirchengasse.
A pesar de su sencillez, en todo lo referente a esta casa se ponía de
manifiesto un escogido gusto personal. Adolfo se proponía reunir en nuestra
casa a un grupo de personalidades entusiastas por el arte. Yo debería
tocar música para ellas. Él daría algunas conferencias
o les explicaría sus nuevos trabajos. Nos dirigiríamos regularmente
a Viena, para asistir allí a conferencias y asistir al teatro y a los
conciertos. (¡Me di cuenta entonces de que Viena jugaba ya un gran papel
en el mundo de la fantasía de mi amigo! Era, pues, un milagro que Adolfo
se hubiera decidido por la Kirchengasse en Urfahr!).
A pesar del premio gordo, nuestra vida no debería sufrir la menor modificación.
Seguiríamos siendo personas sencillas, buenas y honestas, pero en modo
alguno vestidas de manera llamativa. Por lo que se refiere al vestir, Adolfo
tuvo entonces una graciosa ocurrencia, que me llenó de entusiasmo: los
dos nos vestiríamos exactamente igual, de manera que la gente nos tendría
por hermanos! ¡Creo que esta sola idea era digna por sí sola del
primer premio en la lotería! Demuestra hasta qué punto nuestra
amistad del teatro se había convertido en una amistad profunda, de sentido
romántico. Naturalmente, debería abandonar yo la casa paterna
y también el oficio de tapicero. Mi futura labor musical no me dejaría
tiempo para estas ocupaciones; pues, al progresar el estudio aumentaría
también nuestra comprensión por las experiencias artísticas
hasta absorbemos por completo.
Adolfo pensaba en todo, incluso en el cuidado de la casa, cosa necesaria, pues
el día del sorteo estaba cada vez más cerca. Pondríamos
a una dama fina y distinguida al frente de nuestra casa, la que atendería
a su cuidado. Debería ser una mujer de edad ya madura, para no exponemos
a esperanzas o intenciones que pudieran oponerse a nuestra vocación artística.
Así, pues, todo estaba ya dispuesto. Esta idea me persiguió aún
durante mucho tiempo: una mujer ya de edad, de cabellos grises, pero extraordinariamente
distinguida, que recibe en la escalera, festivamente iluminada del piso, a los
invitados de sus pupilos, estos jóvenes de diecisiete y dieciocho años,
invitados que pertenecen a los círculos amigos más escogidos y
elevados, que ellos suelen reunir a su alrededor.
Durante los meses de verano haríamos grandes viajes. La primera e inaplazable
meta sería Bayreuth, donde gozaríamos de los dramas musicales
del gran maestro en su más perfecta realización. (¡ Esta
parte de nuestros sueños de juventud fue para mí la única
que habría de verse realizada, aun sin primer premio!) Desde Bayreuth
visitaríamos otras muchas notables ciudades, maravillosas catedrales,
palacios y castillos. Sin embargo, también visitaríamos centros
industriales, astilleros e instalaciones portuarias. "¡Visitaremos
toda Alemania!", afirmó Adolfo. Éstas eran sus palabras más
favoritas.
Y llegó el día del sorteo.
Adolfo vino a mi taller con la lista de la lotería y lleno de excitación.
Raras veces le había visto yo tan furioso como en esta ocasión.
Primeramente descargó su ira sobre la lotería nacional, esta especulación
organizada por el Estado sobre la credulidad de los hombres: ¡este abierto
engaño a costa de los complacientes ciudadanos! Su ira se centró
luego sobre el Estado mismo: ¡este cuerpo remendado formado por diez o
doce o Dios sabe cuántas naciones, este monstruo creado mediante enlaces
matrimoniales por los Habsburgos! ¿Acaso podía esperarse otra
cosa, sino que dos pobres diablos como nosotros fueran estafados en sus últimas
y míseras coronas?
Ni una sola vez se le acudió a Adolfo reprocharse a sí mismo,
por haber pretendido para sí, con tan absoluta naturalidad, el primer
premio. Horas enteras se había pasado ante la lista de los premios, calculando
exactamente el número de billetes y premios ofrecidos, deduciendo de
ello nuestras escasas posibilidades de acertar. Yo no podía comprender
esta contradicción en su naturaleza. Pero era así.
Por primera vez le había fallado su inaudita capacidad de sugestión,
que forzaba en la dirección deseada las cosas que le atraían.
Y esto no podía tolerarlo; pues era más enojoso que la pérdida
del dinero y que la renuncia al piso y a la dama, recibiendo con distinguida
indolencia a nuestros invitados.
Más razonable que confiar en las instituciones estatales, como lo era
también esta lotería, le parecía a Adolfo confiar en sí
mismo y en su propio futuro. En este caso no podrían sucederle, estas
desgracias. Así, después de un breve período de extremo
abatimiento regresó de nuevo a sus primeros proyectos. Uno de sus favoritos
era la reforma del puente sobre el Danubio, que une Linz con Urfahr. Cada día
cruzábamos por este puente por encima de la corriente que seguía
su tranquilo curso hacia el Este. Adolfo amaba especialmente este camino a través
del puente. Sobre estas agitadas aguas se percibía algo libre, un impulso
hacia adelante, una atmósfera que era muy distinta a la que reinaba en
las calles y plazas de la ciudad. Yo tenía la impresión de que
la proximidad del río daba nuevas alas a su fantasía; pues casi
en ninguna otra parte le he oído expresar con tal entrega y emoción
sus ideas que en este familiar camino a través de la corriente.
Cuando el grave desbordamiento en mayo del año 1868 arrancó cinco
sostenes del viejo puente de madera, se decidió la construcción
de un puente de hierro, que fue terminado en el año 1872. Este nuevo
puente de vigas de celosía carecía de toda belleza, era demasiado
estrecho y, aun cuando en aquel entonces no se conocieran todavía los
automóviles, no bastaba para las necesidades del tráfico. Continuamente
tenían lugar angustiosos atascamientos en este puente. Adolfo se alegraba
al contemplar a los indignados cocheros, que trataban de abrirse paso con brutales
imprecaciones y restallando el látigo. Aun cuando, por lo general, no
mostraba mucho interés por lo que le rodeaba, y prefería proyectar
sus planes a largo plazo, propuso una solución intermedia, que debía
solucionar esta desagradable situación. Sin modificar el puente mismo,
debían añadirse a su derecha e izquierda unos caminos de peatones,
de dos metros de ancho cada uno, construidos mediante tirantes, que facilitaran
el tránsito de las personas y que descongestionarían la calzada
central del puente.
Naturalmente, en Linz nadie se preocupó lo más mínimo por
la proposición de este joven iluso, que no podía mostrar siquiera
unas buenas calificaciones escolares. Y con un celo tanto mayor se consagró
Adolfo a su proyecto de la construcción de un nuevo puente.
La fea construcción de hierro debía desaparecer. El nuevo puente
debía tener un diseño y unas dimensiones tales, que el visitante,
al dirigirse de la Plaza Principal al Danubio, tuviera la impresión de
tener ante sí, no un puente, sino una bella y majestuosa carretera. Las
dos cabezas del puente debían diseñarse de manera consecuente.
Unas poderosas estatuas debían reforzar la impresión artística.
Es sumamente de lamentar, que, según yo sepa, ninguno de los numerosos
dibujos bosquejados por Hitler en aquel entonces para la reconstrucción
del puente sobre el Danubio en Linz se haya conservado; pues sería sumamente
interesante comparar estos proyectos con los planes según los cuales
este puente fue proyectado y encargado treinta años más tarde.
Debemos agradecer a su impaciencia, que no pudo hacer surgir lo bastante temprano
esta "nueva" Linz, que, a pesar de la guerra iniciada en el año
1939, fue llevada a cabo, cuando menos, esta obra, que era el proyecto central
de la nueva urbanización de la ciudad de Linz.
LA VISION
¡Fue el instante más
impresionante vivido al lado de mi amigo! Su recuerdo ha quedado grabado en
mí de manera tan indeleble que incluso los detalles secundarios, como
el traje que llevaba Adolfo en aquella tarde, el tiempo que hacía entonces,
se me aparecen tan vivamente como si aquella vivencia estuviera fuera de todo
tiempo. Que esta escena quedara grabada en mí de forma tan imborrable,
se debe quizá también a la circunstancia de que nunca hasta entonces
había vivido yo de manera tan inmediata como entonces el cielo estrellado
a la medianoche. La ciudad misma, con sus propias aun cuando escasas luces,
hace invisibles las estrellas del cielo durante la noche. Tan sólo en
medio de la soledad, en las alturas del Freinberg, se apareció bruscamente
sobre mí como creada por vez primera, toda la maravilla del firmamento
y el hálito de lo eterno me conmovió tan intensamente como jamás
lo hiciera. Es cierto que yo había tenido ocasión de contemplar
a menudo el cielo estrellado. Pero, tal como suele suceder entre las personas
jóvenes y sensibles, un instante de peculiar intensidad, la coincidencia
de extraordinarias circunstancias nos parece convertir esta imagen, indiferente
hasta entonces, en una señal, con la que Dios se dirige directamente
a nosotros.
Lo que más fuertemente ha quedado grabado en mi memoria al recordar mi
juvenil amistad con Adolfo Hitler, no son sus discursos ni tampoco sus ideas
políticas, sino aquella escena nocturna en Freinberg. Con ello se había
decidido, de manera definitiva, su destino. Es cierto que exteriormente se mantenía
en su proyectada carrera artística, sin duda por consideración
a su madre; pues para éste se aparecía ciertamente como un objetivo
mucho más concreto cuando decía que sería pintor artístico
que si hubiera dicho: seré político. Sin embargo, la decisión
de seguir por este camino tuvo lugar en esta hora solitaria en las alturas que
rodean la ciudad de Linz. Tal vez no sea la palabra "decisión"
la más adecuada; pues no fue una decisión voluntaria, tomada por
sí mismo, sino más bien una visión del camino a seguir,
que estaba completamente fuera del alcance de su voluntad.
Abajo estaba Adolfo, con su abrigo negro, el sombrero obscuro hundido sobre
la frente. ¡Un atardecer frío, poco acogedor de noviembre en el
que anochecía temprano!
Adolfo me hizo una seña, con impaciencia, desde la calle. Yo estaba en
aquellos momentos despojándome del polvo y suciedad del taller, para
cambiarme para ir al teatro. Esta noche se representaba .Rienzi. No habíamos
visto todavía esta ópera de Ricardo Wagner, lo que nos tenía
en una gran tensión. Para asegurarnos las columnas de las localidades
de paseo debíamos estar muy temprano en el teatro. El silbido de Adolfo,
repitiéndose enérgicamente, me incitaba a apresurarme.
Adolfo había hablado ya varias veces de esta ópera. Ricardo Wagner
empezó su composición en 1838, en Dresden, y la prosiguió
durante su estancia en las provincias bálticas. Es interesante el hecho
de que justamente entonces, cuando acababa de conocer el norte, le ocupara un
tema de la Roma medieval. Acabó el "Rienzi" en París,
y dos años más tarde fue representado en Dresden por primera vez,
lo que cimentó la fama de Ricardo Wagner como compositor de óperas,
aun cuando en esta obra no encontró todavía su forma de expresión
peculiar. "Rienzi" se halla en un momento de transición. Después
de esta ópera, Wagner regresó al Norte, y encontró su verdadera
expresión artística en el mundo de la mitología germánica.
"Rienzi", aun cuando se desarrolla en el año 1847, está
impregnada del aliento y ritmo de aquella revolución que seis años
más tarde habría de abatirse sobre suelo alemán, y que
afectó también intensamente el destino personal de Wagner. "Rienzi"
es la gran confrontación con las ideas del año 1848.
La música de la ópera "Rienzi", estudiada por mí
a la vista de una selección para piano, es aún muy melódica
y accesible en comparación con las posteriores obras de Wagner. La numerosa
orquesta con la totalidad de los instrumentos de metal y de percusión
da a la ópera un aire pomposo, tal y como corresponde a la concentrada
acción. La juvenil alegría compositora del maestro celebra verdaderos
triunfos en la genial ascensión del conjunto, en la revolucionaria impetuosidad
y en la brillante intervención de la orquesta. A ello se une la arrebatadora
acción, que desde un principio nos fascinó.
Ahí estábamos nosotros en el teatro y presenciábamos cómo
el pueblo de Roma era subyugado por la altiva y cínica nobleza; los hombres
son obligados por ésta a la servidumbre, las mujeres y doncellas son
deshonradas y ultrajadas por los altivos nobles. Entonces surge en Cola Rienzi,
un hombre sencillo y desconocido, el liberador del torturado pueblo. Claramente
suena su voz:
"Pero si oís la llamada
de la trompeta
resonando en su prolongado sonido,
despertad entonces, acudid todos aquí:
¡Yo anuncio la libertad a los hijos de Roma!"
En un audaz golpe de mano libera Rienzi a Roma de la tiranía de los nobles y hace jurar sus leyes al pueblo. Adriano, aunque procedente del más noble linaje de los Colonna, que guía a los nobles, se une a Rienzi. Sin embargo, quiere saber la verdad, por lo que pregunta al nuevo dictador:
"¡Rienzi, escucha! ¿Qué
te propones?
Te veo poderoso. Dinos:
¿Para qué utilizas la fuerza? !"
Temblando de excitación esperábamos la respuesta de Rienzi a esta pregunta trascendental:
"Sea, pues: ¡A Roma haré
yo grande y libre!
Solo las leyes pretendo yo crear,
para el pueblo lo mismo que para el noble!"
¡Qué palabras: como
pronunciadas para nosotros!
Incluso los nobles prestan reverenda a Rienzi. Su victoria es total. Roma se
encuentra en sus manos. Proyectos trascendentales ocupan su mente. Las masas
liberales le expresan su júbilo. Uno de entre ellos anuncia al pueblo,
y anuncia también a los conmovidos espectadores:
"Él nos ha convertido
en un pueblo
por ello, escuchadme, asentid conmigo.
¡Sea éste su pueblo y él su Rey!"
Rienzi rechaza la designación "Rey". Cuando los hombres del pueblo le preguntan cómo deben nombrarle en su cargo, alude él a los grandes modelos del pasado. También sus palabras parecían apelar directamente a nuestro corazón:
"... pero si me elegís
a mí, para vuestra protector
el justo, que comprende al pueblo, volved la mirada a vuestros antepasados:
¡Y llamadme vuestro tribuno popular!"
Las masas contestan entusiasmadas:
"¡Rienzi, Salve! ¡Salve tú, tribuno popular!"
" ¡ Tribuno popular! " Esta palabra se grabó en nosotros de manera inolvidable. Una conjuración está en ciernes. Stefano Colonna, el padre de Adriano, va a la cabeza de los que quieren eliminar al tribuno. Colonna no se deja influir por el júbilo de las masas. Temblando de indignación escuchamos sus acusaciones:
"¡Es el ídolo de
este pueblo,
al que ha hechizado con sus engaños!"
Adriano, situado entre su padre y Rienzi, a cuya hermana Irene ama ardientemente, descubre la conjura. Los nobles son arrestados. Sin embargo, Rienzi hace prevalecer la misericordia antes que la justicia. Abusando de su bondad, tratan los nobles de incitar a las masas contra Rienzi. Los mismos hombres que otrora aclamaron al tribuno, no tardan en gritar:
"Ahí está el traidor,
a quien servimos,
que ofrendó a su soberbia nuestra sangre,
y nos precipita a la perdición!
¡Ay, venguémonos en él"
Con un escalofrío vemos cómo
los fieles abandonan a Rienzi.
La Iglesia promulga la excomunión contra su persona.
"... me abandona también el pueblo, a quien yo hice digno de este nombre, me abandonan todos los amigos, que la suerte me hizo conocer... "
En medio de una conjura instigada por los nobles debe ser asesinado Rienzi. Una vez caído Rienzi, las masas se hundirán de nuevo en la servidumbre:
"El populacho? ¡Bah!
Rienzi es quien hizo de ellos caballeros,
¡quitarle a Rienzi, y será lo mismo que era antes!"
Pero la caída del tribuno debe venir de las mismas filas de sus partidarios. Rienzi se siente perdido cuando ve que sus fieles le abandonan. El Capitolio y la casa de Rienzi son incendiados por sus mismos leales. Oímos el grito:
"¡Venid! ¡Venid!
¡Venid a nosotros!
¡Traed piedras y antorchas!
¡Está maldito, está excomulgado!"
Desde el balcón de su casa pretende Rienzi hablar una vez más a las masas excitadas, que intentan lapidarle. Cómo nos conmueven sus palabras!
"-íPensad! ¿Quién
os hizo grandes y libres?
¿No os acordáis ya del jubilo, con el que entonces me acogisteis,
cuando os di la paz y la libertad?"
¿Y la respuesta? Nadie le escucha ya. Adriano, que a pesar de su amor por Irene se ha convertido en el jefe del indignado populacho, se lanza contra la casa en llamas. Aterrado, ve Rienzi cómo la traición de entre sus mismas filas sella su caída, y antes de que las llamas hagan presa en él maldice al pueblo por el que vivió y combatió.
"¿Cómo? ¿Es
ésta Roma?
¡Miserables! ¡Indignos de este hombre,
el ultimo romano os maldice!
¡Maldita, destruida sea esta ciudad! ¡Cae y piérdete, Roma!
¡Así lo quiere tu pueblo degenerado!"
Conmovidos presenciamos la caída
de Rienzi. En silencio abandonamos los dos el teatro. Era ya medianoche pero
mi amigo caminaba por las calles, serio y encerrado en sí mismo, las
manos profundamente hundidas en los bolsillos del abrigo, hacia las afueras
de la ciudad.
Aun cuando, por lo general, después de una emoción artística
como la que acababa de agitarle, solía empezar a hablar inmediatamente
y juzgar agudamente la representación para liberarse a sí mismo
de las opresoras impresiones, después de ésta de Rienzi guardó
silencio durante largo tiempo. Esto me asombró. Le preguntó su
parecer sobre la obra. Adolfo me miró extrañado, casi con hostilidad.
- ¡ Calla! - me gritó hoscamente.
Era una sombría y desapacible noche de noviembre. La húmeda y
helada niebla se extendía densa sobre las estrechas y desiertas callejuelas.
Nuestros pasos resonaban extrañamente sobre el adoquinado. Adolfo tomo
un camino que pasaba por delante de las pequeñas casitas de los arrabales
de la ciudad, aplastadas casi sobre el terreno, y que lleva hasta las alturas
del Freinberg. Ensimismado, mi amigo caminaba delante mí. Todo esto me
parecía casi inquietante. Adolfo estaba más pálido que
de costumbre. El cuello del abrigo levantado reforzaba aún más
esta impresión.
El camino seguía por entre diminutos y míseros jardines y pequeños
prados. La niebla quedaba atrás. Como una masa pesada y hosca gravitaba
sobre la ciudad y substraía las casas de los hombres a nuestras miradas.
-¿Adónde quieres ir?- quise preguntar a mí amigo. Pero
su delgado y pálido rostro parecía tan distante, que contuve la
pregunta.
No había ya nadie a nuestro alrededor. La ciudad estaba sumida en la
niebla.
Como impulsado por un poder invisible, Adolfo ascendió hasta la cumbre
del Freinberg Y ahora pude ver que no estábamos en la ciudad y la obscuridad,
pues sobre nuestras cabezas brillaban las estrellas.
Adolfo estaba frente a mí. Tomó mis dos manos y las sostuvo firmemente.
Era éste un gesto que no había conocido basta entonces en él.
En la presión de sus manos pude darme cuenta de lo profundo de su emoción
Sus ojos resplandecían de excitación Las palabras no salían
con la fluidez acostumbrada de su boca, sino que sonaban rudas y roncas En su
voz pude percibir cuán profundamente le había afectado esta vivencia
Lentamente fue expresando lo que le oprimía. Las palabras fluyen más
fácilmente. Nunca hasta entonces, ni tampoco después, oí
hablar a Adolfo Hitler como en esta hora, en la que estábamos tan solos
bajo las estrellas, como si fuéramos las únicas criaturas de este
mundo. Me es imposible reproducir exactamente las palabras que me dijo mi amigo
en esta hora.
En estos momentos me llamó la atención algo extraordinario que
no había observado jamás en él, cuando me hablaba lleno
de excitación: parecía como si fuera otro Yo el que hablara por
su boca, que le conmoviera a él mismo tanto como a mi. Pero no era, como
suele decirse, que un orador es arrastrado por sus propias palabras. ¡Por
el contrario! Y tenía más bien la sensación como si él
mismo viviera con asombro con emoción incluso, lo que con fuerza elemental
surgía su interior. No me atrevo a ofrecer ningún juicio sobre
esta obsesión pero era como un estado de éxtasis, un estado de
total arrobamiento en el que lo que había vivido en "Rienzi",
sin citar directamente este ejemplo y modelo, lo situaba en una genial escena,
más adecuada a él, aun cuando en modo alguno como una simple copia
del "Ríenzi". Lo más probable es que la impresión
recibida de esta obra no fuera más que el impulso externo que le hubiera
obligado a hablar. Como el agua embalsada que rompe los diques que la contienen
salían ahora las palabras de su interior. En imágenes geniales.
arrebatadoras, desarrolló ante mí su futuro y el de su pueblo.
Hasta entonces había estado yo convencido de que mi amigo quería
llegar a ser artista, pintor, para más exactitud, o tal vez también
maestro de obras o arquitecto. Pero en esta hora no se habló ya más
de ello. Se trataba de algo mucho más elevado para él, pero que
yo no podía acabar de comprender. Por ello fue mucho mayor mi asombro,
porque pensaba que la carrera del artista era para él la meta más
alta y anhelada. Ahora, sin embargo, hablaba de una misión, que recibiría
un día del pueblo, para liberarlo de su servidumbre y llevarlo hasta
las alturas de la libertad.
Un joven completamente desconocido todavía para los hombres habló
para mí en aquella hora extraordinaria. Habló de una especial
misión que algún día le sería confiada. Yo, el único
que le escuchaba en esta hora, no entendía apenas lo que quería
decir con todo ello. Habrían de pasar muchos años antes de comprender
lo que esta hora vivida bajo las estrellas y alejado de todo lo terreno había
significado para mi amigo.
El silencio siguió a sus palabras.
Descendimos de nuevo hacia la ciudad. De las torres llegó hasta nosotros
la hora tercera de la mañana.
Nos separamos delante de nuestra casa. Adolfo me estrechó la mano en
señal de despedida. Vi, asombrado, que no se dirigía en dirección
a la ciudad, camino de su casa, sino de nuevo hacia la montaña.
-¿Adónde quieres ir? - le pregunté, asombrado.
Brevemente replicó:
-¿Quiero estar solo!
Le seguí aún largo tiempo con la mirada, mientras él, envuelto
en su obscuro abrigo, descendía solo las calles nocturnas y desiertas.
Durante los días que siguieron y también en las próximas
semanas Adolfo no volvió jamás a hablarme de esta hora vivida
en el Freinberg. En un principio me sentí asombrado por ello y no podía
realmente explicarme esta extraña conducta; me era imposible creer que
hubiera podido olvidar esta extraordinaria visión. Como pude comprobar
treinta y tres años más tarde, no la olvidó jamás
en su vida. Pero guardó silencio, pues quería conservar esta hora
para sí solo. Comprendí y respeté su pensamiento. Después
de todo, ésta había sido su hora, no la mía. Yo no había
jugado en ella más que el modesto papel de un amigo adicto y fiel.
Cuando en el año 1939, poco antes de que estallara la guerra, visité
por vez primera Bayreuth como invitado del canciller del Reich, creí
dar una alegría a mi amigo, si le recordaba lo sucedido en aquella hora
en el silencio de la noche en lo alto del Freinberg. Así, pues, referí
a Adolfo Hitler lo que de ello había quedado grabado en mi recuerdo,
porque suponía que la ingente plenitud de impresiones y recuerdos que
en el curso de estos decenios se habrían concentrado sobre él
habrían desplazado por entero aquélla del muchacho de diecisiete
años. Pero ya a las primeras palabras pude comprender que se acordaba
todavía exactamente de aquella hora, y que sus detalles se habían
conservado fielmente en su recuerdo. No cabía la menor duda de que le
causó una especial alegría ver confirmados sus propios recuerdos
por mi relato. Yo estaba también presente, cuando Adolfo Hitler refirió
a la señora Wagner, en cuya casa habíamos sido invitados, la escena
que había tenido lugar después de la representación del
"Rienzi" en Linz. Así, pues, yo vi confirmados mis propios
recuerdos de manera inequívoca. De manera inolvidable han quedado también
grabadas en mí las palabras con que Hitler concluyó su relato
a la señora Wagner. Dijo, gravemente:
-En aquella hora empezó.
ADOLFO PARTE PARA VIENA
Ya desde hacia tiempo me había
llamado la atención el que Adolfo, en sus conversaciones, tanto si se
trataba de cuestiones artísticas, políticas o de su propio destino,
no parecía encontrar ya su propio camino en la familiar, pero pequeño-burguesa
Linz, y que situara, cada vez con más frecuencia, a Viena en el centro
de sus reflexiones. Viena, en aquel entonces todavía la deslumbrante
ciudad imperial, la fascinante metrópolis de un Estado de más
de cincuenta y cinco millones de seres, prometía satisfacer todas sus
esperanzas puestas por él en su futuro. Estas esperanzas se basaban en
que Adolfo, en la época a que me refiero, en el verano del año
1907, conocía ya Viena de una visita en el año anterior. Adolfo
había estado en Viena en mayo y junio del año 1908, el tiempo
suficiente para entusiasmarse por lo que le atraía principalmente a Viena,
el Museo Imperial, la Opera del Estado, el Teatro Municipal, las maravillosas
construcciones junto al Ring, y demasiado poco para no ver el hambre y la miseria
que se ocultaban detrás de esta deslumbrante fachada. Esta imagen ilusoria,
exagerada por su artística fantasía, que se había forjado
para sí en ocasión de su primera visita a Viena, ejercía
sobre él una enorme fuerza de atracción. En sus pensamientos,
Hitler a veces no vivía en Linz, sino que vivía en Viena, donde
su increíble capacidad de pasar simplemente por alto lo inmediato y real,
y no tomar como realidad más que lo representado en su fantasía,
le hacia sentirse como en su casa.
He de hacer en este punto una pequeña corrección a las observaciones
hechas por Adolfo Hitler, en su obra Mi lucha, acerca de esta primera estancia
en Viena. Cuando escribe que en su primer viaje a Viena "no contaba todavía
dieciséis años", esto no es así, en realidad; pues
lo cierto es que poco antes habla celebrado ya su decimoséptimo aniversario.
Por el contrario, las palabras escritas más adelante acerca de esta primera
visita a Viena, coinciden plenamente con mis propios recuerdos:
"Me dirigí a Viena para estudiar la Pinacoteca del Museo Imperial,
pero apenas si tuve ojos más que para el propio museo. Corría
todos los días desde la mañana temprano hasta avanzada la noche
de un edificio a otro, pero eran siempre edificios los que me atraían
en primer lugar. Durante horas enteras podía estar yo delante de la Opera,
admirar durante horas el Parlamento; toda la Ringstrasse se aparecía
ante mi como un milagro de las mil y una noches.
Puedo recordar todavía, con gran exactitud, el entusiasmo con que mi
amigo me contó sus impresiones de Viena. Sin embargo, los detalles de
estas observaciones no han quedado grabados en mi memoria. Y ello me hace sentirme
tanto más afortunado por haber conservado las tarjetas que Adolfo me
escribiera entonces, en ocasión de su primera estancia en Viena. Éstas,
en total cuatro tarjetas, prescindiendo de su valor biográfico, constituyen
unos importantes documentos grafológicos, porque, a mi saber, son los
primeros rasgos escritos conservados de Adolfo Hitler, con unos caracteres extraños
y audaces, tras de los cuales apenas podría sospecharse a un joven de
dieciocho años escasos, en tanto que la deficiente ortografía
no solamente permite reconocer unos estudios inquietos y en gran parte perturbados,
sino también una cierta indiferencia en estos asuntos. Característico
de los intereses de mi amigo es que no me mandara más que tarjetas postales
con reproducciones de edificios. Otra persona de esta edad hubiera elegido,
seguramente, otra clase de tarjetas para mandar a su amigo.
Ya la primera tarjeta que me escribió -está fechada el 7 de mayo
de 1906-representa un brillante ejemplo de la producción de tarjetas
postales de aquel entonces. No cabe duda de que Adolfo hubo de sacrificar por
ella sus buenas monedas, según sus conceptos. Esta tarjeta puede desplegarse
y representa una especie de tríptico, en el que destaca una vista de
conjunto de la Karlsplatz, con la iglesia de San Carlos en el centro. El texto
rezaba, literalmente:
"Al mandarte esta tarjeta, debo disculparme a la vez no haberte hecho saber
nada de mí durante tanto tiempo. He llegado, pues, bien, y estoy aquí
muy ocupado. Mañana voy a la Ópera a ver el "Tristán",
pasado mañana al "Holandés errante", etc. A pesar de
que lo encuentro todo muy hermoso, siento de nuevo nostalgia por Linz. Esta
noche voy al Teatro Municipal. Te saluda tu amigo
Adolfo Hitler..
En el lado de la ilustración
está marcado expresamente el conservatorio - quizá fuera ésta
la razón de que Adolfo eligiese precisamente esta postal, pues ya en
aquel entonces jugaba él con la idea de que algún día estudiaríamos
los dos juntos en Viena, y no descuidaba la menor oportunidad para representarme
de manera tentadora esta posibilidad. En el margen inferior de la postal añadió:
'Un saludo a tus apreciados padres."
Con relación al contenido de esta postal quisiera decir solamente, que
las palabras "A pesar de que lo encuentro todo muy hermoso, siento de nuevo
nostalgia por Linz", no se refieren en modo alguno a Linz, que en comparación
con las maravillosas edificaciones de Viena se le aparecería, ciertamente,
muy modesto y provinciano, sino a Estefanía, a la que amaba tanto más
profundamente cuanto más lejos se encontraba de ella. Es evidente que
le servia de consuelo en su intensa nostalgia por ella, que, en medio de la
extraña e indiferente gran ciudad, en la que se sentía más
solo que nunca en su vida, pudiera escribir estas palabras, que sólo
su amigo, iniciado en su secreto, era capaz de comprender.
Aun el mismo día, el 7 de mayo de 1906 me mandó Adolfo una segunda
postal, en la que puede verse el escenario del Teatro de la Ópera Imperial.
Probablemente le incitó a ello esta fotografía, magníficamente
bien lograda, que permite distinguir aún una parte de la decoración
interior. En ella escribe Adolfo:
"El interior del palacio no es solemne. Si por fuera es de una imponente
majestuosidad, lo que confiere al edificio la gravedad de un monumento del arte,
en su interior se siente más bien admiración que dignidad. Solamente
cuando las poderosas ondas sonoras inundan el espacio y el rumor del viento
cede ante el espantoso rugido de las ondas musicales, entonces se percibe la
solemnidad, y se olvida el oro y el terciopelo de que está repleto este
interior.
Adolfo H."
En el lado anterior de la postal
se añade de nuevo: "Un saludo a tus apreciados padres."
Por lo demás, Adolfo se encuentra aquí por entero en su elemento.
Se olvida del amigo, se olvida, incluso, de Estefanía. Ningún
saludo, ninguna insinuación, tan profunda es la impresión que
ha conmovido a Adolfo hasta en lo más íntimo. De la torpeza del
estilo puede adivinarse que sus medios orales de expresión no son suficientes
para reproducir la magnitud e intensidad de esta impresión. Pero, precisamente
en esta impotencia de la expresión, parecido al balbuciente encanto de
un entusiasta, puede comprenderse la fuerza de esta vivencia. El máximo
sueño de nuestros años de juventud en Linz era poder presenciar
algún día una perfecta representación en la Ópera
Imperial de Viena, en lugar de las deficientes representaciones en este teatro
provinciano. Adolfo dirigía, sin duda, esta entusiasta exposición
a mi propio corazón, lleno de entusiasmo por el arte. ¿Qué
podía parecerme más atrayente en Viena que el entusiasta eco de
tales impresiones artísticas?
Al día siguiente, el 8 de mayo de 1906, me escribe de nuevo; no deja
de ser sin duda chocante que Adolfo me escribe tres veces en el plazo de dos
días. Lo que le impulsa a ello, puede adivinarse en esta postal, que
reproduce una vista exterior de la Ópera Imperial de Viena.
En esta postal escribía Adolfo:
"Me siento de nuevo atraído hacia mi querida Linz y Urfar. Quiero
o debo ver de nuevo a Benkieser. Quisiera saber lo que hace, de modo que llegaré
el jueves a las 3.55 a Linz. Si tienes tiempo y permiso ven a recogerme. ¡Un
saludo a tus apreciados padres!
Tu amigo, Adolfo Hitler. "
La palabra "Urfar", escrita
de manera incorrecta en la prisa, está subrayada, aun cuando la madre
de Adolfo vivía entonces todavía en la Humboldtstrasse, y no en
Urfahr. Naturalmente, esta observación va dirigida a Estefanía,
lo mismo que la palabra clave Benkieser convenida para ella. "Quiero y
debo ver a Benkieser, es una forma de expresión realmente típica
para el carácter de Adolfo. Característica suya es también
la frase: "Si tienes tiempo y permiso, ven a recogerme." Aun cuando
se trata para él de un asunto de la mayor urgencia, respeta mi relación
de obediencia frente a mis padres, a los que tampoco en esta postal se olvida
de saludar.
Más que la repetida alusión a Estefanía y el anunciado
regreso de mi amigo me emocionó entonces una fugaz anotación trazada
sobre la vista de la Ópera Imperial: "Esta noche 7 - 12 1/2, Tristán".
La relación de la Ópera representada en la postal, desconocida
todavía para mí, con la idea de poder presenciar en este marco
esplendoroso el querido "Tristán" - ¡cuatro horas y media,
qué suerte tan maravillosa! - despertó en mí el incontenible
anhelo de poder presenciar pronto algo parecido.
Desgraciadamente, no me es posible ya recordar si Adolfo regresó realmente
el jueves siguiente a Linz o si con esta afirmación no pretendía
más que saciar su incontenible nostalgia por Estefanía. La observación
hecha en Mi lucha de que su primera estancia en Viena no duró más
que quince días, no es cierta. La verdad es que permaneció unas
cuatro semanas en Viena, tal como lo demuestra la postal escrita el 6 de junio
de 1906. Esta postal, que reproduce el Franzensring con el Parlamento, se atiene
a las usuales formas:
"A ti y a tus apreciados padres os mando por la presente mis más
cordiales felicitaciones para estas fiestas, con muchos saludos.
Atentamente,
Adolfo Hitler."
Con esta imagen adquirida de su primera
estancia en Viena, iluminada por su nostalgia por Estefanía, entró
Adolfo en el crítico verano del año 1907. Lo que hubo de vivir
en aquellas semanas se parece, en muchos aspectos, a la grave crisis atravesada
dos años antes. Por aquel entonces, después de largas meditaciones
había roto de manera definitiva con la escuela, terminando con ella,
por amargo que fuera el dolor causado a la madre. La grave enfermedad le había
facilitado este paso. Sin embargo, éste llevaba, simplemente, a la "vaciedad
de la vida cómoda". Sin escuela, sin una fija meta profesional pasó
así dos años y, sin ganar nada por su parte, vivió a costas
de su madre. Estos años no fueron, empero, en modo alguno de ocio. Por
mi continua relación con Adolfo puedo atestiguar con cuánta intensidad
estudiaba y trabajaba entonces mi amigo. Pero estos estudios, lo mismo que sus
actividades artísticas, no le permitían reconocer un fin determinado.
Él mismo comprendía que no le era posible seguir por este camino.
Era forzoso que sucediera algo, una radical transformación que diera
una clara orientación a este absurdo vivir al día.
En su aspecto exterior, esta búsqueda en pos de un nuevo camino se puso
de manifiesto en peligrosas depresiones. Yo conocía bien estos estados
de ánimo de mi amigo, que estaban en burdo contaste con su extasiada
entrega y actividad, y sabía que no podía aliviarle en ellos.
En estas horas se mostraba Adolfo inaccesible, encarado en sí mismo,
extraño. Podía suceder que no nos viéramos siquiera durante
uno o dos días. Si al cabo de ellos me encaminaba yo a la Humboldtstrasse,
para verle de nuevo, me recibía su madre con gran asombro:
-Adolfo ha salido, me decía-, debe haber ido en busca de usted.
En efecto, según me contó el propio Adolfo, éste caminaba
en aquel entonces días y noches enteros, solo con sus pensamientos, por
los campos y montes que rodeaban la ciudad. Cuando le encontraba de nuevo, se
sentía visiblemente aliviado de saberme a su lado. Pero si le preguntaba
qué es lo que le sucedía, me contestaba con un "Déjame
en paz", o un rudo "Yo mismo no lo sé!", Y si seguía
yo preguntando, se daba él cuenta entonces de mi interés y me
decía, en un tono algo más suave:
-Está bien, Gustl, pero tú no puedes tampoco ayudarme.
Este estado duraba en él algunas semanas. Una bella tarde de verano,
sin embargo, cuando después del paseo por la ciudad nos encaminamos hacia
las márgenes del Danubio, se liberó lentamente esta tensión.
Adolfo empezó a hablar nuevamente en la forma habitual en él Junto
a la "Ister", la casita donde se alquilaban botes con los que bogar
por el Danubio, ascendimos por el Turmleitenweg en dirección al Jágermayerwald.
Es éste un sendero a través del bosque, muy empinado, poco frecuentado,
que lleva, después de numerosos rodeos, hasta la torre de observación.
Me acuerdo todavía, con todo detalle, de aquellas horas. Antes, como
de costumbre, habíamos visto a Estefanía, mientras caminaba por
la Landstrasse del brazo de su madre. Adolfo estaba todavía bajo el encanto
de su aparición. Aun cuando en este tiempo veía casi a diario
a Estefanía, este encuentro no tenía nada de vulgar para él.
En tanto que Estefanía se sentía, probablemente, ya desde hacía
tiempo aburrida por esta muda adoración, que se atenía rígidamente
a las normas de la convención de este joven pálido y delgado,
mi amigo se sumía, cada vez más profundamente en sus sueños,
de un encuentro a otro. De otra parte, sin embargo, había superado ya
aquellas románticas ideas de una fuga o un suicidio al lado de la muchacha.
Con elocuentes palabras me describía ahora su situación. Día
y noche le perseguía la imagen de la amada. Era incapaz de trabajar,
no podía siquiera pensar con claridad. Temía volverse loco si
este estado continuaba así durante algún tiempo, un estado que
él se veía incapaz de cambiar por sí mismo, y por el que
no podía hacer tampoco responsable a Estefanía.
-No cabe más que una solución -exclamó-; debo alejarme,
alejarme de Estefanía.
En el camino de regreso empezó a exponerme, con más detalle, su
decisión. La separación física haría más
soportable para él esta relación con Estefanía. Que con
ello pudiera perder a Estefanía, no le cabía en la cabeza, hasta
este punto estaba convencido de tenerla ganada ya para siempre. En realidad,
la situación era muy distinta: Adolfo comprendía, quizá,
que para ganar realmente a Estefanía debía hablarle o tomar alguna
otra decisión. Es probable que este intercambio de miradas al atardecer
en la calle se le figurara ya algo infantil. A pesar de ello, comprendía
instintivamente que una relación directa con Estefanía habría
de destruir, bruscamente, todos sus sueños. En cierta ocasión
me dijo Adolfo:
-Si me presento a Estefanía y a su madre, tendré que decirles
lo que tengo, lo que soy y lo que quiero. Mi respuesta significaría,
inmediatamente, el fin de nuestra relaciones.
Entre este punto de vista, latente todavía en su inconsciencia, no expresado
directamente, pero claramente percibido, y la comprensión de que sus
relaciones con Estefanía, si no quería exponerse al ridículo,
debían ser planteadas sobre una base más sólida, no había
más que una salida: la huida. Inmediatamente empezó a describirme
su proyecto con todos sus detalles. Yo recibí exactas instrucciones de
lo que debería decir a Estefanía, si me preguntaba, extrañada,
por el paradero de mi amigo. (¡ No me preguntó jamás por
él!) Sin embargo, el mismo Adolfo comprendió que debía
ofrecer a Estefanía una existencia asegurada, si es que pretendía
solicitar su mano.
No obstante, esta relación hacia Estefanía, no aclarada todavía
y, dada la peculiaridad de mi amigo, imposible también de aclarar, no
era mas que una entre las muchas razones que le incitaron a alejarse de Linz;
de todas formas, la razón más personal y por ello también
más decisiva, la cual era arrojada al platillo de la balanza siempre
que un nuevo obstáculo se interponía en su camino, quizá
también porque yo era el único conocedor de este secreto, y Adolfo
no podía hablar de él con nadie más. Al mismo tiempo, sin
embargo, se proponía abandonar Adolfo el ambiente de la casa paterna.
La idea de permitir que su madre le mantuviera todavía, siendo un joven
de dieciocho años, se le había hecho intolerable. Adolfo se encontraba
aquí ante un doloroso dilema, en el que, como pude convencerme a menudo,
sufría casi físicamente. De un lado, amaba a la madre por encima
de todo. Era el único ser en el mundo por quien sentía un afecto
verdadero, relación que era correspondida por la madre con el mismo amor,
por grande que fuera su preocupación por las presentidas y extraordinarias
disposiciones del hijo, que en ocasiones la llenaban también de orgullo,
como lo demuestran sus palabras:
"Ha salido distinto a los demás.
De otra parte, sin embargo, se sentía ella obligada a cumplir la voluntad
de su difunto esposo, y lograr que Adolfo siguiera una carrera que asegurara
su porvenir. Pero, ¿a qué podía llamarse "seguro",
dada la especial idiosincrasia del hijo? Había fracasado en la escuela
y rechazado las intenciones y proposiciones de la madre. Quería ser pintor
artístico, según le había manifestado. La madre no podía
presentir ningún consuelo bajo estas palabras; en su sencilla naturaleza
todo lo que guardaba alguna relación con el arte y los artistas se aparecía
como poco sólido y ligero. Adolfo trataba de hacerla cambiar de parecer,
hablándole de su proyectada educación académica. Esto ya
sonaba de manera mejor. Después de todo, esta academia, de la que Adolfo
hablaba con creciente entusiasmo, era una especie de escuela. Tal vez pudiera
recuperar en ella lo que había negligido en la escuela real, pensaba
la madre. En estas conversaciones en su hogar debía admirarme yo, una
y otra vez, de la intuición y paciencia con que Adolfo intentaba persuadir
a la madre de su vocación artística. Jamas se mostraba enojado
o violento, como tan a menudo, en las mismas circunstancias. Algunas veces me
abrió la señora Clara su corazón. A sus ojos, yo era también
un joven de disposiciones artísticas y de elevadas ambiciones. Como sentía
la música mucho más que los intentos de dibujar o pintar de su
propio hijo, no raras veces encontraba mis propósitos más convincentes
que los de Adolfo, que me estaba muy reconocido por esta ayuda. Sin embargo,
para la señora Clara había una decisiva diferencia entre Adolfo
y yo: yo había elegido un oficio sólido, había concluido
mi aprendizaje y aprobado el examen de oficial. Si alguna vez empezaba a zozobrar
el inseguro bote de nuestra existencia, yo tenía ya un puerto seguro.
Adolfo, por el contrario, navegaba enteramente hacia lo desconocido. Esta idea
atormentaba lo indecible a la madre. A pesar de ello, me fue posible convencerla
de la necesidad de su decisión de ingresar en la academia y de aprender
para pintor artístico. Recuerdo exactamente cuán feliz se sintió
Adolfo por esta aceptación.
-Mi madre no me pone ya la menor dificultad- me manifestó un día-.
A principios de septiembre me dirigiré definitivamente a Viena.
Adolfo había discutido también con su madre el lado financiero
de esta decisión. Los gastos de su sostenimiento, así como para
el estudio, debían ser costeados por la pequeña herencia que le
había sido reconocida después de la muerte del padre, y que era
administrada cuidadosamente por el tutor. Evitando todo gasto innecesario, Adolfo
confiaba poder vivir con ello un año. Lo que sería después,
ya se vería por sí mismo, opinaba. Tal vez pudiera ganarse algún
dinero con la venta de algunos dibujos y cuadros.
El principal opositor a este plan fue su cuñado Raubal, incapaz de comprender
los pensamientos de Adolfo desde su limitada perspectiva de pequeño funcionario
de la oficina de impuestos. Todo esto era una locura, afirmó. Ya era
tiempo de que Adolfo aprendiera algo sensato. Después de algunas violentas
discusiones en las que, aun cuando era bastante mayor que Adolfo, no había
salido Raubal muy bien parado, evitó éste toda directa intervención.
No obstante, intentó tenazmente influir en su favor a la madre. Adolfo
solía preguntar casi siempre a la "pequeña", como solía
llamar a su hermana, once años menor. Cuando Paula le refería
que Raubal había visitado a la madre, Adolfo sufría un violento
acceso de cólera. "Este fariseo me hará aborrecer mi propia
casa", me dijo, indignado, en cierta ocasión. Al parecer, Raubal
se había puesto también en contacto con el tutor, pues un buen
día compareció el honrado campesino Mayrhofer, quien hubiera preferido
hacer de Adolfo un panadero y que había encontrado ya un lugar donde
éste pudiera hacer su aprendizaje, desde Leonding, para hablar con su
madre. Adolfo temía que el tutor pudiera convencer, finalmente, a la
madre para que se negara a concederle la parte que le correspondía de
la herencia. Con ello se hubiera hecho imposible el proyectado traslado a Viena.
Sin embargo, no se llegó a este extremo, aun cuando durante un tiempo
la decisión se mantuvo sobre el filo de un cuchillo. Al final de estas
tenaces discusiones todo estaba en contra de Adolfo; incluso, como suele suceder
en las casas de vecinos, los inquilinos de las demás viviendas. La señora
Clara hubo de escuchar las más o menos bien intencionadas opiniones,
y, a menudo, en su preocupación y enojo por Adolfo no sabia qué
decisión tomar. Cuando Adolfo sufría sus depresiones y se lanzaba
a recorrer solo con sus pensamientos los bosques, cuántas veces no estaba
yo sentado con la señora Clara en la pequeña cocina, escuchando
con el corazón conmovido sus quejas, y tratando de consolar a esta amargada
mujer, sin mostrarme por ello injusto para con mi amigo; por el contrario, tratando
de facilitar su decisión por mi intervención. Yo podía
comprender bien la posición de Adolfo. ¡Cuán fácil
le hubiera sido a éste, con su gran energía de vida, recoger simplemente
sus cosas y alejarse de allí, de no habérselo impedido la consideración
y el respeto que sentía por su madre! Este mundo pequeño burgués,
en el que tenía que vivir, lo odiaba en lo más profundo de su
corazón. Debía vencerse a sí mismo para regresar de nuevo
a este limitado mundo, después de las horas pasadas en plena naturaleza.
Todo en él parecía hervir y fermentar. Era duro e inflexible.
En estas semanas, su compañía no era ciertamente agradable. Pero
el compartir el secreto de Estefanía nos ligaba de manera inseparable.
El suave encanto que partía de él, el inalcanzable, atemperaba
las tormentosas olas. Aun cuando Adolfo hacía ya tiempo que había
tomado su decisión, todo era todavía incierto, dada la fácil
influenciabilidad de la madre.
Pero, por otro lado, Viena le atraía. Esta ciudad albergaba mil posibilidades
para un joven abierto como lo era Adolfo, posibilidades que podían llevarle
tanto a las más altas cumbres de la existencia, como a las más
obscuras simas del olvido. Viena era una ciudad maravillosa y a la vez cruel,
que todo lo prometía y todo lo negaba. Exigía la máxima
entrega de todos los que se confiaban a ella. Y esto era lo que quería
Adolfo.
Sin la menor duda, el modelo de su padre estaba ante él. ¿Qué
hubiera sido de él, de no haber venido a Viena? Un pobre y amargado zapatero
remendón en algún lugar del más mísero Waldviertel.
¡Y qué no había hecho Viena de este pobre oficial zapatero
huérfano!
Desde su primera estancia en Viena a principios de verano del año 1906,
estas fantasías, aún muy vagas, habían ido tomando una
forma cada vez más concreta. Él que habla consagrado su vida al
arte, sólo en Viena podía desplegar todas sus capacidades; pues
en esta ciudad se concentraban las obras más perfectas en todos los campos
del arte.
En su primera y fugaz estancia en Viena, Adolfo había asistido a la Ópera
Imperial, presenciando en ella las representaciones de "El holandés
errante", "Tristán" y "Lohengrin". Medidas con
este patrón, las representaciones del Teatro Municipal de Linz quedaban
reducidas a una insuficiencia provinciana. En Viena, el Burgtheater, con sus
escenificaciones clásicas, aguardaba a los entusiasmados jóvenes.
Allí daban sus conciertos la Filarmónica de Viena, la orquesta
que en aquel entonces era considerada, y con razón, como la mejor del
mundo. Se unían a ellos los museos, con sus inconmensurables tesoros,
las pinacotecas, la gran Biblioteca Imperial, ingentes posibilidades de enriquecer
y educar el propio espíritu.
Linz no tenía ya mucho que ofrecer a Hitler. Lo que podía modificarse
en sus edificios, lo había hecho aquél a su manera. No había
ya ninguna tarea grande y atractiva para él. Yo podía tenerle
al corriente de las diversas modificaciones en el cuadro de la ciudad, como
la reconstrucción del Banco para la Alta Austria y Salzburgo en la Plaza
Principal y la proyectada nueva construcción del Teatro Municipal. Él,
por su parte, quería tener cosas más ambiciosas ante sí,
las maravillosas construcciones del centro de la ciudad de Viena, la genial,
realmente imperial disposición de la Ringstrasse en lugar de la Landstrasse
de Linz, limitada y burguesa. A ello se unía también que su creciente
interés por la política no podía encontrar ningún
campo de actividades en Linz. En esta conservadora "ciudad campesina",
la vida política discurría dentro de unas tranquilas normas. Sencillamente,
no sucedía nada que pudiera interesar a un hombre joven desde el punto
de vista político. No había aquí tensiones, conflictos,
inquietudes. Trasladarse de esta calma absoluta al centro de las tormentas,
llevaba en sí el signo de la gran aventura. En Viena se concentraban
todas las energías del Estado danubiano. Trece naciones luchaban allí
por su existencia nacional y su libertad. Esta lucha de nacionalidades originaba
una atmósfera verdaderamente volcánica. Estar en medio de ella,
poder participar directamente en estas luchas, intervenir en la lucha de todos
contra todos, ¡cómo podía esto dejar de agitar a un joven
corazón!
Finalmente, había llegado el momento. Adolfo vino a verme al taller,
desbordante de alegría. En aquel instante teníamos justamente
mucho trabajo, pues mi padre habla recibido el encargo de confeccionar los colchones
para un hospital recién construido.
-I Mañana marcho! - me dijo brevemente.
Me rogó, que, si me era buenamente posible, le acompañara a la
estación, pues no quería que su madre le acompañara hasta
allí. Sabía cuán penoso le hubiera sido a Adolfo despedirse
de su madre delante de otras personas. No había nada que temiera más
que una demostración pública de los más íntimos
sentimientos. Yo le prometí acompañarle y ayudarle a transportar
la maleta.
Al día siguiente, a la hora convenida, dejé el trabajo y me dirigí
a la Blütengasse, para recoger a mi amigo. Adolfo lo tenía ya todo
dispuesto. Tomé la maleta, que era bastante pesada, porque Adolfo no
quería separarse de sus libros favoritos, y salí rápidamente,
para no tener que ser testigo de la despedida. La madre lloraba, y la pequeña
Paula, por la que Adolfo apenas si se había nunca preocupado, sollozaba
de manera desgarradora. Cuando Adolfo se me reunió luego en la escalera
y tomó la maleta, para ayudarme, pude ver que tenía también
húmedos los ojos. Viajamos con el tranvía hasta la estación.
No fue posible iniciar ninguna verdadera conversación. Como sucede a
menudo, cuando se pretende ocultar los propios sentimientos, hablamos solamente
de cosas sin importancia. La despedida de Adolfo me llegó profundamente
al corazón. Recuerdo todavía cuán desgraciado me sentí
al tener que regresar solo a casa. Era una suerte que en el taller me estuviera
esperando tanto trabajo.
Desgraciadamente, la correspondencia sostenida en aquel entonces con Adolfo
se ha perdido. Sé solamente que durante varias semanas estuve sin noticias
suyas. Y fue entonces cuando comprendí, con especial claridad, lo que
significaba Adolfo para mi. No me interesaban los otros jóvenes de mi
misma edad. Sabía ya, desde un principio, que no sufriría más
que decepciones. ¿Qué interesaba a esta juventud, que no fuera
una existencia cómoda y superficial? Adolfo era mucho más serio
y maduro que la mayoría de las personas a su edad. Sus intereses eran
más variados y su apasionada participación me arrastraba también
a mí. Me sentía ahora muy abandonado y me consideraba mortalmente
desgraciado. Para liberarme de estos amargos sentimientos me encaminé
hacia Urfahr, a la Blütengass; a visitar a la señora Clara. Si podía
hablar con alguien que sentía un amor tan grande por Adolfo, se aliviaría
en seguida mi corazón. Probablemente habría escrito Adolfo a su
madre, pues, de todas formas, habían transcurrido ya quince días
desde su partida. En este caso podría averiguar su dirección e
informarle, según lo convenido, de lo que había sucedido entre
tanto. No era mucho, en realidad. Pero para Adolfo aun lo más insignificante
tenía su importancia. Yo había visto a Estefanía en la
esquina de la Schmiedtor. Verdaderamente se mostró asombrada al verme
a mí solo en aquel lugar, pues estaba lo bastante enterada de las cosas
para saber que en este asunto yo no era más que una figura secundaria.
Y la persona principal faltaba. Esto la extrañó. ¿Cómo
podía explicarse una cosa semejante? Aun cuando Adolfo no fuera más
que un mudo adorador, era más tenaz y duradero que los demás.
No quería encontrar a faltar este fiel admirador. Su interrogante mirada
me afectó de tal manera que estuve a punto de dirigirme a ella. Pero,
de una parte, Estefanía no estaba sola, sino que, como de costumbre,
iba acompañada de su madre, y de otra mi amigo me había ordenado
expresamente esperar hasta que Estefanía me preguntara por su propio
impulso. Tan pronto se hubiera cerciorado de lo duradero de su ausencia no cabía
la menor duda de que aprovecharía la primera ocasión que se le
presentara para cruzar sola el puente, y preguntarme ansiosamente qué
es lo que le había sucedido a mi amigo. Podía haberle ocurrido
algo, quizá estaba de nuevo enfermo, como hacia dos años, o incluso
muerto. ¡Inconcebible! De todas formas, aun cuando esta entrevista no
hubiera tenido todavía lugar, tenía yo material suficiente para
llenar cuatro caras de una carta. Pero ¿qué es lo que le pasaba
a Adolfo? No llegaba de él ni una sola línea. La señora
Clara me abrió la puerta y me saludó cordialmente. Comprendí
al verla que me aguardaba con Impaciencia.
-¿Tiene usted alguna noticia de Adolfo? - me preguntó aún
en la puerta.
Así, pues, no había escrito tampoco a su madre. Esto me inquietó
grandemente. Debía haberle ocurrido algo inesperado. ¿Quizá
no había salido todo en Viena a la medida de sus deseos?
La señora Clara me ofreció una silla. Vi qué alivio significaba
para ella poder abrir a alguien su corazón. ¡Aquella vieja lamentación
que conocía palabra por palabra! Pero escuchó pacientemente;
-Si hubiera estudiado con aplicación en la escuela real, ahora podría
hacer ya pronto su examen de reválida. Pero no deja que digan nada. -Y
añadió literalmente-: Es tan testarudo como su padre. ¿A
qué se debe este precipitado viaje a Viena? En lugar de conservar celosamente
esta pequeña herencia, se la gasta irreflexivamente. ¿Y qué
sucederá después? No saldrá nada bueno de la pintura. Ni
tampoco el escribir historias sirve de nada. Yo no podré luego ayudarle.
Tengo que pensar aún en la pequeña. Ya sabe usted, qué
criatura tan delicada es. Y, a pesar de ello, tiene que aprender algo útil.
Adolfo, sin embargo, no piensa en ello. Sigue su camino, como si estuviera solo
en el mundo. Yo no veré ya cómo consigue asegurarse una existencia
independiente...
La señora Clara me pareció más preocupada que de costumbre.
En su rostro se observaban profundas arrugas. Sus ojos parecían velados,
y la voz sonaba cansada y resignada. Tuve la impresión como si ahora,
cuando Adolfo no estaba ya a su lado, se había dejado ir por completo,
y su aspecto era más viejo y enfermizo que de costumbre. Era evidente
que, para hacer más fácil al hijo la despedida, había silenciado
a éste su verdadero estado. Es posible también que la impulsiva
naturaleza de Adolfo hubiera contribuido a sostener las energías vitales
de la mujer. Ahora, empero, al encontrarse abandonada a sí misma, se
me mostraba como una mujer vieja y enferma.
He olvidado, por desgracia, lo que pasó en las semanas siguientes. Adolfo
me había comunicado brevemente su dirección. Vivía en el
distrito sexto, en el 29 de la Stumpergasse, segundo piso, puerta 17, en casa
de una mujer que tenía el extraño nombre de Zakreys. Esto era
todo lo me comunicaba, Sin embargo, yo sospechaba que detrás de este
obstinado silencio se ocultaba algo más de lo que él dejaba entrever;
sabía que cuando Adolfo callaba significaba, generalmente, que era demasiado
orgulloso para hablar de ello.
En la descripción de la segunda estancia de Adolfo en Viena me atendré
a lo que el mismo Adolfo ha escrito en su libro, relato que coincide plenamente
con la verdad,
"... yo había partido para Viena para hacer el examen de ingreso
en la academia. Equipado con un grueso rollo de dibujos, me puse entonces en
camino convencido de poder aprobar con la mayor facilidad este examen. En la
escuela real yo había sido, de mucho, el mejor dibujante de Ia clase
y desde entonces mi habilidad se había desarrollado todavía de
manera extraordinaria, de modo que la satisfacción conmigo mismo me hacía
confiar orgulloso y feliz en lo mejor. .
"Así, pues, me encontraba por segunda vez en la bella ciudad y aguardaba
con ardiente impaciencia, pero también con orgullosa confianza, el resultado
de mi examen de ingreso. Estaba tan seguro del éxito, que cuando me comunicaron
que había sido suspendido, la noticia me sorprendió de forma totalmente
inesperada. Y, sin embargo, así era. Cuando me presenté ante el
rector y le rogué me explicara las razones de mi fracaso en la escuela
general de pintura de la academia, me aseguró que de los dibujos aportados
por mí se deducía, de manera inequívoca, mi falta de aptitudes
como pintor; que mis posibilidades radicaban indudablemente en el campo de la
arquitectura, y que a mí no debía jamás interesarme la
escuela de pintura, sino la escuela de arquitectura de la academia. Como hasta
entonces no había asistido a una escuela de arquitectos ni había
recibido tampoco la menor enseñanza en arquitectura, no podía
comprenderlo en modo alguno.
"Abatido abandoné el maravilloso edificio de Hansen junto a la Schillerplatz,
enojado, por primera vez en mi joven existencia, conmigo mismo. Lo que acababa
de oír acerca de mis disposiciones pareció descubrirme de repente,
como en un fulgurante relámpago, un dilema bajo el que yo habla sufrido
durante mucho tiempo, sin que pudiera explicarme hasta entonces el porqué
de su existencia.
"A los pocos días supe también yo que llegaría a ser
un maestro de obras.
"Es cierto que el camino era enormemente difícil, pues ahora lamentaba
amargamente lo que por obstinación había negligido en la escuela
real. El ingreso en la escuela de arquitectos de la academia dependía
de la asistencia a la escuela técnica de arquitectura, para cuyo ingreso
era necesario un examen previo de reválida en un centro de enseñanza
media. Y yo carecía de estas condiciones previas. Así, pues, según
todas las previsiones humanas, no era ya posible ver convertidos en realidad
mis sueños de artista."
Había sido rechazado en la academia, fracasado aun antes de haber puesto
realmente el pie en Viena. No hubiera podido sucederle nada más espantoso.
Pero era demasiado orgulloso para hablar de ello. Así que me ocultó
lo que había sucedido. Lo ocultó también a su madre. Cuando
volvimos a vernos más tarde había superado ya, en cierto modo,
la impresión de esta dura decisión. No hablaba más de ello.
Yo respeté su silencio y no le pregunté tampoco por lo sucedido,
pues sospechaba que le había sucedido algo que no estaba de acuerdo con
sus deseos. Tan sólo al año siguiente, cuando estuvimos los dos
juntos en Viena, fui descubriendo poco a poco la verdad de lo sucedido.
Las disposiciones de Adolfo para la arquitectura eran tan evidentes, que hubieran
justificado una excepción, ¡cuántos alumnos infinitamente
menos dotados podían encontrarse en la academia! Esta decisión
fue tan unilateral y burocrática como también injusta. Es típica,
sin embargo, la reacción de Adolfo ante este modo de proceder tan vergonzoso
para él. No intenta conseguir un trato de favor, no se humilla ante las
personas que no han sido capaces de comprenderle, pero no se rebela tampoco,
sino que tiene lugar una radical convergencia hacia adentro, una altiva decisión
de hacer también frente a este duro golpe del destino, un amargado grito
de "¡Ahora más que nunca! ", que lanzó para sí
a los señores junto a la Schillerplatz, de la misma manera que dos años
antes había hecho punto final con sus maestros. Lo que la vida le aportaba
en decepciones, no era para él más que un nuevo estímulo
para vencer todos los obstáculos, para seguir, con más entusiasmo
aún, el camino propuesto.
En el libro Mi lucha se encuentra la siguiente frase: "Al tomarme la diosa
de la necesidad en sus brazos y amenazarme tan a menudo con destrozarme, crecía
la voluntad a la resistencia, y, finalmente, acabó por triunfar la voluntad".
MUERTE DE LA MADRE
Recuerdo todavía que la madre
de Adolfo hubo de someterse a una grave operación a principios del año
1907. En aquel entonces ingresó en el Hospital de las Hermanas de la
Caridad en la Herrenstrasse, donde él la visitaba diariamente. La operación
la llevó a cabo el entonces médico jefe Dr. Urban. No recuerdo
exactamente la enfermedad de qué se trataba, aun cuando es probable fuera
cáncer de pecho. La señora Clara se restableció hasta el
punto de llevar nuevamente el cuidado de la casa, pero se sentía muy
débil y abatida lo mismo que antes, y tuvo que guardar de nuevo cama.
No obstante, algunas semanas después de partir Adolfo para Viena, pareció
encontrarse mejor, pues para mi sorpresa me la encontré una mañana
casualmente, en el paseo donde se celebraba en aquel entonces el mercado, y
en el que las campesinas de los alrededores de la ciudad venían a vender
huevos, mantequilla y verduras.
-Adolfo se encuentra bien -me explicó gozosa-; ¡si yo pudiera saber
qué es lo que estudia en realidad! Por desgracia, no me escribe nada
de ello. Pero es fácil de imaginar que tiene mucho que hacer.
Era ésta una buena noticia, que también a mí me llenó
de alegría, pues Adolfo no me había comunicado nada de sus actividades
en Viena. Nuestra correspondencia versaba casi exclusivamente sobre "Benkieser",
es decir, sobre Estefanía. Pero la madre no debía saber nada de
todo ello. Pregunté también a la señora Clara cómo
se encontraba ella. No se encontraba muy bien, me dijo. Sentía fuertes
dolores y por las noches no podía, a menudo, dormir. No obstante, me
rogó que no dijera nada de ello a Adolfo. Quizá mejorara de nuevo
su estado. Al despedirme, me invitó a visitarla pronto.
En el taller había mucho que hacer. El negocio no había ido nunca
tan bien como en este año. Se recibía un encargo después
de
otro. Para un pabellón recién construido de la Clínica
de Mujeres debíamos suministrar cincuenta camas completas, A pesar del
intenso trabajo, aprovechaba todas las horas libres para mis estudios musicales.
Yo actuaba como solista de viola, tanto en la orquesta de cuerda de la Asociación
Musical como en la gran Orquesta Sinfónica. Así iban pasando las
semanas y me parece que sería ya a últimos de noviembre cuando
tuve, finalmente, ocasión de hacer una visita a la señora Hitler.
Me aterré al volverla a ver. Su querido y bondadoso rostro aparecía
marchito y decaído. Me tendió la mano, delgada y pálida
desde su lecho. La pequeña Paula me acercó una silla junto a la
enferma. Empezó en seguida a hablar de Adolfo y se mostraba feliz por
el tono confiado que se desprendía de sus cartas. Le pregunté
si le había informado de su enfermedad. Si la fatigaba escribir a Adolfo,
yo podía hacerlo por ella. Pero ella se negó, al instante, decididamente.
Si su estado no mejoraba manifestó, no le quedaría otra solución
que hacer regresar a Adolfo de Viena. Es cierto que sentía mucho tener
que arrancarle de sus intensas actividades, pero ¿qué otra solución
cabía si no? La pequeña debía ir cada día a la escuela.
Angela tenía ya sus propias preocupaciones (en aquel entonces esperaba
su segundo hijo) y no podía contar en absoluto con su yerno Raubal desde
que había protegido a Adolfo en contra de él, defendiendo su decisión
de dirigirse a Viena, se mostraba Raubal enojado con ella y no se dejaba ver.
E impedía que Angela, su esposa, cuidara también de su madre.
Así, pues, no le quedaría más solución que ingresar
en el hospital, tal como le había aconsejado el médico. El médico
de cabecera de la familia Hitler era el doctor Bloch, muy estimado en todas
partes, y al que se conocía en la ciudad con el cariñoso nombre
de "Médico de los pobres", un notable especialista y una persona
de gran corazón, que se sacrificaba por sus enfermos. Si el doctor Bloch
aconsejaba a la señora Hitler el ingreso en el hospital, su estado debía
ser muy grave. Me pregunté si acaso no sería mi deber informar
de ello a Adolfo. La señora Clara me dijo cuán terrible era para
ella que Adolfo estuviera tan lejos en estos momentos. Nunca como en esta visita
comprendí yo tan claramente cuánto dependía ella de su
hijo. Todo lo que en ella había todavía de fuerza y vida, lo consagraba
a su preocupación por él. En estas semanas de dolor tal vez presintiera
ella, que por causa de sus peculiares disposiciones le aguardaba a su hijo un
destino extraordinario. Finalmente, me prometió informar a Adolfo de
su situación. Al despedirme esta noche de la señora Clara, me
sentía yo sumamente descontento conmigo mismo. ¿Existiría
acaso algún medio para ayudar a esta pobre mujer? Yo sabía bien
cuánto amaba Adolfo a su madre. Era preciso hacer algo. La pequeña
Paula era demasiado pusilánime, demasiado torpe, si la madre necesitaba
realmente ayuda. Una vez de nuevo en mi casa, hablé con mi madre. Ésta
se manifestó en el acto dispuesta a visitar de vez en cuando a la señora
Hitler, a pesar de que no la conocía siquiera personalmente. Sin embargo,
mi padre se opuso a esta decisión, puesto que dado su carácter
meticuloso y exageradamente correcto consideraba improcedente ofrecer sus servicios
sin haber sido solicitados. Al cabo de algunos días fui de nuevo a visitar
a la señora Clara. La encontré levantada, trabajando en la cocina.
Se sentía algo mejor, por lo que lamentaba vivamente haber informado
a Adolfo de su enfermedad. Por la tarde estuve largo rato sentado a su lado.
La señora Clara se sentía más locuaz que de costumbre,
y empezó a hablarme de su propia vida, muy en contra de lo usual en ella.
Algunas cosas pude comprenderlas, otras las deduje, aun cuando la mayor parte
de ellas se quedó por decir, y así presentí, a mis diecinueve
años, y a quien la vida parecía mirar todavía con tanta
confianza y henchido de promesas, un difícil destino.
Pero en el taller apremiaba el trabajo. Se acercaba el término fijado
para la entrega de las camas encargadas y el plazo debía cumplirse irremisiblemente.
Mi padre no conocía aquí ninguna consideración. También
en lo que se refiere a mis ambiciones artísticas, su lema era: primero
el trabajo, luego la música. Además, como dentro de poco debía
tener lugar una gran representación, un ensayo de la orquesta seguía
al otro. Algunas veces no sabía yo, realmente, cómo podría
arreglármelas con mi tiempo. Y así, una mañana, mientras
yo estaba afanosamente dedicado a rellenar los colchones, Adolfo compareció
en el taller. Su aspecto era lamentable; su rostro de una palidez casi translúcida,
los ojos turbios y su voz sonaba ronca. Sin embargo, pude adivinar cuánto
dolor se ocultaba detrás de esta férrea actitud. Dada la impresión
de que luchaba contra la fatalidad.
Apenas un saludo, ninguna pregunta por Estefanía, ni una sola palabra
de lo que había vivido en Viena.
-El médico dice que es incurable- esto fue todo lo que pudo decir Adolfo.
Me sentí aterrado por este inequívoco diagnóstico. Probablemente,
había sido informado por el doctor Bloch del estado de su madre. Quizá
hubiera, incluso, solicitado el consejo de algún otro médico.
Pero no podía resignarse a esta dura sentencia.
Sus ojos refulgían. La cólera se percibía en ellos:
-Incurable; ¿qué significa esto? - barbotó - No es que
la dolencia sea incurable, sino que los médicos no son capaces de curar.
Mi madre no es siquiera demasiado vieja. Cuarenta y siete años no son
ninguna edad a la que deba morirse forzosamente. Pero tan pronto como los médicos
han llegado al término de su sabiduría, se dice al momento, incurable.
Es posible que si mi madre viviera en una época posterior, la misma enfermedad,
sería posible curarla.
Yo conocía bien la peculiar idiosincrasia de mi amigo, que le incitaba
a convertir en un problema todo lo que se le oponía en la vida. Sin embargo,
nunca me había hablado con tal amargura, con tanta pasión como
ahora. De repente me pareció como si Adolfo, pálido, excitado,
alterado hasta lo más profundo de su ser, se encontrara directamente
ante la muerte, acechando con dureza y crueldad a su víctima, y pretendiera
discutir y ajustar cuentas con ella.
Pregunté a Adolfo si necesitaba mi ayuda. Pasó por alto la pregunta,
tanto le abstraía esta discusión. Después interrumpió
bruscamente la conversación, y explicó con voz serena y objetiva:
-Me quedaré en Linz para llevar la casa en lugar de mi madre.
-¿Podrás hacerlo? - le pregunté yo.
-Todo es posible cuando hay que hacerlo.
Con ello había terminado la conversación. Yo acompañé
a Adolfo hasta la puerta de su casa. Estaba seguro que ahora me preguntaría
por Estefanía, tal vez no habla querido preguntar por ella en el taller.
Me hubiera alegrado mucho de ello, pues yo había llevado a cabo con la
mayor meticulosidad mis observaciones, y, aun cuando no hubiera tenido lugar
el diálogo esperado, podía referirle muchas cosas de la muchacha.
Por otra parte, confiaba en que Adolfo encontraría consuelo en Estefanía
en medio de sus espantosos conflictos anímicos. No cabe duda de que así
fue, en efecto. Es seguro que en estas semanas Estefanía significó
mucho más para él que en ningún momento anterior. Pero
retuvo en su corazón toda pregunta acerca de ella, hasta tal punto estaba
la preocupación por su madre en el primer término de todos sus
pensamientos y sus acciones.
No puedo fijar con exactitud la fecha en que Adolfo regresó de Viena.
Tal vez fuera en uno de los últimos días de noviembre, o quizá
hubiera principiado ya diciembre. Pero las semanas que siguieron quedarán
grabadas de manera imborrable en mi recuerdo. En un cierto sentido fueron las
semanas más bellas e íntimas de nuestra amistad. Hasta qué
punto conmovieron mi ánimo estos días, puedo deducirlo del hecho
de que en ninguna otra época de mi amistad con Adolfo Hitler se hubieran
grabado tantos detalles en mi memoria. Parecía como transformado. Yo
había creído hasta entonces conocerle a fondo y desde todos los
lados. Después de todo, hablamos vivido más de tres años
en una estrecha amistad que excluía cualquiera otra relación,
en la que no nos habíamos ocultado nada. Sin embargo, en estas semanas
me parecía como si, de repente, mi amigo se hubiera convertido en un
ser completamente distinto.
No hablaba ya de los problemas e ideas que tanto le agitaran antes. ¡Todas
sus fantasías de política parecían borradas! Apenas si
podía adivinarse en él nada de sus intereses artísticos.
No era más que el fiel y servicial hijo de su madre.
Yo no había tomado muy en serio la noticia comunicada por Adolfo de que
se haría cargo del cuidado de la casa en la Blütenstrasse. Sabía
bien en cuán poca estima tenía Adolfo estas ocupaciones, tan necesarias
en sí, pero tan monótonas y desagradables. Me sentía, por
consiguiente, escéptico en relación con este propósito,
y tenía la seguridad de que todo quedaría en algunos intentos
bien intencionados.
Pero me equivoqué por completo. Conocía demasiado poco a Adolfo
desde este punto de vista, y no había tenido en cuenta que el ilimitado
amor que sentía por su madre le permitiría llevar a cabo estas
actividades domésticas, tan menospreciadas por él hasta entonces,
y con tal propiedad, que la madre no se cansaba de alabarle. Un día,
cuando fui a visitarle a la Blütenstrasse, encontré a Adolfo arrodillado
en el suelo. Se había atado un delantal a la cintura y fregaba el suelo
de la cocina, no limpiado durante tanto tiempo. Me sentí enormemente
asombrado, y debí poner una cara extraña, pues la señora
Clara sonrió con expresión feliz en medio de sus dolores y exclamó,
dirigiéndose hacia mi:
-Se extraña usted de lo que sabe hacer mi Adolfo, ¿no es cierto?
Me di cuenta también de que Adolfo había cambiado la instalación
de la casa. El lecho de la madre estaba ahora en la cocina, más caliente
durante el día, de forma que la enferma tuviera siempre calor. Adolfo
trasladó a la sala de estar el aparador de la cocina, para colocar, en
el espacio así liberado, la otomana sobre la que él dormía.
Así podía estar al lado de la madre también durante la
noche. La pequeña dormía en la sala de estar. No pude por menos
que preguntar cómo le iba en la cocina.
-Tan pronto como acabe de fregar podrás verlo tú mismo -contestó
Adolfo.
Pero la señora Clara se adelantó a mi juicio. Cada mañana
consultaba ella con Adolfo lo que debía prepararse para la comida del
mediodía. Él tenía siempre buen cuidado en elegir los platos
favoritos de la madre. Todo le salía tan bien que ella no podría
hacerlo mejor. La comida sabía de manera maravillosa, afirmaba la señora
Clara, hacía tiempo que no había comido con tanto apetito como
desde los días en que Adolfo estaba de nuevo a su lado.
Yo miré a la señora Clara, que se había incorporado en
el lecho. En el celo de la conversación, sus mejillas, por lo general
tan pálidas, habían enrojecido ligeramente. La alegría
por el regreso del hijo y sus devotos cuidados iluminaban el grave y agotado
rostro. Pero detrás de esta maternal alegría se mostraban inequívocamente
los signos del dolor. Los profundos surcos en la sinuosa boca, los hundidos
ojos, todo ello revelaba que el diagnóstico del médico había
sido acertado.
Realmente hubiera debido saber yo que mi amigo no podía tampoco fracasar
en esta tarea, por desusada que ésta fuera para él, pues lo que
él hacía lo hacía hasta el fin. A la vista de la gravedad
con que se hacia cargo del cuidado de la casa, hube de reprimir cualquier observación
irónica, por cómico que pudiera parecerme Adolfo, que tanta importancia
daba a una presentación cuidadosa y correcta, vestido con su tosco mandil.
No pude expresar siquiera una palabra de reconocimiento, hasta tal punto me
afectó el cambio obrado en su persona, pues sabía bien qué
fuerza de voluntad le era necesaria para poder realizar estos trabajos.
El estado de la madre era muy variable. La presencia de su hijo, de todas formas,
ejercía una favorable influencia sobre su estado general, y aclaraba
también su ensombrecido espíritu. En las horas del mediodía
podía pasar, incluso, algunos ratos fuera del lecho, y se la veía
sentada en una cómoda butaca en la cocina. Adolfo parecía adivinar
cualquier deseo en sus ojos, y se ocupaba de ella con la mayor delicadeza. Yo
no había podido descubrir jamás en él esta amorosa y sensible
delicadeza. Me parecía no poder creer a mis ojos y mis oídos.
No se escuchaba ya ninguna palabra adusta, ninguna expresión poco amable,
ninguna violenta afirmación del propio punto de vista. En estas semanas
se había olvidado completamente de sí mismo, y no vivía
más que en su abnegada preocupación por la madre. Aun cuando Adolfo,
según afirmaba continuamente la señora Clara, había heredado
muchas cualidades del padre, justamente en estas decisivas semanas pude darme
cuenta de cuán parecido era a la madre en lo mas intimo de su ser. Es
cierto que a ello podía contribuir también el hecho de que había
vivido los últimos cuatro años sólo con la madre. Pero,
por encima de ello, se me reveló una peculiar armonía espiritual
entre madre e hijo, tal como no he vuelto a encontrarla en el curso de mi existencia.
Todo lo que pudiera separarles había quedado muy lejos. Adolfo no hablaba
nunca de la decepción que había sufrido en Viena. En estos días,
todas las preocupaciones por el futuro parecían haber sido olvidadas.
Una atmósfera de suave, casi alegre satisfacción, rodeaba a la
mujer marcada por la muerte.
También Adolfo parecía haber olvidado todo lo que le oprimía.
Según puedo recordar, sólo una vez me acompañó a
la puerta después de haberme despedido de la señora Clara, y me
preguntó si había visto a Estefanía. Pero en esta pregunta
se percibía ahora una distinta entonación. No era ya la impaciencia
del impetuoso amante, sino el oculto temor de una persona joven que teme que
el destino pudiera quitarle lo último que le es querido en la vida. Adiviné
en esta apresurada pregunta cuánto significaba esta muchacha para él,
justamente en estos días tan difíciles, tal vez más de
lo que hubiera sido posible de estar ella tan próxima, como él
lo anhelaba. Yo le tranquilicé. Al cruzar el puente me la había
encontrado a menudo con su madre. Al parecer, nada había cambiado en
ella.
Diciembre fue un mes frío y desapacible. Durante días enteros
se extendía una niebla húmeda y sombría sobre el Danubio.
El sol apenas si podía atravesarla raras veces. Y si esto tenía
lugar, sus rayos carecían de fuerza y apenas calentaban. El estado de
la madre empeoraba a ojos vistas. Adolfo me aconsejó que no fuera a verla
más que cada dos días.
Pero la señora Clara me saludaba tan pronto entraba yo en la cocina,
levantando un poco la mano y tendiéndola a mi encuentro. Luego, una suave
sonrisa se deslizaba a veces por sus atormentados rasgos. Un pequeño
pero significativo incidente ha quedado grabado en mi memoria. Al repasar los
cuadernos escolares había podido comprobar Adolfo que la pequeña
Paula no aprendía en la escuela con el celo con que la madre podía
esperar de ella. Adolfo tomó a la pequeña de la mano y la acompañé
hasta el lecho de la madre, para que diera la mano a la madre y le prometiera,
solemnemente, ser siempre aplicada y que sería una buena alumna. Tal
vez quisiera Adolfo dar a entender a su madre con esta escena que había
comprendido, entretanto, su propio error. Si hubiera seguido en la escuela real
hasta aprobar el examen de reválida, no se hubiera llegado a la catástrofe
de Viena. Este acontecimiento, tan decisivo para él, del que más
tarde dijo, que por primera vez le había puesto en desacuerdo consigo
mismo, estaba en aquel entonces en el fondo del espantoso acontecimiento y ensombrecía
aún más su espíritu.
Cuando dos días después me encaminé de nuevo a la Blütengasse
y llamé suavemente a la puerta, me abrió Adolfo inmediatamente,
salió conmigo hacia el pasillo y entorné la puerta tras de él.
A la madre no le iba nada bien -me dijo-, tenía espantosos dolores. Más
que sus palabras me convenció su emoción de la gravedad de la
situación. Comprendí que sería mejor que me marchara. Adolfo
estuvo de acuerdo conmigo. Nos estrechamos en silencio la mano y me alejé
de allí.
Se acercaban ya las Navidades. Había nevado finalmente y la ciudad había
tomado con ello un aspecto solemne. Pero mi ánimo no se sentía
muy navideño. Una vez más crucé el puente en dirección
a Urfahr. Por los inquilinos de la casa supe que la señora Hitler había
recibido ya los sagrados óleos. Quise hacer mi visita lo más breve
posible. A mi llamada abrió la pequeña Paula. Entré vacilante.
La señora Clara estaba sentada en su lecho, Adolfo había pasado
su brazo por la espalda de su madre, para ayudarla, pues siempre que ésta
conseguía incorporarse cedían un poco los dolores.
Saludé y me detuve junto a la puerta. Adolfo me hizo señal de
que me alejara. Había empuñado ya el pestillo, cuando la señora
Clara me hizo una seña y me tendió la mano. De manera imborrable
se me han quedado grabadas las palabras que la moribunda me dijo con voz suave,
apenas perceptible:
-Gustl- dijo (ella me llamaba generalmente sólo "señor Kubizek",
pero en esta hora se sirvió del nombre que me daba Adolfo)-, sea usted
el buen amigo de mi hijo, aun cuando yo no esté ya. No tiene a nadie
más.
Se lo prometí, con lágrimas en los ojos, y después salí
de la habitación. Esto sucedía al atardecer del veinte de diciembre.
Al día siguiente por la tarde vino Adolfo a mi casa. El taller estaba
ya cerrado por la proximidad de las Navidades. Adolfo parecía muy alterado.
Bastaba ver su rostro desconsolado para saber lo que había sucedido.
Según explicó, la madre había muerto en las primeras horas
del amanecer. Su último deseo había sido ser enterrada en Leonding
al lado de su esposo. Adolfo no podía apenas hablar, hasta tal punto
le había afectado la muerte de la madre.
Mis padres le expresaron nuestro sentido pésame. Pero mi madre comprendió
que lo mejor sería proceder inmediatamente de manera práctica.
Tenía que encargarse el entierro. Adolfo había estado ya en la
empresa Winkler de pompas fúnebres. El entierro había sido fijado
para el veintitrés de diciembre, a las nueve de la mañana. Pero
aún quedaba mucho por hacer. El transporte de la madre hasta Leonding
debía aún concertarse. Debían procurarse los documentos
necesarios e imprimirse las esquelas. Gracias a ello pudo superar Adolfo su
profunda conmoción anímica. Serenamente atendió en este
día y los siguientes a los preparativos necesarios para el entierro.
En la mañana del 23 de diciembre de 1907 me dirigí yo, en compañía
de mi madre, antes de la hora convenida, hacia la casa de la difunta. El tiempo
había cambiado de nuevo. La nieve resbalaba de los tejados. Las calles
estaban cubiertas de un barro resbaladizo. La mañana era húmeda
y neblinosa. Apenas si podían distinguirse las obscuras aguas de la corriente.
Entramos en la casa para, según la costumbre, despedirnos de la muerta
con algunas flores. La señora Clara había sido amortajada en su
lecho. Sobre el rostro pálido como la cera se percibía un brillante¡
destello. Presentí al verla que la muerte había sido para ella
una liberación. La pequeña Paula sollozaba, pero Adolfo conservaba
la serenidad. Una mirada a su rostro bastaba para comprender lo que sufría
en estas horas. No era sólo el hecho de que Adolfo fuera ahora huérfano
de padre y madre lo que le había afectado tan profundamente, sino más
bien el de que con su madre perdía el único ser en este mundo
en el que se había concentrado su amor y al que ella había correspondido
con la misma abnegación.
Bajé de nuevo a la calle con mi madre. Vino el sacerdote. La difunta
había sido colocada ya en el ataúd. Este fue depositado en el
vestíbulo de la casa. El sacerdote bendijo a la muerta y después
se puso en marcha la pequeña comitiva. Desde el Danubio llegaban hasta
nosotros jirones de niebla. Una imagen gris, sombría, un ambiente henchido
de nostalgia y tristeza, muy indicado para este fúnebre acontecimiento.
Adolfo caminaba detrás del ataúd de su madre. Vestía un
abrigo largo y negro de invierno, guantes negros y en la mano, como era costumbre
entonces, un sombrero de copa. El obscuro ropaje hacía aparecer aún
más pálido su rostro. Caminaba grave y concentrado. A la izquierda,
vestido igualmente en obscuro, iba su cuñado Raubal, y en medio la pequeña
Paula, de once años. Angela, que en estos días estaba en los últimos
de su embarazo, iba en un coche cerrado tirado por un caballo que seguía
a los deudos. Tal vez la circunstancia de que inmediatamente detrás de
los próximos parientes siguiera un coche, contribuyó a causar
en mí una impresión tan desconsoladora. Aparte de mi madre y yo
seguían solamente algunos inquilinos de la casa de la difunta, así
como algunos vecinos y conocidos de la anterior casa en la Humboldstrasse. Mi
madre advirtió lo mísero de este entierro, pero en su bondadoso
carácter asumió inmediatamente la defensa de los que no habían
venido al mismo. "Mañana es Navidad", me dijo; como si a muchas
mujeres a pesar de su mejor voluntad no les fuera realmente posible encontrar
un momento libre.
Frente a la puerta de la iglesia fue sacado el ataúd del coche y llevado
al interior de la iglesia. A continuación de la Misa de difuntos tuvo
lugar la segunda bendición. Como la difunta debía ser transportada
a Leonding, el ataúd fue conducido hasta la carretera de Urfahr. Las
campanas de la iglesia empezaron a tañir cuando la pequeña comitiva
se acercó a la carretera principal. lnvoluntariamente levanté
la mirada hasta las ventanas de la casa en que vivía Estefanía.
¿La habría avisado acaso mi ardiente deseo de que no olvidara
a mi amigo en esta hora difícil? Aún me parece ver cómo
se abren las celosías en las conocidas ventanas, cómo una figura
de muchacha se adelanta a la balaustrada y Estefanía contempla con afección
la pequeña comitiva. Dirigí la mirada a Adolfo. Su rostro permanecía
inalterable. Pero no tuve la menor duda de que también él había
visto a Estefania. Como me explicó más tarde, así fue en
realidad, y me confesó cuánto le había consolado en esta
dolorosa hora la visión de la amada. ¿Fue intencionado, fue casualidad
que Estefanía se asomara en aquel instante a la ventana? No podría
decirlo. Tal vez hubiera oído el repicar de las campanas y quisiera saber
a qué se debía este tañir a una hora tan temprana. Adolfo
estaba, naturalmente, persuadido de que la muchacha quería manifestarle
su simpatía con su aparición.
En la carretera aguardaba un segundo coche cerrado en el que, al disolverse
la comitiva, tomó asiento Adolfo con su hermana Paula. Raubal subió
al coche de su esposa. Después el coche fúnebre, seguido por los
dos otros carruajes, partió en dirección a Leonding para el entierro.
Al día siguiente, veinticuatro de diciembre, flor la mañana, vino
Adolfo a mi casa. Parecía tan abatido que era de temer que se desplomara
de un instante a otro. Todo en él parecía vacío y sin consuelo,
sin la menor chispa de vida. Se dio cuenta de la preocupación que mi
madre sentía por él, y se disculpó, alegando que no había
dormido en varias noches. Nos comunicó que su madre había sido
enterrada ayer en el cementerio de Leonding al lado de su padre. Con ello se
había cumplido su última voluntad, de seguir al lado de su esposo
también en la muerte.
Mi madre le preguntó dónde se proponía pasar la velada
de Navidad. Adolfo dijo que él y su hermana habían sido invitados
por los Raubal. Paula había ido ya, pero él no sabia todavía
si podría decidirse a ello. Mi madre le insistió, diciendo que
ahora, cuando habían sufrido la misma grave pérdida por la muerte
de la madre, todos debían también contribuir a mantener la paz
navideña. Adolfo escuchó las palabras de mi madre y guardó
silencio. Pero cuando estuvimos solos, me dijo rudamente:
-No voy a casa de Raubal,
-¿Adónde quieres ir, pues? - pregunté excitado-; hoy es
Nochebuena.
Quería rogarle viniera a nuestra casa y participar en nuestra pequeña
fiesta. Pero no me dejó siquiera hablar, y se negó a ello enérgicamente,
a pesar de la tristeza que le dominaba.
Pero al momento se rehizo de nuevo. Sus ojos mostraron un extraño fulgor.
Dijo:
-Tal vez vaya a casa de Estefanía.
Y así diciendo, se marchó.
Esta respuesta correspondía por entero al carácter de mi amigo,
y en un doble sentido. Primero, porque en un momento así podía
olvidar por completo que su relación con Estefanía no era más
que deseo y fantasía, una bella ilusión, nada más, y por
otra parte, porque, aun cuando se diera cuenta de ello, al reflexionar serenamente,
en estas críticas horas prefería aferrarse a sus propios e irreales
ensueños que confiarse a personas extrañas.
Más tarde me confesó que esta noche había estado realmente
decidido a ir a casa de Estefanía, aun cuando comprendía claramente
que una visita tan precipitada, sin ser siquiera anunciada y sin conocer a Estefanía
de una manera oficial, y más todavía en esta Nochebuena, estaba
en contradicción con todas las buenas costumbres y normas sociales y
hubiera significado, probablemente, el fin de sus relaciones con ella. Pero
por el camino había visto a Ricardo, el hermano de la joven, que pasaba
en Linz las vacaciones de Navidad. Este inesperado encuentro le habla retenido
de su propósito, pues le hubiera resultado muy penoso el que Ricardo,
cosa que apenas si habría podido evitarse, estuviera presente en la proyectada
entrevista. Yo no podía ni quería tampoco preguntarle más.
De hecho era indiferente si Adolfo se engañaba a sí mismo con
este pretexto, o si se proponía solamente defender ante mí su
conducta. Es cierto que también yo había visto a Estefanía
en la ventana. El interés reflejado en su rostro era, sin duda, sincero.
Pero yo dudaba de si Estefanía había podido distinguir realmente
a Adolfo en esta desusada situación y en su peculiar estado de ánimo.
Pero, naturalmente, no exprese estas dudas en voz alta, porque sabía
que con ello despojaba a mi amigo de su última seguridad y esperanza.
Puedo imaginarme muy bien cómo debió ser la triste Nochebuena
del año 1907 para mi amigo. No quería ir a casa de los Raubal,
una decisión que me era fácil de comprender. Podía hacerme
también cargo de que Adolfo no quisiera perturbar con su presencia nuestra
pequeña y tranquila Navidad familiar, a la que le había invitado.
La suave armonía de nuestra casa le hubiera hecho sentir aún más
su propia soledad. En este sentido me consideré yo frente a Adolfo como
un favorecido por el destino, pues poseía todo lo que él había
ya perdido: el padre, por quien tanto me preocupaba la madre, que tanto me amaba,
el tranquilo hogar, que me acogía amoroso en su perfecta paz.
Pero ¿y él? ¿Adónde debía encaminarse en
esta Nochebuena? No tenía conocidos, ningún amigo que pudiera
recibirle con el corazón abierto. Para él, todo era extraño
y vacío.
Y así se dirigió.., a Estefanía. Es decir: ¡a sus
sueños!
Adolfo me habló, más tarde, de esta noche de Navidad, en la que
estuvo muchas horas caminando. Tan sólo hacia la mañana había
vuelto a casa de su madre y se había dormido en ella. Lo que pensara,
sintiera y sufriera me lo silenció.
"¡VEN CONMIGO, GUSTL!"
Cuán a menudo se habían
pronunciado estas palabras, cuando Adolfo hablaba de su propósito de
trasladarse a Viena! Sin embargo, cuando mas tarde se dio cuenta de hasta qué
punto me obsesionaba a mi este ofrecimiento, no manifestado en un principio
siquiera seriamente se familiarizó con todas las formas del pensamiento
de que nos trasladaríamos conjuntamente a Viena para ingresar él
en la escuela de arte, yo en el conservatorio. En su genial fantasía
me dibujó esta vida con todos sus colores, de manera tan palpable y concreta,
que a menudo no sabía yo mismo si todo esto no era más que deseo
o ya realidad. Para mí, una tal fantasía tenía una base
muy real. Es cierto que yo había aprendido mi oficio a fondo y que mi
padre, como también los clientes, estaban sumamente complacidos con mi
trabajo. Pero el trabajo en el polvoriento taller había afectado considerablemente
mi salud, y el médico, mi aliado en secreto, insistía en que yo
abandonara el oficio de tapicero. Para mi, a quien la música llenaba
todo mi corazón, significaba esto buscarme en ella una posibilidad profesional.
Este deseo, por muchos que fueran los obstáculos que pudieran oponérsele,
adquiría formas cada ver más concretas. Lo que yo podía
aprender en Linz lo había aprendido ya. También mis maestros me
habían reforzado en mi decisión de dedicarme por entero a la música.
Esto sin embargo, significaba para mí tener que instalarme a Viena. Con
ello, la en un principio casual invitación "¡Ven conmigo,
Gustl!" de mi amigo, adquiría, para mí el carácter
de una clara invitación y de bello objetivo. A pesar de ello, no creo
que yo, con mi pasiva naturaleza hubiera conseguido imponer este cambio de profesión
y el traslado a Viena, de no haber intervenido aquí Adolfo con toda su
decisión.
No cabe la menor duda de que mi amigo pensó aquí, con seguridad
en si mismo. Sentía temor de partir solo para Viena, pues ahora, en ocasión
de su tercer viaje, las cosas eran algo distintas que anteriormente. Antes poseía
todavía a su madre. Aun cuando se dirigiera a Viena, seguía conservando
su tranquilo hogar. No era un paso a lo desconocido, pues saber que la madre
le estaba aguardando en todo momento y en cualquier situación, sucediese
lo que sucediese, con los brazos abiertos, daba un firme sostén a su
incierta existencia, en lo que podía confiar siempre. El hogar de la
madre era el punto tranquilo, en torno al cual se agitaba su tormentosa existencia.
Y ahora había perdido este sostén. El dirigirse ahora a Viena
era una decisión final, definitiva, de la que no existía ningún
regreso, es decir, un salto a la obscuridad, a un lago sin orillas. En los meses
pasados en Viena en el otoño pasado no había conseguido encontrar
conexión en ningún lado. Es posible que no la hubiera buscado
siquiera. En Viena vivían parientes de la madre, con los que había
estado anteriormente en relación, y en cuya casa, si no me equivoco,
había vivido incluso en ocasión de su primera estancia en Viena.
No volvió a visitarlos más, ni tampoco más tarde se habló
nuevamente de ellos. Es fácil de comprender la razón que le llevó
a dejar de verlos. Temía ser interrogado por su trabajo, la manera cómo
se ganaba la vida. Es posible que estuvieran también informados de que
había sido rechazada su solicitud de ingreso en la Academia. Prefería
sufrir hambre y miseria a presentarse ante sus parientes en demanda de auxilio.
¡Qué más natural, por consiguiente, que llevarme a mí
con él a Viena, a su mejor amigo, y también el único enterado
del secreto de su gran amor! Este "Ven conmigo, Gustl", había
adquirido el tono de un amistoso ruego en labios de Adolfo desde la muerte de
su madre.
A principios de 1908 me dirigí con Adolfo a la tumba de sus padres en
Leonding. Era un bello y frío día de invierno, de extraordinaria
claridad, y que ha quedado bien grabado en mi recuerdo. La nieve cubría
los familiares caminos. Adolfo conocía aquí aún los menores
detalles, pues durante muchos años éste había sido el camino
seguido hasta la escuela. Cuando hubimos llegado a la altura del Pulverturm,
vimos a nuestros pies, agrupadas en torno a la iglesia, las casas de Leonding.
Detrás de la amplia llanura, resplandecientes bajo la nieve, se alzaban
las montañas, desde el Hoher Priel hasta el Untersberg de Salzburgo,
cada una de cuyas cimas se destacaba claramente contra el cielo azul de acero.
Adolfo estaba muy sereno. Yo me sentí admirado por este cambio. Bien
sabía yo cuán hondamente le había afectado la muerte de
su madre, cuánto sufría por ello, incluso físicamente,
y cómo había llegado al borde del agotamiento. Mi madre le había
invitado a comer en las fiestas de Navidad, para que pudiera por lo menos recuperar
las perdidas fuerzas, y saliera de la vacía y fría casa en la
que todo le recordaba a su madre. Y Adolfo había venido a comer con nosotros.
Se había sentado a nuestra mesa muy serio, taciturno, encerrado en sí
mismo. Todavía no había llegado el momento oportuno para hablar
de los proyectos para el futuro.
Incluso ahora, al caminar sosegadamente a mi lado, parecía mucho mayor
que yo, mucho más maduro, más viril, ocupado también con
sus propios asuntos. Me admiró cuan clara y superiormente hablaba ahora
de ello. Parecía casi como si se tratara de cosas ajenas a su incumbencia;
Angela le había mandado decir que Paula podía quedarse a vivir
con ellos. Su esposo estaba de acuerdo con ello, pero se negaba a acoger a Adolfo
en su familia, pues se había portado con él de manera improcedente.
Con ello se veía Adolfo libre de su mayor preocupación pues la
pequeña tenía ya un hogar seguro. Él mismo no había
tenido jamás la intención de colocarse, bajo la tutela de los
Raubal. Había hecho dar las gracias a Angela, y decir que todo el mobiliario
paterno pertenecía a Paula. Los gastos del entierro serían pagados
de la herencia de la madre. Por lo demás, Angela había dado ayer
a luz. Este su segundo hijo fue una niña, que debía llamarse,
como la madre, Angela. Su tutor, el burgomaestre de Leonding, se había
hecho cargo del asunto de la herencia y estaba dispuesto a ayudarle también
para que le fuera concedida una pensión como huérfano.
Todo esto sonaba muy sobrio y objetivo. Después pasó a referirse
también a Estefanía. Estaba decidido a poner fin a la actual situación.
En la próxima ocasión se presentaría a Estefanía
y a su madre, ya que no le había sido posible hacerlo durante las fiestas
de Navidad. Era ya, realmente, hora de llegar a una decisión.
Cruzamos por la nevada aldea. Allí se alzaba la pequeña edificación
de una sola planta, con el número sesenta y uno, que el padre de Adolfo
había comprado en su tiempo. Aun se veía la gran colmena de la
que el padre se sentía tan orgulloso. Al vender la propiedad todo había
ido a parar a manos extrañas. Adolfo no conocía a la gente que
ahora vivía en su casa paterna. En su inmediata vecindad se encontraba
el cementerio. La tumba en la que habían sido enterrados sus padres,
se encontraba en la parte del muro en dirección Este. La nieve cubría
la tierra recién removida, ante la que nos detuvimos. Adolfo permaneció
con el rostro serio e inmóvil. Su rostro era duro y severo, y ninguna
lágrima humedecía sus ojos. Sus pensamientos estaban junto a su
amada madre. Yo estaba a su lado y rezaba.
En el camino de regreso me explicó Adolfo que probablemente debería
permanecer aun el mes de enero en Linz, hasta haber levantado la casa y resuelto
el asunto de la herencia. Le esperaba todavía una encarnizada discusión
con su tutor. Era evidente que éste no se proponía más
que lo mejor para él, pero ¿de qué podía servirle,
si lo mejor no era más que un puesto de aprendiz en una panadería
de Leonding?
El viejo Josef Mayrhofer, el tutor de Hitler, vive aún hoy, a edad avanzada,
en Leonding. Naturalmente, muy a menudo se le ha preguntado acerca de las experiencias
e impresiones obtenidas del joven Hitler. A su manera franca y campesina, Mayrhofer
ha dado respuesta a todos los que llegaban hasta él; primero a los enemigos,
después a los amigos, y luego, de nuevo, a los enemigos de su pupilo.
Pero decía siempre lo mismo, sin preocuparse por las opiniones de los
que le preguntaban. El que los tiempos fueran de uno u otro modo, esto no le
hacia cambiar una sola frase en su declaración.
Un día de enero del año 1908 había venido a verle Adolfo,
en aquel entonces ya muy alto, y con una sombra de bigote en el labio superior
y una voz profunda, casi un hombre ya, para aconsejarse en relación con
la herencia. Pero su primeras palabras fueron:
-Señor tutor, quiero partir de nuevo para Viena.
Habían sido inútiles todos los intentos para disuadirle de su
propósito; era un testarudo lo mismo que su padre, el viejo Hitler.
Josef Mayrhofer conserva todavía los documentos que guardan relación
con aquellas gestiones. La instancia que escribió Adolfo por encargo
del tutor, para solicitar una pensión como huérfanos para él
y para su hermana Paula, tiene el siguiente contenido:
"¡Muy alta Dirección Imperial de Finanzas!
"Los respetuosos firmantes solicitan por la presente la bondadosa concesión
de la correspondiente pensión de huérfanos. Los dos solicitantes,
que han perdido a su madre, fallecida el 21 de diciembre de 1907, viuda del
inspector de aduanas imperiales, han quedado, en consecuencia, huérfanos,
menores de edad e incapaces de ganarse su propio sustento. La tutoría
de los dos solicitantes, de los que Adolfo Hitler nació el 20 de abril
de 1889 en Braunau am Inn, y Paula Hitler el 21 de enero de 1898 en Fischlham
bei Lambach Ob. Ost., la desempeña el señor Joseph Mayrhofer en
Leondíng b. Linz. Los dos solicitantes pertenecen a la jurisdicción
de Linz. Repiten su ruego con el mayor respeto,
Adolfo Hitler, Paula Hitler."
Adolfo firmó en esta instancia también en nombre de su hermana
Paula, pues la firma muestra en el nombre de "Hitler", en las dos
veces, el mismo rasgo inclinado hacia abajo, tan característico de la
ulterior firma de Hitler. Además, Adolfo se equivocó en la fecha
del nacimiento de su hermana. Paula no nació en 1898, sino en 1896, es
decir, hizo a la pequeña dos años más joven.
Según las leyes vigentes en aquel entonces, los huérfanos de padre
y madre, siempre que carecían de toda fortuna y no hubieran cumplido
todavía los veinticuatro años de edad, tenían derecho a
recibir una pensión de orfandad por un importe total de la pensión
de la viuda, recibida por su madre.
Después de la muerte de su esposo, la señora Hitler percibía,
mensualmente, una pensión de cien coronas. Así, pues, los dos
hijos, Adolfo y Paula, huérfanos ahora de padre y madre, tenían
derecho a percibir, en total, cincuenta coronas al mes. En consecuencia, a Adolfo
le correspondían veinticinco coronas al mes. Naturalmente, esto era demasiado
poco para poder vivir de ello. A modo de comparación, diré solamente
que Adolfo debía pagar diez coronas de alquiler mensual por su habitación
en casa de la señora Zakreys.
La instancia fue resuelta en sentido favorable. El primer pago tuvo lugar el
12 de enero de 1908, cuando Adolfo se encontraba ya en Viena. Por lo demás,
tres años más tarde renunció Adolfo a esta renta en favor
de su hermana Paula, aun cuando, de por sí, hubiera tenido derecho a
seguir cobrando la misma hasta cumplir los veinticuatro años, es decir,
hasta abril de 1913. Esta renuncia de Adolfo del 4 de mayo de 1911 se encuentra
aún hoy en posesión del tutor Joseph Mayrhofer en Leonding.
El protocolo de la herencia, que Hitler firmó en casa de su tutor antes
de partir para Viena, contenía también su pretensión a
la herencia paterna que constaba de algo más de setecientas coronas.
Es posible que gastara una parte de esta suma en ocasión de su anterior
estancia en Viena. En su extraordinariamente sobria norma de vida su único
gasto de importancia eran los libros - le quedaría, con seguridad, todavía
lo bastante para poder vivir por lo menos algún tiempo en Viena.
Por lo que concierne a la seguridad de una futura existencia, Adolfo no sólo
me llevaba la ventaja de poseer una herencia, aun cuando modesta, y una renta
fija mensual - extremos que yo debía aclarar todavía con mis padres
- sino también porque ahora, una vez "sorteado" el tutor de
manera satisfactoria, podía decidir su futuro con entera libertad y sin
obstáculos, en tanto que mi decisión dependía de la aprobación
de mis padres. El eventual traslado a Viena iba también unido a la renuncia
del oficio aprendido, en tanto que Adolfo podía proseguir en Viena su
vida actual, más o menos en la misma forma. Esta circunstancia dificultaba
de manera considerable mi decisión; durante algún tiempo no quiso
Adolfo comprenderlo así, aun cuando él fue quien, desde el primer
momento, tuvo a su cargo la dirección en este complicado asunto. Ya en
los primeros meses de nuestra amistad, es decir, en un tiempo en que yo no podía
imaginarme mi futuro más que en el polvoriento taller de tapicero, me
había expuesto Adolfo, de manera convincente, que yo debía llegar
a ser músico, y ello a pesar de que era casi un año más
joven que yo. Después de haberme "metido este pájaro en la
cabeza", como dijo en aquel entonces mi madre, no cejó ya en este
propósito. Me animaba cuando yo flaqueaba, reforzaba mi confianza en
mí mismo cuando yo amenazaba perderla, alababa, criticaba, se mostraba
a veces grosero y me increpaba indignado, pero sin perder jamás de vista
la meta que me había inculcado, y si una vez habíamos discutido
fuertemente, de modo que yo creí que todo había terminado, después
de un concierto o una representación en los que había yo participado,
renovábamos nosotros, con radiante entusiasmo, nuestra amistad. Nadie
en este mundo, ni siquiera mi madre, que me amaba tan tiernamente y que era
la que mejor me conocía, era capaz de proyectar mis más ocultos
deseos tan directamente a la realidad como mi amigo, aun cuando él no
había seguido ninguna enseñanza musical sistemática.
En invierno del año 1907, cuando el trabajo en el taller decreció
en su intensidad, y yo tenía algo más de tiempo para mí
mismo, tomé clases, con otro compañero, de teoría de la
armonía con el director de orquesta del Teatro Nacional de Linz. Fue
un estudio tan intenso como satisfactorio, y que me llenó de entusiasmo.
Desgraciadamente, no podía yo recibir enseñanza en Linz de las
otras asignaturas teórico-musicales necesarias, como contrapunto, teoría
de las formas, instrumentación, historia de la música, etc. No
existía tampoco seminario para la práctica de dirección
de orquesta y teoría de la composición, para no hablar ya de un
estimulo para la libre composición. Esta enseñanza podía
ofrecérmela solamente el Conservatorio en Viena. Además, allí
se me ofrecería también la oportunidad de presenciar representaciones
de óperas y conciertos de primera categoría y en su más
perfecta interpretación. Mi decisión de dirigirme a Viena era
firme, pero carecía de la necesaria tenacidad para ello, como mi amigo,
para imponer esta decisión por encima de cualquier obstáculo que
pudiera presentarse. Pero Adolfo lo había previsto todo. Sin que yo supiera,
realmente, cómo lo había hecho, consiguió convencer a mi
madre de mi vocación musical. Pero ¿qué madre no escucharía
con gusto, cuando se profetiza una brillante carrera como director de orquesta
y ejecutante a su único hijo, y, mas aun, cuando la música para
ella, lo mismo que para mí, significaba también media vida? Así,
no tardó ella en formar parte de nuestra alianza. Como mis pulmones no
podían resistir el continuo polvo del taller, se unía a ello también
la continua preocupación por mi salud. Mi madre, que había encerrado
en su corazón a Adolfo, como en su tiempo la señora Clara a mi
mismo, estaba, pues, ganada para nuestra causa. Así, todo dependía
ahora de mi padre. No es que éste se opusiera abiertamente a la realización
de mis deseos. Mi padre era todo lo contrario del padre de Adolfo, tal y como
yo lo conocía por las descripciones de mi amigo. Silencioso y al parecer
desinteresado, no intervenía en el curso de las cosas a su alrededor.
Su máxima preocupación era el negocio, creado por él de
la nada, que había resistido felizmente graves crisis y que había
convertido en una considerable y floreciente empresa. Mis inclinaciones musicales
las consideraba él como simples caprichos sin importancia. Le era imposible
concebir cómo podía uno intentar edificar una segura existencia
sobre un rasgueo y tañido más o menos inútil. Hasta el
final le fue incomprensible que alguien que, como yo, sabía lo que era
la necesidad y la pobreza, pudiese renunciar a un sólido fundamento vital
en pos de un vago e incierto futuro. "El pájaro en la mano"
y "La paloma en el tejado", ¡cuántas veces puede escuchar
de sus labios estos proverbios! Y cuántas veces también las amargas
palabras: "¿Y para esto me he sacrificado yo?" Yo trabajaba
con más celo que nunca en el taller, pues no podía consentir que
se dijera que descuidaba el oficio aprendido en pos de mis estadios musicales.
Mi padre tomó este celo en el trabajo como señal de que me proponía
permanecer en el oficio y que algún día me haría yo cargo
del negocio. La madre sabía hasta qué extremo dependía
mi padre de su empresa. Y prefería guardar silencio para no aumentar
sus preocupaciones. Así fue que en la época en que mi educación
musical precisaba necesariamente del ingreso en el Conservatorio de Viena, la
situación había llegado a un punto muerto en el terreno doméstico.
Yo trabajaba con más fervor que nunca en el taller y guardaba silencio.
Mi madre guardaba silencio. Mi padre pensaba que yo había renunciado
definitivamente a mi proyecto, y guardaba, así mismo, silencio.
Entonces vino Adolfo nuevamente de visita a nuestra casa. A la primera mirada
se dio cuenta de cuál era la situación y pasó inmediatamente
al ataque. Primeramente me puso de nuevo "en forma". Durante su estancia
en Viena se había enterado de todos los detalles del estudio musical,
de lo que me informó ahora con exactitud, describiéndome, de vez
en cuando, de manera realmente atractiva, sus experiencias musicales en la ópera
y en la sala de conciertos. Estas vivas descripciones emocionaron también
a mi madre, y así, todo apremiaba en pos de una decisión. Pero
no quedaba otra solución que confiar en que Adolfo mismo lograra convencer
a mi padre.
¡ Una difícil empresa! ¿De qué serviría toda
la brillante elocuencia, si el viejo maestro tapicero no tenía en la
menor estima las cosas musicales? Por lo demás, apreciaba sinceramente
a Adolfo. Mas a sus ojos no era, finalmente, sino un joven fracasado en la escuela,
que se tenía a sí mismo en demasiada estima para aprender un oficio.
El padre toleró nuestra amistad, pero, en realidad, hubiera deseado un
compañero más aplicado para su hijo. Así, pues, Adolfo
se encontraba en una posición bastante desagradable. Que a pesar de ello
consiguiera ganar para nuestro plan a mi padre en un espacio de tiempo relativamente
breve, es verdaderamente asombroso. Hubiera comprendido perfectamente el que
la decisión tuviera lugar después de un violento choque de contrapuestas
opiniones; Adolfo se hubiera encontrado entonces en su propio elemento y quizá
podido jugar todos los triunfos que tenía en reserva. Pero no fue así.
No puedo recordar que tuviera lugar un debate en el verdadero sentido de la
palabra. Adolfo hablaba en un tono como si todo esto no fuera en modo alguno
tan importante, y, sobre todo, permitió que mi padre creyera que él
solo, mi padre, era quien debía tomar la última decisión.
Se dio también por satisfecho con que mi padre no tomara más que
una decisión a medias, y propusiera una solución intermedia; dado
que el curso normal había empezado en otoño, por el momento debía
dirigirse solamente a título de prueba a Viena para examinar, por algún
tiempo, la situación. Si las posibilidades de educación correspondían
a mis esperanzas, podría decidirme todavía, pero, en caso contrario,
regresaría inmediatamente y me haría cargo del negocio paterno.
Adolfo, que odiaba los compromisos, y estaba acostumbrado a lanzarse siempre
a fondo, se dio por satisfecho con ello, ¡cosa sorprendente! Yo me sentía
feliz como nunca antes en mi vida, pues mi proyecto se había impuesto
finalmente sin enojar por, ello al padre, en tanto que mi madre participaba
también de mi alegría.
A principios de febrero regresó Adolfo a Viena. Su dirección era
la misma, me explicó al despedirnos, pues había seguido pagando
el alquiler en casa de la señora Zakreys. Yo debía avisarle con
tiempo de mi llegada a Viena. Le ayudé a llevar las maletas a la estación.
Si no me equivoco, eran cuatro maletas, todas ellas muy pesadas. Yo le pregunté
qué es lo que llevaba en ellas. Me contestó
-Todos mis bienes.
Pero eran casi solamente libros.
Ya en el andén llevó Adolfo de nuevo la conversación a
Estefanía. Por desgracia no tuvo ninguna ocasión para dirigirse
a ella, pues no la había encontrado nunca sin ir acompañada. Y
lo que él tenía que decirle a Estefanía le incumbía
sólo a ella.
-Tal vez le escriba yo -me explicó, para terminar.
Sin embargo, yo tomé estas palabras, pronunciadas por primera vez por
Adolfo, simplemente como la expresión de su desconcierto o, a lo sumo,
como un fácil consuelo. Mi amigo subió al tren y me tendió,
una vez más, la mano desde la ventanilla. El tren arranco.
-¡Sígueme pronto, Gustl -me gritó todavía Adolfo.
En casa, mi buena madre me preparaba ya la ropa interior y los trajes para el
viaje a la grande y desconocida Viena. Después de todo, mi padre quería
también contribuir a ello. Él mismo me confeccionó una
gran caja a la que hizo colocar unas sólidas bandas de hierro por el
cerrajero. En ella empaqueté mis estudios de piano y partituras, y mi
madre llenó el espacio aún vacío con ropas y zapatos.
Entre tanto llegó una postal de Adolfo, fechada el 18 de febrero de 1908.
Mostraba una vista de la colección de armas del Museo de Historia del
Arte de Viena, caballeros armados a pie y a caballo:
" ¡ Querido amigo! " - este título era un signo de lo
mucho que habíase ahondado nuestra amistad desde la muerte de su madre.
El texto debajo de la fotografía rezaba:
" ¡Querido amigo! Espero con impaciencia noticias de tu llegada.
Escribe pronto y con certeza, para que pueda prepararlo todo para una solemne
recepción. Todo Viena te espera ya. Así, pues, ven pronto. Te
iré a buscar, naturalmente."
En el lado de la dirección de la postal, se dice:
"Ahora empieza aquí un tiempo poco agradable. Confío en que
cambiará hasta entonces. Como ya dijimos, primero te quedarás
conmigo. Luego ya veremos entre los dos. En el llamado "Dorotheum"
se puede encontrar un piano por sólo 50-60 fl. Muchos saludos para ti,
así como para tus apreciados padres de tu amigo, Adolfo Hitler."
Y debajo, todavía, la observación:
" ¡ Te ruego una vez más que vengas pronto! "
Esta postal la había dirigido Adolfo como siempre a "Gustav"
Kubizek, escribiendo Gustav una vez con "v" y luego de nuevo con "ph",
pues no podía sufrir de ninguna manera mi nombre de August, y me llamaba
siempre solamente "Gustl", razón por la que Gustav le era más
inmediato que August.
Probablemente hubiera preferido que yo cambiara mi nombre por completo. Incluso
la tarjeta de felicitación que me mandó más tarde para
mi santo, San Agustín, el 28 de agosto, la dirigió a "Gustav".
Bajo el nombre se ve la abreviatura "stud"; recuerdo que en aquel
entonces solla llamarme "stud. mus.".
Contrariamente a sus anteriores postales, ésta está redactada
de manera mucho más cordial. Es típico para el estado de ánimo
de Adolfo el humor que rezuma de esta postal. "¡Todo Viena te espera",
me dice, y me habla de una "solemne recepción" que quería
prepararme. Señal evidente de que en Viena se siente aliviado y liberado
de los sombríos y deprimidos días vívidos en Linz después
de la muerte de su madre, por inciertas que fueran también allí
las condiciones externas. A pesar de ello, esta sensación de soledad
parece haberle oprimido mucho. El "impaciente" de la primera frase
tal vez lo dijera, incluso, en serio. Que repita el "Ven pronto",
incluso en la forma "Te ruego una vez más que vengas pronto!",
demuestra cuánto esperaba mi llegada. Tal vez temiera, en secreto, que
mi indeciso padre cambiase de opinión en el último instante.
Por lo demás, después de regresar a Viena, seguía fiel
a la decisión tomada de estudiar, de una u otra manera, como arquitecto.
A este respecto dice lo siguiente:
"Cuando después de la muerte de mi madre me dirigí por tercera
vez a Viena, y esta vez para cuatro años, había recuperado yo
la tranquilidad y la decisión, gracias al tiempo transcurrido desde entonces.
Sentía de nuevo la vieja altivez y había comprendido definitivamente
mi meta. Quería ser arquitecto."
¡ El día de mi partida, el 22 de febrero de 1907, había
llegado. Por la mañana me dirigí todavía con mi madre a
la iglesia de los carmelitas. Me daba cuenta de cuán difícil le
era a mi buena madrecita la despedida, aun cuando ella era quien más
tenazmente se aferraba a la decisión tomada. Pero recuerdo muy bien una
típica observación que hizo mi padre aquel día, cuando
vio llorar a mi madre:
-No comprendo, madre -dijo-, que te sientas tan abatida. No hemos sido nosotros
los que hemos incitado a Gustl a abandonar la casa paterna. Es él mismo
quien lo quiere.
Mi madre olvidó el dolor de la despedida en su preocupación por
mi bienestar material. Me dio un buen pedazo de asado de cerdo y manteca, para
untar con ella el pan, guardada en una vasija a propósito. Preparó
algunos bollos rellenos, y me dio un gran pedazo de queso de Emmental. Debía
prestar especial atención al pote de mermelada, así como a la
botella de café. Mi maleta de lona parda fue rellenada hasta reventar,
a pesar de los dos amenazadores pliegues en sus lados.
¡ Así me encaminé yo, bien provisto en todos los sentidos,
después de la última comida en familia hacia la estación.
Mis padres me acompañaron Mi padre me estrechó la mano y dijo:
¡ Sé siempre un hombre honesto!
Mi madre me besó con los ojos húmedos, y cuando el tren arranco
me hizo la señal de la cruz. Durante largo tiempo me pareció sentir
el tacto de sus delicados dedos cuando trazaban la cruz sobre mi frente.
STUMPERGASSE 29
La primera impresión que recibí
a mi llegada a Viena fue el de una excitada y ruidosa confusión. Allí
estaba yo con mi pesada maleta en la mano, tan desconcertado que, en el primer
momento, no sabía adonde debía dirigirme. ¡Todas estas personas
y este alboroto! Ya veríamos qué resultaría de todo ello.
Por mi gusto me hubiera vuelto stante pede y regresado a casa. Pero los que
venían detrás de mí me empujaban y me forzaron a pasar
por la barrera, vigilada por los empleados de la estación y los policías.
Me encontré, casi sin darme cuenta, en el vestíbulo, mientras
buscaba con la mirada a mi amigo. Este primer contacto con el suelo de Viena
ha quedado grabado de manera imborrable en mi memoria. En tanto que yo, aturdido
todavía por todo este griterío y confusión, estaba allí
en pie, sin saber qué hacer, fácil de reconocer desde lejos como
uno que llega del campo, Adolfo demostraba una actitud desenvuelta, como habituado
ya a la gran ciudad. Con su elegante abrigo obscuro, el sombrero negro, el bastón
de paseo con su puño de marfil, aparecía casi distinguido. Se
alegró de manera evidente de mi llegada, me saludó cordialmente
y, según las costumbres de aquel entonces, me besó también
ligeramente en la mejilla.
El primer problema que se me planteó fue el del transporte de mi cofre,
que gracias a los cuidados de mis padres tenía un peso muy considerable.
Yo buscaba con la mirada a un mozo, cuando Adolfo asió una de las dos
asas y yo la otra. Cruzamos la Mariahilfer Strasse; de nuevo gente en todas
partes, un angustioso ir y venir y un ruido, tan espantoso, que era imposible
percibir las propias palabras, en tanto que los faroles eléctricos iluminaban
casi como en pleno día la plaza frente a la estación. Recuerdo
aún cuán feliz me sentí, cuando Adolfo, poco después,
torció en una calle lateral, la Stumpergasse. Todo era aquí tranquilo
y obscuro, Adolfo se detuvo frente a una casa bastante nueva en el lado derecho,
en el número 29. En tanto pude ver, era una casa muy bonita, casi majestuosa
y distinguida; tal vez algo demasiado elegante para jóvenes como nosotros,
pensé yo. Pero Adolfo cruzó el vestíbulo y atravesé
un pequeño patio. La parte posterior de la casa parecía considerablemente
más modesta. Por una obscura escalera llegamos al segundo piso. Varias
puertas daban al rellano. El número 17 era la nuestra. Adolfo abrió
la puerta. Un fuerte olor a petróleo salió a mi encuentro, el
cual debía quedar desde entonces unido a mí al recordar esta vivienda.
Al parecer, nos encontrábamos en una cocina. La dueña de la casa
no estaba presente. Adolfo abrió una segunda puerta. En el estudio donde
él habitaba ardía una débil lámpara de petróleo.
Miré a mi alrededor. Lo primero que me llamó la atención
fueron los dibujos, esparcidos por todas partes, sobre la mesa, sobre la cama.
Todo parecía mísero y abandonado. Adolfo quitó todo lo
de encima de la mesa, extendió sobre ella papel de periódico y
trajo de la ventana una botella de leche. A su lado puso pan y embutido. Pero
me parece ver todavía su pálido rostro ante mí, cuando
eché a un lado todas estas cosas y abrí el cofre delante de sus
ojos. ¡Asado de cerdo en frío, bollos rellenos y otras golosinas!
Dijo, simplemente:
- ¡Sí, cuando uno tiene todavía madre!
Después comimos como reyes. Todo tenía un maravilloso sabor "a
casa". Después de todo el ajetreo pasado empezaba yo, en cierto
modo, a recuperarme.
Después de una breve pausa, vino la esperada pregunta por Estefanía.
Cuando hube de confesar, que desde hacía tiempo había dejado yo
de ir al paseo, opinó Adolfo que yo no hubiera debido hacerlo por nuestra
amistad. Antes de que pudiera contestar, llamaron a la puerta. Una mujeruca
vieja y encogida, de aspecto algo cómico, se deslizó por la puerta.
Adolfo se incorporó y me presentó con todo el formulismo:
-Mi amigo Gustav Kubizek, estudiante de música de Linz.
- ¡ Mucho gusto, mucho gusto! - repitió la vieja mujer varias veces
y citó así mismo su nombre: María Zakreys. Por su cantarina
voz y su peculiar y extraña pronunciación me di cuenta al instante
de que la señora Zakreys no era vienesa. Mejor dicho, tal vez sí
vienesa, tal vez incluso muy típica, pero su cuna no debió haber
estado en Hernals o Lerchenfeld, sino en Stanislau o en Neutitschein. No le
pregunté por ello, ni lo supe tampoco jamas; después de todo,
la cosa era indiferente. La señora Zakreys era para Adolfo y para mí
la única persona, en esta ciudad de millones de habitantes, con la que
teníamos alguna relación. Recuerdo cómo Adolfo me llevó
a dar una vuelta por la ciudad en la misma noche, a pesar de que yo me sentía
tan fatigado. ¿ Cómo podía venir alguien a Viena e irse
a dormir sin haber visto el edificio de la Ópera? Así, pues, fui
arrastrado hasta la Ópera. La representación no había finalizado
todavía. Admiré el majestuoso vestíbulo, las maravillosas
escalinatas, la balaustrada de mármol, las alfombras de terciopelo, los
dorados adornos de estuco en el techo. Recordé, en este instante, la
mísera vivienda en la Stumpergasse, como si hubiera sido trasladado a
otro planeta, tan enorme fue la impresión causada en mí. Quise
ver también la torre de San Esteban, por lo que entramos en la Kärntnerstrasse.
Pero la niebla de la noche era tan espesa, que la torre desaparecía envuelta
en ella. No pude ver más que la ingente y obscura masa de la nave principal,
que se levantaba, infinita y casi inquietante, como no creada por la mano del
hombre, en medio del gris monótono de la niebla. Con el fin de mostrarme
algo especial, Adolfo me llevó a la iglesia de María de la Ribera,
que, comparada con la impresionante mole de la iglesia de San Esteban me pareció
una graciosa capilla gótica.
Cuando regresamos a casa tuvimos que pagar cada uno una moneda al gruñón
portero, a quien habíamos despertado de su sueño, para que nos
abriera la puerta. La señora Zakreys me había preparado un primitivo
lecho en el suelo del gabinete. Aun cuando hacía tiempo que había
pasado la medianoche. Adolfo seguía hablando con pasión. Pero
yo no le escuchaba ya. Todo esto era demasiado para mí. La emocionante
despedida de los míos, el atormentado rostro de mi madre, el viaje, la
llegada, el ruido, el bullicio, la Viena en la casa posterior de la Stumpergasse,
la Viena de la Ópera Imperial; agotado, me dormí.
Como es natural, yo no podía quedarme en casa de la señora Zakreys.
Era también imposible instalar un piano de cola en el pequeño
gabinete. Así, pues, a la mañana siguiente, una vez que Adolfo
se hubo levantado, nos lanzamos a la busca de una habitación. Como quería
vivir lo más cerca posible de mi amigo, recorrimos minuciosamente las
calles y callejuelas próximas del distrito sexto y séptimo.
Una vez más pude ver, desde el "reverso", esta Viena tan atractiva.
Obscuros patios posteriores, estrechas y obscuras casas de viviendas y escaleras,
siempre escaleras. Adolfo pagaba diez coronas por la pensión en casa
de la señora Zalcreys, y lo mismo me proponía yo pagar por la
mía. Pero todo lo que nos fue enseñado era tan pequeño
y mísero, por lo general, que era imposible instalar allí un piano,
y cuando, finalmente, pudimos encontrar una habitación lo bastante grande
para ello, no estaban dispuestos a acoger a un huésped que tocara el
piano. Yo me sentí muy deprimido y abatido. La nostalgia me atormentaba
dolorosamente. ¡Qué gran ciudad era esta Viena! Sólo vivían
aquí personas extrañas, indiferentes, ¿no sería
terrible vivir aquí? Caminaba tímido e intimidado al lado de Adolfo
por la Zollergasse. Entonces vimos de nuevo en una casa un rótulo: "Se
alquila habitación." Cuando llamamos a la puerta, nos abrió
una doncella vestida muy correctamente que nos llevó hasta una habitación
instalada de manera muy elegante, en la que se veía un magnífico
lecho doble.
-La señora vendrá en seguida - nos dijo la muchacha, hizo una
reverenda y desapareció.
Los dos comprendimos al instante que esto era demasiado elegante para nosotros.
Pero en aquel momento aparecía ya la señora en la puerta, una
verdadera dama, no muy joven, pero sí muy elegante. Vestía una
bata de seda, y calzaba unas pantuflas muy graciosas, forradas de piel. Nos
saludó sonriente, examinó a Adolfo y luego a mí, y nos
ofreció asiento. Mi amigo preguntó qué habitación
era la que se alquilaba.
Esta! - exclamó la mujer, y señaló las dos camas.
Adolfo sacudió la cabeza.
-En este caso habría que quitar de aquí una cama, pues mi amigo
tiene que acomodar un piano - dijo concisamente.
La mujer pareció desconcertada de que no fuera Adolfo, sino yo quien
deseara alquilar una habitación, y preguntó si él, Adolfo,
tenía ya habitación. Cuando le contestó afirmativamente,
le propuso trasladarme a mí, juntamente con el piano, a su habitación,
y alquilar en cambio para él esta habitación.
Mientras exponía esta proposición con vivas palabras a Adolfo,
soltó, con un movimiento demasiado vivo, el lazo que sostenía
su bata.
- Oh, perdonen ustedes - exclamó la mujer al instante y sujetó
de nuevo la bata. Pero este instante había sido suficiente para mostrarnos
que debajo de la bata de seda no llevaba más que unos pantaloncitos.
Adolfo enrojeció como la púrpura, se levantó, me tomó
del brazo y dijo:
- ¡Ven conmigo, Gustl
No sé siquiera cómo salimos de la casa. Sólo recuerdo las
palabras pronunciadas por Adolfo, lleno de indignación, cuando estuvimos
por fin en la calle:
- ¡Una Putifar así!
Pero, al parecer, tales experiencias pertenecían también a Viena.
Una vez más me encontraba yo ante uno de aquellos contrastes tan inconcebibles
y, sin embargo, tan típicos para la Viena de aquel entonces:
¡Durante cuatro horas sólo una negativa fría e indiferente,
y luego, de manera totalmente inesperada, una tan inequívoca invitación!
Adolfo hubo de darse cuenta de cuán difícil me era orientarme
en esta laberíntica capital, pues en el camino de regreso me propuso
alquilar una habitación entre los dos. Él hablaría con
la señora Zakreys. Tal vez pudiera encontrarse una solución en
su propia casa.
Y, en efecto, consiguió persuadir a la señora Zakreys para que
ella se trasladara a su pequeña habitación, y nos dejara a nosotros
la algo más amplia estancia en que ella vivía hasta ahora. Para
ello se convino un alquiler de veinte coronas. No tenía nada que objetar
a que yo tocara el piano. Era, pues, una magnífica solución que
me satisfizo grandemente.
A la mañana siguiente - Adolfo dormía todavía - me dirigí
al Conservatorio para inscribirme en él. Mostré los certificados
de la Asociación Musical de Linz y fui examinado al instante. Primero
tuvo lugar un examen general auditivo, después tuve que cantar con la
partitura y, finalmente, me pusieron un tema de teoría de la armonía.
Todo ello pasé con suma facilidad. Solamente en la Historia de la Música
- esta asignatura la había estudiado tan sólo particularmente-
me ocasionó algunas dificultades el tema planteado en el examen "La
época de la ópera barroca". Los estudios de Bülow-Cramer
en el piano concluyeron el examen de ingreso. Fui citado en la secretaria. El
director Kaiser -para mí era verdaderamente el Káiser- me felicitó
por mi éxito y me orientó sobre las asignaturas a estudiar. Me
aconsejó inscribirme como oyente en la universidad, y asistir a las clases
de Historia de la Música. Además, me presentó al catedrático
Gustav Gutheil, quien debía darme lecciones prácticas de lectura
y de ejecución de partituras. Por otra parte, fui aceptado en la orquesta
del instituto como viola.
Todo esto tenía ya un sentido, y así, a pesar de la inicial confusión
me encontré pronto en un terreno más firme. Como tan a menudo
en mi vida, encontraba consuelo y ayuda en la música, más aún,
se convirtió ahora para mí en el contenido de mi vida. Finalmente
había podido huir del polvoriento taller de tapicero y vivía dedicado
por entero a mi arte.
En la cercana Liniengasse descubrí un salón de pianos, cuyo propietario
se apellidaba Feigl. Allí examiné los pianos de alquiler. Naturalmente,
no eran pianos extraordinariamente buenos, pero por fin encontré un piano
de cola bastante pasable y que contraté por un alquiler mensual de diez
coronas. Cuando Adolfo -cuya distribución del día no había
yo acabado de entender todavía - regresó por la noche, se sintió
asombrado de ver el piano en nuestro cuarto. Para esta habitación, no
demasiado grande, hubiera sido más indicado un pianino. Pero cómo
podría yo llegar a ser director de orquesta sin un piano de cola! Desde
luego, la cosa no era tan sencilla como me había parecido en el primer
instante. Adolfo se puso inmediatamente manos a la obra para descubrir la mejor
colocación. Para tener bastante luz, el piano debía encontrarse
junto a la ventana. Esto lo comprendió claramente. Después de
muchas probaturas se colocó de la manera más ventajosa posible
todo el inventario de la habitación: dos camas, una mesita de noche,
un ropero, un lavabo, una mesa y dos sillas. A pesar de ello, el instrumento
ocupaba toda la ventana de la derecha. La mesa hubo de desplazarse al hueco
izquierdo de la ventana. El paso entre las camas y el piano, así como
entre las camas y la mesa no era apenas de más de treinta centímetros
de ancho. Y para Adolfo el caminar de arriba a abajo era tan importante como
para mí tocar el piano. ¡Primera prueba! De la puerta hasta el
piano, ¡tres pasos! Esto era suficiente, pues tres pasos adelante y tres
hacia atrás hacían seis pasos, aun cuando Adolfo, en su incesante
pasear, debía volverse tan a menudo que apenas si era ya un paseo, sino
más bien un movimiento en tomo a su propio eje.
Desde nuestra casa casi no podíamos ver más que la enhollinada
pared de la casa delantera, todo nuestro mundo exterior. Solamente si nos acercábamos
mucho a la ventana libre, y levantábamos la vista hacia lo alto, podíamos
descubrir un estrecho jirón de cielo, pero también este modesto
pedazo de horizonte estaba, casi siempre oculto por el humo, el polvo o la niebla.
En los días más favorecidos llegábamos incluso a percibir
el sol. Es cierto que éste apenas si lucía en la parte trasera
de la casa, y nada en absoluto en nuestra habitación. Pero en la fachada
de la casa fronteriza podía verse, durante un par de horas, una franja
claramente iluminada por el sol, y que debía substituir para nosotros
la luz que tanto encontrábamos a faltar.
Yo expliqué a Adolfo que había pasado con éxito el examen
de ingreso en el Conservatorio y me alegraba de que ahora, lo mismo que él,
pudiera seguir unos estudios concretos. Adolfo se limitó a decir:
-No sabía en verdad que tuviera un amigo tan listo.
Estas palabras no parecían muy lisonjeras, pero yo me había acostumbrado
ya a ellas. Al parecer, atravesaba unos días de crisis, se mostraba fácilmente
irritable y hacía un gesto contrariado cuando yo empezaba a hablar de
mis estudios. Poco después se había acostumbrado ya a mi piano.
En su opinión, con él podría refrescar también de
nuevo sus conocimientos. Yo me ofrecí a darle lecciones. Pero, una vez
más, había cometido yo un error. Enojado me increpó:
Guárdate para ti tus estudios y tus escalas! Yo me las arreglaré
por mí mismo.
Sin embargo, después se tranquilizó nuevamente y añadió,
con entonación conciliadora:
- ¡ De qué me serviría ser yo músico, Gustl! ¡Si
ya te tengo a ti! Nuestro tren de vida era extraordinariamente modesto. Yo no
podía hacer tampoco grandes dispendios con el dinero que me mandaba mi
padre como mensualidad. Adolfo recibía regularmente, a principios de
mes, una suma determinada que le remitía su tutor. Ignoro a cuánto
ascendía esta renta, quizá fuera solamente la renta como huérfano,
es decir, 25 coronas, de las cuales pagaba inmediatamente diez a la señora
Zabeys, o quizá fuera esta suma algo más elevada, caso de que
el tutor dispusiera también de la herencia paterna, distribuyéndola
adecuadamente. Ignoro también si sus parientes ayudaban a Adolfo, tal
vez la jorobada tía Juana. Sé solamente que Adolfo pasaba en aquel
entonces mucha hambre, aun cuando no le gustaba reconocerlo. ¿ Cuál
era la dieta diaria de Adolfo por lo general? Una botella de leche, un pan,
algo de mantequilla. Al mediodía compraba a menudo un trozo de pastel
de adormidera o nuez. Con ello se daba por satisfecho. Cada quince días
llegaba un paquete de mi madre con comida, y entonces tenía lugar una
fiesta en nuestra habitación. Pero en asuntos de dinero era Adolfo muy
meticuloso. Yo no sabía nunca cuánto o, mejor dicho, cuán
poco dinero poseía mi amigo. No cabe duda de que se sentía avergonzado
en su interior. Sólo de vez en cuando estallaba de nuevo en cólera.
En este caso vociferaba:
-¿No es una vida de perros la que llevamos?
Pero en otras ocasiones se mostraba feliz y contento; cuando volvíamos
de la Ópera, escuchábamos un concierto o estaba ocupado en la
lectura de un libro interesante.
Durante largo tiempo no me fue posible averiguar dónde comía al
mediodía. Mis preguntas a este respecto eran rechazadas groseramente.
No le gustaba comentar este tema. Como por las tardes tenía, por lo general,
algo más de tiempo, regresaba yo pronto a casa después de la comida
del mediodía. Pero a esta hora no encontré jamás a Adolfo
en la habitación. Quizá comiera en el comedor popular en la Liniengasse,
donde yo también a veces iba a comer. Pero, no, tampoco estaba. Fui al
"Ojo de Dios". Tampoco allí le pude encontrar. Cuando por la
noche le pregunté por qué no venía nunca al comedor popular,
me espetó una conferencia sobre la mísera instalación de
estos restaurantes populares, en los que la separación de clases sociales
era demostrada con ayuda de la fuente de verdura. Como oyente en la universidad
tenía yo la posibilidad de comer en el restaurante universitario gratuito;
era todavía la vieja Mensa, pues en aquel entonces no existía
la Mensa alemana, organizada más tarde por la Asociación Alemana
de Estudiantes. Y podía conseguir también cupones baratos para
la comida de Adolfo. Finalmente, se decidió éste a acompañarme.
A mi entender, la comida debió gustarle de manera excelente, pues en
su rostro podía leerse claramente cuán hambriento estaba. Pero
él tragaba, con amargura, cada bocado.
¡No entiendo cómo puede gustarte comer al lado de toda esta gente!
- me susurraba, indignado.
Naturalmente, en este comedor universitario frecuentaban miembros de todas las
regiones de la monarquía, entre ellos muchos estudiantes judíos.
Esto fue para él razón suficiente para no ir más allí.
Mejor dicho: a pesar de todo lo consecuente de que era capaz, a veces podía
más el hambre. Entonces se sentaba a mi lado en un ángulo del
comedor, volvía la espalda a los restantes comensales y engullía,
con hambre feroz, el pan de nuez, que le gustaba por encima de todo. En mi indiferencia
política pude observar a menudo, con silencioso placer, esta contrapuesta
atracción entre el antisemitismo y su apetito por el pan de nuez.
Durante días enteros podía vivir Adolfo solamente de leche, pan
y algo de mantequilla. Yo no estaba por cierto muy mimado, pero hasta este extremo
no era capaz de seguirle.
No hicimos ninguna nueva amistad. Adolfo no había podido jamás
tolerar que, además de él, tuviera yo tiempo para ningún
otro. Más que nunca concebía ahora nuestra amistad como algo que
excluía cualquier otra relación. Por una casualidad recibí
de él una inequívoca confirmación en este sentido.
La teoría de la armonía era mi especial afición. Ya en
Linz había destacado yo en esta asignatura. Sin la menor dificultad,
como en un juego casi, seguía yo en el estudio. El profesor Boschetti
me llamó un día a la secretaria y me preguntó si estaría
dispuesto a dar clases de repaso de esta asignatura. En este caso me presentaría
a mis futuras discípulas. Eran las dos hijas del propietario de una cervecería
en Kolomea, la hija de un hacendado de Siebenburg de Radautz, así como
la hija de un gran comerciante de Spalato. El brutal contraste entre las elegantes
pensiones en que vivían estas distinguidas señoritas, y nuestra
sombría habitación, oliendo siempre a petróleo, me deprimía
en gran manera. Una vez terminada la clase recibía yo un refrigerio tan
abundante que me hacía las veces de cena. Cuando a ellas se unieron más
tarde la hija de un fabricante textil de Jágerndorf, en Silesia, y la
hija del presidente del tribunal en Agram, había yo reunido, en mi media
docena de alumnas, a muchachas de todas las regiones de la amplia monarquía
danubiana. Y entonces sucedió lo imprevisible. Una de ellas, la silesiana,
no se vio capaz de llevar a cabo un trabajo escrito, y vino a verme a la Stumpergasse
para pedirme consejo. Cuando nuestra buena vieja patrona vio a la joven y bella
muchacha, levantó, asombrada, las cejas. Bueno, esto le pareció
demasiado. Mi único interés era mostrarle el ejemplo musical que
no había comprendido. Le expliqué su dificultad. La muchacha se
anotó brevemente el ejemplo. En este instante entró Adolfo en
la habitación. Yo le presenté a mi alumna.
- ¡Mi amigo de Linz, Adolfo Hitler!
Adolfo guardó silencio. Pero apenas hubo salido la muchacha, Adolfo,
que desde su desventurada experiencia con Estefanía se mostraba hostil
a las mujeres y a las muchachas, cayó, colérico, sobre mí.
Me preguntó, lleno de indignación, si nuestra habitación,
estropeada ya por este monstruo, el piano, debía servir ahora también
para las citas con estas mujerzuelas musicales. Me costó gran esfuerzo
convencerle de que la pobre muchacha no sentía el menor deseo amoroso,
sino solamente preocupación por los exámenes. El resultado fue
una larga conferencia sobre lo absurdo de los estudios femeninos. Una a una
se abatían sobre mí sus palabras, como si yo fuera el fabricante
textil o el propietario de la fábrica de cerveza, que hubiera mandado
a mi hija al Conservatorio. Una y otra vez se lanzó Adolfo a la crítica
de las condiciones sociales y económicas. Yo permanecía sentado
en silencio en el taburete del piano, en tanto que él recorría
arriba y abajo los tres pasos, y descargaba su indignación en giros lo
más bruscos posibles muy cerca de la puerta o del piano.
En estos primeros tiempos de mi estancia en Viena tuve la impresión de
que Adolfo había perdido por completo el equilibrio. El menor pretexto
podía provocar en él espantosos accesos de cólera. Había
días en que yo no hacía nada bien ante sus ojos y se me hacía
imposible toda convivencia con él. Pero conocía a Adolfo desde
hacía más de tres años. Había sido testigo de sus
difíciles crisis después del fracaso en el colegio y de la muerte
de la madre. Ignoraba, ciertamente, a qué debían atribuirse estas
depresiones anímicas, pero este estado mejoraría sin duda, opinaba
yo.
Estaba reñido con todo el mundo. Adonde dirigía la mirada no veía
más que injusticia, odio, hostilidad. No había nada que pudiera
escapar a su juicio crítico, no dejaba títere con cabeza. Sólo
la música conseguía animarle algo, cuando los domingos asistíamos
a las sesiones de música sacra en la capilla del Burg. Aquí era
posible escuchar gratuitamente a los solistas de la Ópera de Viena y
al coro de los muchachos de Viena. Adolfo amaba con especial predilección
a este famoso coro de muchachos, y me confesaba, una y otra vez, cuánto
debía agradecer a la educación musical recibida por él
en la abadía de Lambach. De otra parte, el recuerdo de su despreocupada
e indiferente juventud le era justamente entonces muy penoso.
Adolfo estaba continuamente ocupado. Yo no tenía una verdadera idea de
lo que debía llevar a cabo un estudiante de la Academia de Artes Plásticas.
De todas formas, estos estudios debían ser muy variados, pues Adolfo
permanecía en ocasiones horas enteras sentado ante sus libros, para escribir
luego hasta altas horas de la noche; y otras veces, el piano, la mesa, su cama
y la mía, incluso el suelo, estaban cubiertos de dibujos. Adolfo contemplaba,
lleno de tensión, sus obras, caminaba de puntillas entre las láminas
dibujadas, mejoraba aquí, corregía allí y hablaba a media
voz para sí mismo, subrayando con enérgicos gestos las rápidas
palabras. ¡Dios me librara de interrumpirle en esta contemplación!
Yo sentía un gran respeto por este difícil y complicado estudio,
y me daba por satisfecho con lo que veía. Pero si me sentía impaciente,
y abría el piano, se apresuraba él a recoger sus dibujos, los
guardaba en su cajón, tomaba un libro y corría con él debajo
del brazo hacia el palacio de Schönbrunn. Había descubierto allí
un banco solitario, en medio del parque, en el que nadie le molestaba. En aquel
banco llevaba a cabo la parte de sus estudios que podían hacerse al aire
libre. También a mí me atraía este solitario lugar, en
el que podía olvidarse que vivíamos en medio de una ciudad de
millones de habitantes. A menudo he vuelto a visitar yo este banco, en el lugar
más apartado del parque, años más tarde, cuando venía
de nuevo a Schönbrunn.
Pero, al parecer, un alumno de arquitectura podía trabajar mucho mas
al aire libre y con independencia de lo que podía hacer un alumno del
Conservatorio. En cierta ocasión, después de haber estado Adolfo
escribiendo hasta altas horas de la noche - la pequeña y fea lámpara
de petróleo, que despedía enormes cantidades de hollín,
estaba casi consumida, y yo no podía dormir - me acerqué a él
y le pregunté qué es lo que significaba este trabajo. En lugar
de contestar me alargó un par de páginas escritas con rápidos
trazos. Con asombro leí: "El monte sagrado en primer término,
delante, la enorme piedra del sacrificio, a la sombra de gigantescas encinas.
Dos robustos gigantes sostienen por los cuernos al negro animal, que debe ser
sacrificado, y aplastan la formidable cabeza de la víctima contra la
cavidad de la piedra. Detrás de ellos, erguido, se ve al sacerdote con
su clara túnica. En sus manos sostiene la espada del sacrificio, con
la que debe inmolar al animal. A su alrededor varios hombres barbudos, apoyados
en sus escudos, las lanzas en alto, contemplan fijamente la solemne escena".
Yo no podía descubrir la menor solución entre esta asombrosa descripción
y sus estudios de arquitectura. Así, pues, le pregunté cuál
era su significado.
-Una obra de teatro - contestó Adolfo.
Después me refirió, con emotivas palabras, el argumento de la
obra. Por desgracia, hace ya tiempo que lo he olvidado. Recuerdo solamente que
la escena tenía lugar en los Alpes anteriores bávaros, en tiempos
de la cristiandad. Los hombres que viven en tomo al monte sagrado no están
dispuestos a dejarse convertir a la nueva fe. ¡Por el contrario! Se han
conjurado para matar a los emisarios cristianos. De ello se deriva el dramático
conflicto de esta obra.
Por un instante estuve tentado de preguntarle a Adolfo si sus estudios en la
Academia de Artes Plásticas le dejaban tanto tiempo libre para poder
escribir a ratos perdidos estos dramas. Pero sabía cuán sensible
era Adolfo en todo lo que hacía referencia con la profesión elegida.
Podía hacerme cargo de ello, pues sabía cuán duramente
había logrado Adolfo el acceso a estos estudios. Esto le hacía
particularmente sensible en este punto, opinaba yo. Pero, a pesar de esto, algo
parecía no estar aquí del todo en orden.
Su estado de ánimo me ocasionaba de día en día más
preocupaciones. Nunca anteriormente había descubierto yo en él
este placer en torturarse a sí mismo. ¡Por el contrario! Por lo
que hacía referencia a su altivez y la conciencia de su propio valer,
en mi opinión poseía más bien exceso que defecto. Pero
ahora parecía manifestarse justamente al revés. Cada vez eran
más profundos los reproches que se hacía a sí mismo. Pero
no se precisaba más que un ligero cambio -como se gira suavemente un
conmutador y la obscuridad se convierte, de repente, en deslumbrante claridad-
y la acusación dirigida contra sí se convertía en una acusación
contra la época, contra todo el mundo. En confusas frases llenas de odio
descargaba su cólera contra el presente, contra la Humanidad entera,
que no era capaz de comprenderle, que no le dejaba manifestar su verdadero valor,
por la que se sentía perseguido y engañado. Aún me parece
verle ante mi recorriendo con largos pasos el reducido espacio, lleno de incontenible
excitación, conmovido hasta lo más profundo. Yo estaba sentado
ante el piano, los dedos silenciosos sobre el teclado, y le escuchaba, desconcertado
por sus declaraciones de odio y, a pesar de ello, lleno de preocupación
por él en lo más hondo de mi ser, pues lo que clamaba ante las
desnudas paredes no lo oía nadie fuera de mí y, quizá,
de la señora Zakreys, que trabajaba en la cocina, y que tal vez sentía
también la preocupación de pensar si este indignado joven podría
pagarle en el futuro su alquiler. Pero aquellos contra los que estaban dirigidas
sus apasionadas palabras todos aquellos a los que denostaba no podían
oírle. ¿Para qué, pues, toda esta comedia?
De pronto, sin embargo, en medio de estas palabras henchidas de odio, con las
que desafiaba a toda una época, se pronunciaron otras que me revelaron
el sombrío abismo junto a cuyo borde se movía Adolfo en sus pensamientos:
- Renunciaré a Estefania.
Eran éstas las palabras más espantosas que podían salir
de sus labios, pues Estefania era la única persona en este mundo alejada
de esta enloquecida humanidad, un ser que, iluminado por su ardiente amor, había
dado sentido y contenido a su torturada existencia. El padre muerto, la madre
muerta, la única hermana, una chiquilla todavía, ¿qué
le quedaba a él? Carecía de familia, de hogar. Sólo su
amor, sólo Estefania había permanecido fiel a su lado en medio
de las graves crisis y catástrofes, naturalmente sólo en su imaginación.
Pero esta imaginación había sido, hasta ahora, lo bastante fuerte
para ayudarle a sobreponer a su propio destino. Pero, al parecer en la conmoción
anímica porque atravesaba en estas semanas, también esta fantasía,
tenazmente creída realidad, habíase quebrado.
Creí que pensabas escribirla - objeté, para ayudade con mis palabras.
Con un gesto imperioso rechazó mis palabras (tan sólo cuarenta
años más tarde supe yo que, en aquel entonces, había escrito
efectivamente a Estefanía), y después pronunció lo que
yo no había oído jamás de sus labios:
-Es inútil esperar a Estefanía. No cabe duda de que su madre habrá
encontrado ya al hombre con el que deba casarse su hija. Esto no se pide. Un
buen partido, esto es lo que importa. Y yo soy un mal partido por lo menos a
!os ojos de su señora madre.
Siguió una violenta diatriba con la señora "madre",
con los miembros de aquellos distinguidos círculos que se garantizan
mutuamente inmerecidas ventajas mediante matrimonios astutamente comprometidos,
ventajas que se ponen de manifiesto dentro de la sociedad humana.
Renuncié al intento de seguir practicando en el piano, y me acosté.
Adolfo se precipitó sobre sus libros. Recuerdo todavía cuán
emocionado me sentí en aquel entonces. Si Adolfo no se sentía
ya ligado a Estefanía, ¿qué es lo que podría ser
de él?
Me sentía dominado por encontrados sentimientos. De una parte, me alegraba
que este amor sin esperanzas hacia Estefanía terminara de una vez, liberando
su espíritu, pero de otra parte sabía yo que Estefanía
era su único ideal, que le daba su inspiración y que ponía
una meta a sus proyectos.
¡Al día siguiente hubo entre nosotros una violenta disputa. El
pretexto carecía de toda importancia. Yo tenía que hacer mis ejercicios
en el piano, y Adolfo quería leer. Fuera caía la lluvia. Por consiguiente,
no le era posible dirigirse a Schönbrunn.
-Esta continua musiquita - me increpó Adolfo-. Uno no está nunca
tranquilo aquí.
-Muy sencillo - contesté yo. Me levanté, saqué mi horario
de clases de la cartera de música y lo clavé con chinchetas a
la pared.
De este horario podía deducir Adolfo claramente cuándo estaba
yo ausente, cuándo no y cuáles eran las horas destinadas a mis
ejercicios.
-Y ahora, cuelga tu horario debajo - añadí yo.
¿ Horario? Él no tenía por qué anotarse una cosa
semejante. Su horario lo llevaba en la cabeza. Esto le bastaba y tenía
que bastarme también a mí.
Me encogí de hombros, vacilante. Su trabajo lo era todo menos ordenado
y sistemático. Trabajaba casi sólo de noche, y dormía por
las mañanas.
Yo me había acostumbrado muy rápidamente a la vida en el Conservatorio;
en éste se hacía honor a mis conocimientos, era alabado, incluso
distinguido, por mis maestros, tal como lo demostraba la invitación a
dar clases de repaso a otros alumnos. Como es lógico, esto me llenaba
de orgullo, lo que seguramente me haría algo engreído. La música,
por ser un arte accesible desde el punto de vista de la compremión y
de los conocimientos permitía, también, fácilmente, pasar
por alto una deficiente instrucción escolar. Y es por ello que cada mañana
me encaminaba yo hacia el Conservatorio, feliz y satisfecho, con el pecho henchido
de nuevas esperanzas. Y era justamente esta claridad de propósitos, esta
seguridad en el éxito que excitaba a Adolfo, sin que hablara empero de
ello, matándole a amargas comparaciones.
Y así se llegó a la explosión, con el fútil pretexto
del horario fijado a la pared, que debía causar en él la impresión
de un certificado notarialmente legalizado de mi rosado y optimista futuro.
- ¡ Esta Academia! - gritó -. ¡ Todos ellos no son más
que viejos y encasillados servidores del Estado, burócratas sin comprensión,
estúpidos funcionarios! ¡Toda la Academia debiera saltar por los
aires!
Su rostro estaba pálido como la cera, la boca apretada, los labios casi
blancos. Pero los ojos refulgían. ¡Qué inquietantes se me
aparecían estos ojos! Como si todo el odio de que era capaz se concentrara
en ellos.
Quise objetarle que aquellos hombres de la Academia, sobre los que él
rompía el flagelo de su incontenible odio, eran también, a fin
de cuentas, sus maestros y profesores, de los cuales podría sin duda
sacar un gran beneficio. Pero él se adelanté a mis palabras.
-Me han suspendido a mí, me han rechazado, me han echado de sus clases...
Me sentí aterrado. Así, pues, de esto se trataba. Adolfo no asistía
a las clases de la Academia. Ahora podía explicarme muchas cosas que
antes me habían extrañado en él.
En mi emocionado interés por su suerte le pregunté si había
escrito a su madre, informándole de su fracaso en la Academia.
-Qué ocurrencias? - me replicó-, yo no podía darle este
disgusto a mi madre moribunda.
Lo comprendí perfectamente.
Durante unos instantes reiné el silencio entre nosotros. Quizá
pensara Adolfo ahora en su madre.
Yo intenté llevar la conversación a una conclusión práctica.
-¿Y qué te propones hacer ahora? - le pregunté.
-¿Qué me propongo? ¿Qué me propongo? - repitió,
lleno de indignación-; también tú empiezas ahora con esto:
¿que te propones ahora?
Él debía haberse planteado cien veces esta pregunta a sí
mismo, y más a menudo aún, pues no había hablado con nadie
de ello.
-¿Qué me propongo ahora? - remedó Adolfo mi preocupada
pregunta; pero, en lugar de contestar, se sentó ante la mesa y extendió
los libros a su alrededor.
Después se acercó la lámpara, tomó uno de los libros,
lo abrió y empezó a leer.
Yo hice ademán de quitar el horario de la pared. Adolfo levantó
la cabeza, adivinó mi intención y dijo tranquilamente:
-Déjalo estar.
LA CIUDAD IMPERIAL
A menudo podíamos ver al viejo
emperador en su carroza, cuando entraba en el Hofburg a lo largo de la Mariahilfer
Strasse, con su uniforme y la negra capa de oficial, viniendo de Schönbrunn.
El emperador iba casi siempre solo en el carruaje descubierto. Como único
acompañante llevaba un oficial de ordenanza con espada y bicornio. Cuando
nos cruzábamos con él Adolfo no hacía la menor alusión
ni hablaba tampoco de ello, pues a él no le interesaba en absoluto la
persona del emperador, sino el Estado, al que representaba: la Monarquía
imperial austrohúngara.
Lo mismo que todos los recuerdos de mi estancia en Viena se agitan llenos de
contrastes y han quedado, por ello, más fuertemente grabados en mi memoria,
igual sucedió con los acontecimientos políticos en general acaecidos
en la ciudad imperial durante aquel agitado año de 1908. Dos acontecimientos
contradictorios turbaban entonces a la gente. De una parte, el sexagésimo
jubileo del Gobierno del Emperador. En el excitado año de 1848 había
subido al trono de los Habsburgos Francisco José, que contaba a la sazón
dieciocho años. Seis decenios llevaba, pues, reinando como emperador.
El pueblo le tenía en gran estima el haberles dado la paz durante estos
sesenta años. Desde 1866, es decir, hacía 42 años, no se
había conocido ninguna guerra. La joven generación, a la que pertenecíamos
también nosotros, no sabía siquiera lo que era una guerra, y se
embriagaba con las luchas de los pueblos extranjeros, como la guerra de los
bóers, que tuvo lugar en los años de nuestra juventud, y la guerra
rusojaponesa, de la que oímos hablar de jóvenes. Pero de la guerra
misma no teníamos ninguna idea. El padre de Adolfo no había sido
nunca soldado. Sólo en alguna que otra ocasión solía hablamos
algún veterano de Königgratz y Custozza. El pueblo veía,
por consiguiente, en el Emperador, el guardián de la paz y en todas partes
se disponían a conmemorar solemnemente el jubileo del monarca. Nosotros
mismos pudimos presenciar con qué emocionante celo tenían lugar
por doquier los preparativos. De otra parte, sin embargo, se planteó
en relación con este jubileo de 1908 la anexión de Bosnia, una
cuestión que en aquel entonces calentaba todas las cabezas. Este considerable
aumento externo del poder de la monarquía reveló empero, su debilidad
en el interior, pues los acontecimientos no tardaron en augurar la inminente
guerra. Fue de poco que ya entonces tuviera lugar lo que seis años más
tarde, en 1914, había de convertirse en realidad. No es ninguna casualidad
que la guerra diera principio en Sarajevo. El pueblo de Viena se sentía
en aquellos años agitado entre su lealtad al viejo emperador y su preocupación
por la inminente guerra, y en medio de ello estábamos nosotros, dos hombres
jóvenes y desconocidos. A cada paso se ponían de manifiesto ante
nosotros los más crasos contrastes sociales. Ahí estaba la amplia
masa de las clases inferiores, que no tenían bastante para comer y que
vegetaban en sus míseras viviendas sin luz ni sol. Nosotros debíamos
incluirnos, por completo, entre ellas, en nuestra existencia de entonces Para
nosotros no era necesario estudiar esta miseria social de la ciudad. Venía
por sí sola a nuestro encuentro. No teníamos más que imaginamos
las húmedas y maltratadas paredes de nuestra habitación, los muebles
cubiertos de chinches, el hedor de la lámpara de petróleo para
trasladamos al ambiente en que vivían cientos de miles de seres en esta
ciudad. Pero si nos adentrábamos con el estómago hambriento en
el centro de la ciudad, veíamos como frente a los maravillosos palacios
de la nobleza, ante los que montaban guardia altivos criados de librea; o en
los lujosos hoteles donde la sociedad burguesa de Viena, la vieja nobleza, muchas
veces unida por lazos consanguíneos, los barones de la industria, los
grandes hacendados y magnates, celebraban sus deslumbrantes fiestas. Aquí,
pobreza, miseria y hambre; allí, fácil goce de la vida, embriaguez
de los sentidos y un derroche de lujo.
A mi me atormentaba demasiado la nostalgia para que pudiera deducir cualesquiera
consecuencia política de estas contrapuestas experiencias. Pero Adolfo,
sin hogar, rechazado en la Academia, huérfano de toda posibilidad de
poder mejorar su lamentable situación, vivía estos tiempos en
una creciente protesta interior. Las evidentes injusticias sociales que le hacían
sufrir físicamente conjuraban en él un odio casi demoníaco
contra aquella inmerecida riqueza, que salía a nuestro encuentro de manera
tan presuntuosa y arrogante. Sólo su violenta oposición a este
estado le hacía posible resistir esta "vida de perros". Es
cierto que él mismo era, en gran parte, el culpable de que las cosas
hubieran llegado a este extremo. Pero no quería nunca reconocerlo. Más
que por el hambre sufría Adolfo por la falta de limpieza. En todo lo
relativo al cuerpo mi amigo era, comparado conmigo, de una sensibilidad casi
enfermiza. Con todos los medios a su alcance se mantenía limpio por lo
menos en lo que respecta a la ropa interior y a sus trajes. Quien se hubiera
encontrado en la calle con este joven, siempre tan correctamente vestido, no
hubiese jamás pensado que debía pasar hambre diariamente y que
vivía en una casa trasera llena de chinches en el distrito VI. Su protesta
interior contra estas injusticias sociales arrancaba, más que del hambre,
de la forzada sociedad del medio en que se veía hundido. La vieja ciudad
imperial con su atmósfera de falso brillo y falaz, con su descomposición
apenas posible ya de ocultar, fue el suelo en el que se desarrollaron sus ideas
sociales y políticas. Lo que llegó a ser más tarde, se
formó en esta moribunda ciudad imperial. Aun cuando más tarde
escribiera: "Cinco años de miseria y dolor están contenidos
para mí en el nombre de esta ciudad", estas palabras no representan
más que el lado negativo de sus vivencias vienesas. El lado positivo
para él era que justamente por la continua oposición a la injusticia
y desorden social dominante se formó una imagen política a la
que más tarde no habría de añadir ya mucho.
A pesar de toda su simpatía y participación en la miseria de la
amplia masa, no trató jamás de entrar en contacto directo con
los habitantes de la ciudad imperial. El tipo del vienés le era odioso
en el fondo del alma. No podía siquiera tolerar su habla suave y melodiosa.
Prefería el tosco alemán de la señora Zakreys. Pero odiaba,
sobre todo, la indulgencia, la indiferencia de los vieneses, este eterno aplazamiento,
este vivir de un día al otro. Todo su carácter estaba en burdo
contraste con estos rasgos propios de los vieneses. En tanto alcanza mi recuerdo,
Adolfo se imponía a sí mismo la máxima reserva, porque
el simple contacto con otros seres le era ya físicamente odioso. Pero
en su interior bullía, todo en él apremiaba hacia soluciones radicales
y totales.
Cómo se mofaba Adolfo del culto al vino de los vieneses, cómo
despreciaba su "estupidez del vino nuevo!" No fuimos más que
una sola vez al Prater, y aun ello movidos por el interés, Él
no comprendía a la gente que derrochaba su precioso tiempo con estas
estúpidas distracciones. Cuando la gente estallaba en ruidosas risas
ante la barraca de alguna atracción, agitaba indignado la cabeza por
tanta tontería y me preguntaba furioso si podía comprender por
qué reía esta gente. En su opinión, no hacían sino
reírse de sí mismos. Esto podía entenderlo. Además,
le repelía la multicolor confusión de vieneses, checos, magiares,
eslovacos, rumanos, croatas, italianos y Dios sabe qué países
más, que se agolpaban en el Prater. Para él, el Prater no era
más que una Babilonia vienesa. Una extraña contradicción
me llamaba siempre la atención en él: su pensamiento, su sentimiento
y modo de obrar giraban en torno a los seres más desvalidos los sencillos,
honrados, pero carentes de todo derecho, y su deseo era ayudarles en su lucha.
Este pueblo de pobres y desheredados estaba siempre presente en todas sus conversaciones
y reflexiones. En realidad, sin embargo, evitaba todo contacto con las personas.
La abigarrada masa que se agolpaba en el Prater, le era físicamente intolerable.
Tan unido como se sentía, en sus sentimientos, a estas pequeñas
gentes, no le parecía nunca tenerlas lo bastante alejadas de sí.
Por otra parte, sin embargo, extrañaba también por completo la
superioridad y arrogancia de las capas directoras. Pero, mucho menos todavía
comprendía la fatigada resignación que en aquellos años
hacía presa entre las personas de elevado nivel espiritual. De la certeza
de que no era posible ya contener la decadencia del estado de los Habsburgo,
se había extendido una especie de fatalismo, justamente entre los tradicionales
sostenes de la monarquía, que aceptaba todo lo que traían los
tiempos con su típico "No hay nada que hacer" vienés.
También entre los poetas vieneses se percibía este agridulce y
resignado tono, como entre Rilke, Hofmannsthal, Wildgans, nombres que en aquel
entonces apenas si llegaban hasta nosotros, pero no porque nuestros sentidos
no estuvieran abiertos a las palabras de un poeta, sino por la única
razón de que el ambiente que creaban estos poetas nos era extraño.
Es cierto que nosotros veníamos de fuera a dentro, estábamos más
cerca del abierto país, de la naturaleza, que de las gentes de esta ciudad.
Y, por encima de todo ello, entre estas gentes fatigadas en su esclarecimiento
de siglos y los jóvenes de nuestra edad había la considerable
diferencia de las generaciones. En tanto que las lamentables condiciones sociales
de las que, al parecer, no existía ninguna posible salida, no provocaba
más que una sorda apatía y un total desinterés en la vieja
generación, forzaban a la nueva generación a la radical crítica
y a la más violenta oposición. También en Adolfo tendía
todo, violentamente, a una clara fijación de su posición y a la
defensa. No conocía la resignación. Quien se resignaba, perdía,
en su opinión, el derecho a la vida. Sin embargo, se distinguía
de la joven generación de aquel entonces en Viena, muy presuntuosa y
turbulenta, porque seguía por entero sus propios caminos y no podía
identificarse con ninguno de los partidos dominantes en aquel entonces. Aun
cuando en él latía una sensación como si fuera el responsable
de todo lo que sucedía, en lo más profundo de su ser era un solitario,
confiado a sus solas fuerzas y que quería encontrar la meta por sus propios
medios.
Hay que mencionar aquí otro aspecto de esta situación. Las visitas
de Adolfo a Meidling, un barrio abiertamente trabajador. Aun cuando no me hubiera
explicado exactamente lo que buscaba allí, sabía yo que quería
conocer, por sí mismo, las condiciones de vida y habitación de
las familias trabajadoras. No le interesaba a él un destino aislado;
quería conocer la vida de la clase. Fue por ello que no contrajo ninguna
relación en Meidling, sino que se limitó a obtener una impresión
impersonal.
Por más que evitara el contacto demasiado intimo con las personas, Viena,
como ciudad, se había ganado su corazón. Amaba a Viena, pero no
a los vieneses; este me parece ser su modo de pensar. No hubiera querido renunciar
jamás a esta ciudad, pero sí. con gusto, a sus habitantes. No
es de extrañar, por tanto, que las pocas personas que tuvieran algún
contacto con él en Viena en años posteriores, le consideran como
un solitario y original, y que tomaran por arrogancia o presunción su
rebuscado lenguaje, su noble apariencia, en contraste con su evidente pobreza.
Lo cierto es que el joven Hitler no encontró jamás amigos entre
los habitantes de esta ciudad.
Pero tanto más le deslumbraba lo que sus gentes habían construido
en Viena. ¡La misma Ringstrasse! Cuando la vio por primera vez, con sus
magnificas y legendarias edificaciones se le apareció como la realización
de sus más audaces sueños artísticos. Necesitó mucho
tiempo hasta poder asimilar esta abrumadora impresión. Sólo lentamente
pudo adaptarse a esta grandiosa concentración de modernas construcciones
monumentales. Muy a menudo tuve que acompañarlo en sus paseos por el
Ring. Después, me describía con minuciosidad este o aquel edificio,
me llamaba la atención sobre determinados detalles, o me describía
el origen del edificio. Podía pasarse horas enteras delante de un mismo
edificio. En estas ocasiones, no solamente se olvidaba del tiempo, sino también
de todo lo que le rodeaba. Yo no podía comprender esta lenta y minuciosa
admiración. Lo conocía todo, podía contar más detalles
de cualquier edificio que la mayoría de los habitantes de esta ciudad.
Si yo me sentía, en ocasiones, impaciente, me increpaba rudamente, diciéndome
si yo era realmente su amigo o no. Si era así, debiera compartir también
sus intereses, Después, proseguía la conferencia. Una vez en casa
me dibujaba el plano, el corte longitudinal o intentaba exponerme algún
detalle particularmente interesante. Tomaba prestadas obras que le informaban
del origen de las distintas edificaciones. La Ópera Imperial, el Parlamento,
el Teatro Municipal, la Karlskirche. los Museos Imperiales, el Ayuntamiento;
cada vez traía nuevos libros, incluso un estudio de conjunto de la arquitectura.
Me llamaba la atención sobre los distintos estilos. Particularmente me
indicaba, una y otra vez, cómo en las edificaciones de la Ringstrasse
podían comprobarse las trazas de los artesanos nativos en sus distintas
realizaciones.
Cuando se había propuesto conocer una determinada construcción
no se daba jamás por satisfecho con la impresión externa. Me sorprendía
continuamente con lo exacto de su conocimiento sobre los portales laterales,
escalinatas, incluso sobre los accesos menos conocidos o puertas traseras. Trataba
de acercarse al edificio desde todos los lados. Nada odiaba más que las
fachadas pomposas y altivas, cuyo único objeto era disimular alguna solución
fundamental poco afortunada. Las bellas fachadas le eran siempre sospechosas.
El yeso lo consideraba como un material poco sólido, del que debía
abstenerse un arquitecto. No se dejaba jamás engañar, y a menudo
me hizo observar que esta o aquella solución, concebida con el único
objeto de impresionar la vista, no era más que bluff. La Ringstrasse
se convirtió para él en un objeto vivo de su contemplación,
en el que podía medir sus conocimientos arquitectónicos y demostrar
sus puntos de vista.
En aquel entonces empezaron a surgir ya los proyectos para la estructuración
de las grandes plazas. No puedo recordar ya exactamente sus realizaciones. Así,
por ejemplo, la Plaza de los Héroes, situada entre el Hofburg y el Volksgarten,
le parecía una solución realmente ideal para las manifestaciones
de masas, no solamente porque el semicírculo del complejo de sus edificaciones
encerraba de manera peculiar a las gentes allí congregadas, sino también
porque cada uno de los componentes de esta masa, doquiera que se dirigiese,
percibía grandes impresiones monumentales. Yo acogía estas palabras
como el ocioso fuego de una exagerada fantasía, pero debía participar,
una y otra vez, de estos experimentos. Adolfo amaba también sobremanera
la plaza de Schwarzenberg. Algunas veces aprovechábamos un descanso en
la representación de la ópera para dirigirnos a esta plaza para
admirar la fuente de aguas luminosas que brotaban como en una escena de leyenda
en medio de la nocturna obscuridad. Esta escena correspondía por entero
a sus sentimientos. De manera incesante se elevaban a lo alto las espumeantes
aguas, en tanto que los reflectores de distintos colores hacían aparecer
el agua a veces de un rojo ardiente, luego de un brillante amarillo, y luego,
de nuevo, de un radiante azul. El color y el movimiento permitían lograr
una increíble plenitud de matices y efectos luminosos que expandían
el hálito de lo irreal, de lo ultraterreno, incluso, por toda la amplia
zona. También durante la época de Viena le ocupaban grandes proyectos,
partiendo de la arquitectura de la Ringstrasse: salas de concierto, teatros,
museos, palacios, exposiciones. Pero su manera de ver las cosas empezó
a tomar, lentamente, otra orientación. En un principio estas edificaciones
monumentales eran tan perfectas en cierto sentido, que su incontenible afán
de reconstrucción no encontraba en ellas nada que modificar o mejorar.
En Linz, las cosas habían sido diferentes: prescindiendo, quizá,
de las pesadas e imponentes masas del viejo palacio, Adolfo se había
mostrado en todo momento descontento de las construcciones vistas. No es de
extrañar, por consiguiente, que encontrara una solución nueva
y más digna para el ayuntamiento de Linz, estrecho y comprimido entre
los edificios de la Plaza Principal, y en modo alguno representativo; y que
en nuestros paseos por la ciudad reconstruyera, finalmente, todo Linz en su
fantasía. Con Viena sucedía de forma distinta. No era porque le
resultase difícil desde el punto de vista del espacio concebir y enjuiciar
como una unidad la imagen de la gigantesca ciudad desarrollada en enormes dimensiones,
sino porque al aumentar su interés por la política se ocupó
cada vez más de la necesidad de viviendas sanas y adecuadas, principalmente
para la gran masa de la población. En Linz le había sido siempre
indiferente la reacción de las gentes afectadas por sus grandes proyectos
de construcción ante sus proyectadas modificaciones. Lo que me expuso
en las largas conversaciones nocturnas, lo que dibujaba y proyectaba no era
ya, como en Linz, el proyecto por el proyecto mismo, sino una planificación
consciente, adaptada a las necesidades y exigencias de los habitantes. En Viena,
sin embargo, empezó lentamente a construir para las personas. Este desarrollo
podría designarse de la siguiente manera: en Linz, una edificación
todavía puramente arquitectónica, en Viena, una edificación
social. Desde un punto de vista externo puede atribuirse este cambio a la circunstancia
de que Adolfo se encontraba aún relativamente bien en Linz, particularmente
en la bella morada en Urfahr. Por el contrario, en la sombría y hosca
vivienda de la Stumpergasse en Viena, cada mañana al despertar, al ver
las desnudas paredes; la vacía perspectiva, se daba cuenta de que la
arquitectura no era, como había creído hasta entonces, ante todo
una tarea de la representación, sino más bien un problema de higiene
social, que debía liberar a la gran masa de sus míseras viviendas.
"Delante de los palacios de la Ringstrasse sufrían hambre miles
de parados y debajo de esta Vía Triumphalis de la vieja Austria moraban.
en la penumbra y el fango de los canales, los carentes de hogar". Con estas
palabras del libro Mi lucha anuncia Hitler aquella mirada retrospectiva típica
para aquellas semanas y meses, que le llevó, de la reverente admiración
por una gran arquitectura imperial, a un estudio de la miseria social. Me estremezco
aún hoy al pensar en las miserables cuevas utilizadas como viviendas,
en los refugios y viviendas en masa, en este sombrío cuadro de basura,
repugnante suciedad y humillaciones.
Adolfo me había explicado que durante el invierno anterior, cuando se
encontraba todavía solo en Viena. habíase dirigido a menudo a
las salas de calefacción públicas, con el fin de ahorrar el material
de calefacción, que la estropeada estufa consumía en ingentes
cantidades sin dar, en cambio, un calor permanente. En este lugar podía
disponerse gratuitamente de una estancia provista de calefacción, y se
encontraban también allí periódicos en número suficiente.
Supongo que fue al escuchar las conversaciones de las gentes acudidas a este
lugar donde Adolfo se dio cuenta por primera vez de las estremecedoras condiciones
y de la miseria que imperaba en la gigantesca ciudad.
En ocasión del recorrido en busca de habitación con que fue celebrada,
por decirlo así, mi entrada en Viena, pude notar yo un anticipo de lo
que nos esperaba en esta ciudad en miseria, necesidad y suciedad. En los obscuros
y malolientes patios interiores, escaleras arriba y abajo, en los desiertos
vestíbulos, repulsivamente sucios, por delante de puertas detrás
de las cuales adultos y niños de estrecha promiscuidad se repartían
en estrechos espacios, carentes de todo sol, y con gentes tan arruinadas y miserables
como lo que les rodeaba; esta impresión se ha quedado grabada en mí
de manera tan imborrable como su reverso, en la única casa que hubiera
correspondido en cierto modo a nuestros deseos estéticos e higiénicos,
en la que encontramos aquella perversión potencial que en la figura de
la seductora Putifar se nos apareció aún más repulsiva
que la miseria de las pequeñas gentes.
Siguieron muchas horas nocturnas en las que Adolfo, caminando arriba y abajo
entre la puerta y el piano me describía, con drásticas palabras,
las causas de estas desoladoras condiciones de las viviendas. Empezó
con nuestra propia casa. Sobre una superficie que apenas si alcanzaría
para un jardín digno de este nombre se levantaban, estrechamente comprimidos,
tres complejos de edificios, que se interponían mutuamente entre sí
y que se quitaban el uno al otro la luz, el aire y la posibilidad de todo movimiento.
¿Por qué? Porque el hombre que ha adquirido este pedazo de terreno
quiere beneficiarse lo máximo posible de él. Así, pues,
debe edificar lo más estrecha y lo más alto posible, pues cuanto
más amontonadas estén estas primitivas viviendas, a manera de
cajas superpuestas, tanto mayores serán sus ingresos. El inquilino, por
su parte, debe procurar obtener el mayor provecho posible de su alojamiento.
Es par ello que cede algunas habitaciones, a menudo las mejores, a realquilados,
como nuestra buena señora Zakreys. Y los realquilados se estrechan aún
en lo posible, para dejar sitio a un huésped para la noche. Uno quiere
aprovecharse del otro. ¡Y el resultado! Que todos ellos, exceptuando el
dueño de la casa, apenas si tienen sitio para vivir. Aterradoras eran,
también, las viviendas en los sótanos, carentes de toda luz y
sol. Y si esto es ya intolerable para los adultos, los niños deben perecer
en ellas de manera inevitable. La conferencia de Adolfo culminó con un
colérico ataque contra la especulación de los terrenos y la explotación
por parte de sus propietarios. Todavía resuenan en mi oído unas
palabras suyas, escuchadas entonces por primera vez: "¡Estos propietarios
profesionales, que hacen negocio de la miseria de las masas! El pobre inquilino
no le conoce por lo general, pues ellos no suelen vivir en sus propios tabucos,
¡ Dios les libre!, sino en Hietzing o en Wein in Grinzing, en elegantes
villas, en las que tienen un rico exceso de lo que niegan a los demás".
En otra ocasión empezó Adolfo sus reflexiones desde el punto de
vista del inquilino. "¿Qué es lo que necesita un pobre diablo
como él para vivir de manera razonable? Luz- las casas deben levantarse
libremente-. Deben disponer de jardines, superficies libres para los juegos
de los niños, aire; debe poderse ver el cielo, algún espacio verde,
un modesto pedazo de naturaleza. Pero, fíjate en nuestra casa trasera
- me decía entonces-: el sol no luce más que en el tejado. El
aire.., será mejor que no hablemos siquiera de él. El agua: un
solo grifo en el rellano de la escalera, al que deben acudir, con cubos y recipientes,
los ocho inquilinos. El retrete, enormemente antihigiénico, común
para todos los inquilinos del rellano, y para el que deben establecerse casi
turnos para su utilización. Y luego, por todas partes: ¡las chinches!"
Cuando en las semanas siguientes le preguntaba a veces a Adolfo - ahora sabía
ya que no había sido admitido para el ingreso en la Academia -, dónde
acostumbraba a pasar el día, la respuesta era: -Trabajo en la solución
de las viviendas pobres en Viena y hago determinados estudios con este fin.
Para ello tengo que estar mucho fuera de casa.
Era ésta la época en que pasaba a menudo la noche entera inclinado
sobre sus planos y dibujos. Sin embargo, no aludía a ellos en absoluto.
Y yo no le pregunté tampoco nada más acerca de sus trabajos.
Fue entonces, me parece que era a finales del mes de marzo, cuando me dijo:
-Estaré ausente durante tres días.
Cuando Adolfo regresó, al cabo del cuarto día, parecía
mortalmente fatigado. Sabría Dios por dónde habría corrido,
dónde dormido y el hambre que habría pasado, una vez mas. De sus
lacónicas explicaciones pude deducir que había regresado a Viena
"desde afuera", tal vez desde Stockerau o desde Marchfeld, con el
fin de informarse de los terrenos disponibles para aligerar la edificación
de la ciudad. Una vez más trabajó durante toda la noche. Finalmente,
pude ver yo su proyecto.
En un principio eran éstos sencillos dibujos de sus planos: viviendas
para obreros con un mínimo de habitaciones: cocina, sala de estar, dormitorios
separados para padres e hijos, agua en la cocina, retrete y - lo que entonces
era una inaudita novedad - baño! Luego me mostró Adolfo bosquejos
de los distintos tipos de viviendas, limpiamente dibujados en tinta china. Los
recuerdo tan exactamente porque estos dibujos permanecieron durante semanas
enteras clavados a la pared y llevaba una y otra vez a ellos la conversación.
A la vista de nuestra existencia como realquilados en una habitación
carente de aire y de luz, el contraste entre lo que nos rodeaba y estas alegres
casitas, situadas en pleno campo, se me puso especialmente de relieve, pues
tan pronto la vista resbalaba de los bellos dibujos, caía sobre la desconchada
pared, en la que podían notarse claramente las huellas de nuestras nocturnas
cacerías de chinches. Este vivo contraste hizo que los amplios y generosos
proyectos de mi amigo quedaran grabados de manera imborrable en mi mente.
"Se derrumban los bloques de viviendas". Con esta lapidaria frase
empezaba Adolfo su tarea. Me hubiera sentido asombrado de que la cosa fuera
de distinta manera, pues en todo lo que proyectaba se lanzaba siempre a fondo
y despreciaba las medianías y compromisos. De ello cuidaba ya la vida
misma. Su misión por el contrario, era resolver el problema de manera
radical, es decir, desde la raíz. El terreno es substraído a la
especulación privada. Las superficies liberadas en los barrios obreros
demolidos deben ensancharse por espacios situados delante del Wienerwald, a
ambos lados del Danubio. Anchas carreteras cruzan el campo abierto. Sobre el
extenso terreno a edificar se tiende una tupida red de ferrocarriles. En lugar
de las enormes estaciones se levantan, solamente, estaciones locales, que abastecen
una región determinada y que crean un sistema de comunicaciones lo más
favorable posible entre la vivienda y el lugar de trabajo. En aquel entonces
no se concedía todavía una importancia especial al automóvil.
Los fiacres dominaban todavía en el cuadro de la ciudad de Viena. La
bicicleta, en nuestra niñez aún un peligroso instrumento deportivo,
se convirtió, lentamente, en un medio de transporte barato y cómodo.
No obstante, los transportes en masa podían realizarse solamente con
la ayuda del ferrocarril.
Lo que Adolfo había proyectado no eran en modo alguno casitas para una
familia, tal como se construyen actualmente, pues no sentía el menor
interés por las colonias. Su máxima aspiración era un desglose
más o menos esquemático de los grandes bloques de viviendas. La
casa para cuatro familias era la unidad más pequeña, bosquejada
limpiamente en sus características fundamentales, en una construcción
bien concebida y de una sola planta, con cuatro pisos en ésta. Esta unidad
básica formaba el tipo predominante de vivienda. Allí donde lo
exigían las comunicaciones y las condiciones del trabajo esta casa para
cuatro familias debía reunirse en complejos para ocho o hasta dieciséis
familias. Pero también estos tipos de edificaciones permanecían
acerca del terreno, es decir, tenían un solo piso y estaban rodeadas
y llenas de vida por jardines, campos de fuego para los niños y grupos
de árboles. No debía excederse de la casa para dieciséis
familias.
Con ello estaban ya fijados los tipos de casitas necesarios para el descongestionamiento
de la ciudad, y mi amigo podía pasar ya a su realización. A la
vista de un enorme plano de la ciudad, que no cabía ya sobre la mesa
y que hubo de ser por tanto extendido sobre el piano, fijó Adolfo la
red ferroviaria y las carreteras. Se determinaron los centros industriales,
disponiéndose en consecuencia los complejos de viviendas. Yo no era más
que un obstáculo en esta ambiciosa planeación. En toda la habitación
no quedaba ya un pedazo de suelo libre que no hubiera sido puesto al servicio
de esta misión. Si Adolfo no hubiera llevada este asunto con una tan
hosca gravedad, todo esto hubiera sido considerado simplemente como un interesante
pero ocioso juego. En realidad, sin embargo, me deprimía de tal manera
nuestra austera situación, que me puse al trabajo casi con la misma amarga
decisión que mi amigo, sin duda la razón de que todos estos detalles
hayan quedado grabados tan firmemente en mi memoria.
A su manera pensaba Adolfo en todo. Recuerdo todavía sus dudas acerca
de si esta reconstruida Viena habría de necesitar o no de cervecerías.
Adolfo rechazaba el alcohol de manera tan radical como la nicotina. Y si uno
no fumaba ni bebía, ¿para qué quería las cervecerías?
De todas formas, encontró una solución tan radical como generosa
para esta nueva Viena ¡una nueva bebida popular! En cierta ocasión
hube de tapizar yo en Linz algunas habitaciones en las oficinas de la fábrica
de café de higos Franck, Adolfo me visitó en aquel entonces, mientras
yo me dedicaba a este trabajo. La firma solía dar a sus trabajadores
una bebida muy buena, a base de café, un vaso de la cual costaba solamente
un heller. Esta bebida le había gustado tanto a Adolfo, que no se olvidó
de ella. Si se abastecía todas las casas con esta bebida barata y refrescante,
o con algún producto semejante carente de alcohol, podían evitarse
las cervecerías. Cuando yo le repliqué que, por lo que yo conocía
de los vieneses, me parecía difícil que renunciaran a su vino,
me contestó bruscamente:
-Nadie te pregunta tu opinión!
Lo que con otras palabras quería decir: "Ni tampoco a los vieneses."
Adolfo se manifestaba con especial crudeza contra aquellos Estados que habían
monopolizado la venta del tabaco, entre los que se contaba también Austria.
Con ello, el propio Estado arruinaba la salud de sus ciudadanos. Por consiguiente,
todas las fábricas de tabaco deberían ser cerradas y prohibida
también la importación de toda clase de tabaco. De todas formas,
Adolfo no consiguió encontrar ningún substitutivo para el tabaco
en el sentido de la "bebida popular".
Cuando más se aproximaba Adolfo en sus pensamientos a la realización
de su proyecto, tanto más utópico se convertía todo el
asunto. Siempre que se tratara de proyectar tenía todo aún pies
y cabeza. Pero en la realización operaba Adolfo con conceptos bajo los
que no me podía representar nada práctico. Como realquilado, que
debía pagar mensualmente diez coronas, duramente ganadas por mi padre,
por la mitad de una habitación llena de chinches, podía comprender
perfectamente que en esta Nueva Viena no debieran existir ya propietarios ni
inquilinos. El terreno pertenecía al Estado y tampoco las viviendas eran
propiedad particular, sino que eran administradas por una especie de comunidad
de la vivienda. En lugar del alquiler debía pagarse, por tanto, simplemente,
una contribución para la edificación de las casas, es decir, una
especie de impuesto sobre la vivienda. Hasta aquí podía seguirle
yo todavía. Pero mi pregunta, tan desdichada al parecer: "Sí,
pero con ello no será posible iniciar una empresa tan amplia. ¿Quién
deberá costear estas construcciones?", tropezaba con la más
viva resistencia. Adolfo me lanzaba sus réplicas con cólera, de
las cuales yo no entendía mucho. No puedo recordar, tampoco, en todos
sus detalles, estas discusiones, planteadas enteramente sobre conceptos abstractos.
Recuerdo, sin embargo, algunas expresiones que se repetían regularmente,
y que, cuanto menos me revelaran en realidad, tanto más me imponían,
y es por ello que se han quedado grabadas más firmemente en mi memoria
Los aspectos básicos de todo el proyecto serían resueltos, según
palabras de Adolfo, en el "embate de la revolución". Era ésta
la primera vez que se escuchaban estas trascendentes palabras en nuestra mísera
habitación. No sé si Adolfo sacó su inspiración
para ello en alguna de sus voluminosas lecturas. De todas formas, allí
donde el curso de sus pensamientos se había atascado, surgía siempre
la osada expresión del "embate de la revolución, que daba
también un impulso cada vez renovado a sus pensamientos e ideas. Ea mi
opinión, bajo estas palabras era posible representárselo todo,
o nada. Adolfo se mantenía en su "todo", y yo en mi "nada",
hasta que con su sugestiva elocuencia me había convencido también
a mí de que no se precisaba más que una violenta tormenta revolucionaria
sobre la tierra, vieja y cansada, para despertar a la vida todo lo que el tenía
va anticipado en sus pensamientos y en sus proyectos, de la misma manera como
una suave lluvia de finales de estío hace brotar setas en todos los rincones
y lugares.
Otra expresión que se repetía regularmente era la palabra "Estado
ideal alemán", que jugaba un papel dominante en sus pensamientos
junto con el concepto de "Reich". Este "Estado ideal" estaba
concebido tanto nacional como social. Social, ante todo, desde el punto de vista
de la miseria de las masas trabajadoras. Adolfo se ocupaba, cada vez más
intensamente, de sus ideas sobre un Estado que hiciera justicia a las necesidades
sociales de nuestra época. Esta imagen era todavía obscura en
sus detalles, y era fuertemente influenciada por sus lecturas. Por ello eligió
la palabra de "Estado ideal" - tal vez la hubiera leído en
alguno de sus numerosos libros - y dejaba al tiempo el estructurar hasta en
sus menores detalles este concepto de "Estado ideal", concebido por
el momento, sólo en sus rasgos generales, naturalmente, con su definitiva
orientación hacia el "Reich".
Una tercera frase que en aquella época empezaba ya a sonar de manera
habitual, la aplicó Adolfo, también, por primera vez, en relación
con estos osados planes de reconstrucción; ¡La reforma social!
En esta frase había encontrado cabida muchas cosas que todavía
no habían acabado de gestarse en su cabeza. Pero el celoso estudio de
las obras políticas y la asistencia a las sesiones en el Parlamento,
a lo que me obligaba también a mí, llenaban esta fraseología
de la reforma social, lentamente, con un contenido más concreto.
Cuando un día estallara el "embate de la revolución"
y surgiera el "Estado ideal", se convertiría, también,
en realidad, esta "reforma social", esperada desde hacía tanto
tiempo. Entonces sería llegado el instante de derribar las construcciones
de los "propietarios profesionales" y empezar la construcción
de sus urbanizaciones de casitas en las bellas y atractivas llanuras detrás
de Nussdorf.
He comentado con tanto detallo estos proyectos de mí amigo, porque me
parecen extraordinariamente típicos para el ulterior desarrollo de su
carácter y de sus pensamientos en ocasión de su estancia en Viena.
Desde un principio había yo comprendido que a mi amigo no podría
serle indiferente la miseria de las masas en la gran ciudad. Le conocía
demasiado bien y sabía que no cerraba los ojos ante nada y que por todo
su modo de ser era incapaz de pasar con indiferencia y desinterés ante
cualquier fenómeno general. Pero no hubiera creído jamás
que estas experiencias en los arrabales vieneses pudieran dar un impulso tan
inaudito a sus pensamientos. En lo más intimo de mi ser había
tenido yo a mi amigo por un artista, y hubiera comprendido ciertamente, que
se hubiera indignado ante la vista de estas masas hundidas, sin remisión,
en la miseria, pero que se hubiera mantenido alejado de este espectáculo
en su interior, para no ser arrastrado al abismo por la insoslayable fatalidad
que se cernía sobre esta ciudad. Yo contaba con su fino sentido, con
su percepción estética, con su continuo temor a entrar en contacto
físico con otras personas - ¡raras veces tendía la mano
a los demás! -y creía que esto le sería suficiente para
distanciarse abiertamente de las masas. Y así fue, en efecto. Pero solamente
por lo que se refiere a un trato personal. Con todo su corazón, sin embargo,
se alineó entonces en las filas de los desheredados por el destino. No
sentía compasión, en el sentido corriente de la palabra, por estas
masas huérfanas de todo derecho. Esto le hubiera parecido demasiado poco.
No se limitaba a sufrir con ellos, sino que vivía también para
ellos, y consagraba toda su capacidad y todos sus pensamientos a liberar a estos
seres de su miseria y de su opresión. No cabe la menor duda de que esta
ardiente voluntad y deseo por una total reorganización de la vida entera,
considerado desde un punto de vista personal, era la respuesta dada por él
al destino, qué, golpe tras golpe, le había llevado también
a él a la miseria.
Gracias a estos amplios y generosos trabajos, concebidos para "todos",
y que se dirigían, también, a "todos", podía
encontrar nuevamente Adolfo el equilibrio interno perdido. Las semanas de turbios
presentimientos y de graves depresiones anímicas habían ya pasado.
Su pecho estaba, una vez más, henchido de confianza y valor.
Pero, por el momento, la vieja y bondadosa María Zakreys era la única
que se ocupaba de todos estos planes. Mejor dicho, no se ocupaba ya, pues había
renunciado a poner orden en esta confusión de planos, dibujos y bosquejos.
Se daba por satisfecha con que los dos estudiantes de Linz le pagaran puntualmente
el alquiler.
Adolfo se había propuesto hacer de Linz tan sólo una ciudad bella
y atractiva, que destacase, por encima de su insignificancia provinciana, por
sus representativas construcciones. Viena, por el contrario, quería convertirla
en una moderna ciudad, en la que le era indiferente el aspecto representativo
- esto lo dejaba por entero a la Viena imperial-, sino que su única pretensión
era que las masas sin hogar, alejadas del suelo y, por tanto, también,
del pueblo, pudieran ponerse de nuevo en pie.
La vieja ciudad imperial se convirtió en la mesa de dibujo de un jovencillo
de diecinueve años que vivía en una destartalada casa trasera
del arrabal de Mariahilfer, en una ciudad llena de luz y de vida, extendida
hacia el campo abierto y compuesta por casitas de cuatro, ocho y dieciséis
familias.
AUTOESTUDIO Y LECTURA
En aquel entonces, Adolfo estaba
firmemente decidido a convertirse en arquitecto. La manera como después
de este intenso estudio por su cuenta se proponía encontrar el camino
hacia la práctica, al no poder enseñar jamás sus certificados
y diplomas, no le preocupaba en lo más mínimo. Apenas se hablaba
de ello entre nosotros, hasta tal punto estaba mi amigo convencido de que hasta
la conclusión de sus estudios los tiempos habrían cambiado tanto,
ya fuera por sí mismos, ya fuera violentamente por el "embate de
la revolución", que no sería ya necesaria la justificación
formal, sino que el verdadero conocimiento habría de ser lo decisivo.
Él mismo nos dice acerca de estos estudios:
"Era natural que yo sirviera con ardiente celo a mi amor por la arquitectura.
Juntamente con la música se me aparecía ésta a mí
como la reina de las artes; mi trabajo en tales circunstancias no era, tampoco,
un verdadero "trabajo", sino la máxima felicidad. Podía
leer o dibujar hasta altas horas de la noche, sin cansarme jamás. Y así
se hacía más fuerte mi fe de que el bello sueño de mi futuro,
aun cuando después de largos años, llegaría a convertirse,
todavía, en realidad. Estaba firmemente convencido de que llegaría
un día a hacerme un nombre como arquitecto."
Hasta este punto aparecía claro para Adolfo lo que hacía referencia
con su futuro. Ya en Linz se había evadido al, a su entender, injusto
y poco comprensivo trato en la escuela, dedicándose con ardiente celo
a unos estudios elegidos por él mismo. La decisión de seguir el
mismo camino en Viena, donde se encontraba ante una situación parecida,
no le fue realmente difícil. Criticaba el burocratismo y anquilosamiento
de la Academia, que no tenía ninguna comprensión por el verdadero
arte. Hablaba de las trampas astutamente colocadas - ¡me acuerdo todavía
exactamente de esta frase! -, con el único propósito de hacer
imposible su ascenso.
Pero él demostraría a estas incapaces y seniles criaturas que
podía llegar, sin ellos, más lejos aún que con ellos, De
los furiosos improperios que mi amigo descargaba sobre la Academia obtuve la
impresión de que los profesores, sin pretenderlo, habían movilizado
más energías de trabajo con su ruda negativa en este joven hombre,
de lo que hubieran podido alcanzar jamás con sus lecciones.
Pero mi amigo se enfrentaba todavía con otro problema: ¿De qué
debía vivir durante sus estudios? Podían pasar años antes
de poder asegurarse, realmente, una existencia como arquitecto. Me parecía
a mí como si estos estudios de mi amigo no hubieran de llegar jamás
a su culminación. Es cierto que estudiaba con increíble celo y
una fuerza de voluntad que no hubiera podido esperarse jamás de su cuerpo,
debilitado por la insuficiente alimentación. Pero estos estudios no estaban
encauzados a una meta práctica. ¡Por el contrario! Se perdían
continuamente en ambiciosos proyectos y especulaciones. Si los comparaba yo
con mis estudios musicales, que desde un principio habían seguido un
curso metódico y regular, debía comprobar que Adolfo pretendía
abarcar demasiado a la vez. Incluía en sus estudios todo lo que guardara
alguna relación, por mínima que esta fuera, con la arquitectura.
Y todo lo consideraba con meticulosa exactitud y detalle. ¿Cómo
podría llegar jamás a una meta positiva? Y ello, prescindiendo
de que continuamente le acosaban nuevas ideas, que le alejaban, sin cesar, de
sus estudios profesionales.
La comparación de su desordenado estudio, carente de todo sistema, con
los míos, exactamente regulados en el Conservatorio no le hacía
ningún bien a nuestra amistad, en parte también porque nuestras
ocupaciones domésticas debían oponerse lógicamente. Cuando
más tarde fui recomendado por el profesor Boschetti para dar clases de
repaso a varias alumnas, fue agudizándose cada vez mas este contraste.
Era imposible dejar de ver hasta qué extremo le acosaba su mala suerte;
todo se había conjurado en contra suya, para él no había
la menor posibilidad de ganar algo de dinero.
Una noche, inmediatamente después de la visita de una de mis alumnas
a nuestra habitación, aproveché la ocasión para tratar
de persuadirle de que se buscara alguna posibilidad de ganar algo de dinero.
"Naturalmente, cuando uno tiene suerte puede dar clases de repaso a jóvenes
señoritas", empezó él. Yo le expliqué que todo
esto había sucedido sin intervención alguna por mi parte. "El
profesor Boschetti me había recomendado, simplemente, a estas alumnas
- repliqué yo -, lástima que debieran tomar clases de teoría
de la armonía y arquitectura. Por lo demás - proseguí,
cada vez más decidido-, si yo tuviera tus disposiciones haría
ya tiempo que hubiera intentado aprovechar la primera ocasión para ganarme
algo de dinero."
Él me escuchó interesado, casi como si todo esto no guardara con
él ninguna relación. Yo proseguí inmediatamente con mis
explicaciones.
"Por ejemplo, él sabía dibujar realmente bien. Sus mismos
profesores se lo habían confirmado. Podría tratar de colaborar
en algún periódico o en alguna editorial como dibujante. Tal vez
pudiera ilustrar libros. O, tal vez, hubieran de ser retenidos en rápidos
bosquejos determinados acontecimientos cotidianos." Me contestó,
evasivo, que se alegraba de que yo le creyera capaz de estas habilidades. Por
lo demás, sería mejor dejar esta clase de información en
manos de los fotógrafos. Más rápido que ellos no podía
serlo aun el más rápido de los dibujantes.
¿Qué te parecería un empleo como critico teatral?, proseguí
yo. Era ésta una profesión que ya ejercía él en
realidad, pues después de cada representación solía hacer
una crítica, ciertamente muy aguda y radical, pero interesante y llena
de aciertos. ¿Por qué debía ser yo el único habitante
de Viena que tuviera ocasión de escuchar su juicio? Debía procurar
entrar en contacto con algún diario destacado. De todas formas, debía
procurar evitar una crítica demasiado dura. Él quiso saber qué
es lo que yo insinuaba con estas palabras. También la ópera italiana,
rusa y francesa tenían justificada su existencia, proseguí yo.
Había que reconocer también el mérito de los compositores
extranjeros, pues el arte, aun cuando procediera de un pueblo determinado, no
podía reducirse por barreras nacionales. Nos enzarzamos en una apasionada
discusión, pues siempre que se trataba de temas musicales hacia yo un
buen papel. No hablaba sólo en mi nombre, sino que me sentía también
como representante del instituto, del que era alumno. Aun cuando compartía
sin reservas el entusiasmo de Adolfo por Ricardo Wagner, no era mi intención
limitar mi interés de manera exclusiva. Adolfo, empero, se aferraba,
sin querer siquiera escucharme, a su punto de vista. Recuerdo todavía
como Adolfo, en mi excitación, me lanzó las palabras del coro
final de la Novena Sinfonía de Beethoven "¡Sed devorados millones,
este beso del inundo entero!" El mundo entero debía pertenecer a
la obra del artista. Así, pues, habría ya escándalo, aun
antes de que hubiera iniciado su labor como critico de opera, opinó Adolfo.
Con ello fue olvidado tambien este plan.
Adolfo escribía en aquel entonces continuamente Yo había descubierto
que se trataba principalmente de obras teatrales, ante todo dramas. El tema
lo tomaba del mundo de las leyendas germánicas o de la historia alemana.
Apenas ninguna de estas obras fue terminada realmente. Pero tal vez pudiera
ganarse algún dinero con ellas. Adolfo me dejó leer algunos de
sus trabajos. A este respecto me llamó la atención comprobar cuanta
importancia concedía Adolfo a una escenificación lo más
genial posible. Aparte de aquel drama que versaba sobre el problema de la cristianización,
no puedo acordarme de ninguna otra de estas obras, pero si de que exigían
una enorme escenificación. Por las obras de Ricardo Wagner estabamos
acostumbrados a ver plantear grandes exigencias a la escena. Pero lo que Adolfo
había proyectado dejaba completamente en la sombra incluso al maestro.
Yo tenia alguna idea de las dificultades que ofrecía la escenificación
de una ópera, y no pude por menos que exponer mis reparos No habría
ningún intendente que pudiera aceptar este escenario, que conjuraba el
cielo y el infierno, le dije yo. Debía limitarse forzosamente en lo referente
a la escenificación Lo mejor sería no escribir óperas,
sino piezas más sencillas, a ser posible alegres, que el público
gusta siempre de ver. Lo mejor sería escribir alguna comedia sin pretensiones.
No se necesitaba más para despertar su collera. También este intento
concluyó de manera negativa.
Poco a poco me di cuenta de que todos mis esfuerzos habían de resultar
inútiles. Si después de haber estado hablando largo tiempo a Adolfo
podía convencerle para que presentara sus trabajos literarios o sus dibujos
a alguna redacción o editorial, no tardaba en llegarse a una discusión
entre él y sus manantes, pues Adolfo no permitía que le hicieran
la menor objeción en estos puntos tampoco si le habían pagado
de manera decente sus trabajos. No gustaba recibir encargos de personas extrañas,
pues él mismo tenía bastantes encargos que darse.
Así, pues, le propuse otro camino. Como gracias a la ayuda de mis padres
y también por las clases de repaso recibidas estaba yo en una situación
económica más favorable que él, le ayudaba en lo que podía,
a ser posible de manera que él no se diera siquiera cuenta, pues en este
punto era extraordinariamente sensible y delicado. Tan sólo en las excursiones
y caminatas permitía que le considerara como a mi invitado.
Más tarde, cuando nuestros caminos se habían ya separado, encontró
Adolfo en Viena una solución a este problema, muy propia de él,
gracias a la cual podía ganarse, siquiera modestamente, su sustento,
sin verse por ello obligado a aceptar encargos de personas extrañas,
por el contrario, pues era una solución en la que, por decirlo así,
seguía siendo su propio manante. Como tenía menos disposición
para el dibujo de figuras que para lo arquitectónico, dibujaba famosos
edificios vieneses, con preferencia la Karlskirche, el Parlamento, la Iglesia
de María de la Ribera o motivos parecidos, y vendía, siempre que
se le ofrecía ocasión para ello, estos dibujos, trazados limpia
y minuciosamente y coloreados a mano. Él mismo nos dice a este respecto:
"En aquel entonces - se refiere a los años 1909 y 1910- trabajaba
yo independientemente como pequeño dibujante y acuarelista. Por amargo
que esto fuera en relación con el beneficio - apenas si alcanzaba realmente
para vivir - era excelente para la profesión elegida." Con otras
palabras: prefería pasar hambre que renunciar a su independencia.
No me es posible expresar ningún juicio detallado acerca de los estudios
especiales realizados por Adolfo en aquel entonces, pues carezco de las condiciones
objetivas necesarias para ello. Estaba, también, demasiado ocupado con
mis propios estudios para tener tiempo y ganas de dar un vistazo a sus trabajos.
Veía solamente que se rodeaba en escala creciente de literatura especializada.
Recuerdo todavía una voluminosa historia de la arquitectura, porque ya
entonces le divertía abrir el libro al azar por alguna página,
tapar con la mano la explicación colocada bajo la lámina y recitarme
de memoria lo que representaba ésta, como la catedral de Chartres o el
Palazzo Pitti en Florencia. Su memoria era realmente asombrosa. No puedo recordar
haber podido observar jamás un limite a su capacidad mnemotécnica.
Su extraordinaria memoria le ayudaba naturalmente de manera considerable en
sus estudios de autodidacta.
Dibujaba de manera infatigable. Yo tenía la impresión de que los
conocimientos previos profesionales necesarios para estos dibujos los había
adquirido ya en Linz, pero solamente en los libros. No recuerdo jamás
que Adolfo buscara una ocasión para demostrar sus conocimientos de manera
práctica o intentara tomar parte en prácticas oficiales de dibujo
arquitectónico. Más que reunirse con especialistas prefería
estar sentado en su banco en las cercanías de la Glorieta, sosteniendo
diálogos consigo mismo en el pensamiento a base de sus libros. Esta peculiar
manera de apropiarse con apasionada entrega un determinado campo de la ciencia,
profundizar de manera intensiva en su naturaleza y evitar, sin embargo, angustiosamente
todo contacto directo con la práctica, me recuerda, en su notable retraimiento,
las relaciones de Adolfo con Estefanía. También su ilimitado amor
hacia la arquitectura, su pasión por la construcción, a pesar
de su vivísimo interés, en el fondo no era más que un juego
de su fantasía. De la misma manera como él, cuando quería
asegurarse de manera real de sus sentimientos por Estefanía, corría
a la Landstrasse para verla ante sí, salía ahora de la sobrecargada
atmósfera de sus estudios hasta la Ringstrasse, para recobrar de nuevo
el equilibrio ante la directa visión de sus edificios monumentales.
Comprendí también, lentamente, por qué mi amigo pendía
con un amor tan unilateral de estas construcciones de la Ringstrasse, aun cuando
en mi opinión las construcciones mucho más antiguas, de estilo
más original, como la iglesia de San Esteban o el Belvedere, eran mucho
más verdaderas, más fuertes y convincentes. Pero Adolfo no amaba
en absoluto las construcciones de la época barroca, por parecerle demasiado
recargadas. Las imponentes edificaciones de la Ringstrasse no habían
sido levantadas hasta después de derruidas las fortificaciones que rodeaban
el centro de la ciudad, es decir, procedían de la segunda mitad del siglo
anterior y no mostraban, en modo alguno, un estilo uniforme. ¡Por el contrario!
En estas edificaciones se repetían casi todos los estilos desarrollados
en épocas anteriores. El Parlamento había sido construido en un
estilo clásico, mejor dicho, en un estilo seudohelénico, el Ayuntamiento
era neogótico, el Burgtheater, que Adolfo admiraba de manera especial,
era Renacimiento tardío. Es evidente, no obstante, que todos ellos tenían
un algo grande, representativo, que atraía especialmente a mi amigo.
Lo que le incitaba, empero, a ocuparse continuamente con estas edificaciones,
lo que convertía a la Ringstrasse, por decido así, en su campo
de prácticas profesional, era el hecho de que en estas construcciones,
levantadas por la precedente generación, podía estudiar sin dificultades
la historia de su formación, reconstruir los planos, construir, por así
decirlo, cada edificio de nuevo para él mismo y representarse el destino
y la obra de los grandes arquitectos de aquella época, de un Theophil
Hansen, un Semper, un Hasenauer, un Siccardsburg o un Van der Nüll.
Preocupado descubrí yo cómo nuevos pensamientos, experiencias
y proyectos se entrecruzaban, se superponían, por decirlo así,
en los estudios profesionales de mi amigo. Siempre que estos nuevos campos de
interés tuvieran alguna relación con la arquitectura, eran incluidos
por él en su estudio de conjunto. Pero había entre ellos también
muchas cosas que se oponían, de manera diametral, a sus proyectos profesionales.
Además, lo político, comparado con sus tiempos en Linz, adquiría
una supremacía cada vez mayor. Cuando en ocasiones le preguntaba a Adolfo
qué relación tenían estos equidistantes problemas, que
se nos planteaban, por ejemplo, en nuestras visitas al Parlamento, con sus estudios
profesionales, recibía la siguiente respuesta:
-No es posible edificar hasta que se hayan creado las condiciones políticas
necesarias para ello.
Algunas veces la respuesta era bastante más ruda. Recuerdo que Adolfo
contestó en cierta ocasión a mi pregunta de cómo se imaginaba
la solución de un problema determinado, de la siguiente manera:
-Aun cuando hubiera resuelto ya por completo este problema, no te lo diría,
porque tú no serías tampoco capaz de comprenderlo.
Pero aun cuando muchas veces se mostraba despreciativo, voluble, rudo y en modo
alguno conciliador, no podía enojarme con él, porque estos aspectos
desagradables de su ser eran obscurecidos por el puro fuego de una alma capaz
de todos los entusiasmos.
En el futuro dejé de preguntarle sobre temas profesionales. Era mucho
mejor seguir en silencio mi propio camino. Así podría darse cuenta
de lo que yo entendía por una fija meta profesional. Después de
todo, yo no había asistido siquiera, como él, a las clases inferiores
de la escuela real, sino simplemente a la escuela municipal, y era ahora un
alumno de Conservatorio, igual en todo a los que habían aprobado el examen
de reválida, Pero para mi amigo los estudios profesionales discurrían
de manera enteramente contraría a los míos.
En tanto que, por lo general los estudios profesionales se hacen cada vez más
concretos con el paso de los años, unilaterales y especializados, y se
limitan en lo referente a la prácticas, en Adolfo so hacían cada
vez más generales, variados, abstractos y se alejaban continuamente de
ésta. Cuanto más tenazmente repetía para si mismo la consigna:
"quiero ser arquitecto", tanto mas se desvanecía este propósito
en la realidad. Cada vez extendía más el alcance de sus estudios,
cada vez incluía en ellos nuevos campos. Era la típica actitud
de un hombre joven al que la profesión concreta se interpone en el camino
que su vocación le impulsa a seguir.
De estos estudios nos dice él mismo:
"Desde mi temprana juventud me había esforzado por leer de manera
correcta, en lo que fui ayudado de la manera más feliz por la memoria
y la comprensión. Y considero, desde este punto de vista, la época
de Viena fue para mí especialmente fértil y valiosa...
Yo leía entonces muchísimo y concienzudamente. Lo que mi trabajo
me dejaba de tiempo libre lo dedicaba por completo a mis estudios...
"Hoy día creo firmemente que, por lo general todos los pensamientos
creadores se aparecen ya fundamentalmente en la juventud siempre que existen
en realidad. Yo distingo entre la sabiduría de la edad, que no puede
consistir más que en una mayor meticulosidad y cautela como resultado
de las experiencia de una larga vida, y la genialidad de la edad juvenil, que
con su inagotable fertilidad lanza pensamientos e ideas sin que pueda elaborarlas
en el primer momento como consecuencia de lo ingente de su número. Ella
aporta los materiales y los planes para el futuro, de los cuales el adulto toma
las piedras, las talla y levanta el edificio, siempre que la llamada sabiduría
de la vejez no haya ahogado la genialidad de la juventud."
Esto era lo que sucedía con mi amigo: ¡libros, continuamente nuevos
libros! Yo no puedo imaginarme siquiera a Adolfo sin libros. En casa se amontonaban
a su alrededor Debía llevar continuamente consigo el libro de que se
ocupaba en aquel momento. Aun cuando no leyera directamente en él debía
estar presente. Cuando salía de casa, llevaba por lo menos un libro debajo
del brazo. Algunas veces se le hacía un problema el llevarse los libros.
Prefería renunciar a la naturaleza y al cielo abierto que al libro. Los
libros eran su mundo. En Linz se habla inscrito en tres bbliotecas a la vez,
para asegurarse cualquier libro deseado. En Viena utilizaba los servicios de
la Biblioteca Imperial, y con tanto celo, que una vez le pregunté, con
toda seriedad, si se había propuesto leer toda la biblioteca, por lo
cual merecí, naturalmente, una ruda respuesta. En cierta ocasión
me llevó consigo a la Biblioteca Imperial y me hizo entrar en la gran
sala. Me sentí casi aturdido ante la visión de estas enormes paredes
cubiertas de libros, y le pregunté cómo podía encontrar
el libro que le interesaba en medio de este enorme número de ellos. Entonces
se ofreció a iniciarme en el manejo del catálogo. Pero esto no
hizo más que aumentar todavía mi confusión.
Cuando leía, apenas si nada podía molestarle. Pero a veces se
molestaba él mismo, pues tan pronto como un libro despertaba su interés,
empezaba a hablar sobre él. Entonces debía escucharle yo pacientemente,
tanto si el tema me interesaba como si no. De vez en cuando, en Linz aún
con más frecuencia que en Viena, me ofrecía un libro y me exigía
leerlo, como amigo suyo. Le interesaba menos que yo aumentara con ello mis propios
conocimientos que tener alguien con quien poder comentar el contenido del libro,
aun cuando este alguien elegido no fuera, a menudo, más que un simple
oyente. En su obra dedica un comentario de más de tres páginas
a la manera de leer correctamente un libro:
"Conozco a personas que "leen" muchísimo, libro por libro,
letra por letra, y a los que a pesar de ello no podría calificar yo de
"leídos". Es cierto que poseen un número inmenso de
"conocimientos", pero su cerebro no es capaz de clasificar y registrar
el material así captado."
En este respecto mi amigo era, sin duda, muy superior al lector corriente. La
lectura empezaba para él ya con la elección de los libros. Adolfo
poseía un olfato especial para los poetas y autores que tenían
algo que decirle. No leía jamás un libro como distracción,
como pasatiempo. Leer libros era para él un trabajo de la mayor gravedad.
Muchas veces pude darme cuenta de ello. ¡Dios me librara si yo no me tomaba
con la debida seriedad sus lecturas e intentaba tocar el piano durante ellas!
Era interesante observar la manera como Adolfo se disponía a estudiar
un libro. Lo más importante para él era la vista de conjunto,
el índice. Sólo entonces ponía manos a la obra, pero no
ateniéndose al orden de continuidad indicado, sino que extraía
de él, simplemente, lo más esencial Lo que se había apropiado
de esta manera, estaba ya cuidadosamente clasificado y registrado en su memoria.
Un ademán y estaba de nuevo a su alcance, con tanta fidelidad como si
acabara justamente de leerlo. Algunas veces llegué a pensar: ahora no
puede caberle nada más en la cabeza. Y, ¡cosa asombrosa! todo lo
que acababa de traer consigo de la Josefsplatz, cabía todavía
allí. Parecía casi como si con la abundancia del material asimilado
la memoria se hiciera cada vez mejor. Esto me parecía un milagro a mí,
que debía torturarme a cada nuevo conocimiento. Realmente, en su cerebro
había sitio pata toda una biblioteca.
Si tuviera yo que relatar qué libros causaron una particular impresión
en Adolfo de entre el ingente número de los leídos, primero en
Línz y después en Viena, me vería en un compromiso. Por
desgracia, no poseo la extraordinaria memoria de mi amigo para el contenido
de los libros. Lo vivido queda para mí mucho más grabado que todo
lo leído. Es por ello que de las lecturas de Adolfo no han quedado en
mi recuerdo más que algunos detalles secundarios.
Tal como ya he dicho anteriormente el primer lugar entre todos los libros lo
ocupaban las leyendas de héroes alemanes. Con indiferencia del estado
de ánimo momentáneo y de la situación externa en que se
encontrara, estos libros eran siempre bienvenidos y leídos. Hacía
tiempo que los conocía todos de memoria. A pesar de ello, los leía
una y otra vez. El libro que poseía en Viena se intitulaba, si no estoy
equivocado: "Leyendas de dioses y héroes, tesoro de las leyendas
germanoalemanas".
Ya en Linz había empezado Adolfo a leer a los clásicos. Del "Fausto"
dijo, en cierta ocasión, que en esta obra había más contenido
de lo que podían asimilar los hombres del presente. En el Burgtheater
vimos, incluso, una vez, la segunda parte, si no me equivoco, con Josef Kains
en el papel de Fausto. Adolfo se sintió muy conmovido y durante mucho
tiempo habló todavía de ello. Es fácil de comprender que
de Schiller fuera justamente el "Guillermo Tell" lo que más
le atrajera. "Los ladrones", por el contrario, no le gustaban mucho.
"La Divina Comedia" de Dante hizo en él una profunda impresión,
aun cuando esta obra, en mi opinión, cayó demasiado pronto en
sus manos. Sé que se ocupaba también de Herder; de Lessing vimos
"Minna von Barnhelmm. Leía a Stifter con gusto, quizá también
porque en él encontraba el paisaje de su patria, en tanto que Rossegger,
según se expresaba, era demasiado "popular".
De vez en cuando tomaba también en su mano libros que estaban entonces
de moda, más bien para hacerse un juicio de las gentes que leían
estos libros, que por éstos en sí. Adolfo no encontraba absolutamente
nada en Ganghofer, pero, por el contrario, sentía un gran interés
por Otto Ernst, cuyas obras conocía exactamente. De entre los modernos
dramas vimos "Despertar de Primavera", de Frank Wedekind, y "El
maestre de Palmira", de Wilbrandt. Los dramas de Ibsen los leyó
Adolfo en Viena, sin que causaran en él una especial impresión.
Por lo menos, no puedo acordarme de ello.
De los libros filosóficos, Schopenhauer estaba siempre a su alcance,
y más tarde también Nietzsche. Sin embargo, poco es lo que noté
de ello, pues estos filósofos los consideraba por así decirlo
como su asunto más íntimo, como una posesión privada, que
no quería compartir con nadie. Esta reserva puede estar acaso fundamentada
en el hecho de que en nuestro amor por la música teníamos algo
de común, que nos hacia posible un contacto mucho más rico y agradable
que la filosofía, algo alejada de mí.
Finalmente, quisiera decir acerca de las lecturas de mi amigo lo mismo que dije
anteriormente con respecto a sus estudios profesionales: leía muchísimo
y gracias a su extraordinaria memoria retenía unos conocimientos que
le colocaban muy por encima del nivel de un joven de aún no dieciocho
años; pero él evitaba toda discusión sobre este extremo.
Aunque algunas veces me apremiara para que leyera yo algún libro, sabía
él, desde un principio, que yo no era un compañero de su misma
categoría. Tal vez eligiera, incluso, desde este punto de vista los libros
que me recomendaba leer. No sentía ningún interés por "la
opinión del otro", ni por una discusión acerca de su contenido.
Su relación con los libros era la misma que su relación con el
mundo exterior: captaba con ardiente corazón todo lo alcanzable, pero
mantenía alelado de sí, de manera consciente, todo lo que quería
afectarle de manera directa.
Era un hombre que buscaba algo, de esto no cabe la menor duda. Pero en los libros
no encontraba más que lo que le interesaba. Cuando, en cierta ocasión,
le pregunté si su estudio quería llevarlo a cabo simplemente en
los libros, me miró asombrado y contestó con rudeza:
-Tú necesitas, naturalmente, maestros, me hago cargo. Para mí,
son innecesarios.
En el ulterior curso del debate me llamó una vez "pupilo espiritual"
y "parásito que se sienta en mesa extraña".
Especialmente durante nuestra estancia en Viena, Adolfo no me daba la impresión
de alguien que busca algo determinado en el ingente número de libros
amontonados a su alrededor, como fundamentos o concepciones para su conducta,
sino que, por el contrario, buscaba en estos libros, simplemente, y más
inconsciente que conscientemente, la confirmación de las conclusiones
y teorías existentes ya en él. Es por esto que la lectura -prescindiendo,
quizá, de "Las leyendas de héroes alemanas". - eran
para él menos motivo de goce que una especie de autodominio.
Cuando pienso en los numerosos problemas que le ocupaban en Viena y en los que
podía yo participar, al final de mis reflexiones se encuentra casi siempre
algún libro, del que Adolfo me decía luego, con expresión
triunfante:
-Mira: también el hombre que ha escrito esto es de mi opinión.
EN LA OPERA IMPERIAL
El punto culminante de nuestra amistad
eran las visitas en común a la Ópera Imperial. El recuerdo de
mi amigo ha quedado unido indisolublemente a estas maravillosas experiencias.
En la solemne atmósfera del teatro de Linz habíamos sellado nuestro
lazo juvenil, que en la primera Ópera de Europa fue reforzado, una y
otra vez, de nuevo. Aun cuando, al hacernos mayores, el contraste entre los
dos se ponía cada vez más de manifiesto y la diferencia de nuestras
condiciones familiares, inclinaciones profesionales, la posición ante
la vida pública y política nos separaban cada vez con mayor fuerza,
el ardiente entusiasmo por todo lo bello y elevado, que encontraba su máxima
expresión artística en las representaciones de la Ópera
de Viena, nos unían mucho todavía. Nuestras mutuas relaciones
en Linz habían sido, todavía, armónicas y equilibradas.
En Viena, por el contrario, sin duda alguna por la forzada vida en una misma
habitación, se hacían mayores los conflictos y las tensiones.
Fue una suerte que al mismo tiempo la influencia de las vivencias artísticas,
percibidas conjuntamente, reforzara aún más nuestra amistad.
La Ópera de Viena ofrecía las mejores condiciones imaginables
para una representación artística perfecta, tal como era posible
conseguir en aquel entonces. La orquesta, los solistas y el coro eran insuperables
en su perfección. El director de orquesta era entonces el insuperado
Gustav Mahler, por quien Adolfo sentía también la mayor admiración.
Un especial entusiasmo despertaban también en nosotros las escenificaciones
del genial escenógrafo profesor Roller. En las representaciones de las
óperas de Wagner podíamos escuchar, casi siempre, a los solistas
de Bayreuth. Todo esto en conjunto significaba una experiencia artística
como en aquel entonces no era posible en ningún otro lugar de la tierra.
Ello permitirá deducir nuestro desbordante entusiasmo.
Tal como sucedió en todos los tiempos, también nosotros hubimos
de luchar duramente, como pobres estudiantes, para poder conseguir la posibilidad
de asistir a estas representaciones. Es cierto que podían adquirirse
también, en teoría, entradas a precios reducidos para las localidades
de paseo, que aquí, lo mismo que en Linz, significaban para nosotros
la meta más anhelada. Pero jamás pudimos conseguir una sola, ni
siquiera en el Conservatorio. Por consiguiente teníamos que pagar todo
su importe - dos coronas - por las mismas, mucho dinero si se considera que
después de pagado el alquiler, a Adolfo no le quedaban más que
quince coronas de su renta para todo el mes. A pesar de pagar su importe, teníamos
que luchar para conseguir estas entradas, porque la demanda era demasiado grande.
La taquilla de la noche se abría una hora antes del comienzo de la representación.
Dos horas antes de que se abriera la taquilla se franqueaba ya la entrada en
el vestíbulo. Pero para poder entrar a tiempo en éste era preciso
aguardar a menudo ya desde el mediodía debajo de las arcadas. Si no se
llegaba allí con la antelación suficiente, no se tenía
la seguridad de ser el primero.
En el vestíbulo se encontraba la cola separada por una reja de bronce,
la cual llevaba hasta la taquilla de la noche y era abierta simultáneamente
con ésta. Continuamente patrullaban los policías arriba y abajo,
para contener la impaciencia de los que esperaban. Una vez abierta la cola,
todos se lanzaban como después del disparo de salida. Había que
tomar una curva, y más de uno caía en esta carrera sobre el enlosado
y resbaladizo suelo.
Con la entrada duramente conquistada en la mano empezaba la segunda carrera
hacia las localidades de paseo. Afortunadamente, la distancia no era muy larga
desde la taquilla. Las localidades de pie estaban debajo del palco central y
poseían una excelente acústica. En las localidades de paseo no
estaba permitida la entrada a las mujeres y las muchachas, detalle éste
que Adolfo tenía en gran estima. Desventajoso, por el contrario, era
el hecho de que la localidad estuviera dividida en su mitad por una barra de
bronce, un lado para los paisanos y el otro para los militares. Estos jóvenes
tenientes, que, en opinión de mi amigo, iban a la ópera menos
por amor a la música que para gozar del acontecimiento social, no debían
pagar más que diez heller por su localidad, en tanto que nosotros, pobres
estudiantes, debíamos pagar veinte veces este importe. Esto llenaba a
Adolfo de indignación. Al ver, luego, a estos tenientes elegantemente
vestidos, que, bostezando continuamente, apenas si podían esperar el
descanso para pasear por el foyer, con el mismo orgullo como si salieran de
un palco, afirmaba, enojado, que en estas localidades de paseo la comprensión
artística y el precio de la entrada estaban en proporción inversa.
Además, la mitad "militar" de la localidad casi nunca estaba
ocupada en su totalidad, en tanto que en el lado civil los estudiantes, los
jóvenes empleados y obreros se apretujaban de puntillas. Así como
en el Teatro Municipal de Linz el sitio junto a una de las dos columnas era
la meta de nuestros deseos, en la Ópera de Viena lo era el llamado "cuerno".
Este espacio, de forma de cuerno, capaz para unos diez visitantes, estaba formado
de una parte por el trazado curvo del arco, y de otra por el extremo de la última
fila de butacas de la platea. Quien conseguía acceso al cuerno podía
apoyarse en la barra de metal recubierta de terciopelo rojo, lo que le permitía
descargar algo las piernas, fatigadas por la prolongada estancia en pie; esta
representaba a veces tres horas en las arcadas, dos en el vestíbulo y
de cuatro a cinco horas durante la representación.
Entre los espectadores de las localidades de paseo era válida la tácitamente
regla de que el lugar conquistado no debía serle ya disputado por nadie.
Esta norma, mantenida con admirable disciplina, permitía al oyente abandonar
su localidad durante el descanso. Recuerdo con agrado que, en el mismo instante
en que algún entrometido pretendía ocupar un sitio que no le correspondía,
todos los ocupantes de la localidad se levantaban, como un solo hombre, y expulsaban
al intruso.
Lo desagradable era, no obstante, que en la localidad de pie se concentraba
casi siempre la claque. Esto nos echó a perder algunas representaciones.
El proceso habitual en aquel entonces era como sigue: cada cantante, tanto hombre
como mujer, que quería escuchar aplausos en un punto determinado de su
papel, contrataba una claque para la representación. El jefe de la claque
se procuraba las entradas para sus hombres y les pagaba, además, una
tarifa fija. En la Ópera de Viena había entonces una claque profesional,
que "trabajaba" según tarifas exactamente determinadas. Así
podía suceder que, de repente, a menudo en el momento más oportuno,
estallara entre nosotros una frenética salva de aplausos. Esto podía
hacernos hervir de indignación. Recuerdo como, en cierta ocasión,
en una representación de "Tannhäuser", al final de una
escena hicimos callar por la fuerza a un grupo de "claquistas". Cuando
uno de ellos, a pesar de que la orquesta seguía tocando, vociferó
un fuerte "¡bravo!", Adolfo le hundió el puño
en las costillas. Cundo salimos del teatro, el jefe de la claque le esperaba
a la entrada acompañado de un policía. Adolfo fue interrogado
allí mismo, y se defendió de manera tan brillante que el policía
le dejó ir. Adolfo tuvo aún tiempo para perseguir por la calle
al "claquista" en cuestión, y propinarle una sonora bofetada.
En los entreactos se acercaba a nosotros generalmente un viejo acomodador y
nos ofrecía vasos de agua en una bandeja. Un vaso costaba cinco heller.
Pero el suave "agua, si gustan", musitado con extraño acento
por el anciano, sonaba muchas veces como un desahogo a nuestros oídos,
después de la prolongada tensión.
Como sea que también en esta localidad había que depositar las
prendas de abrigo en el guardarropía, para ahorrarnos estas monedas íbamos
por principio sin abrigo, gabán o sombrero a la Ópera. Es cierto
que cuando salíamos de nuevo a la calle, de la sofocante localidad, hacía
un frío cruel. Pero, ¿qué nos importaba esto después
de una representación de "Lohengrin" o de "Tristán".?
Más desagradable era para los dos, que, para ahorrarnos las monedas del
portero, debíamos llegar, a lo más tardar, a las diez delante
de nuestra casa. Como según los cuidadosos cálculos de Adolfo
el trayecto de la Ópera en el Ring hasta nuestra casa en el 29 de la
Stumpergasse, a la máxima velocidad y teniendo en cuenta todos los atajos,
era de quince minutos, debíamos abandonar la Ópera a las diez
menos cuarto. Por ello, después de la última pausa nos colocábamos
ya junto a la salida posterior de la localidad, abandonando a otros jóvenes
apasionados por el arte nuestros lugares en el "cuerno". Consecuencia
de ello era que Adolfo no tuvo jamás ocasión de presenciar el
final de aquellas óperas que tenían una duración superior
a la corriente. Yo tenía que tocarle luego los compases al piano.
Lo mismo que antes, el máximo amor y entusiasmo lo despertaban en nosotros
los dramas musicales de Ricardo Wagner. Ante este peculiar y místico
mundo que el gran maestro conjuraba ante nosotros, todo lo demás pasaba
a un segundo término para Adolfo. Podía suceder, por ejemplo,
que aun cuando en la Ópera Imperial estaba anunciada una grandiosa representación
de Verdi, a la que yo me proponía asistir, me apremiaba Adolfo de tal
manera que acababa por renunciar a mi Verdi y me dirigía con él
a Währing, para escuchar a Wagner en la Ópera Popular. Un Wagner
mediano le era cien veces preferible a un Verdi de primera calidad. Desde luego,
yo era de otra opinión a este respecto. Pero ¿de qué me
servía esto? Como tan a menudo tenía yo que ceder. Cuando se trataba
de una representación de Wagner, no cabía para Adolfo la menor
resistencia. Es cierto que la ópera en cuestión- no recuerdo ya,
si era "Lohengrin" o "Tristán" - la había
escuchado ya en la Ópera Imperial, es decir, en una representación
mucho mejor. Pero esto no era, en modo alguno, decisivo. Oír a Wagner,
no era para él lo que se llama una representación de ópera,
sino una posibilidad de sumirse en aquel estado extraordinario en que caía
al escuchar la música de Ricardo Wagner, en aquel olvidarse de sí
mismo, en aquel místico país de ensueño, que tan necesario
le era para poder resistir las ingentes tensiones de su abrupta naturaleza.
El conjunto y la orquesta de la Ópera Popular estaban a un elevado nivel
y destacaban, generalmente, por encima del que estabamos acostumbrados desde
Linz. En aquel entonces su director Rainer Simons actuaba, en ocasiones, con
su conjunto en la Ópera Imperial. Otra ventaja era, que en la Ópera
Popular en el Währinger-Gürtel podíamos conseguir una butaca
por poco dinero y sin tener que hacer una larga cola ante la taquilla. Lo que
nos extrañaba de ella era el sobrio estilo "neobjetivo" del
edificio, la huera decoración, carente de toda fantasía, que correspondía
a una escenificación así mismo huera y sobria. Adolfo llamaba
a este teatro la "Cocina popular".
De nuestra asistencia común al teatro en Linz poseíamos nosotros
las necesarias condiciones previas para poder gozar en Viena de la obra del
inmortal maestro con una incrementada participación. Conocíamos
a fondo sus obras, pero no estábamos demasiado bien acostumbrados por
lo que se refiere a la escenificación, de forma que en la Ópera
Imperial, e incluso también en el modesto teatro de Miringer, teníamos
la impresión de que el mundo de Ricardo Wagner se nos revelaba por primera
vez.
Valía, ciertamente, la pena ocuparnos ahora a fondo de las obras del
maestro de Bayreuth. Algunas de sus operas las hablamos visto ya en Linz; "Lohengrin",
ahora como siempre la ópera favorita de Adolfo -¡me parece que
durante nuestra estancia común en Viena la vio por lo menos diez veces!
- la conocíamos naturalmente de memoria, lo mismo que "Los maestros
cantores". De la misma manera que otros hacen sus citas de Goethe y Schiller,
nos referíamos nosotros a Wagner. Nuestras citas versaban, con preferencia,
sobre "Los maestros cantores". Sabíamos ya que Wagner, en la
figura de Hans Sachs quería poner un monumento a su genial amigo Franz
Liszt, en tanto que con el Beckmesser ponía en ridículo a su encarnizado
enemigo Hanslick. ¡Cuán a menudo citara Adolfo el verso de la tercera
escena del segundo acto!
"Y, sin embargo, no puede ser.
Lo siento y no puedo comprenderlo.
No puedo conservarlo, pero tampoco olvidarlo.
Y si lo entiendo todo, no puedo yo medirlo".
Para mi amigo era ésta la
única fórmula, eternamente válida, con la que Ricardo Wagner
había fustigado la falta de comprensión de sus contemporáneos
y que ahora estaba, en cierto modo, como Motto sobre su propio destino, pues
el padre, los parientes, los maestros, los profesores habían, ciertamente,
"sentido" que el suyo era un caso verdaderamente especial, pero no
podían "comprenderlo". Y si los hombres comprendían,
finalmente, de lo que se trataba, eran, no obstante, incapaces de poderlo "medir".
Como una diaria advertencia, como un consuelo jamás fallido estaban estas
líneas ante é1, omnipresentes como la misma imagen del gran maestro,
de la que tomaba su aliento en las obscuras horas.
Pero también aquellas óperas de Wagner que no habían sido
representadas en Linz las habíamos estudiado a fondo sobre el argumento
y la partitura. Así, la Viena wagneriana nos encontraba bien preparados,
y era lógico suponer que habríamos de alinearnos sin tardanza
entre las filas de sus partidarios, y, allí donde fuera preciso, defender
con el mayor celo y entusiasmo la obra del maestro de Bayreuth.
Las impresiones en el Teatro municipal de Linz, que entonces eran para nosotros
los puntos culminantes de nuestras vivencias artísticas, pasaron a un
segundo término a la vista de la perfecta interpretación de los
dramas musicales de Wagner en la Ópera Imperial de Viena, dirigida por
Gustav Mahler, como modestas representaciones provincianas, en las que la buena
voluntad debía suplir la insuficiencia de los medios. Pero Adolfo no
hubiera sido Adolfo si en este caso se hubiera dado por satisfecho con un sentimiento
retrospectivo de conmiseración. Amaba a Linz, a la que seguía
denominando su patria, aun cuando había perdido a sus padres y en esta
ciudad no viviera mas que una sola persona a la que amaba con apasionada devoción
- Estefanía-, que no sabía, todavía, cuánto significaba
para aquel pálido jovencito que día tras día aguardaba
su aparición en la esquina junto a la Schmiedtor. La vida artística
de la ciudad de Linz debía elevarse a un nivel que correspondiera, en
cierto modo, al nivel de la de Viena. Adolfo puso manos a la obra con impetuosa
decisión.
Al despedirse en su día de Linz había puesto grandes esperanzas
en la asociación creada para la construcción del nuevo teatro,
de la cual se había convertido en un miembro entusiasta. Pero estos bizarros
hombres, que se habían unido para dar a Linz un nuevo y digno teatro,
hicieron, al parecer, pocos progresos. No se veía ni oía nada
de ellos. La impaciencia de Adolfo iba en aumento. Así, pues, se puso
él mismo al trabajo. Sentía una particular alegría de poder
utilizar aquellas representativas edificaciones, vistas en la Viena imperial,
en su ciudad natal.
La estación, con sus feos talleres, sus anchas vías, la había
alejado hacía ya tiempo del cuadro de la ciudad, trasladándola
a la Welser Heide o a la zona de la estación de Kleinmünchen. Con
ello se hacía posible ampliar el Volksgarten, que debía ser completado
con un Jardín Zoológico, un Jardín Botánico y una
fuente de aguas luminosas. En medio de este cuidado parque debía levantarse
el nuevo edificio de la Ópera en Linz, de menores dimensiones que la
Ópera Imperial de Viena, pero equiparable por sus condiciones técnicas.
El viejo Teatro Campesino debía convertirse en un teatro para representaciones
dramáticas. La Ópera y el Teatro tendrían una dirección
común. De los diseños que Adolfo hizo entonces para la nueva Ópera
de Linz se han conservado, para mi alegría, aquellos esbozos mencionados
ya anteriormente, que en su parte anterior muestran la disposición del
salón destinado a los espectadores, y en el reverso las condiciones acústicas,
un esbozo que en su acertada manera demuestra hasta qué punto las capacidades
artísticas de Adolfo habían mejorado por su estancia en Viena.
Pero Adolfo no se daba con ello por satisfecho. En Linz debía alzarse
también un digno local para conciertos. Adolfo diseñó una
sala para conciertos, de la que, por desgracia, no se ha conservado ningún
dibujo. Recuerdo solamente que esta sala, concebida como un imponente edificio
circular, debía levantarse en un principio en la Plaza, delante del Jägermayerwald,
exactamente en el lugar donde más tarde se construyó un restaurante.
Pero no tardó en abandonar este propósito y se decidió
a levantar el auditórium en medio del parque ampliado, para establecer
una comunicación más íntima con la ciudad.
Gracias a ello pudo pasar mi amigo por alto las lamentables condiciones de su
ciudad natal. Con un placer tanto mayor pudo entregarse a las impresiones artísticas
de Viena.
En aquel entonces vimos casi todas las obras de Ricardo Wagner. De manera inolvidable
han quedado grabadas en mi memoria "El holandés Errante", "Lohengrin",
"Tannhauser", "Tristán e Isolda", "Los maestros
cantores de Nuremberg", así como la representación del "Anillo"
e incluso del "Parsifal".
Naturalmente, Adolfo asistía también a las representaciones de
otras óperas. Pero éstas no significaban para él, con mucho,
lo mismo que Wagner. En Linz habíamos presenciado ya un "Fígaro"
asombrosamente bueno, dirigido por Auderieth - más tarde Auderieth vino
a la Ópera Imperial de Viena - que llenó a Adolfo de vivo entusiasmo.
Recuerdo como en el camino de regreso dijo que el teatro de Línz debería
dedicarse en el futuro más bien a las operas que, como el "Fígaro",
eran más fáciles de representar. Por el contrario, "La flauta
mágica" había fallado en lo que respecta a la escenificación,
y el "Cazador furtivo", de Weber, resultó tan malo que Adolfo
no quiso ver nunca más esta ópera. En Viena, las cosas eran naturalmente
distintas. Aquí pudimos admirar, en su forma más perfecta, no
sólo las óperas de Mozart, sino también el "Fidelio",
de Beethoven. Aun cuando también los maestros italianos, como Donizetti,
Rossini, Bellini y, sobre todo, Verdi, así como Puccini, considerado
en aquel entonces como muy moderno, eran sumamente apreciados en Viena y llenaban
los teatros, Adolfo no podía acabar de entusiasmarse por la ópera
italiana. De Giuseppe Verdi vimos "El baile de máscaras", "Rigoletto"
y la "Traviata"; sólo "Aída" despertaba en
él algo más de interés. La acción de las óperas
italianas las consideraba demasiado inclinadas al efectismo, a la gran presentación.
Adolfo rechazaba lo astuto, disimulado e hipócrita como motivo de un
drama. En cierta ocasión me dijo:
-¿Qué harían estos italianos si no tuviera una daga?
La música de Verdi le parecía, en cierto modo, un poco pretenciosa,
orientada demasiado exclusivamente hacia la melodía. ¡Cuán
rico y variado era, por el contrario, el mundo musical de Ricardo Wagner! Cuando,
en cierta ocasión, oímos en la Wienzeile a un organillero tocando
en su carrito "La donna é mobile", dijo Adolfo:
-¡Ahí tienes a tu Verdi!
Cuando yo le objeté que ningún compositor podía estar libre
de la profanación de su obra, me increpó indignado:
-¿Acaso puedes imaginarte la consagración del santo Grial tocada
al organillo?
Ni Gounod, cuya "Margarita" calificaba de cursi, ni Tschaikowsky o
Smetana le causaban la menor impresión. Su admiración por el mundo
legendario germano se interponía, sin la menor duda, en esta admiración.
Mi tesis de que la música debía dirigirse a todos los pueblos
y naciones, era rotundamente rechazada por Adolfo. Para él sólo
valía la manera alemana, la naturaleza alemana, el sentido alemán.
Sólo los maestros alemanes tenían valor para él. ¡Cuántas
veces me dijo que estaba orgulloso de pertenecer a un pueblo capaz de producir
tales maestros! Qué le importaba a él los demás! Porque
no quería darles importancia, se persuadía a sí mismo de
que su música no le gustaba. A menudo discutimos sobre este particular.
Pero una y otra vez nos encontrábamos en Ricardo Wagner. En el curso
de mi educación musical profesional había adquirido yo nuevos
y esenciales aspectos de la creación sinfónica del maestro. Con
ello aumentaba mi comprensión, mi compenetración con su música.
Adolfo tomaba un vivo interés en este desarrollo de mi capacidad de entendimiento
musical. Su entrega y devoción por Wagner tomaba casi la forma de un
arrobamiento religioso.
Cuando Adolfo oía la música de Wagner, parecía como transfigurado.
Desaparecía de él toda violencia, se volvía tranquilo,
dócil, manejable. La inquietud desaparecía de su mirada. Lo que
le agitara durante el día se desvanecía en la nada. El propio
destino, que gravitaba sobre él de forma tan pesada, se desvanecía.
No se sentía ya repudiado por la sociedad humana, como un solitario.
Parecía invadirle una embriaguez, un éxtasis. Se dejaba llevar
voluntariamente hacia aquel místico mundo, que para él era mucho
más importante que el mundo real de cada día. De la hosca y maloliente
cárcel de la casa posterior se refugiaba en los plácidos campos
de los tiempos germánicos primitivos en los que se encontraba aquel mundo
ideal que tenía como suprema meta de sus esfuerzos.
Durante toda su vida permaneció fiel a Ricardo Wagner. Con la consecuencia
tan propia de él se apropió en el curso de su existencia la obra
del maestro de Bayreuth.
Cuando, treinta años más tarde, volvió a verme, a su amigo
que había abandonado como alumno del Conservatorio, estaba convencido
de encontrar a un famoso director de orquesta, o, por lo menos, conocido. Cuando
yo, un modesto funcionario de la comunidad, estuve más tarde ante Adolfo,
que entre tanto se había convertido en el Canciller del Reich, me dijo
Hitler:
-¿Se ha convertido usted en un escribiente? ¡Pero si usted es un
artista! Ya hablaremos de ello.
Con estas palabras insinuaba que podía ponerme yo al frente de una orquesta.
Rehusé su propuesta con agradecimiento. No me sentía ya capaz
de una tarea semejante. Cuando se dio cuenta de que no podía ayudar a
su amigo con esta generosa oferta, se acordó de los momentos vividos
juntos cuando jóvenes en el Teatro Municipal de Linz y en la Ópera
Imperial de Viena, que había elevado nuestra amistad, de lo cotidiano,
a las solemnes esferas de su mundo, y me invitó a acompañarle
a Bayreuth.
Yo no hubiera jamás creído que aquellas extraordinarias experiencias
artísticas de mi época de estudiante en Viena pudieran ser capaces,
todavía, de una superación. Y, sin embargo, así era, pues
lo que yo pude vivir en Bayreuth como invitado del antiguo amigo de mi juventud
representa la coronación de todo aquello que significaba Ricardo Wagner
en mi vida.
ADOLFO ESCRIBE UNA OPERA
Nuestra vida en común en Viena
no tardó en mostrar su reverso, debido a los distintos estudios seguidos
por Adolfo y por mí. Por las mañanas, mientras yo estaba en la
Academia, mi amigo dormía todavía; por las tarde, cuando Adolfo
quería trabajar, le molestaba yo con mis ejercicios musicales. Esto daba
lugar a frecuentes roces.
¡Conservatorio aquí, Conservatorio allá! ¿Para qué
tenía él sus libros? Quería demostrarme que, sin asistir
a las clases en el Conservatorio, era capaz de crear, musicalmente, lo mismo
que yo, incluso más todavía, pues lo importante no era la sabiduría
de los profesores, sino la idea genial.
Esta pretensión le llevó a un experimento sumamente peculiar,
sobre cuyo valor o inutilidad me siento yo tan indeciso como entonces. Adolfo
se redujo a las más elementales posibilidades de la expresión
musical. La misma palabra le parecía, para ello, una formación
demasiado complicada. Reflexionaba en qué forma podrían unirse
los sonidos aislados con determinados tonos, es decir, manifestaciones musicales.
Junto a este lenguaje musical balbuceado en forma, por decirlo así, extática,
tomó Adolfo determinados colores. El sonido musical y el luminoso color
debían convenirse en una unidad y formar la base de lo que en su forma
más perfecta se aparecía como la escenografía de la ópera.
Yo mismo, imbuido por la seguridad dogmática de todo lo que aprendía
en el Conservatorio, rechacé estos intentos con una cierta superioridad,
cosa que le molestó profundamente. Durante largo tiempo se ocupó
de estos experimentos absolutamente abstractos, quizá porque había
confiado en destruir con ello mi engreída superioridad escolar. Recordé
nuevamente los intentos de composición de mi amigo, cuando pocos años
más tarde un compositor ruso causó alguna sensación en
Viena con parecidos experimentos de música y color.
En aquellas semanas escribía Adolfo mucho, sobre todo obras teatrales,
pero también novelas. Permanecía sentado trabajando en su mesa
hasta la madrugada, sin que me revelara gran cosa de lo que le ocupaba en el
momento. Sólo de vez en cuando arrojaba sobre mi cama algunas hojas llenas
de escritura o me leía algunas páginas de las poesías,
expresadas en un lenguaje raramente exaltado.
Yo sabía que casi todo lo que escribía tenía su fundamento
en Ricardo Wagner, es decir, en el mundo del germanismo. En cierta ocasión,
y sin darle la menor importancia, hice una observación de que, tal como
había aprendido yo en las conferencias sobre historia de la música,
entre los escritos legados por Wagner se había encontrado también
un bosquejo para un drama musical sobre "Wieland, el herrero". No
se trataba, empero, más que de un breve texto fugazmente esbozado. No
existía ninguna clase de bosquejo para la representación escénica.
No se conocía tampoco nada sobre la música del tema.
Adolfo buscó inmediatamente en su libro "Dioses y héroes"
la leyenda de Wieland y la creyó toda. Cosa extraña. mi amigo
no reparó en los motivos de la acción en la leyenda de Wieland,
aun cuando el rey Nigur no es impulsado más que por la codicia y la ambición.
El anhelo por el oro, muy importante en las leyendas germanas de dioses y héroes,
no le indujo tampoco a una actitud negativa o positiva. Que Wieland, por la
venganza, mate a sus hijos, viole a su hija, beba en las copas hechas de los
cráneos de sus hijos, no le impresionó tampoco. En la misma noche
empezó a escribir. Yo estaba convencido de que a la mañana me
sorprendería con el borrador de un nuevo drama, "Wieland, el herrero".
Pero las cosas sucedieron de distinta manera. Por la mañana no me enteré
de nada. Pero cuando llegué a casa hacia el mediodía, Adolfo,
muy en contra de lo usual entre nosotros, estaba sentado ante el piano. La escena
que siguió ha quedado fuertemente grabada en mi memoria.
Sin ninguna ulterior explicación me recibió con las palabras:
-¡Gustl, estoy componiendo una ópera del "Wieland"!
Me quedé tan sorprendido que no puede dar ninguna respuesta a estas palabras.
Adolfo pareció complacerse de mi asombro y siguió tocando el piano.
No puede negarse que algo había aprendido en sus tiempos con el buen
Prewratzky. Pero esto no bastaba para interpretar al piano tal como yo lo entendía.
Cuando me hube repuesto de mi sorpresa, le pregunté a Adolfo cómo
se imaginaba una cosa parecida.
-Muy sencillo, yo compondré y tú anotarás.
En todos sus planes, proyectos y pensamientos se movía Adolfo siempre,
más o menos, fuera de las habituales normas. Hacía tiempo que
me había acostumbrado yo a ello. Pero como ahora se trataba de mi propia
especialidad, de la música, no podía seguirle tan fácilmente.
A pesar de reconocer sus indudables dotes musicales, no era Adolfo ningún
músico, ni siquiera un instrumentista. No tenía ni la menor idea
de la teoría de la música. ¿Cómo había de
serle posible componer una ópera?
Sé, solamente, que me consideró en cierto modo molesto en mi sensibilidad
de alumno del Conservatorio, y sin muchas palabras salí de la habitación.
En un pequeño café de las cercanías escribí luego
mis deberes.
Al parecer, mi conducta no había herido lo más mínimo la
confianza en sí mismo de mi amigo, pues cuando regresé a casa
después de mis ejercicios de todas las tardes, me explicó Adolfo,
algo más tranquilo:
-¡El preludio está ya terminado, escúchalo!
Y después tocó, en el piano, de memoria, lo que había imaginado
como preludio para su ópera.
Naturalmente, no tengo ya el menor recuerdo de aquella música. Pero una
cosa ha quedado grabada en mi cerebro. Se trataba de una especie de subrayado
de la palabra hablada con elementos musicales naturales, para los que pensaba
utilizar también instrumentos antiguos. Como sea que esto habría
de sonar de manera completamente inarmónica, se decidió mi amigo
a utilizar para ello una moderna orquesta sinfónica, reforzada por tubas
Wagner. De todas formas, era una música que tenía pies y cabeza.
Los distintos pensamientos musicales tenían contenido y sentido. Es posible
que el conjunto pareciera tan primitivo tan sólo porque Adolfo no podía
tocar mejor, es decir, no podía expresar sus pensamientos con mayor claridad.
Como no podía por menos de ser, la composición estaba influida
de manera absoluta por el mundo musical de Ricardo Wagner. Todo el preludio
consistía en una sucesión de temas aislados. Adolfo no había
sabido qué hacer con los temas mismos, por acertados que éstos
fueran: ¿De dónde debía sacar estos conocimientos? Para
ello carecía de todo fundamento.
Cuando Adolfo hubo acabado de tocar, me preguntó impaciente mi parecer.
Muchas veces había tenido yo ocasión de comprobar en cuánta
estima tenía Adolfo mi juicio, y lo que en cuestiones musicales significaba
para él un elogio de parte mía. Pero, esta vez, la cosa no era
tan fácil.
El tema musical fundamental sonaba muy bien, le contesté yo, pero tenía
que comprender que sólo con estos temas era imposible escribir una ópera.
Y me manifesté dispuesto a facilitarle el necesario equipo teórico.
Entonces se indignó.
-¡Yo no estoy loco!-me gritó-, ¿para qué te tengo
a ti? Primeramente llevarás exactamente el papel lo que yo te apuntaré
al piano.
Conocía muy bien esta manera de hablar de mi amigo y sabía que
no podía permitirme contradecirle. Así, pues, escribí lo
mejor que pude lo que Adolfo había tocado al piano. Pero era ya muy tarde.
La señora Zakreys llamó, llena de impaciencia, a la pared. Adolfo
hubo de dejar el piano.
A la mañana siguiente, salí muy temprano de casa. Debía
asistir a las clases de contrapunto y teoría. Cuando regresé a
casa, hacia el mediodía, me reprochó Adolfo haberme "escapado
en medio del trabajo de su ópera". Me había preparado ya
el papel pautado y empezó al momento a tocar de nuevo el piano. Como
sea que Adolfo no se atenía a ningún compás ni a un tono
unitario, era difícil escribir lo que oía. Ante todo, traté
de exponerle que debía atenerse a un compás determinado; entonces
me increpó:
- ¿Soy yo el compositor o tú?
Mi tarea debía consistir, simplemente, en llevar al papel sus ideas musicales
y pensamientos.
Le rogué empezara de nuevo desde el principio. Así lo hizo, y
yo registré las notas. De todas formas, pudimos realizar excelentes progresos.
Pero a Adolfo le parecía que íbamos demasiado poco aprisa. Yo
le dije que primero quería tocar yo mismo al piano lo anotado hasta entonces.
Se manifestó de acuerdo con ello. Me senté al piano, y le tocó
el turno a él de escuchar.
Cosa curiosa, lo que yo tocaba me gustó más a mí que a
él, probablemente porque él llevaba en su cabeza una idea musical
muy concreta, que no coincidía ni con su imperfecta ejecución
ni con lo por mi anotado y mi propia ejecución.
A pesar de ello trabajamos varios días, mejor dicho, noches, solamente
en este preludio. Yo tenía que llevar todo el estudio a una forma métrica
útil. Pero siempre que yo lo ejecutaba se mostraba Adolfo descontento.
En el curso de su composición se presentaban períodos en los que
cambiaba la medida simplemente de raya a raya de compás. Conseguí
convencer a Adolfo de que esto era imposible. Pero tan pronto como yo intentaba
llevar el periodo en cuestión a un compás único, mi amigo
se enojaba.
Hoy puedo comprender lo que en aquellas noches de intensa labor le llevaba al
borde de la desesperación y que afectaba grandemente a nuestra amistad.
Él llevaba este preludio en su interior como una composición terminada,
exactamente de la misma manera como llevaba también en sí, terminado
por completo, el proyecto para un puente o un sala de conciertos, aun antes
de coger siquiera el lápiz. Pero así como el lápiz le obedecía
fielmente, de manera que podía dar directamente forma a la idea, hasta
que, finalmente, tenía el dibujo terminado, en el campo de la música
le fallaba esta mediación. El intento de intercalarme a mí como
mediador hacía aún más complicado todo este asunto, pues
mis ortodoxos conocimientos se interponían en el camino de su intuición.
Tener una idea en la cabeza, una idea musical, que le parecía tan osada
como trascendente, y no poder, a pesar de ello, retenerla, podía llevarle
a la más cruel desesperación Eran éstos los momentos en
que a pesar de su marcada confianza en sí mismo llegaba a dudar de su
vocación.
Sin embargó, no tardaba en encontrar un camino para escapar al calamitoso
entre el apasionado deseo y la insuficiencia de los conocimientos. Este camino
era tan genial como original: quería componer su ópera de tal
manera, me declaró con decisión, que correspondiera a las posibilidades
de expresión musicales de la época en que tenía lugar la
acción, es decir, en los tiempos primitivos de la historia germánica.
Quise objetarle que en esta clase de entonación también los oyentes,
para poder gozar realmente de la ópera, deberían ser germanos
de los tiempos primitivos, y no seres del siglo veinte. Pero no pude acabar
de decidirme a mi objeción, pues Adolfo se había ya lanzado, con
ardiente ímpetu, hacía esta nueva solución. No llegué
siquiera a intentar disuadirle de este intento, imposible desde un punto de
vista musical, a mi entender. Además, es probable que él me hubiera
acabado convenciendo de la viabilidad de esta solución, demostrándome
que las gentes de nuestro siglo deberían aprender, ante todo, a oír
de nuevo correctamente...
Él quería saber qué es lo que se había conservado
de la música de los germanos.
-Nada- contesté yo brevemente -, con excepción de los instrumentos.
-¿Y cuáles son éstos?
Le expliqué que se habían encontrado tambores y matracas. En ciertos
lugares de Suecia y Dinamarca se encontraron también ciertos instrumentos
parecidos a flautas, fabricados de huesos. Los investigadores habían
conseguido, incluso, recomponer estas curiosas flautas. produciendo en ellas
algunos sonidos no muy musicales. Los luren eran, no obstante, los más
importantes, Eran éstos unos instrumentos de bronce, de unos dos metros
de largo y curvados en forma de cuerno. Lo más probable es que fueran
utilizados simplemente como cuernos para dar señales y poderse comunicar
de lugar a lugar. Su sonido ronco, parecido al del trombón, no podía
apenas ser calificado como musical.
Yo creí que mis observaciones, seguidas por él con gran atención,
bastarían para disuadirle de su propósito, pues con matracas,
tambores, flautas de huesos y luren no podía, ciertamente, instrumentarse
una ópera. Pero me había engañado. Llevó la conversación
a los bardos, que acompañaban sus cantos con instrumentos musicales.
¿Cuáles eran estos instrumentos? Instrumentos parecidos a arpas,
tuve que reconocer yo. Me había olvidado, realmente, de ellos.
Debería ser posible, prosiguió Adolfo, deducir de los instrumentos
utilizados por las tribus germánicas la clase de música ejecutada.
Los conocimientos adquiridos durante mis estudios podían mostrar ahora
su valor.
-Ya se ha hecho - le informé yo-, y se ha demostrado que la música
de los germanos, contrariamente a la música puramente lineal de los pueblos
mediterráneos, era vertical, es decir, estaba clasificada según
sus acordes. En esta estructuración vertical existía, probablemente,
una especie de armonía, quizá, incluso, un presentimiento del
tono mayor y menor. Naturalmente, todo esto no son mas que suposiciones científicas,
las llamadas hipótesis...
No se necesitaba más para incitar a mi amigo a componer durante noches
enteras. Me sorprendía continuamente con nuevas ideas y ocurrencias.
Apenas si era posible anotar esta música percibida primitivamente, que
no encajaba en ningún esquema. Puesto que la leyenda el Herrero, que
ensanchó y amplió de manera sumamente arbitraria, era rica en
momentos dramáticos, se requería una rica escala de emociones
del sentimiento, que debía ser traducida a lo musical. Para conseguir
una impresión en cierto modo "audible", me había sido
posible convencer finalmente a Adolfo para que renunciara al empleo en su orquesta
de los instrumentos originales encontrados en las tumbas de los germanos, empleando
en lugar de ellos, modernos instrumentos de la misma especie. Me sentí
satisfecho cuando, de esta manera, después de muchas noches de trabajo,
quedaron terminados los temas necesarios para la puesta en música de
la ópera.
A continuación determinamos el número de las personas que debían
intervenir en la acción, de las cuales hasta entonces sólo Wölund,
o, como se le llama en el mundo de leyendas germano, Wieland, el héroe
de nuestra ópera, había adquirido unos concretos contornos.
Toda la acción fue dividida después por Adolfo en actos, en apariciones
y escenas. Simultáneamente bocetaba el escenario, dibujaba el vestuario
y bosquejaba con carbón a los héroes de la acción con las
alas pegadas a sus espaldas.
Cuando mi amigo no pudo seguir adelante con el texto, le propuse terminar, ante
todo, el preludio. Después de varias discusiones, bastante acaloradas,
aceptó Adolfo mi proposición. Yo le ayudé cuanto pude,
de forma que el preludio adquirió forma. Adolfo me rogó copiara
con tinta las anotaciones hechas con lápiz. Así lo hice. Sin embargo,
rechazó enérgicamente mi proposición de instrumentar la
composición y hacerla interpretar, a la primera ocasión favorable,
por alguna orquesta. Se negó a incluir el preludio entre la música
de entretenimiento, y no quiso saber tampoco nada de un "público"
más que dudoso. Y, sin embargo, trabajaba tan febrilmente en su obra
como si un impaciente director de ópera le hubiera fijado un plazo demasiado
próximo y le arrebatara de las manos el manuscrito aun sin terminar.
Adolfo escribía sin cesar, y yo trabajaba en la puesta en música.
Cuando, vencido por el cansancio, me dormía, era despertado con rudeza
del sueño por Adolfo. Apenas había abierto los ojos, se acercaba,
el manuscrito en la mano, y me leía lo que había escrito con rápidas
palabras, atropelladas por la excitación. Tenía que hablar en
voz baja, pues había pasado la medianoche. La necesidad de atemperar
sus enérgicas palabras, aun cuando la escena que describía en
sus versos tenía lugar con volcánica pasión, comunicaba
un extraño tono a su voz, preñada de pasión. Hacía
tiempo que conocía yo este estado, cuando se sentía apresado sin
remisión por una tarea fijada por él a sí mismo y que le
forzaba a una incontenible actividad. Se abatía sobre él como
algo demoniaco. Podía olvidar todo cuanto estaba a su alrededor. No se
sentía jamás cansado; en tales noches no cabía el sueño
para él. No comía, apenas si bebía. A lo sumo alargaba
de vez en cuando la mano hacia la botella de leche colocada en la ventana para
hacer un rápido trago en ella, seguramente sin saberlo siquiera, hasta
tal punto estaba absorbido por lo que llevaba entre manos. Pero jamás
había podido comprobar en él una labor creadora tan extática.
¿Adónde le llevaba esto? Derrochaba sus fuerzas, sus disposiciones
y capacidades, sin que éstas le fueran de ninguna utilidad práctica
ni que, por lo menos, por decirlo así, como compensación le hicieran
mas llevadera la vida. ¿Cuánto tiempo podría resistir su
debilitado cuerpo, tan sensible ante la enfermedad, este excesivo trabajo?
Yo me forzaba a mí mismo a mantenerme despierto y escucharle. Ninguna
de las preguntas que me llenaban de preocupación por él salieron
jamás de mis labios. Hubiera sido fácil para mi aprovechar alguna
de las frecuentes discusiones para separarme de él. En el Conservatorio
me hubieran ayudado con gusto a encontrar otra habitación. ¿Por
qué no lo hacía? Yo mismo me había dicho a menudo que esta
extraña amistad no hacia ningún bien a mis estudios. ¿Cuánto
tiempo, cuántas energías me costaban estas innecesarias y nocturnas
tareas de mi amigo? ¿Por qué no me separaba yo de él? Porque
sentía nostalgia, es cierto, esto debía confesármelo a
mí mismo, y porque Adolfo significaba para mi un pedazo de mi patria
chica. Pero, a fin de cuentas, la nostalgia es algo que un joven de veinte años
puede superar fácilmente. ¿Qué era, pues? ¿Qué
era lo que me retenía a su lado?
Hablando con franqueza, eran justamente las horas tales como las que ahora vivía,
las que me unían más fuertemente a mi amigo. Sabía bien
lo que, por lo general, incitaba a los jóvenes de mi misma edad: amores,
fáciles placeres, ociosas musiquitas y unido a todo ello, un gran número
de pensamientos intrascendentes y vacíos. Adolfo era justamente lo contrario
de ello. En él había una inaudita gravedad, una meticulosidad,
un verdadero y apasionado interés por todo lo que le rodeaba y, lo que
más me atraía de él y lo que le devolvía de nuevo
el equilibrio, después de horas en las que se había extasiado
por completo, era su entrega sin reservas a lo bello, lo elevado, lo grande
en el arte. A cambio, aceptaba un par de noches sin sueño, así
como aquellas discusiones más o menos acaloradas, a las que me había
habituado ya, en cierto modo, con mi modo de ser tranquilo y razonable.
Recuerdo todavía que algunas escenas particularmente sugestivas de la
ópera me persiguieron durante semanas enteras en mis sueños. Tan
sólo algunas imágenes bosquejadas por Adolfo han quedado grabadas
en mi imaginación. Como el trabajo con la pluma y el lápiz le
parecía demasiado lento, dibujaba con carbón. Con un par de trazos
rápidos y audaces bosquejaba el escenario. Después, estudiábamos
la escena que debía tener lugar en él: primero salía Wieland
de la derecha; después, de la izquierda, su hermano Egil, y del fondo
aparecía el segundo hermano, Slaghid.
Aún me parece tener ante mí el Wolfssee, junto al cual se desarrollaba
la primera escena de la opera. Del Edda, un libro que le era sagrado, conocía
Islandia la ruda isla del Norte, en la que los elementos de los que fuera creado
el mundo se presentaban con el mismo rigor como en los días de la creación,
La furiosa tormenta, la desnuda y fría roca, el blanco hielo de los glaciares,
el ardiente fuego de los volcanes. En ella situaba la escena de su ópera,
pues allá se encontraba, también, la naturaleza misma aun en aquel
estado de apasionada agitación que late bajo los impulsos y acciones
de los dioses y de los hombres. Allí, por consiguiente, se extendía
el Wolfssee, a cuyas orillas pescaba Wieland con sus hermanos, cuando una mañana
tres ligeras nubes se levantaron ante el viento y avanzaron hacia los hombres.
Eran tres walkirias vestidas de refulgente coraza y resplandeciente yelmo. Llevaban
blancas y ondulantes túnicas, ropajes mágicos.; que les permitían
volar por los aires. Recuerdo cuántos dolores de cabeza nos proporcionaron
estas walkirias volantes, a las que Adolfo no quería en modo alguno renunciar.
En nuestra ópera, según pude comprobar, se "volaba"
demasiado. El mismo Wieland debía forjarse en el último acto unas
alas, con las que luego se eleva por los aires, un vuelo con las alas metálicas,
que, además, debía realizarse de manera muy fácil, casi
como en un juego, para que no cupiera ninguna duda de la bondad de su trabajo.
Para nosotros, como los creadores de esta ópera, un problema técnico
más, que atraía a Adolfo especialmente quizá porque justamente
en aquel entonces los primeros seres humanos, Lilienthal, los hermanos Wright,
Farman, Bleriot, se habían levantado del suelo con aparatos "más
pesados que el aire". Las "walkirias volantes" se casaban luego
con Wieland, Egil y Slaghid. Poderosas luras llamaban a los vecinos, y junto
al Wolfssee se celebraban los esponsales.
Nos llevaría muy lejos describir los distintos episodios a base de la
vieja leyenda, aun cuando tengo aún ante los ojos, con gran claridad,
diversas escenas del escenario. Pero no me atrevo ya a decir, si en esta o aquella
nos atuvimos al contenido de la leyenda, o si nos alejamos de ella. Pero he
conservado viva la impresión de conjunto de unas escenas impulsadas por
las pasiones desencadenadas, expresadas en versos que clamaban implacablemente
al corazón, llevadas por una música primitiva, también
implacable.
No sé lo que fue más tarde de nuestra opera. Un día hubo
de enfrentarse mi amigo con nuevos problemas, más importantes, que debían
ser resueltos sin demora, y como también Adolfo, a pesar de su inmensa
capacidad para el trabajo, no tenía más que dos manos, como todos,
hubo de posponer el trabajo en esta ópera, aunque no se encontraba siquiera
en su mitad. Hablaba cada vez menos de ella, hasta silenciarla por completo.
Tal vez hubiera comprendido, entre tanto, la inutilidad de sus esfuerzos. Yo,
sin embargo, que desde un principio había comprendido que no podríamos
llevar a buen término estos intentos de componer una ópera, procuraba
no hablarle de ella. "Wieland el Herrero", la ópera de Adolfo,
no pasó de un fragmento.
LA "ORQUESTA MÓVIL" DEL REICH
El interés de mi amigo por
la música experimentó una satisfactoria expansión en suelos
de Viena. En tanto que hasta ahora se había interesado solamente por
la ópera, empezó a sentir un interés creciente por los
conciertos. Es cierto que Adolfo asistía ya en Linz a los conciertos
dados por la orquesta sinfónica de la asociación musical. En aquellos
años es posible que asistiera, en total, a unos seis o siete conciertos
bajo la dirección de August Göllerich. Pero su interés se
centraba menos en lo ofrecido en estos conciertos que a mi propia persona. Yo
actuaba en aquel entonces en la orquesta, hecho que despertó el mayor
orgullo en Adolfo. Es posible que no me creyera capaz de llevar a cabo una tarea
tan difícil, y más aún en público, dado mi carácter
tranquilo y prudente, y se sentía cada vez lleno de ansiedad por ver
cómo acabaría la cosa para mí. De todas formas, recuerdo
como después de estas representaciones hablaba más de mí
que del concierto mismo.
En Viena eran distintas las cosas. A ello contribuía también una
circunstancia externa. En el Conservatorio me facilitaban cada semana dos o
incluso tres entradas gratuitas. Adolfo recibía cada vez una de ellas,
a menudo incluso dos o todas las tres, cuando mis clases nocturnas me impedían
asistir al concierto. Como estas entradas eran siempre para buenas localidades,
el asistir a estas representaciones no era tan fatigoso como en la Ópera
Imperial.
En el curso de las conversaciones que seguían a estos conciertos, pude
darme cuenta, con gran sorpresa, de que Adolfo empezaba a interesarse cada vez
más por la música sinfónica. Esto me llenó de alegría,
porque con ello se nos abría un nuevo campo de gustos comunes.
El director de la orquesta en el Conservatorio, Gustav Gutheil, dirigía
también los conciertos de la Asociación Vienesa de Conciertos.
No obstante, nosotros teníamos en gran estima a Ferdinand Loewe, el director
del Conservatorio, que en algunas ocasiones tomaba también bajo su batuta
a la Filarmónica de Viena.
La vida musical de Viena en aquel tiempo estaba todavía por entero bajo
el signo de la acalorada discusión entre Brahms y Bruckner, aun cuando
ambos maestros hablan muerto hacía más de un decenio. También
Eduard Hanslick, el temido critico musical vienés, al que conocíamos
simplemente por "Pelvímetro", había muerto. Pero su
lamentable obra podía percibirse todavía con claridad. Hanslick,
que era nuestro enemigo declarado debido a que se había cebado en la
forma más violenta y, en parte, con medios poco objetivos y decentes
contra Ricardo Wagner, se había alineado sin reservas entre los amigos
de Brahms, combatiendo furiosamente a Anton Bruckner. Por el contrario, Bruckner
tenía en Ferdinand Loewe un genial defensor. También Franz Schalk,
que más tarde fue director de la Ópera de Viena, se mostraba decidido
partidario de Bruckner.
No nos fue difícil a nosotros dos tomar partido en esta encarnizada discusión.
Yo amaba mucho a Bruckner, y también Adolfo se sentía conmovido
y atraído por sus sinfonías. Además, Bruckner era paisano
nuestro. Con su obra defendíamos también un pedazo de nuestra
patria. De todas formas, esa no era razón para que nosotros negáramos
a Brahms. En esta lucha nos sentíamos como representantes de la joven
generación, mostrábamos nuestro respeto por ambos maestros y sonreíamos
del exagerado celo de los mayores, a nuestro modo de pensar completamente desplazado
de lugar. Adolfo aun llegó más lejos en su adoración. Así
como Ricardo Wagner, afirmaba él, había hecho de Bayreuth el lugar
de sus más impresionantes obras, Linz tenía que hacerse cargo
de la obra de Anton Bruckner. El Auditórium de Linz, cuyos trazos acababa
de proyectar Adolfo, debía ser consagrado a su memoria.
Además de las grandes sinfonías de los maestros clásicos
Adolfo escuchaba también con placer la música de los románticos:
Carl María von Weber, Franz Schubert, Félix Mandelssohn-Bartholdy
y Robert Schumann. Lamentaba grandemente que Ricardo Wagner trabajara solamente
para la escena y no con la misma fecundidad también para la sala de conciertos,
por cuyo motivo solían escucharse por lo general tan sólo los
preludios de sus distintas óperas.
No debo olvidar a Eduard Grieg, a quien Adolfo amaba con especial predilección,
y cuyo concierto en la menor le encantaba siempre de nuevo.
Por lo demás, sin embargo, Adolfo no tenía en particular estima
instrumental. Pero había algunos conciertos de solistas, a los que no
faltaba nunca, como los conciertos para piano y violín de Beethoven,
el concierto para violín de Mendelssohn en la menor, y, sobre todo, el
concierto para piano en la menor de Schumann, que provocaba en él un
verdadero entusiasmo.
Sin embargo, algo en esta frecuente asistencia a los conciertos no daba reposo
a Adolfo. Durante largo tiempo no pude comprobar de qué se trataba. Cualquier
otro joven hubiera hallado placer en los conciertos. Pero no sucedía
lo mismo con mi amigo.
Ahí estaba él, sentado en su localidad gratuita en la sala de
conciertos, escuchando con arrobo el maravilloso concierto en la mayor de Beethoven,
y se sentía feliz y satisfecho. Pero contaba la gente presente en la
sala que podía escuchar estos conciertos, eran tal vez cuatrocientos
o quinientos. ¿Y qué significaba este reducido número,
frente a los miles que no podían escucharla? No cabe duda de que no sólo
entre los estudiantes, sino también entre los artesanos, los obreros,
había muchos que se sentirían tan felices como él, si pudieran
sentarse también en la sala de conciertos en una localidad gratuita o
fácil de adquirir, para poder escuchar esta música inmortal. Y
no había que pensar solamente en Viena, pues en Viena los amantes de
la música podían asistir aun con relativa facilidad a los conciertos.
Pero fuera de Viena, en los pequeños lugares, las ciudades de la provincia.
Él mismo había podido comprobar en Linz cuán míseras
eran las reuniones y actos culturales en estos lugares. Todo esto tenía
que cambiar. Esto no podía conseguirse tampoco por el sistema de localidades
gratuitas, por mucho que él se beneficiara de esta ventaja. Así
pues, era preciso encontrar aquí una solución de una vez para
siempre.
Estos pensamientos eran típicos en Adolfo. No podía suceder nada
a su alrededor que no fuera elevado por él a la categoría de generalidad.
Incluso las experiencias puramente artísticas, que, como los asistentes
a los conciertos, no incitaban a las demás personas más que a
una percepción pasiva, despertaban en él una activa participación,
y se convertían en un problema que incumbía a todos, pues en el
"Estado ideal", tal como él lo soñaba en aquel entonces,
nada podía ni debía ser a nadie indiferente. El "embate de
la revolución" debía abrir ampliamente las puertas del arte,
que basta entonces habían permanecido cerradas para tantos. "¡Reforma
social" también en el campo del goce artístico!
En aquellos años es seguro que muchos jóvenes pensaban como él.
La protesta contra los privilegios de ciertas clases sociales en la esfera del
arte, no se dejaba oír sólo aisladamente, por el contrario. En
aquel entonces no sólo existían fanáticos combatientes
que aspiraban a llevar el arte al pueblo, sino también asociaciones,
organizaciones e instituciones que tendían al mismo fin y con evidentes
éxitos. Única en su género era, no obstante, la forma en
que mi amigo quería superar esta falsa situación. En tanto que
otros se contentaban con medios más modestos y se daban por satisfechos
si podían acercarse paso a paso a la meta, Adolfo saltaba por encima
del presente, con sus bien intencionados, pero insuficientes recursos, y aspiraba
a una solución total, no importa cuándo y dónde podía
ésta ser realizada. Para él se había convertido en realidad
en el mismo instante en que la idea dominante había sido expresada por
primera vez.
Otro rasgo típico en él: no se limitaba a presentar simplemente
esta idea, sino que inmediatamente empezaba a estudiarla en todos sus detalles,
de la misma manera como si hubiera sido encargado de ello por un "mando
superior". Este proyecto, elaborado hasta en sus menores detalles, substituía
en él, en cierto modo, la realización práctica. Una vez
la idea había sido meditada de manera consecuente hasta el final, organizada
por él hasta en sus mínimos detalles, no se requería ya
más que una orden para convertirla en realidad. Naturalmente, esta orden
no fue jamás expresada durante nuestra amistad, razón por la cual,
en lo más íntimo de mi ser, tenía yo a Adolfo por un iluso,
aun cuando me había convencido plenamente de la "razón"
de sus reflexiones. No obstante, ya entonces creía él firmemente
que algún día podría dar por sí mismo esta orden,
por la que los cientos y miles de diversos planes y proyectos, que para él
estaban ya, por así decirlo, al alcance de la mano, podrían ser
finalmente realizados. De todas formas, él hablaba sólo raras
veces de ello, y solamente a mí, porque sabía que yo creía
en él. Muy a menudo tuve ocasión de comprobar cómo, en
tales instantes, cuando una idea determinada había hecho presa en él
y con su concienzudo y objetivo trabajo llegaba a un punto, en el que quien
le escuchaba debía preguntar: "Todo está muy bien y es muy
bonito, pero ¿quién podrá pagar todo esto?"
Ya en Linz debía plantearme a menudo esta pregunta, y a menudo también
descuidadamente, sólo porque se cruzaba en mi camino. No tenía
el menor sentido silenciar lo más importante. En Viena me había
vuelto algo más cauteloso. Y evitaba preguntar demasiado claramente por
los costes o el dinero que sería preciso para sus proyectos. También
las respuestas que Adolfo daba a estas preguntas, tan innecesarias para él,
eran distintas. En Linz, la respuesta clásica fue "¡El Reich!",
respuesta que, a mi modo de ver, no lo era realmente. En Viena, la respuesta,
algo más objetiva, fue: "¡Para ello habrá que acudir
a los financieros!". Sin embargo, podía suceder también que
me contestara más rudamente:
-A ti no se te preguntará siquiera por ello - me decía entonces,
o más brevemente todavía-: Haz el favor de dejar esto de mi cuenta.
El primer síntoma en el que podía comprobar en cada caso que se
ocupaba en una idea determinada, era una palabra peculiar que surgía
por primera vez en sus discursos o en nuestros debates, una forma de expresión
jamás utilizada por él hasta entonces. Mientras no acababa de
ver todavía claramente qué es lo que se proponía con esta
idea, cambiaba de manera correspondiente la denominación con la que quería
resumir su plan. Así, en las semanas de su frecuente asistencia a los
conciertos, se refería solamente a "esta orquesta, que recorre la
provincia". Yo llegué a pensar que en Viena existía realmente
tal orquesta. Así, pues, Adolfo hablaba de una institución realmente
existente. Pero luego descubrí que esta "orquesta movil", según
la llamaba ahora, porque la palabra "viajar" le sonaba demasiado a
cómicos de la lengua, no existía más que en su fantasía.
Como Adolfo no se contentaba jamás con soluciones a medias, no tardó
en convertirse en la "Orquesta movil del Reich". Recuerdo aún
exactamente, que Adolfo, al final de nuestro común planeo de esta institución
por él creada, estaba tan entusiasmado que proyectaba organizar sucesivamente
hasta diez de tales orquestas y ponerlas en camino, para hacer llegar hasta
el rincón más olvidado del Reich el concierto en la mayor de Beethoven
y otras creaciones únicas por el estilo.
Cuando una noche empezó a hablar con su apremiante manera habitual, por
primera vez con más detalle acerca de esta orquesta, le pregunté
yo admirado, cómo es que se ocupaba ahora justamente de organizaciones
musicales ¿Acaso no quería él ser arquitecto? La respuesta
fue breve y concisa:
-Porque actualmente te tengo a mi lado.
Con ello quería decir que, en tanto yo estuviera a su lado, le sería
en todo momento posible aprovechar mi consejo y mis conocimientos como futuro
director de orquesta. Naturalmente esto me halagó. Pero cuando me aventuré
un poco más lejos con mis preguntas y lleno de esperanza le pregunté
a quién quería confiar la dirección de esta orquesta, adivinó
al instante intención, se echó a reír y exclamó
con ironía:
-¡A ti no, con toda seguridad!
Sin embargo, recuperando su seriedad, añadió que en caso necesario
quería considerar realmente mi vocación como director de orquesta
en la "Orquesta movil del Reich". Yo me sentí, no obstante,
ofendido y le contesté que renunciaba al honor, pero un mi intención
era ser director de una orquesta real y existente y no simplemente de una orquesta
más que dudosa creada en su simple fantasía. Esto bastó
para desencadenar en él un acceso de cólera. No toleraba jamás
que se dudara de la realización de sus ideas.
-¡Estarás contento todavía si te pongo en un sitio así!
- vociferó dirigiéndose a mí.
Después de esta obertura ejecutada con tanto temperamento podía
ya empezar la "representación" misma. He conservado en mi memoria
todos los detalles de nuestra "Orquesta movil del Reich" con mucho
más exactitud que muchos de sus otros planes de los cuales Adolfo tenía
llena la cabeza, porque en este caso se trataba de mi propia especialidad Naturalmente,
en esta ocasión podía hacerle saber mi parecer con más
frecuencia que de costumbre, incluso más que en sus intentos de completar
los dramas musicales de Wagner con su nueva ópera "Wieland el Herrero".
Con cuanta minuciosidad nos pusimos a nuestra tarea puede deducirse del hecho
de que a la noche siguiente nos enzarzamos en una acalorada discusión
por causa del arpa cromática. Naturalmente la "Orquesta movil del
Reich" necesitaba también un arpa cromática. Pero Adolfo
quería introducir nada menos que tres de estos costosos instrumentos
tan difíciles de transportar además.
-¿Para qué? - le objeté yo-; un director de orquesta hábil
tendrá ya suficiente con una sola arpa cromática.
-Ridículo- me atajó Adolfo iracundo-, ¿cómo pretendes
ejecutar el "Fuego mágico", si no tienes más que una
sola arpa en tu orquesta?
-En este caso no se incluirá el "Fuego mágico" en el
programa - repliqué yo.
-Naturalmente que se incluirá en el programa - se obstinó Adolfo.
Yo hice el último intento para llegar a una solución razonable.
-Recuerda que un arpa cromática cuesta dieciocho mil florines.
Confiaba que esto le disuadiría de su punto de vista tan tenazmente defendido.
Pero me había equivocado.
-jBah, el dinero! -exclamó.
Y con ello quedó terminado el asunto. La "Orquesta movil del Reich"
sería provista de tres arpas cromáticas.
Cuando pienso con cuánto celo y pasión discutíamos en aquel
entonces por cosas que no existían más que en nuestra imaginación,
no puedo por menos que sonreír. Y, sin embargo, ¡qué tiempos
más maravillosos aquellos en que nos apasionábamos más
por las vagas creaciones de nuestra fantasía que por la realidad de nuestra
vida cotidiana y que con nuestras cabezas acaloradas y henchidos corazones nos
sumíamos en un mundo imaginario, en el que no éramos ya unos estudiantes
pobres e insignificantes, sino grandes e importantes personalidades! Me llenaba
de admiración comprobar la inaudita capacidad imaginadora con que mi
amigo sabía acomodarse a este mundo fantástico, mucho mejor que
en el mundo real que le rodeaba. Pero yo no podía sospechar, naturalmente,
que lo que para mí no era más que un ocioso juego de la fantasía
o un devaneo romántico, para él significaba mucho.
La idea que se ocultaba en el fondo de esta "Orquesta movil del Reich"
no era difícil de adivinar; también yo había meditado muchas
veces sobre este particular. Las grandes orquestas, capaces de las más
bellas y perfectas ejecuciones, pueden existir solamente en las grandes capitales,
como en Viena, Berlín, Munich, Amsterdam, Milán, Nueva York, pues
sólo en ellos cabe la posibilidad de elegir músicos solistas de
primera categoría entre el infinito número de los que practican
la música. La consecuencia de ello es que sólo los habitantes
de las grandes ciudades pueden participar directamente de las impecables ejecuciones
de estas orquestas. Y, sin embargo, también entre los habitantes de la
tierra llana, de las ciudades pequeñas y medias se encuentra el entusiasmo
por lo bello, sensibilidad por la música ejecutada de manera perfecta,
y, a menudo, la capacidad y disposiciones artísticas de estas personas
es superior a la de los habitantes de las grandes ciudades, distraídos,
acosados y en cierto modo embotados por el gran número de impresiones
que les rodea.
La solución encontrada por Adolfo era tan genial como sencilla:
se forma una orquesta bajo la dirección de un capacitado director, capaz
de ejecutar de manera perfecta obras clásicas, románticas y modernas
de música sinfónica. Esta orquesta es enviada a recorrer el país
de acuerdo con un plan previamente determinado.
Adolfo me preguntó qué dimensiones debería tener esta orquesta
en mi opinión. El simple hecho de que se aconsejara conmigo y no en sus
libros, me llenó de orgullo. Además, me sentía aludido
como su futuro director. Éste era, pues, mi verdadero elemento. Recuerdo
todavía cómo estructuramos esta orquesta sobre el piano - la mesa
era demasiado pequeña para ello-: los instrumentos de cuerda, los de
madera, los metálicos, la batería, cómo Adolfo quería
enterarse de hasta los mínimos detalles, cómo se hacía
explicar las peculiaridades Y características de la instrumentación
de las obras sinfónicas, para no pasarse nada por alto y perfeccionar
la orquesta en todos los sentidos. Esto era lo enigmático, lo extraordinario
en él, este contraste inexplicable para mí: dejar desbordarse
su fantasía y comprobar a la vez aun en sus mínimos detalles y
peculiaridades una cosa. A pesar de que todo este proyecto no pasara de deseo
y voluntad, los detalles debían ser fijados con toda la minuciosidad
imaginable. Era ya más de la medianoche cuando terminamos nuestro trabajo.
La orquesta formada por nosotros se componía finalmente de cien personas,
un numero respetable, que podía competir sin duda con el de las otras
grandes orquestas. El problema siguiente fue el de su equipo. Adolfo se sintió
asombrado cuando yo le expuse el material necesario, no sólo instrumentos
de primera clase, cuyo cuidadoso transporte debía garantizarse - lo mejor
sería concertar para ello un seguro total-, sino también un abundante
archivo para partituras, amén de los atriles, sillas, etc. Comprendió
finalmente que un violonchelista no podía sentarse cada noche en una
silla distinta. Después me encargó que me informara más
detalladamente de este particular en la secretaría de la asociación
de la orquesta, así mismo en el sindicato de músicos, acerca del
contrato de los mismos y le preparara luego un presupuesto. Esto me pareció
un encargo ciertamente cómico. ¡Mi amigo que en realidad quería
ser arquitecto, me manda a mí, que quiero ser director de orquesta, a
la asociación de orquestas, para buscar allí una información
para él! La suma fijada en el presupuesto la pasó por alto con
un gesto despreciativo de la mano. Recuerdo, todavía, cuánto nos
apasionó el problema de un traje uniforme de los componentes de la orquesta.
Naturalmente, la orquesta debía ofrecer una vista agradable. Yo le propuse
una decente uniformidad. Adolfo estaba en contra. Nos decidimos por unos trajes
obscuros y elegantes, pero en modo alguno llamativos.
Un problema difícil seguía siendo el transporte de la orquesta,
pues había lugares difíciles de alcanzar con el ferrocarril. Y
justamente éstos eran los más interesantes para nosotros. Pero
por las carreteras circulaban ya modernos automóviles. La gente se paraba
todavía a contemplar estos vehículos, que cruzaban por el Ring,
jadeantes y malolientes, a la fantástica velocidad de quince kilómetros
por hora. ¿Qué tal sería trasladar a nuestra Orquesta del
Reich en uno de tales vehículos? No cabe duda de que con ello se aumentarían
notablemente las posibilidades de su actuación gracias a la movilidad
de la orquesta. No recuerdo ya exactamente hasta qué punto nos ocupamos
entonces en estos propósitos, que a mi me resultaban poco simpáticos,
pues no podía imaginarme que una orquesta, llegada en medio de un tal
fragor y estrépito, fuera capaz de hacer sentir a sus oyentes las impresiones
acústicas tan finamente diferenciadas.
¡Bueno! Llega la orquesta, es recibida solemnemente por el alcalde y es
conducida luego a través del pueblo, festivamente engalanado. Primera
pregunta ¿Dónde debe dar sus conciertos? Sólo pocas ciudades
disponen de un local capaz para una orquesta de cien personas y un múltiplo
de oyentes.
-Los celebraremos al aire libre - opinó Adolfo.
-Los conciertos al aire libre son, en efecto, muy impresionantes - objeté
yo -, pero debería poder garantizarse un cielo estrellado durante toda
la representación.
Aparte de ello, sería más bien un concierto para las estrellas
que para las personas pues al aire libre se pierde gran parte de la acústica.
Fue de poco que todo el proyecto no se estrellara ante esta dura realidad. Adolfo
guardó silencio durante unos instantes y meditó. Luego dijo:
-Iglesias las hay en todas partes. ¿Por qué no dar los conciertos
en las iglesias?
Desde un punto de vista musical no había nada que objetar a ello. Adolfo
opinó que yo debía informarme cerca de las autoridades eclesiásticas
de si pondrían a nuestra disposición sus iglesias para las representantes
musicales de la orquesta movil del Reich. Sin embargo, hasta este punto no quería
llevar yo el juego. Pero guardé silencio sobre este particular y Adolfo
se olvidó de preguntarme por el resultado de mis indagaciones.
Graves diferencias surgieron entre nosotros al confeccionar el programa. Adolfo
quiso saber cuánto tiempo necesitaba una orquesta para preparar una sinfonía
para un concierto. Le molestó que no hubiera a este respecto una norma
única. Pero no quiso dejar prevalecer en modo alguno mi opinión
de que el repertorio orquestal si debía limitase realmente a los compositores
alemanes - punto de vista que él defendía tenazmente- debería
empezar con Bach, Fux, Gluck y Händel, a lo sumo con algunas obras aisladas
de Heinrich Schütz.
-Y qué había antes de ellos? - quiso saber Adolfo.
-Nada que pueda considerarse para el programa de una tal Orquesta - contesté
yo.
-¿Quién ha dicho esto? - gritó, indignado.
Yo le replique tranquilamente que en este caso podía fiarse de mis indicaciones,
a no ser que quisiera estudiar por su cuenta la historia de la música.
-Así haré - replicó furioso.
Y con ello puso fin a la discusión sobre la programación de los
conciertos.
Yo no me tomé en serio sus palabras, pues no resultaba tan fácil
estudiar la historia de la música. Además, esta asignatura estaba
muy alejada de sus intereses musicales. Y, por encima de todo, sabía
Adolfo que yo estaba bien documentado en este campo, desde que asistía
a las clases en la escuela superior.
Tanto más asombrado me sentí, pues cuando al día siguiente
le vi sentado ante un grueso volumen: "El desarrollo de la música
en curso de los tiempos". Durante unos días no pude siquiera hablarle.
Pero esta obra no acababa de satisfacerle. Hizo que yo le consiguiera los "Estudios
de Historia de la Música" del Dr. Guido Adler y el Dr. Max Dietz,
y se dedicó a su estudio con el mayor celo.
-Los chinos componían buena música hace ya más de dos mil
años - me explicó-; ¿por qué no pudo ser también
así entre nosotros? Después de todo, en aquel entonces existía
ya un determinado instrumento: la voz humana. El hecho de que estas sabías
personas caminen a tientas por los comienzos de la música, es decir,
que no sepan nada de ella, no quiere decir, en modo alguno, que no existiera
realmente nada.
Yo sentía el mayor respeto por la meticulosidad con que mi amigo ponía
siempre manos a la obra pero algunas veces podía llevarme a la desesperación
su avidez por llegar al fondo de todo lo que se proponía. No se permitía
la menor tregua hasta que, a pesar de su mejor voluntad, no le era posible seguir
adelante, y se adentraba de manera inequívoca ante la nada. Y también
delante de esta nada colocaba él un gran interrogante. Me era fácil
de imaginar que con esta manera de ser hubiera llevado a la desesperación
a todos los profesores de la Academia.
De todas formas, había sido ya decidido que el programa de la "Orquesta
mobile del Reich" debería empezar con Johann Sebastian Bach, para
seguir por Glück y Händel hasta Hayden, Mozart y Beethoven. Seguían
luego los románticos, pero la coronación del conjunto venía
representada por la obra de Anton Bruckner, cuyas sinfonías eran incluidas,
íntegramente, en los programas. En lo que concierne a los compositores
jóvenes, todavía desconocidos, Adolfo quería seguir sus
propios caminos en la selección de sus obras. De todas formas estaba
en completa oposición con las opiniones expresadas por los críticos
musicales vieneses, de la misma manera como aprovechaba aun la menor ocasión
que se le ofreciera para caer duramente sobre los "agremiados", los
"especialistas", tal como él los denominaba.
Desde los días en que llegamos a formar la "Orquesta movil del Reich",
Adolfo empezó a llevar un cuaderno especial de anotaciones, del que puedo
acordarme todavía con la mayor exactitud.
Era un cuaderno de pequeñas dimensiones, fácil de ocultar en el
bolsillo, y en el que después de cada concierto al que habíamos
asistido, solía anotar cuidadosamente el nombre de la obra ejecutada,
el nombre del compositor y el del director del conjunto ejecutante, escribiendo,
al lado, su propio juicio sobre todo ello. En el futuro después de haber
asistido a un concierto era para él el máximo elogio que podía
hacer de una obra, cuando decía:
-Será incluido en el repertorio de nuestra orquesta.
Durante mucho tiempo no me fue posible alejar de mi mente esta idea de la "Orquesta
movil del Reich". Es cierto que en aquel entonces existían ya los
gramófonos, aun cuando éstos no fueran más que unos artefactos
lastimosamente chirriantes, pero gracias a los cuales se había abierto
el camino para la música "mecánica".
La telegrafía sin hilos estaba en aquel entonces todavía en su
primera infancia. Tau sólo en los años que siguieron recibió
el italiano Marconi el premio Nobel, que dio a conocer su invento en todo el
mundo. A pesar de que ente tanto el disco de gramófono y la radio habían
iniciado un camino de triunfos sin igual, hasta el punto de parecer que la música
"ejecutada" no sería precisa ya más que para la obtención
de la música "mecánica", para todas las personas previsoras
y verdaderamente amantes del arte es válido, aun hoy día, el problema
estudiado tan meticulosamente por mi amigo y que quería resolver con
ayuda de la "Orquesta movil del Reich": llevar la música en
su más perfecta ejecución, de manera directa, es decir, no mecánica,
a las gentes sensibles para ella, dondequiera que se encuentren estas personas.
ENOJOSA INTERRUPCIÓN
Un buen día- debía
ser a principios de abril - llegó una carta para mí. Como Adolfo
no recibía jamas correspondencia, no solía yo dar ninguna importancia
a las cartas a mí dirigidas, para no hacerle sentir aun más su
duro su destino. Pero él se dio cuenta inmediatamente de que esta carta
tenía para mí particular importancia.
-¿Qué sucede, Gustl? - me preguntó con interés.
Yo le contesté simplemente:
-Toma, lee tú mismo.
Me parece ver todavía como enrojeció su rostro, como sus ojos
mostraron aquel peculiar fulgor que solía presagiar un arrebato de cólera.
Después estalló bruscamente:
-¡No debes presentarte de ningún modo, Gustl -gritó-.
Serás un loco si te presentas. Lo mejor será romper este estúpido
papelote.
Me incorporé de un salto y pude arrebatarle a tiempo la orden de presentación
para el servicio militar que me había sido transmitida por mis padres,
antes de que pudiera desgarrarla en su incontenible indignación.
Yo estaba tan consternado, que Adolfo no tardó en tranquilizarse. Caminando
nerviosamente entre la puerta y el piano, arriba y abajo, trazó inmediatamente
un plan que podía librarme de la dificultad del momento.
-Todavía no es seguro que tú seas útil para el servicio,
- me expuso ya con más tranquilidad -. Después de todo, hace tan
sólo un año que pasaste a duras penas, por una grave pulmonía.
Si te declaran inútil según confío, toda esta excitación
habrá sido inútil.
Así, pues, Adolfo me propuso trasladarme a Linz y someterme a la revisión
según prescrito. Caso de que declarasen útil, sin embargo, debía
atravesar a escondidas la frontera por Passau y alistarme en el ejercito alemán
en el "Reich". De ninguna manera debía servir yo en el ejercito
imperial. A este decadente Estado de los Habsburgo no debía ofrecérsele
ni un solo soldado más. Como mi amigo era nueve meses más joven
que yo, no debía esperar la orden de presentación hasta el año
próximo, es decir, en 1909. Sin embargo, como pude comprobar en esta
ocasión se había forjado ya sus propios planes a este respecto,
resistíéndose a servir, en ningún caso, en el ejército
imperial. Tal vez no le fuera tampoco desagradable comprobar primero, en mi
caso, como resultaría en la práctica la solución propuesta
por él.
A la mañana siguiente me presenté al director del Conservatorio
y le mostré la papeleta de presentación a filas. Arguyó
que por el ingreso en el Conservatorio había adquirido el derecho a servir
como voluntario durante un año, pero él me aconsejaba, como hijo
único de un comerciante inscribirme en la reserva. En ella no tenía
mas que seguir un cursillo de instrucción de ocho semanas y aprobar,
más tarde, tres cursillos, cada uno de ellos de cuatro semanas de duración.
Le pregunté qué le parecía mi intención de dirigirme
a Alemania y evadirme por completo del servicio militar. Se aterró ante
esta extraordinaria proposición y me disuadió, con toda decisión,
de esta idea.
Incluso el servicio en la reserva le parecía a Adolfo una concesión
demasiado grande en favor del Estado de los Habsburgo, y, en tanto que yo preparaba
ya mi equipaje, no cesaba de hablarme con insistencia para lograr ganarme para
sus propósitos.
Una vez en Linz le expliqué a mi padre la proposición que me había
hecho mi amigo, pues en lo más íntimo de mi ser jugaba también
un poco con estos pensamientos. Yo no sentía tampoco el mas mínimo
interés por el servicio militar. Incluso ocho semanas de servicio en
la reserva se me aparecían como algo espantoso.
Mi padre se horrorizó aún más que el director del Conservatorio.
-Por amor de Dios, ¿qué es lo que dices? - exclamó- agitando
la cabeza.
Si yo cruzaba secretamente la frontera, hablando francamente, desertaba, me
haría culpable. Además, no podría regresar nunca de nuevo
a mi casa, y mis padres, que ya sin esto habían renunciado a tantas cosas
por amor a mí, me perderían entonces por entero.
Estas palabras de mi padre y las lágrimas de mi madre bastaron completamente
para volverme la razón. El mismo día se dirigió mi padre
a casa de un funcionario del gobierno civil, amigo suyo, para informarse acerca
de las posibilidades de alistarme en la reserva. Su amigo le redactó
en seguida una instancia, que yo debía presentar en el momento de la
revisión, caso de que me declararan apto para el servicio.
Le escribí a Adolfo notificándole que me había decidido
finalmente, por la proposición aconsejada por el director del Conservatorio,
y que dentro de algunos días me presentaría a la revisión.
Después regresaría a Viena con mi padre. Quizá hubiera
cambiado Adolfo entre tanto de manera de pensar, llegando a la conclusión
de que el camino que había elegido para si mismo no era el más
indicado para mí, pues en su respuesta no hacía la menor alusión
a ello. Es posible también que no quisiera exponer por escrito este proyecto,
de todas formas arriesgado. Por el contrario, pareció alegrarse de que
mi padre quisiera acompañarme a mí regreso a Viena. (Este viaje
no tuvo, empero, lugar, pues su justificación comercial había
prescrito entre tanto.) Yo le había escrito también a Adolfo que
quería llevar conmigo mi viola, para asegurarme unos ingresos extra como
viola a la primer oportunidad en alguna orquesta. Durante mis estudios en Viena
había sufrido yo una conjuntivitis. En Linz me hice examinar por un oftalmólogo
amigo nuestro, y le escribí a Adolfo que no se asustara si me veía
llegar con lentes a la estación del Oeste.
La carta que Adolfo escribió poco antes de Pascua al "stu. mus.
Gustav Kubizek", en respuesta a la mía la he conservado, afortunadamente.
Dice lo siguiente:
"Querido Gustl:
Después de darte ante todo las gracias por tu amable carta, quiero expresarte
por la presente mi alegría, porque tu querido padre venga realmente contigo
a Viena. Suponiendo que tú y tu señor padre no tengáis
nada que objetar, os esperaré el jueves a las once en la estación.
Me escribes que hace ahí un tiempo tan magnifico, que casi tengo que
lamentarlo aun cuando de no llover entre nosotros sería también
bueno, y no solamente en Linz. Por lo demás, me alegra también
que traigas contigo tu viola. El martes me compraré 2 coronas de algodón
y 20 kreuzer de esparadrapo para mis orejas. Que ahora te vuelvas tú
también ciego me llena de profunda tristeza; aun más que antes
leerás equivocadamente las partituras. Te volverás ciego y luego
también loco, con el tiempo. Qué lástima! Por el momento,
sin embargo, os deseo a ti y a tus queridos padres por lo menos un feliz lunes
de Pascua y te saluda cordial y afectuosamente tu amigo
Adolfo Hitler."
La carta está fechada el 20
de abril. Adolfo la escribió, por tanto, justamente el día de
su aniversario. Que no hiciera la menor alusión a ello en su carta, es
fácil de comprender en su actual situación. Es posible que no
se acordara siquiera que este día era su aniversario.
Siempre que Adolfo se refiere a mi padre en su escrito, es la carta sumamente
correcta. Adolfo pregunta incluso, si nos parece bien a mí y a mi padre
que venga a buscamos a la estación. Pero ya al hablar del tiempo se pone
de manifiesto su ironía. "De no llover entre nosotros, sería
también bonito". Pero luego, cuando se trata de mi viola, abre por
entero las espuertas de su hosco humor. Se burla, incluso, de mi dolencia en
los ojos, hasta que con un "¡Qué lástima" se llama
a sí mismo al orden y concluye de nuevo la carta de manera muy formal.
En esta carta puede comprobarse claramente que Adolfo no estaba aún en
muy buenos términos con la ortografía. Su antiguo profesor de
alemán, el profesor Huemer, no le hubiera dado apenas un "regular",
pues la puntuación es también muy deficiente. Estos continuos
subrayados y puntos, que interrumpen una y otra vez el curso de las ideas, eran
en él normas tan molestas como innecesarias.
El día fijado me presenté yo a la revisión. Me declararon
apto para el servicio y entregué mi instancia para la inclusión
en la reserva.
Cuando regresé a Viena - por lo demás, sin las temidas gafas -me
recibió Adolfo muy cordialmente, pues se sentía muy complacido
de que yo pudiera seguir a su lado. De todas formas, se burló duramente
de los "reservistas". Aun con la mejor voluntad no se podía
imaginar cómo era posible hacer de mi un soldado. Lo cierto es que tampoco
yo podía imaginármelo, pero me consideré muy afortunado
de poder proseguir mis estudios. Una vez en casa dibujó Adolfo mi cabeza
y le plantó encima un sombrero de gala con un plumero.
- ¡Pareces un veterano, Gustl - afirmó -, aun antes de ser un recluta.
Después del largo y triste invierno habla llegado, por fin, la primavera.
Desde que en mi obligado viaje a Linz para la revisión pude contemplar
una vez más los campos, bosques y montañas de mi patria, esta
sombría habitación en la casa trasera de la Stumpergasse se me
aparecía aún más tenebrosa que anteriormente.
Recordando nuestros frecuentes paseos por los alrededores de Linz traté
de incitar a Adolfo a hacer algunas caminatas y excursiones por los alrededores
de Viena. Yo tenía ahora algo más de tiempo libre, pues mis alumnas
habían aprobado, entre tanto, sus exámenes y regresado a su ciudad
natal, no sin sorprenderme antes con una considerable gratificación extra
por el buen resultado de su examen. De esta manera estaba mi bolsa también,
relativamente, llena. Cuando en los parterres del Ring empezó a florecer
por todas partes y el suave sol de primavera nos atraía con su calor,
no pude resistir ya más en los sombríos muros de la ciudad. Adolfo
anhelaba también salir al campo. Yo sabía cuánto amaba
mi amigo el campo abierto, las alegres llanuras, los graves bosques y, en la
lejanía, el azul dentado de las montañas.
Adolfo había encontrado hacía ya tiempo una solución a
este problema, pues siempre que la habitación en casa de la señora
Zakreys se le aparecía demasiado estrecha y maloliente y olía
demasiado fuertemente a petróleo, se escapaba hacia el Parque de Schönbrunn.
A mi, sin embargo, no me bastaban estas escapatorias. Quería ver algo
más de los alrededores de Viena. Adolfo también lo deseaba así,
pero, en primer lugar, no tenía dinero para estos "gastos extras",
como él los llamaba. Esto podía solucionarse rogándole
fuera mi invitado en las excursiones. Para asegurarnos para todos los imprevistos
compré algunos días antes las provisiones. En segundo lugar -
un punto mucho más difícil - debía levantarse temprano
por la mañana, si es que queríamos hacer una excursión
digna de este nombre. Esto no era fácil para él, pues estaba dispuesto
a cualquier otra cosa antes que a levantarse temprano por la mañana.
El intento de despertarle por la fuerza era una empresa sumamente arriesgada.
Podía mostrarse bastante inconveniente.
-¿Por qué me despiertas tan temprano? - me increpaba indignado.
Y si yo le decía entonces que hacía ya rato que era de día,
no se dejaba convencer en absoluto por mis palabras. Yo inclinaba la parte superior
del cuerpo fuera de la ventana, y miraba hacia lo alto, más allá
de las hoscas paredes de fuego, para alcanza a distinguir la estrecha franja
de cielo encima de nuestras cabezas.
-Un día sin nubes - comprobaba-. ¡Luce el sol!
Pero, cuando me volvía hacia la habitación, Adolfo dormía
de nuevo firmemente.
Si, conseguía arrancarle de la cama y ponerle en movimiento, tenían
que transcurrir, a pesar de ello, las primeras horas del día, pues después
de un despertar tan inesperadamente "temprano", Adolfo permanecía
durante largo tiempo ensimismado y mudo, y contestaba a todas las preguntas
con un malhumorado rezongar. Tan sólo cuando estábamos ya al aire
libre, en medio de la luz y del verde, parecía despertar lentamente de
su somnolencia. Entonces se sentía feliz y satisfecho y me daba, incluso,
las gracias por haberle despertado y no haber cejado en mi firme propósito.
Nuestro primer objetivo era la Hermannskogen en el Wienerwald. Con el tiempo
tuvimos una suerte fantástica. Ya después de pasado Sievering
lucía el sol esplendoroso y por todas partes florecían los árboles.
En los viñedos se mecían las primeras hojas verdes y en lo alto
se veían las hojas con su follaje joven y fresco. Me daba cuenta de lo
bien que esta excursión le sentaba a Adolfo, después de las semanas
pasadas sobre sus libros y dibujos. En la cumbre del Hermannskogel nos prometimos
mutuamente subir más a menudo hasta allí. A través de Kloesterneuburg
salimos al ferrocarril y regresamos a la estrecha jaula en casa de la señora
Zakreys.
Al domingo siguiente salimos de nuevo en dirección al Wienerwald. No
teníamos un aspecto muy emprendedor con nuestros pantalones largos, la
obscura chaqueta de ciudad y los ligeros zapatos de calle; pero nuestro aspecto
era engañoso. En este día recorrimos una distancia bastante considerable,
en comparación con lo que solíamos. Desde St. Andrä-Wördern,
al principio del Tullner Feld, adonde nos habíamos dirigido con el tren
de la mañana, caminamos por Königstetten, Katzelsdorf, Ried, Gablitz
y Purkersdorf de nuevo hacia la ciudad. Adolfo estaba encantado del paisaje
y afirmaba que le recordaba algunos trechos del Mühlviertel, que tanto
amaba. Es cierto que también él, sin querer jamás reconocerlo,
sentía entonces nostalgia por el país de su niñez y de
su primera juventud, aunque no había ya allí quien se acordara
de él.
Para una excursión al Wachau me tomé, incluso, un día libre
en Conservatorio. Tuvimos que correr muy temprano todavía hacia la estación
del Oeste, para dirigimos hacia Melk. Adolfo quedó satisfecho del día
cuando vio la maravillosa abadía. Apenas si me fue posible llevármelo
ya de allí. Adolfo no quiso unirse de ninguna manera al guía oficial,
sino que trató de orientarse por secretos pasadizos y ocultas escaleras
para llegar a los primitivos cimientos. Quena comprobar, a toda costa, cómo
habían sido asentados sobre la roca. En realidad, podía creerse
casi que la gigantesca construcción había sido tallada en la misma
roca.
Luego, la magnífica biblioteca nos entretuvo también largo rato.
Con el vapor recorrimos luego el curso del Wachau, entre la gala del florido
mayo. Allí enfrente, a la izquierda, Weitenegg, luego Schönbuehel
a la derecha, sobre la abrupta roca Aggstein, la atractiva cima Weissenkirchen,
un idilio de por sí y Adolfo parecía como transfigurado. ¡La
visión del Danubio! Por fin estaba de nuevo junto a su querido río,
pues Viena no se halla en tan intimo contacto con el Danubio como Linz, donde
podía esperarse hasta que una gallarda y rubia muchacha se acercara por
el puente procedente de Urfahr. ¡Cuánto había echado de
menos al Danubio! Casi tanto como seguía encontrando a faltar a Estefanía.
Y los castillos, las aldeas, los viñedos pasaban silenciosos ante nosotros
en las empinadas laderas. Apenas si es posible darse cuenta de que vamos avanzando
hacia delante. Parece como si uno estuviera inmóvil, y este maravilloso
paisaje se moviera en un suave ritmo por delante de nosotros. Qué mundo
tan romántico! Nos conmovía como una escena de magia. Adolfo no
se movía de la proa y contemplaba abstraído en sus pensamientos
el paisaje. Cuando hacia rato habíamos cruzado por delante de Krems y
viajábamos ya a través de las uniformes islas en medio de la corriente,
que la acompañan desde los dos lados, no había pronunciado aun
una sola palabra. ¿Dónde estarían sus pensamientos?
Como si este fantástico viaje necesitara de un contrapeso, la vez siguiente
recorrimos el Danubio río abajo hasta Físchamend. Yo me sentí
decepcionado. ¿Era éste, realmente, el mismo río que nos
había llenado de un tan suave encanto, nuestro querido y familiar Danubio?
Almacenes, refinerías de petróleo, depósitos, entre ellos
míseras cabañas de pescadores, pobres casas de viviendas e, incluso,
verdaderos campamentos de gitanos. ¿Adónde habíamos ido
a parar? este era el "otro" Danubio, que no formaba ya parte de la
imagen de nuestra patria, sino que pertenecía a un mundo extraño,
oriental. Con encontrados sentimientos, Adolfo muy pensativo y yo decepcionado,
regresamos a Casa.
Más vivamente ha quedado grabada en mi memoria una excursión a
las montañas, realizada a principios del verano. La distancia hasta Semmering
era lo bastante larga para animar a Adolfo a pesar de la temprana hora matinal.
Poco después de Wiener Neustadt empezó a hacerse escarpado el
terreno. Para alcanzar la altura de Semmering, el tren debía tomar, en
amplios círculos, las laderas de las montañas. Lentamente, como
la gente que vive en las montañas sube hacia lo alto con sus lentos y
acompasados pasos, ascendía, también, el tren, majestuosamente
hasta la cima. Muchas curvas y amplios recodos, túneles y viaductos eran
necesarios para alcanzar la altura de novecientos ochenta metros. Adolfo estaba
entusiasmado por el audaz trazado del ferrocarril. Por su gusto hubiérase
apeado del tren para seguir y explorar a pie este camino. Yo esperaba de un
instante a otro una fundamentada conferencia sobre el trazado de los ferrocarriles
de montaña, pues no cabe la menor duda de que tenía ya en su cabeza
un trazado aún mas audaz, viaductos más altos y túneles
aún más largos.
¡Semmering! Descendimos del tren. Un día maravilloso. ¡Cuán
puro era aquí el aire después de todo el polvo y humo, cuán
azul el cielo! Los prados eran de un fresco color verde, los bosques se destacaban
obscuros sobre ellos, y, por encima de ellos, con nieve aún en sus cimas,
se alzaban las montañas,
El tren de regreso a Viena no partía hasta la noche. Teníamos
tiempo. El día nos pertenecía a nosotros.
Adolfo decidió inmediatamente la meta de nuestra excursión:
¿Cuál de las montañas, que se levantan aquí, es
la más alta? Según creo, nos dijeron que el Rax. Así, pues,
nos dispusimos a subir a este monte.
Ni Adolfo ni yo teníamos la menor idea de la escalada. Las montañas
más altas a las que habíamos ascendido en nuestra vida eran las
suaves alturas del Mühlviertel. Los Alpes no los habíamos visto
hasta entonces más que de lejos. Ahora, sin embargo, estábamos
en medio de ellos. El que este monte tuviera más de dos mil metros de
altura, nos imponía enormemente.
Tal como sucedía siempre con Adolfo, la voluntad debía substituir
la deficiencia. Carecíamos de provisiones, pues en un principio no habíamos
pensado ascender a ninguna montaña, sino que habíamos proyectado
una excursión desde las alturas de Semmering hacia abajo, en dirección
a Gloggnitz. Nuestros vestidos eran los mismos que solíamos llevar en
nuestros paseos por la dudad. Los zapatos eran demasiado ligeros, de suela delgada,
sin estar provistos de clavos. El pantalón y la chaqueta, esto era todo,
sin ninguna prenda de abrigo. Pero lucía el sol y además éramos
nosotros jóvenes. ¡Así, pues, en marcha!
El espectáculo que pudimos presenciar durante el descenso dejaba tan
completamente en la sombra el recuerdo del ascenso, que no podría ya
decir cuál fue el camino que utilizamos para la escalada. Sé,
solamente, que estuvimos varias horas trepando, hasta alcanzar la planicie entre
las cumbres, que se nos aparecía como el punto más elevadas con
lo cual no se ha dicho que fuera realmente el Rax. Yo no había trenado
jamas hasta la cima de una montaña. Tenía una sensación
extrañamente ligera, libre. Me pareció como si no perteneciera
ya a este mundo, sino como si estuviera ya más cerca del cielo.
"Bendita soledad en las soleadas alturas" -las palabras de Siegfried
después de haber escalado las alturas del Brunhilde, acudieron a mi pensamiento.
Adolfo permanecía en silencio, conmovido, y guardaba silencio.
La vista se extendía muy a lo lejos sobre el país. Aquí
y allá se destacaba, entre la colorida confusión de los bosques
y de las llanuras, la torre de una iglesia, una aldea. ¡Cuán pequeñas
e intrascendentes se aparecían desde aquí las cosas de los hombres!
Era una hora maravillosa, quizá la más bella, próxima a
Dios, que vivía yo al lado de mi amigo.
El entusiasmo nos hizo olvidar de nuestro cansancio. En algún lugar en
los bolsillos encontramos un pedazo de pan seco. Esto debía bastamos.
En la felicidad de este día no habíamos prestado, apenas, atención
al tiempo; ¿no lucia, acaso, hasta hacia poco el sol? Ahora se acercaron
de repente unas nubes obscuras. Cerró la niebla. Todo esto sucedió
con tanta rapidez como en un escenario en el teatro.
Rompió la tormenta azotando la niebla en largos y ondulantes jirones
ante nosotros. De la lejanía llegaba hasta aquí el fragor de la
tempestad. Sordo e inquietante retumbaba el trueno en las montañas. Esto
no era ya el suave trueno en el teatro.
En nuestro lamentable traje de paseo empezamos a estremecernos de frío.
Las delgadas perneras de los pantalones se agitaban en torno a las piernas.
Con los faldones de la chaqueta al viento nos apresuramos a descender hacia
el valle. Pero el camino estaba sembrado de piedras, y nuestros zapatos no estaban,
en modo alguno, en condiciones de cumplir con lo que el monte exigía
de ellos. Y, además, a pesar de nuestra prisa, la tormenta era mas rápida
que nosotros. Las primeras gotas caían ya a través del bosque.
Después empezó a llover. ¡Y qué manera de llover!
Verdaderos arroyos caían desde las nubes, descendidas hasta casi las
copas de los árboles, sobre nosotros. Corríamos cuanto podíamos.
Era inútil tratar de protegerse contra la tormenta. A poco, no había
ya un solo lugar seco en nuestro cuerpo y también los zapatos estaban
llenos de agua.
¡Y ni una casa, ninguna cabaña, ningún refugio en toda la
extensión! Adolfo, que sabía siempre cómo arreglárselas
en cualquier situación, no se preocupaba de los rayos ni de los truenos,
de la tormenta ni de la lluvia. Para mi sorpresa estaba de un humor excelente
y, a pesar de estar calado hasta los huesos, se mostraba más alegre conforme
se hacía más intensa la tempestad.
Saltando por encima de los guijarros descendíamos hacia el valle. Lejos
de todo camino trazado descubrí yo una pequeña cabaña para
guardar el heno. Carecía de todo sentido seguir corriendo bajo la tormenta.
Además, no tardaría ya en obscurecer. Así, pues, propuse
a Adolfo pasar la noche en este cobertizo. Éste se manifestó inmediatamente
de acuerdo. Al parecer, la aventura no podía prolongarse demasiado para
él.
Exploré el pequeño cobertizo de madera. En la parte inferior de
la estancia había todavía un poco de heno seco, suficiente para
que los dos pudiéramos dormir en él. Adolfo se quitó los
zapatos, la chaqueta y los pantalones y empezó a retorcer estas prendas.
-¿Tienes tú mucho hambre? -preguntó, luego.
Cuando contesté afirmativamente, se sintió Adolfo algo más
aliviado. Dolor compartido es medio dolor. Según parece, esto es verdad
también para el hambre.
Entre tanto había descubierto en la parte alta de la choza unos grandes
lienzos cuadrados, utilizados por los campesinos para transportar el heno desde
las empinadas laderas. Adolfo me inspiraba lástima, mientras estaba junto
a la puerta, con su ropa interior calada, temblando de frío, y retorciendo
las mangas de su chaqueta. ¡Cuán fácil sería que
contrajera una pulmonía, con su predisposición para toda suerte
de enfriamientos! Así, tomé yo uno de los grandes lienzos, lo
extendí sobre el heno e indiqué a Adolfo que se quitara también
la calada camisa y los calzoncillos y que se envolviera en el paño seco.
Así lo hizo.
Adolfo se tendió, desnudo, sobre el enorme lienzo. Yo uní los
extremos y le envolví fuertemente en él. Después tomé
un segundo lienzo y le cubrí con él. Después estrujé
su ropa interior y la mía, y la tendí, así como nuestros
trajes, en mitad de la cabaña, me envolví, así mismo, en
uno de los lienzos y me acosté. Para no pasar frío durante la
noche eché algo de heno en el lío en que se envolvía Adolfo,
y me coloqué encima otro montón.
Como no disponíamos de reloj, no sabíamos la hora que era. Pero
en nuestra situación bastaba por completo comprobar que ante la cabaña
se extendía la más obscura noche, y que la lluvia caía
sin cesar sobre el tejado. En algún lugar, allá a lo lejos, ladraba
un perro. Así, pues, no estábamos demasiado lejos de una vivienda
humana, idea que me tranquilizó grandemente, pero que, cuando así
se lo dije, dejó a Adolfo completamente indiferente. La gente le era
completamente inútil en esta situación. Todo esto le divertía
grandemente, y deseaba una salida romántica. Ahora sentíamos ya
un grato calorcillo. En esta obscura choza nos hubiéramos sentido casi
cómodamente, de no habernos torturado tanto el hambre.
Yo pensé todavía en mis padres. Después me dormí.
Cuando desperté por la mañana, la luz del día caja ya por
las rendijas de los maderos. Me levanté. Los vestidos estaban casi secos.
Recuerdo todavía lo difícil que resultó despertar a Adolfo.
Después liberó los pies de su envoltura y se dirigió, con
el lienzo rodeándole las caderas, hacia la puerta, para ver el tiempo
que hacía. Su esbelta y elevada figura, envuelta en el blanco lienzo
a manera de toga sobre los hombros, le daba un aire de asceta indio.
Ésta fue nuestra última y larga excursión.
De la misma manera que mi viaje para la revisión militar había
interrumpido de manera enojosa nuestra vida en común en Viena, estas
excursiones y aventuras eran maravillosas y gratas interrupciones en la sombría
y monótona existencia en la Stumpergasse número veintinueve, segunda
escalera, puerta diecisiete.
ACTITUD DE ADOLFO CON RESPECTO A LAS MUJERES
Cuando durante los descansos de una
representación paseábamos arriba y abajo en el foyer de la opera,
me llamó la atención el interés que hacía nosotros
mostraban las muchachas y las mujeres. En un principio dudaba yo, lógicamente,
de quién de nosotros era el que despertaba este evidente interés,
y suponía, para mis adentros, que estaba dedicado a mi persona. No obstante,
una observación más detenida no tardó en permitirme comprobar
que esta chocante preferencia no iba dedicada a mí, sino exclusivamente
a mi amigo. A pesar de su modesto atuendo, su naturaleza reservada y fría
en sociedad, Adolfo despertaba tal interés entre las damas que por allí
paseaban, que en ocasiones alguna que otra volvía, incluso, la cabeza
para contemplarle, conducta que era considerada como improcedente según
la severa etiqueta vigente en la Ópera Imperial.
Esto me sorprendía tanto más, cuanto que Adolfo no provocaba,
en modo alguno, esta conducta, por el contrario, apenas si prestaba atención
al incitante juego de miradas de las damas y se limitaba a hacerme alguna observación
poco amable en relación con ellas. No obstante, a mí me bastaban
estas observaciones para darme cuenta de que mi amigo tenía una notable
suerte con el otro sexo, suerte que, de todas formas, y para asombro mío,
no trataba en lo más mínimo de explotar. ¿Acaso no comprendía
o no quería comprender estas inequívocas oportunidades? Yo supuse
esto último, pues Adolfo era un observador demasiado agudo y crítico
para no darse cuenta de algo que se refería directamente a él.
¿Por qué, pues, no aprovechaba ninguna de estas ocasiones? ¿No
hubiera podido acaso hacerse más grata la triste y solitaria existencia
en una casa trasera del barrio de Mariahilfer, que él mismo denominaba
una "vida de perros", por la amistad de una atractiva y espiritual
muchacha? ¿Acaso no se llamaba a Viena la ciudad de las bellas mujeres?
Que estas palabras eran verdad de ello pudimos convencemos muy a menudo por
nosotros mismos. ¿Qué es lo que le retenía de hacer, lo
que era natural para los otros jóvenes de su edad? Que no había
siquiera considerado esta posibilidad ya desde un principio, me lo demostraba
el hecho de que, siguiendo su proposición, nos habíamos instalado
conjuntamente en una misma habitación. En esta ocasión no me había
preguntado si estaba de acuerdo con ello o no. Según su vieja costumbre,
admitió, desde un principio, también para mí, lo que consideraba
como correcto para su persona. En relación con las muchachas le era grata
sin duda mi reserva, ya por el simple hecho de que podía dedicarle por
entero mis escasas horas libres.
Un pequeño episodio ha quedado grabado en mi recuerdo. Estábamos
en la ópera. No recuerdo ya qué ópera se representaba.
Pero cuando después del descanso regresamos de nuevo a nuestra localidad,
se acercó a nosotros uno de los criados vestidos de librea, tiró
de la manga a Adolfo y le entregó un billete. Adolfo, en modo alguno
sorprendido, sereno como si se tratara de un incidente cotidiano, tomó
el billete, dio las gracias y recorrió fugazmente su contenido. Yo creí
haber descubierto un gran secreto, o, por lo menos, el principio de un delicado
secreto. Pero Adolfo se limitó a decir, con menosprecio:
-Una más -. y me alargó el billete.
Después me miró, medio inquiridor, medio burlón, de reojo,
y me preguntó si acaso tenía yo ganas de asistir a este propuesto
rendez vous.
-Es cosa tuya y no mía - le repliqué, algo picado-, y, además,
no quisiera dar ninguna decepción a esta dama
Siempre que se tratara de miembros del bello sexo, se trataba de "es cosa
tuya, no mía", fuera cual fuera la capa social a la que pertenecieran
las mujeres en cuestión. Incluso en la calle se ponía de manifiesto
esta predilección de las mujeres por mi amigo. Cuando a altas horas de
la noche regresábamos por las callejuelas, se acercaba a nosotros de
vez en cuando, y a pesar de nuestros modestos atuendos, alguna de aquellas ligeras
muchachas, y nos invitaba a acompañarla. Pero era siempre a Adolfo a
quien iban dirigidas estas invitaciones.
Recuerdo perfectamente que en aquel tiempo me pregunté yo, muy a menudo,
para mis adentros, qué es lo que encontraban las muchachas de atractivo
en Adolfo. Ciertamente, era un joven de buen porte y rasgos regulares, pero,
en modo alguno, lo que se conoce generalmente como un hombre "guapo".
Había visto demasiado a menudo hombres "guapos" en la escena,
para saber lo que las mujeres entendían bajo este nombre. Quizá
fueran los ojos extraordinariamente claros, los que atraían a las mujeres
y a las muchachas, O quizá fuera la peculiar y grave expresión
que se mostraba en su ascético rostro. Quizá fuera, tan sólo,
su evidente indiferencia hacia los miembros del sexo contrario, lo que las incitaba
a poner a prueba esta resistencia masculina. De todas formas, eran las mujeres
- contrariamente a los hombres, como, por ejemplo, sus maestros y sus profesores
- quienes parecían adivinar en verdad lo extraordinario en mi amigo.
El melancólico aire de decadencia que en aquellos años parecía
cernerse sobre el Imperio danubiano, había creado en Viena una suave
atmósfera de fácil moral, cuyos huecos conceptos morales eran
disipados por el famoso encanto vienés. Las ensalzadas y celebradas palabras
"Verkaufts mei Gwand, i fahr in den Himmel!", arrastraban también
a amplias capas burguesas en la superficialidad de los mórbidos "círculos
elegantes". Aquel denso erotismo que celebraba sus triunfos en las obras
teatrales de un Arthur Schnitzler, determinaba también el tono social.
La frase de moda en aquel entonces, "Austria se hunde en sus mujeres",
parecía ser realidad, por lo que concierne a la sociedad vienesa.
En medio de esta decadente atmósfera, cuya apremiante fundamentación
amorosa podía percibirse a cada paso, mi amigo vivía en medio
del ascetismo por él mismo elegido, miraba a las jóvenes y a las
mujeres con un interés despierto y crítico, pero descartando rigurosamente
todo lo personal, y dejaba que se convirtiera en un problema lo que para los
jóvenes de su edad era una vivencia propia, y acerca del cual solía
referirse de manera tan fría y objetiva en sus charlas nocturnas, como
si él estuviera muy por encima de todas estas cosas.
Lo mismo que en los otros capítulos de esta obra, también en éste,
en el que me he propuesto referir la actitud de Adolfo en relación con
las mujeres, quiero atenerme exacta e inequívocamente a mis propias experiencias.
Desde el otoño del año 1904 hasta el verano de 1908, es decir,
durante casi cuatro años, viví continuamente al lado de Adolfo.
En estos años decisivos, en los que el muchacho de quince años
se convirtió en un hombre joven, me confió Adolfo algunas cosas
que no había mencionado a ninguna otra persona, ni siquiera a su madre.
Ya en Linz eran nuestras relaciones tan íntimas que me hubiera dado cuenta
inmediatamente de si había trabado efectivamente amistad con alguna muchacha.
De ser así, hubiera dispuesto de tiempo para dedicármelo a mí,
sus intereses hubieran mostrado otra orientación y hubieran podido observarse
en él otros detalles inequívocos. Pero, prescindiendo de su ideal
amor por Estefanía, no sucedió nada de todo esto. No puedo afirmar
nada de sus estancias en Viena en mayo y junio del año 1906 y en otoño
de 1907, pues Adolfo estaba entonces solo en Viena. Pero supongo que de existir
alguna relación amorosa decisiva para él, ésta se hubiera
continuado también en los tiempos subsiguientes, cuando vivíamos
juntos en Viena. Creo, pues, poder afirmar con certeza: tanto en Linz como en
Viena no tenía Adolfo ninguna verdadera relación con alguna chica
dispuesta a entregársele por entero.
Esta directa experiencia, referida también a los menores detalles, al
parecer intrascendentes, de nuestra común estancia en Viena, fue confirmada
por las detenidas y francas conversaciones sostenidas entre nosotros sobre todos
los aspectos de las relaciones entre los sexos. Yo había tenido ocasión
de comprobar, a menudo, que entre lo que me exponía Adolfo, y lo que
vivía realmente, no existía ninguna diferencia. Su conducta social
y moral no era determinada por sus deseos y sus sentimientos, sino por sus comprensiones
y decisiones. En este aspecto se tenía por entero en la mano a sí
mismo. Así como no sentía el menor interés por aquella
ligera superficialidad de determinados círculos vieneses, no puedo recordar
una sola ocasión de una situación en la que, por lo que se refiera
al otro sexo, se hubiera abandonado a si mismo. Puedo confirmar así mismo,
con toda seguridad, que Adolfo, tanto física como sexualmente era absolutamente
normal. Lo extraordinario en él no residía en lo erótico
ni en lo sexual, sino en otros ámbitos de su naturaleza.
Cuando me exponía en persuasivas palabras la necesidad de un matrimonio
precoz, el único capaz de garantizar para el futuro la vida del pueblo,
al exponerme las medidas con las que podría evitase el elevado número
de hijos en las familias, medidas que más tarde alcanzaron una inaudita
actualidad, cuando me hablaba de las relaciones entre una existencia saludable
y una habitación sana en el seno de la familia, y describía cómo
en su estado ideal sería resuelto el problema del amor, de las relaciones
sexuales, del matrimonio de la familia, de la descendencia, pensaba yo, para
mis adentros, en Estefanía, pues lo que Adolfo me exponía de manera
tan convincente, no era, en el fondo, más que la transferencia a un plano
político y social del ideal soñado al lado de Estefanía.
Había deseado a Estefanía como esposa, pues para él encarnaba
el ideal de la mujer alemana, de ella esperaba tener hijos, para ella había
proyectado aquel maravillosa villa que se había convertido para él
en el símbolo del lugar elegido para una ideal vida familiar.
Pero todo ello no era más que deseo, sueño, ilusión. Desde
hacía varios meses no había visto ya a Estefanía. Hablaba
de ella cada vez mas raramente. Incluso entonces, cuando partí repentinamente
para mi revisión militar a Linz, había mantenido su silencio y
no me había encargado, como yo esperaba, que me informara acerca de Estefanía.
¿Qué interés tenía ésta todavía para
él? ¿Le habría hecho comprender a Adolfo esta forzosa separación
que lo más conveniente sería olvidarse de Estefanía? Cuando
yo me había familiarizado lentamente con esta idea, no tardaba en seguir
un eruptivo estallido sentimental, que venía a demostrarme que pendía
aún de Estefanía con todas las fibras de su corazón.
A pesar de ello, comprendía claramente que Estefanía perdía
cada vez más realidad para Adolfo, hasta convertirse en una pura imagen
ideal. No podía encaminarse ya con agitados pasos hacia la Landstrasse,
para convencerse por sus propios ojos de la realidad del ser amado. No tenía
ya la menor noticia de ella. Sus sentimientos y percepciones para Estefanía
perdían a ojos vistas todo fundamento real. ¿Sería éste
el fin de un amor, iniciado con tantas esperanzas?
¡Sí y no! Era el fin, en cuanto que Adolfo no era ya el soñador
jovenzuelo que en su exuberancia, tan típica para la época de
la pubertad podía compensar aún las menores esperanzas con su
desmesurada autoestimación. Y, sin embargo, de otra parte me era incomprensible
como Adolfo, ya un hombre joven de metas y finalidades muy concretas se aferrara
a este amor tan carente de toda esperanza, hasta el punto de que este amor por
Estefanía fuera lo bastante fuerte para inmunizarle ante las tentaciones
de la gran ciudad.
Yo conocía los rígidos principios de mi amigo acerca de las relaciones
entre hombre y mujer. A menudo me he roto yo la cabeza sobre la forma en que
Adolfo había llegado a adquirir esta severa actitud moral. Sus concepciones
acerca del amor y del matrimonio no eran, ciertamente, las de su padre. La madre
amó a su hijo, sin duda, de manera extraordinaria, pero poco fue lo que
ella pudo influirle en este sentido, Y esto no era tampoco necesario, pues se
echaba de ver que Adolfo no estaba interesado en las relaciones con las muchachas.
El medio del que procedía Adolfo era el medio corriente de una familia
austríaca de funcionarios y de mentalidad burguesa. La rígida
actitud de Adolfo, compartida por mí hasta cierto punto, pero que me
resistía a generalizar como él, podía explicármela
solamente por su apasionada inclinación por los problemas sociales y
políticos. Sus principios morales no estaban basados en la experiencia,
sino en conocimientos aportados por la razón.
A ello debía añadirse que en Estefanía, aun cuando comprendía
ahora que era inalcanzable para él, seguía viendo todavía
el ideal de una mujer alemana, imagen a la que no podía acercarse nada
de lo que podía encontrar en Viena. A menudo pude comprobar yo, que,
tan pronto como una mujer causaba en él una fuerte impresión,
empezaba a hablar de Estefanía y buscaba comparaciones, que una y otra
vez redundaban en desventaja de la persona en cuestión.
Por increíble que pueda parecer, la lejana amada, que no sabía
siquiera cómo se llamaba el joven cuyo amor debía corresponder,
seguía ejerciendo en Adolfo una fuerte influencia, de forma que en su
relación hacia Estefanía no solamente encontraban confirmados
sus propios principios morales, sino que ordenaba también su propia existencia
con la seriedad y la consecuencia de un monje, que ha consagrado su vida a Dios
- ¡en medio de esta pecadora Babel de Viena, en la que, incluso, la prostitución
era considerada artísticamente y festejada, verdaderamente, un caso excepcional!
Es cierto que en aquel entonces escribió Adolfo a Estefanía. No
es posible ya comprobar si esta carta fue enviada en tiempos de nuestra común
estancia en Viena, o con anterioridad. Esta carta se ha perdido. Yo he tenido
noticia de ella de una manera sumamente peculiar. Mi amigo, el archivero Dr.
Jetzinger, que trabaja en una biografía de Hitler y de cuya minuciosidad
científica estoy plenamente convencido supo, por mí, del juvenil
amor de Adolfo por Estefanía. Hace poco, este sabio encontró a
la anciana dama, que pasa los últimos años de su vida en Viena
como viuda de un coronel, fue recibido por ella y le expuso el desusado ruego
de hablarle de su amistad juvenil con un estudiante joven y pálido de
la Humboldtstrasse, que mas tarde se había trasladado a Urfahr, a la
Blütengasse.
La anciana dama le habló de bailes, paseos en carruaje, excursiones y
demás, en compañía de jóvenes, casi siempre oficiales,
pero, a pesar de su mejor voluntad, no le fue posible acordarse de esta extraordinaria
criatura, ni tampoco cuando, para su gran asombro, supo su nombre. Pero de repente
relampagueó en ella un recuerdo. ¿No había recibido acaso,
en cierta ocasión una carta, escrita en un estilo algo confuso, en la
que se hablaba de una solemne promesa de mantenerle la fidelidad y expresaba
el ruego de no esperar ulteriores pasos del remitente hasta que éste
hubiera completado su educación de artista y asegurado su futuro? La
carta no estaba firmada. Pero de su redacción puede deducirse, sin la
menor duda, que Adolfo había sido el remitente. Esto fue todo lo que
la anciana dama pudo contar.
En aquellas horas en las que el recuerdo de la amada surgía en él
de manera incontenible, no hablaba ya directamente de Estefanía, sino
que se lanzaba a apasionadas consideraciones sobre la estimulación estatal
del matrimonio precoz, sobre la posibilidad de facilitar una dote mediante un
préstamo a las jóvenes trabajadoras, y ayudar a que las familias
numerosas pudieran disponer de su propia casa y jardín. Recuerdo, todavía,
cómo discutimos acaloradamente sobre un punto muy especial. Adolfo propuso
instalar fábricas de muebles estatales, para que los jóvenes matrimonios
pudieran adquirir muebles en ventajosas condiciones. Yo me opuse decididamente
a esta idea de fabricar muebles en serie. Al fin y al cabo, yo entendía
algo de muebles. Estos muebles debían ser de un buen y cómodo
trabajo de artesanía, no de confección en serie. Hicimos nuestros
cálculos y procuramos ahorrar dinero en otros puntos, para que los jóvenes
matrimonios pudieran disponer de muebles bellos y cómodos, blandas camas
de muelles, sillas tapizadas y elegantes canapés, de los que pudiera
deducirse que en el país había todavía maestros tapiceros
que entendían en verdad su oficio.
Así como muchos aspectos de lo que Adolfo me exponía en las largas
conversaciones nocturnas, se han concentrado en mi recuerdo en una palabra determinada,
típica para la manera de ser de mi amigo, sobre estas discusiones, sostenidas
con fogoso apasionamiento, se ciernen estas extrañas palabras: "¡La
llama de la vida! Siempre que se rozaban problemas del amor, del matrimonio,
problemas sexuales, surgía esta extraordinaria fórmula. "La
llama de la vida", conservarla pura e intacta, ésta sería
la tarea más importante de aquel Estado ideal con el que ocupaba mi amigo
en sus horas de soledad.
En mi innata tendencia por las afirmaciones concretas yo no acababa de ver claramente
qué es lo que Adolfo entendía bajo esta "lama de la vida"
Estas palabras cambiaban, a veces, de significado. Sin embargo, creo que Adolfo
las entendía perfectamente. La llama de la vida era el símbolo
del amor casto, nacido entre seres que se han conservado puros de cuerpo y de
espíritu, y que son dignos de una unión de la que surge una sana
descendencia para el pueblo. Estas consignas, expuestas y repetidas con apasionamiento
- Adolfo poseía una cuidadosa selección de estas consignas - tenían
sobre mí un peculiar efecto. Cuando oí por primera vez estas solemnes
palabras, que sonaban a mis oídos bastante patéticas, me sonreía
para mis adentros sobre esta altisonante formulación, en tan rudo contraste
con la intrascendencia de nuestra existencia. A pesar de ello, las palabras
permanecían grabadas en mi memoria. A la manera como un abrojo se aferra
con cien ganchos a la manga de la chaqueta, se grababan en mi estas palabras.
Era imposible ya alejarlas de allí. Y si yo me encontraba luego en alguna
situación que guardara siquiera una muy lejana relación con este
tema - me cruzaba con una muchacha cuando pasaba de noche solo por la Mariahilfer
Strasse, una bella y joven mujer, según me parecía, algo casquivana
tal vez, pues se volvía bastante abiertamente hacia mí. Sea como
sea, ahora estaba convencido de que su atención estaba dedicada única
y exclusivamente a mí. No cabía la menor duda de que era, en efecto,
casquivana, pues me hacía un gesto invitante -, pero ¡ahí
estaban de repente ante mi estas palabras! "La llama de la vida" -
¡una sola hora de descuido y esta llama se extinguirá para toda
la vida! - y si me había enojado esta moralista afirmación, en
estos instantes no dejaba de surtir su efecto.
Y estas palabras estaban también relacionadas con todo lo demás.
Empezaba con el "embate de la revolución", para continuar luego
con todas sus consignas políticas y sociales hasta el "Santo Reich
de todos los alemanes". Es posible que Adolfo hubiera encontrado parte
de estas consignas en los libros. De otras tengo la seguridad de que fueron
acuñadas por él. Lentamente iban uniéndose estas consignas
hasta formar un sistema prácticamente cerrado. Dado que no podía
suceder nada, por lo que no estuviera interesado Adolfo, todo fenómeno
propio del tiempo era inmediatamente examinado, para ver si era posible encajarlo
entre sus ideas políticas.
En ocasiones, mi memoria da unos bruscos saltos. Así, junto a la inasequible
y santa "llama de la vida" sigue inmediatamente la "charca de
los vicios", aun cuando este concepto ocupaba un nivel muy inferior en
el mundo conceptual de mi amigo. Naturalmente, en el estado ideal no existía
ninguna "charca de los vicios". Con estas palabras aludía Adolfo
a la prostitución reinante en aquel entonces en Viena. Como típica
manifestación de aquellos años de decadencia moral salía
a nuestro encuentro en las más distintas formas. En las elegantes calles
del centro de la ciudad, como la reacción nacida de la convulsión
sexual de los más elevados círculos sociales por la incontinencia
interior de la vida, y en los barrios pobres de los arrabales en la repelente
forma de prostitución pública.
Adolfo se sentía grandemente indignado por este fenómeno. A su
entender no era culpable de la general prostitución el directamente afectado,
sino los responsables de las condiciones políticas y económicas
imperantes. Un "estigma de la época" era como él calificaba
la práctica de los burdeles. Una y otra vez se enfrentaba con este problema
y trataba de encontrar soluciones que en el futuro hicieran imposible cualquier
forma de amor venal.
Una noche ocurrió lo que no he podido olvidar: habíamos asistido
a una representación del "Despertar de primavera", de Wedekind,
del que vimos, incluso, como cosa excepcional, el último acto. Las monedas
destinadas al portero se encontraban ya en nuestros bolsillos. Seguimos por
el Ring en dirección a nuestra casa, y torcimos en la Siebensterngasse.
De repente me asió Adolfo por el brazo y me dijo de manera inesperada:
-Ven, Gustl. Vamos a contemplar por una vez esta "charca de los vicios".
Ignoro qué es lo que le impulsó a hacerlo. Pero Adolfo se dirigía
a la estrecha y mal iluminada Spittelberggasse.
Ahí estábamos, pues. Caminamos a lo largo de las bajas casuchas,
de un solo piso. Las ventanas situadas en la planta baja estaban iluminadas
de manera que de la calle se podía ver directamente la habitación
adyacente. Detrás de los cristales de las ventanas, en parte junto a
las ventanas abiertas, estaban las muchachas, algunas de ellas aún notablemente
jóvenes, otras precozmente envejecidas y marchitas. Vestidas ligera y
descuidadamente se les veía allí sentadas, mientras se pintaban,
se peinaban los cabellos o se contemplaban en el espejo, sin perder por ello
de vista a los hombres que pasaban por la calle. Aquí y allá se
detenía un hombre, se inclinaba sobre la ventana, para contemplar mejor
a la muchacha de su interés, y seguía entonces un diálogo
fugazmente susurrado. Como señal de que se había llegado a un
acuerdo, se apagaba entonces la luz. Recuerdo la impresión que en mí
causó justamente esta costumbre, pues de las luces que se apagaban podía
deducirse la frecuencia. Entre los hombres era válida también
la norma de no detenerse delante de las habitaciones obscurecidas.
Naturalmente, nosotros no nos detuvimos tampoco delante de las ventanas iluminadas,
sino que descendimos hacia la Burggasse. Allí dio Adolfo de nuevo la
vuelta y cruzamos, una vez más, por la "charca de los vicios".
En mi opinión, bastaba ya con el sencillo experimento. Pero Adolfo me
arrastraba de nuevo hacia las iluminadas ventanas.
Quizá llamó la atención a estas muchachas lo "peculiar"
en Adolfo, quizá se habían dado cuenta de que aquí había
unos hombres con inhibiciones morales, como los que pueden llegar del campo
a la impura ciudad, fuera como fuera, se esforzaron en aumentar sus incitaciones.
Recuerdo todavía cómo una de dichas perendecas, justamente en
el momento en que pasábamos por delante de su ventana, sintió
la necesidad de quitarse o cambiarse la camisa, otra de ellas se arregló
las medías mostrando las desnudas piernas. Me sentí francamente
aliviado cuando este excitante juego hubo terminado y alcanzamos finalmente
la Westbahnstrasse, pero guardé silencio, en tanto que Adolfo exteriorizaba
su indignación por las artes de seducción de las rameras.
Una vez en casa empezó Adolfo a pronunciar una conferencia sobre las
impresiones adquiridas, de manera tan fría y objetiva como si se tratara
de su punto de vista sobre la lucha contra la tuberculosis o de algún
aspecto de la incineración. Me admiró que pudiera hablar de ello
sin la menor excitación interna. Ahora había tenido ocasión
de conocer las costumbres en el mercado del amor venal, con lo cual se habla
cumplido el objeto de su visita. El punto de partida residía en que el
hombre llevaba en sí una necesidad de satisfacción sexual, en
tanto que las muchachas en cuestión no pensaban más que en el
dinero, quizá para asegurase con él la existencia de un hombre,
al que amaran realmente, suponiendo que tales mozas de] partido fueran todavía
capaces de sentir amor. En estas pobres criaturas la "llama de la vida"
estaba ya, prácticamente, hacía tiempo extinguida.
Quisiera referir todavía otro episodio. Cierta noche, en la esquina Mariahilfer
Strasse-Neubaugasse se dirigió a nosotros un hombre bien vestido, de
aspecto muy burgués, quien nos preguntó por nuestra condición.
Cuando le dijimos que éramos estudiantes, "mi amigo estudia música"
-declaró Adolfo-; "yo arquitectura", nos invitó el hombre
a cenar en el Hotel Kummer. Nos dejó pedir lo que deseáramos.
Por una vez pudo saciar Adolfo su hambre de sopas de harina y tortas. El hombre
nos explicó que era fabricante de Vöcklabruck, que rechazaba la
amistad de las mujeres porque éstas no pensaban más que en dinero.
A mí me agradó particularmente lo que contó acerca de la
música de aficionados, para la que era muy sensible, Le dimos las gracias,
nos acompañó incluso hasta la calle, y después regresamos
a casa.
Llegados a nuestra habitación, me preguntó Adolfo si me había
gustado este señor.
- ¡Extraordinariamente!- le contesté yo-, es un hombre muy culto,
con notables inclinaciones artísticas.
-¿Algo más? - inquirió Adolfo, con una enigmática
expresión en el rostro.
-¿Qué más tiene que haber? - le pregunté, asombrado.
-Como al parecer no comprendes Gustl, de lo que se trata en este caso, ¡echa
una mirada a esta tarjeta!
-¿Qué tarjeta?
En efecto, sin que yo me hubiera dado cuenta, el hombre le había entregado
una tarjeta a Adolfo, en la que había consignado la invitación
para que le visitara en el Hotel Kummer.
-Se trata de un homosexual - aclaró Adolfo concisamente.
Yo me sentí aterrado. Hasta entonces no había oído siquiera
esta palabra, y mucho menos, por tanto, podía representarme algo determinado
bajo ella. Así, pues, fue Adolfo quien me inició en este fenómeno.
Naturalmente, hacía ya tiempo que esto se había convertido para
mí en un problema, al que deseaba combatir con todos los medios como
a un fenómeno antinatural, de la misma manera como mantenía alejados
de sí, con una angustiosa meticulosidad, a tales criaturas. La tarjeta
de visita del famoso fabricante de Vöcklabruck desapareció en nuestra
estima.
Me parecía natural que Adolfo, con su asco y repugnancia ante los extravíos
sexuales de la gran ciudad, rechazara también el onanismo, frecuente
entre los muchachos, y que en todos los aspectos sexuales se sometiera a aquellas
rígidas normas de vida prescritas a sí mismo y a su futuro Estado.
Pero ¿por qué no trataba de establecer alguna relación
social y, a pesar de sus implacables y duros principios, probar de ganar nuevos
estímulos en un ambiente serio, espiritual, tanto social como políticamente,
abandonando su soledad? ¿Por qué se mantenía solitario,
aislado de todos, evitando todo trato con las personas, puesto que participaba
con apasionado corazón en todos los acontecimientos humanos? ¡Cuán
fácil le hubiera sido, con sus excelentes disposiciones, alcanzar una
posición en aquellos círculos sociales de Viena que se mantenían
a un lado de la general decadencia, lo cual, no solamente le habría de
permitir lograr nuevas perspectivas y conclusiones, sino también dar
otra orientación a su solitaria existencia!
Lógicamente, en Viena había más personas decentes que de
las otras, aun cuando no se hicieran tan evidentes. No tenía, por consiguiente,
la menor justificación moral para distanciase de la gente. Eran más
bien su pobreza y la sensibilidad a ella unida, las que le hacían vivir
solitario. Además, creía entregarse en exceso a si mismo, consintiéndose
distracciones y reuniones sociales. Se tenía en demasiada estima para
un flirteo superficial o incluso para unas relaciones con algunas muchacha orientadas
exclusivamente a una satisfacción sexual. Por lo demás, no hubiera
consentido tampoco en mí un amorío semejante. Cualquier paso en
este sentido hubiera significado, inevitablemente, el fin de nuestra amistad,
porque Adolfo, prescindiendo de la bajeza que veía en una tal conducta,
no hubiera consentido jamás que yo, además de su amistad, tuviera
también interés por otras personas. En este respecto no permitía
la menor concesión.
Aun cuando sabía hasta qué punto rechazaba Adolfo las reuniones
sociales, cierto día llevé a cabo un intento en este sentido.
La ocasión que se me ofrecía para ello era extraordinariamente
favorable. Al secretariado del Conservatorio venían, de vez en cuando,
entusiastas por la música que buscaban colaboradores para una velada
musical en su casa, a cargo de estudiantes de música. Esta participación
ofrecía no solamente la posibilidad de unos ingresos extra, bien recibidos
- por lo general se recibían unos honorarios de cinco coronas, además
de una cena frugal-, sino que aportaban, también, algo de brillo social
en mi mísera existencia de estudiante. Yo era muy solicitado como hábil
viola. Así tuve entrada también en la familia de un acomodado
fabricante en la Heiligenstaedter Strasse, el doctor Jahoda.
Se trataba de un círculo de personas de gran comprensión artística
y de gusto muy cultivado, una sociedad verdaderamente escogida, como en su clase
no se encontraba más que en Viena y que ha fecundado desde siempre la
vida artística de la ciudad. En algunas ocasiones, durante la cena, solía
referirme a mi amigo, hasta que me invitaron a llevarlo conmigo la próxima
vez. Esto es lo que yo había esperado conseguir, por lo que me sentí
sumamente feliz.
Adolfo me acompañó, efectivamente. La reunión le gustó
tambien excepcionalmente. En especial le sobrecogió la biblioteca, instalada
por el Dr. Jahoda, y que para Adolfo significaba una fundamentada medida para
juzgar a las personas aquí reunidas. Menos le gustó el hecho de
que durante toda la noche hubo de permanecer como un oyente interesado, aunque
había sido él mismo quien se había impuesto este papel.
En el camino de regreso a casa me explicó luego, que se había
sentido muy a gusto entre estas personas, pero que, como él no era músico,
no había podido intervenir en el debate. A pesar de ello, asistió
conmigo también a las veladas musicales en casa de las familias Graf
y Grieser, en las que lo único que le molestaba era su pobre vestuario.
En medio de la decadente ciudad de Viena, mi amigo se rodeaba de un muro de
firmes e inconmovibles principios, que le permitían edificar su propia
existencia con independencia del amenazador e inquietante ambiente, y en una
completa libertad interior. Según me confesaba a menudo, temía
el contagio. Hoy día sé que con ello no se refería solamente
al contagio sexual, sino también un contagio mucho más general,
a saber, el peligro de participar en las condiciones imperantes y ser arrastrado
finalmente al torbellino de la perdición. Es fácil comprender
que se le tuviera por un solitario, y que los pocos que le trataban le tuvieran
por presuntuoso y altivo.
Pero él seguía su camino, sin dejarse afectar por el hacer de
los hombres, y también intangible a un amor verdaderamente arrebatador.
Seguía siendo un solitario y guardaba -¡curioso contraste! -con
el más rígido ascetismo monacal la sagrada "llama de la vida".
EN EL PARLAMENTO
La imagen trazada hasta ahora del
amigo de mi juventud sería incompleta de no estar acabada y redondeada
por la exposición de su inmenso interés por los asuntos políticos.
Que esto tenga lugar al final del libro y que a pesar de mis esfuerzos sea insuficiente
no se debe a mi deficiente e comprensión sino a que mis inclinaciones
eran ante toda artísticas y que la política no representaba para
mí prácticamente nada.
Más todavía que en Línz me sentía yo en el Conservatorio
como un músico en potencia, lo que parecían justificar también
algunos éxitos, y no quería tener nada que ver con la política.
En mi amigo, sin embargo, el desarrollo era inverso, En tanto que en Linz su
interés por el arte dominaba todavía por encima de su interés
por la política, en Viena, como punto central de los acontecimientos
políticos en el Imperio danubiano, la política alcanzaba el predominio,
llegando a absorber lentamente también los otros intereses. No cabe duda
de que este contrapuesto desarrollo por el cual me convertía yo, cada
vez más, en un compañero poco indicado para Adolfo, fue una de
las razones que le impulsó a cortar de manera inesperada nuestra amistad.
Yo fui testigo de que casi todo problema, en apariencia aún tan alejado,
de que se ocupaba, acababa desembocando fatalmente en la política Su
primitiva posición artístico-ascética en relación
con las manifestaciones de su medio se transformaba cada vez más en una
consideración política del acontecimiento. Él mismo nos
dice acerca de esta característica transformación de su manera
de ser:
"En la época de esta amarga lucha entre la educación espiritual
y la fría razón, la enseñanza visual de la calle vienesa
me prestó inestimables servicios. Llegó el día en que yo
no caminaba ya, como en los primeros días ciego por la poderosa ciudad,
sino que contemplaba con los ojos abiertos además de las construcciones
también a los hombres".
Los hombres le interesaban a él, que en realidad quería ser arquitecto
de forma que él mismo encauzó su meta profesional hacia la política.
Si quería edificar realmente algún día lo que llevaba en
su cabeza y que en parte había fijado ya en sus proyectos una nueva Linz,
embellecida por las impresionante edificaciones como el puente sobre el Danubio,
el ayuntamiento, la sala de conciertos, estación ferroviaria subterránea,
calle elevada y puente de arco sobre la abrupta orilla del Danubio en su punto
más estrecho; una Viena, cuyos sombríos barrios pobres debían
ser substituidos por casitas avanzadas hacia el río, era preciso que
una tormenta revolucionada eliminara las condiciones políticas, hechas
insostenibles, ofreciendo la posibilidad de una generosa creación.
Fueran cuales fueran sus ideas y pensamientos las ocurrencias artísticas,
como, por ejemplo, la de la "orquesta viajera", al ser meditadas de
manera consecuente, desembocaban finalmente en sus concepciones políticas
generales. Entre el número ingente de problemas y tareas que le acosaban,
buscaba instintivamente un lugar en el que pudiera aplicarse la palanca para
mover la enorme carga que le oprimía y llevarla en la dirección
deseada. Hasta los diecisiete años, aproximadamente creyó haber
encontrado en el arte este punto de apoyo, y poder crear sus grandes obras como
afamado pintor, poeta o arquitecto. Sin embargo, es posible que luego se diera
cuenta de que sus disposiciones artísticas no eran suficientes para ello,
pues aun la más ardiente voluntad no puede compensar la insuficiente
disposición. Es posible que ya entonces se le apareciera el arte a fin
de cuentas como un camino demasiado lejano y penoso para alcanzar la meta anhelada
En Viena, y considerado desde el punto de vista de su personal voluntad, se
había convertido ya el arte en un camino prometedor de escasos éxitos,
pues entre tanto había descubierto el punto de apoyo más apropiado
para él: la política.
Efectivamente, la política fue adquiriendo, cada vez más, en la
ordenación de los valores, una especie de posición clave. Aun
los más difíciles problemas que no podían resolverse por
sí mismos, se hacían de repente solubles tan pronto se les trasladaba
a la política. En este plano se acumulaban todas las decisiones.
Con la misma consecuencia con que profundizaba hasta lo más hondo en
todos los poblemos que le ocupaban, hasta llegar al punto decisivo del acontecimiento,
había descubierto, en medio de la agitada actividad política de
la capital y ciudad residencial, aquel punto en el que, como dirigidos por una
lupa, se concentraban los rayos divergentes de la política: el Parlamento.
-Ven conmigo, Gustl - se dirigió, de nuevo, a mí un día.
Yo le pregunté, adónde se proponía ir, pues tenía
que asistir a mis clases en la universidad y además debía prepararme
para el concurso, una especie de examen en el piano. Pero mis objeciones no
causaron mella en Adolfo. Todo esto no era tan importante como lo que se proponía
hacer hoy. Además, se había procurado ya una invitación
para mí.
Yo medité qué podría ser esto. ¿Quizá un
concierto de órgano, una visita a la pinacoteca en el Museo Imperial?
Pero ¿y mis clases? ¿Y mi examen? Si fracasaba en éste
las cosas se presentarían mal para un.
-¡Ven de una vez? - me gritó Adolfo enojado.
Yo conocía bien esta expresión en su rostro, que no consentía
ninguna contradicción. Además, debía tratarse de algo especial
para que Adolfo se mostrara tan alegre y activo ya a las ocho y media de la
mañana, cosa que me asombró.
Cedí, finalmente, y me encaminé con él hacia el Ring. A
las nuevo en punto torció por la Stadiongasse y se detuvo delante de
una pequeña puerta lateral, junto a la que se habían congregado
algunas personas inexpresivas, al parecer sólo ociosos. Finalmente, se
hizo en mí la luz.
-¿Al Parlamento? -pregunté, aterrado-; ¿qué es lo
que tengo que hacer yo aquí dentro?
Recordé, entonces, que Adolfo me había hablado ya a menudo de
sus visitas al Parlamento. A mí esto me parecía, simplemente,
una perdida de tiempo. Pero antes de que pudiera decir nada en contra, me puso
la invitación en la mano, se abrió la puerta y un ordenanza nos
señaló la galería.
Desde allí arriba se tenía una perspectiva sumamente favorable
sobre el imponente semicírculo del gran salón de sesiones. El
espacio, con su clásica belleza y armonía se me apareció
digno de una representación artística. Podía imaginarme
aquí perfectamente un solemne concierto, un hímnico canto coral
y, con algunas modificaciones, también una representación de ópera,
incluso una obra sacra.
Adolfo trató de explicarme la sobria marcha del Parlamento:
-Aquel hombre que se sienta allí arriba, con aire bastante desvalido
y que agita, de vez en cuando, una campanilla a la que nadie presta atención,
es el presidente. Los dignos caballeros en aquellos asientos elevados son los
ministros. Delante de ellos, inclinados sobre su pupitre, se sientan los taquígrafos
del Parlamento, los únicos que hacen algo en esta casa. Por ello me son
relativamente simpáticos, aunque puedo asegurarte que estos hombres,
realmente aplicados, no tienen la menor importancia. Delante de ellos, en los
bancos, deben sentarse todos los diputados de los Imperios y países representados
en el Parlamento austríaco. La mayoría de ellos, sin embargo,
prefieren pasear por los pasillos.
Después me explicó mi amigo los distintos procedimientos. Justamente
en aquel instante presentaba un diputado una moción y la fundamentaba.
El hecho de que casi todos los demás diputados habían abandonado
entre tanto la sala, significaba que esta moción no les interesaba. Pero
el presidente no tardaría en abrir el debate sobre la propuesta, y entonces
se animarían las cosas.
Debo reconocer que Adolfo entendía perfectamente el funcionamiento interno
del Parlamento. Incluso tenía ante si una copia de la orden del día.
Todo se desarrollaba tal como él lo había anunciado.
Apenas había concluido el solo del señor diputado - hablando musicalmente
- cuando empezó inmediatamente la orquesta. Los diputados que regresaban
tumultuosamente a la sala vociferaban a voz en grito. El uno interrumpía
las palabras del otro. El presidente agitaba sin cesar la campanilla.
Los diputados contestaban levantando y batiendo las tapas de los pupitres. Otros
se dedicaban a silbar, y en medio de este lamentable espectáculo volaban
insultos en alemán, checo, italiano y polaco - sabe Dios cuántos
idiomas había allí representados - por la sala. Yo miré
a Adolfo. ¿No era éste acaso el mejor momento para marcharme?
Pero ¿qué es lo que le sucedía a mi amigo? Se había
levantado de un salto, apretaba convulsivamente los puños, su rostro
ardía de excitación. En estas circunstancias me pareció
preferible seguir tranquilamente sentado, aun cuando no tenía la menor
idea del porque de toda esta excitación en la sala..
El Parlamento atraía cada vez con más fuerza a Adolfo, en tanto
que yo procuraba librarme de ir siempre que me era posible. En cierta ocasión,
cuando Adolfo me había obligado, una vez más, a acompañarle
- hubiera puesto en peligro nuestra amistad, si me hubiera negado a ir con él
- un diputado checo pronunciaba un discurso de obstrucción de varias
horas de duración. Adolfo me explicó que éste era un discurso
cuyo único objeto era llenar el tiempo e impedir que otro diputado pudiera
tomar la palabra. Era indiferente lo que decía este checo podía
repetirse una y otra vez, pero no podía interrumpirse. A mí me
pareció como si este hombre hablara siempre da capo al fine. Naturalmente,
yo no entendía una palabra de checo, ni tampoco Adolfo. Lamentaba verdaderamente
el tiempo perdido.
-Si no tienes nada que objetar, me marcharé ahora - le dije a Adolfo.
Este se volvió furioso hacia mí:
-¿Ahora, en medio de la sesión?
-Pero si yo no entiendo una sola palabra de lo que dice este hombre.
-No tienes ninguna necesidad de entenderlo. Es un discurso de obstrucción.
Ya te lo he explicado.
-Prefiero marcharme, pues.
-¡Quédate! - exclamó Adolfo, furioso, y me obligó
a permanecer sentado tirándome de la chaqueta.
Me quedé, pues, sentado, y dejé que siguiera hablando el bizarro
checo, que parecía ya bastante agotado.
Nunca me admiró tanto Adolfo como en esta ocasión. Era extraordinariamente
inteligente y tenía, ciertamente, todos sus cinco sentidos. Pero cómo
podía escuchar con todos los nervios en tensión este discurso,
del que no entendía una sola palabra, se me hacia realmente difícil
de comprender. Sin embargo, pensé para mis adentros, es posible que la
culpa fuera mía, y era probable que yo no entendiera todavía cuál
era la verdadera esencia de la política.
A menudo me preguntaba, en aquel entonces, por qué me obligaría
Adolfo a acompañarle al Parlamento. No pude descifrar este enigma, hasta
que un día comprendí que Adolfo necesitaba un compañero
con el que elaborar sus impresiones. En estos días aguardaba con impaciencia
mi regreso a casa por la noche. Apenas había cruzado el dintel de la
puerta, me recibía ya:
-¿Cómo has tardado tanto?
No había probado yo todavía un solo bocado, cuando me decía:
-Cuándo piensas acostarte?
Esta pregunta tenía una especial justificación. Como nuestra habitación
era tan pequeña que Adolfo no podía recorrerla arriba y abajo
más que cuando yo estaba sentado en el taburete ante el piano o me acostaba,
necesitaba crearse espacio para lo que tenía que decirme.
Apenas me había deslizado en el lecho, empezó Adolfo a caminar
con apresurados pasos arriba y abajo y a descargar su contenida pasión.
En el excitado tono de su voz pude darme cuenta yo de hasta qué punto
le acosaban sus pensamientos. Rebosaba de ellos literalmente, y debía
descargarse, para poder tolerar las enormes tensiones que llenaban su interior.
¡Y que es lo que le agitaba tanto! Era, a fin de cuentas, siempre lo mismo:
su amor desmedido por todo lo alemán. Pendía con verdadera devoción
del pueblo madre. Nada en el mundo estaba para él más alto que
el amor por todo lo que era alemán.
Pero justamente lo alemán debía sostener una difícil y
amarga lucha en el suelo de la monarquía danubiana para poder conservar
su existencia nacional. Él mismo escribe más tarde a este respecto:
"Nadie se daba cuenta de que si en Austria no hubiese existido un núcleo
alemán de la mejor sangre, el germanismo no hubiera tenido jamás
la energía necesaria para dar su sello a un Estado de 52.000.000 de habitantes,
y hasta tal punto que en Alemania mismo pudo surgir incluso la errónea
opinión de que Austria era un Estado alemán. Un error de las más
graves consecuencias, pero a pesar de ello un brillante testimonio para los
10.000.000 de alemanes en la Marca del Este..."
Y, más adelante, dice:
"Enormes eran las cargas que se pretendía imponer al pueblo alemán,
inauditos sus sacrificios en impuestos y en sangre, y a pesar de ello cualquiera
no del todo ciego debía reconocer, que todo esto habría de ser
en vano. Lo que más dolor nos causaba de todo ello, era todavía
el hecho de que todo este sistema era cubierto moralmente por la alianza con
Alemania, con lo que la lenta eliminación de lo alemán en la vieja
monarquía era sancionado, incluso, en cierto modo por Alemania misma."
Pero ¿de dónde podía venir la ayuda, sino de Alemania?
El emperador era incapaz de dirigir la lucha de todos contra todos. El heredero
del trono, Franz Ferdinand, en el que se habían concebido muchas esperanzas,
estaba casado con una condesa checa, la condesa Chotek, y proyectaba la constitución
de un fuerte bloque eslavo de sello católico. Así, los alemanes
en Austria debían confiar en ellos mismos y luchaban amargamente por
sus derechos.
Con el corazón rebosante tomó parte Adolfo en esta apasionada
lucha. Que la situación política fuera tan desesperada para los
alemanes y pareciera sin salida, estimulaba hasta el máximo su celo y
le hacia odiar a la casa imperial.
Así, pues, yo yacía despierto en la cama, en tanto que Adolfo,
como tan a menudo, caminaba excitado arriba y abajo y se dirigía a mí
con tal pasión, como si yo no fuera un pobre e insignificante estudiante
de música, sino un poderoso político, que hubiera de decidir sobre
el ser o no ser del pueblo alemán.
Inolvidable sigue siendo para mi, todavía, otra conversación nocturna.
Adolfo había hablado con una entrega casi extática. Después,
sin embargo, me describió el dolor que se cernía sobre este pueblo,
la desgracia que le amenazaba, el futuro lleno de riesgos y de peligros. Y al
hablar así luchaba visiblemente por contener las lágrimas.
Estas amargas quejas le llevaron entonces, empero, una vez más, a sus
esperanzados pensamientos. Habló de nuevo del Reich de todos los alemanes,
que pondría en su lugar a los "pueblos anfitriones", como llamaba
a los demás pueblos de la monarquía.
Cuando estas disquisiciones se prolongaban demasiado, solía dormirme
a veces. Tan pronto se daba cuenta, me agitaba hasta despertarme, y me preguntaba,
gritando, si sus palabras acaso ya no me interesaban. En este caso podía
seguir durmiendo tranquilamente, como dormían en este tiempo todos aquellos
que carecían de conciencia nacional. Pero me aprestaba a incorporarme
en el lecho y me esforzaba por mantener abiertos los ojos.
Más adelante, Adolfo concibió un método más amistoso
en estas conversaciones nocturnas. En lugar de perderse en utopías, se
limitaba a problemas, de los que suponía que habrían de interesarme.
Así, en cierta ocasión se lanzó al ataque contra las asociaciones
de ahorro, formadas en numerosas pequeñas hospederías de los barrios
obreros.
Cada uno de sus miembros pagaba, semanalmente, una determinada cuota y recibía
por Navidad la suma ahorrada. El cajero era, casi siempre, el dueño del
local. Adolfo criticaba estas asociaciones porque la bebida consumida por el
trabajador en una de estas "veladas de ahorro", era, a menudo, más
elevada que la suma ahorrada, de forma que, en realidad, el patrón era
el único beneficiado. En otra ocasión me describió, con
vivos colores, la manera como se imaginaba los hogares para estudiantes en su
"Estado ideal". Unos dormitorios sencillos y claros, un estudio, un
salón de música y una sala de dibujo para ser utilizada comúnmente,
comida sencilla pero nutritiva, entradas para los conciertos, óperas
y exposiciones artísticas, y billetes gratis para dirigirse a sus respectivas
facultades.
Así como a menudo son justamente los incidentes sin importancia los que
se graban más fuertemente en la memoria, puedo acordarme de una de estas
conversaciones nocturnas, en la que se habló del avión de los
hermanos Wright. En un articulo de periódico, que me leyó Adolfo
en voz alta, se decía que estos mundialmente famosos pioneros de la aviación
habían instalado en su avión un pequeño cañón,
relativamente ligero, con el que pretendían probar el efecto con que
era posible disparar desde el aire. Adolfo, que era marcadamente pacifista,
se indignó por esta noticia. "Apenas se ha hecho un nuevo descubrimiento
- afirmó-, cuando se le coloca ya al servicio de la guerra. ¿Quién
es el que ordena las guerras? En modo alguno el hombre pequeño. Bien
lejos de ello! La guerra la disponen las testas coronadas o sin corona, impulsadas
e incitadas por la industria de los armamentos situada detrás de ellos.
En tanto que estos hombres ganan sumas gigantescas y se mantienen bien alejados
de los disparos, el hombre pequeño debe poner en juego su vida, sin saber
para qué."
Estas "pequeñas gentes", el "pobre y traicionado pueblo",
jugaban un dominante papel en el pensamiento de Adolfo. En cierta ocasión
pudimos presenciar en el Ring una manifestación obrera. De manera repentina
se transformó todo el aspecto de la concurrida calle. Las elegantes tiendas
bajaron apresuradamente las puertas metálicas. Se detuvo el tranvía.
Los policías, a pie y a caballo, salieron al encuentro de los manifestantes.
Nosotros estábamos en medio de los espectadores en las cercanías
del Parlamento, y pudimos presenciar desde la primera fila la excitante escena.
Esta visión se ha quedado grabada en mi imaginación. "Este
era el ambiente - pensé con el corazón palpitante, que Adolfo
llamaba el "embate de la revolución"". Algunos hombres
marchaban al frente de la manifestación, y llevaban una pancarta que
ocupaba toda la anchura de la calle. En ella estaba escrita una sola palabra:
Hambre Para mi amigo no hubiera podido haber una palabra más enardecedora
que ésta, que le incitara a participar de la miseria de las depauperadas
masas, pues cuán a menudo debía pasar Adolfo también hambre.
Adolfo estaba allí, a mi lado, y captaba la escena con todos sus sentidos.
Por fuerte que fuera, en este instante, su identificación por estas personas,
se mantenía todo lo más alejado de ellas posible y contemplaba
toda la escena con tanta objetividad y serenidad, como si, lo mismo que en sus
visitas al Parlamento, no tuviera otro interés que estudiar el desarrollo
de su conjunto, por así decirlo, la realización técnica
de una tal demostración. A pesar de sentirse tan solidario de estas "pequeñas
gentes", no pensaba, siquiera, en intervenir de manera activa en la manifestación,
que se dirigía contra el aumento en el precio de la cerveza, dado a conocer
justamente en estos días.
Continuamente llegaban nuevas masas de obreros. Todo el Ring parecía
llenarse de gentes llenas de excitación y apasionamiento. La manifestación
no podía ya abarcarse con la mirada. Algunos de ellos llevaban banderas
rojas. Pero más aún que las pancartas y las banderas, sus figuras,
míseramente vestidas y el rostro de los manifestantes, con la expresión
marcada por el hambre y la miseria, revelaban cuan grave era la situación.
Amargadas exclamaciones, gritos de indignación se oían por doquier.
Los puños se blandían llenos de cólera. Los primeros de
la manifestación habían alcanzado la plaza frente al Parlamento
y trataban de asaltar el edificio; de repente, los policías que habían
seguido a la manifestación, desenvainaron sus armas y cargaron sobre
los mas próximos, sable en alto. Como respuesta, una granizada de piedras
voló hacia los policías. Durante unos instantes se mantuvo indecisa
la situación. Pero luego, gracias a la llegada de nuevos refuerzos, pudieron
ser dispersados los manifestantes y disuelto el tumulto.
Esta escena había conmovido profundamente a Adolfo. Sin embargo, fue
tan sólo de repaso ya a nuestra habitación cuando expresó
su identificación hacia los manifestantes. Compartía los anhelos
de los hambrientos, de los desheredados. Pero rechazaba también, rotundamente,
a los hombres que organizaban estas manifestaciones.
¿Quiénes eran los que tiraban los hilos que se ocultaban detrás
de estos hombres doblemente engañados y que les hacían moverse
según su voluntad? Ninguno de estos hombres obscuros se dejaba ver en
tales manifestaciones. ¿Por qué? Porque podían llevar a
cabo sus manejos mucho mejor en la penumbra y, además, porque no querían
arriesgar su cabeza, pues temían a las fuerzas contra las que movilizaban
estas masas, tanto como a las masas mismas. ¿Quién es el que guía
a este pueblo en la miseria? No son hombres que comparten la miseria del pequeño
hombre, sino políticos ambiciosos, ávidos de poder, en parte incluso,
ajenos al pueblo, que se enriquecen con la miseria de las masas. Un estallido
de cólera contra estos buitres políticos concluyó la amargada
acusación de mi amigo. Esta era su demostración.
Una pregunta que le torturaba después de una escena semejante, aunque
no la hubiera jamás expresado directamente, era: ¿A qué
lado se encontraba él? Si se consideraban sus propias condiciones de
vida, su situación económica, el ambiente social en el que vivía,
no cabía la menor duda de que debía alinearse entre aquellas personas
que marchaban detrás de las pancartas. Vivía en una casa mísera,
llena de chinches, muy a menudo no comía al mediodía más
que un pedazo de pan seco en un banco del parque de Schönbrunn. Quizá
hubiera entre estos manifestantes muchos a quien las cosas no le fueran tan
mal como a él. ¿Y por qué no marchaba, pues, al lado de
estos manifestantes? ¿Qué es lo que le contenía?
Quizá fuera la sensación de que, por su origen, pertenecía
a otra clase social enteramente distinta. Era el hijo de un funcionario austríaco
con rango de capitán. Cuando pensaba en su padre, le veía como
el oficial de aduanas, de todos respetado y considerado, ante quien la gente
se quitaba el sombrero, y cuya palabra era decisiva en las reuniones en el café.
Por su dignidad y porte, el padre no tenía nada que ver con estas gentes
en la calle.
De la misma manera como temía ser contagiado por la decadencia general
moral y política de los círculos elevados, mayor era, todavía,
el temor que sentía por la proletarización. Es cierto que vivía
como proletario, pero no quería serlo de ninguna manera. Es posible que
detrás del increíble derroche de energía con que seguía
sus estudios, se ocultaba, instintivamente, el propósito de protegerse
de la caída en esta miseria de las masas gracias a su amplia fundamentada
cultura.
En el fondo, sin embargo, seguía siendo decisivo para Adolfo el hecho
de que en sus opiniones políticas no se sintiera atraído hacia
ninguno de los partidos y movimientos dominantes. Es cierto que me decía
a menudo que era partidario de Schönerer en cuerpo y alma. Pero esto lo
decía solamente entre las cuatro paredes de nuestra habitación.
Como estudiante hambriento y carente de todo futuro se hubiera encontrado desplazado
en las filas de un Georg Ritter von Schönerer. Para poder identificarse
por completo con este hombre, el movimiento de Schönerer hubiera precisado
un impulso social más poderoso. ¿Qué es lo que podía
ofrecer Schönerer a las masas, que se manifestaban, hambrientas, por el
Ring? A sus enemigos, empero, a la socialdemocracia, les faltaba la comprensión
para la difícil situación en que se encontraban los alemanes en
Austria. La base internacional, marxista, sobre la que se había desarrollado
este movimiento separaba a las masas de las "pequeñas gentes"
- y esto es, a fin de cuentas, el pueblo mismo - de las decisiones en un plano
nacional, decisiones tan necesarias para el futuro del pueblo como una solución
de los problemas sociales. Entre los cerebros políticos dirigentes de
aquella época, el alcalde de Viena, Karl Lueger, era quien mas imponía
a Adolfo. Pero para identificarse por entero con su partido, le molestaba su
relación con el clero, que intervenía continuamente en la política.
Es por ello que Adolfo no encontraba ninguna patria espiritual en esta época
para los ideales que le llenaban. En su pensamiento político seguía
siendo un solitario.
A pesar de que en su absoluta independencia no pertenecía a ningún
partido, a ninguna organización, ni entraba en ninguna asociación
- con la única excepción a que me referiré más tarde-,
no era preciso más que salir con él a la calle para comprender
con que intensidad participaba de la suerte de las demás personas. La
ciudad de Viena le ofrecía, a este respecto, un magnifico material de
enseñanza. Cuando recorríamos los distritos de Rudolfsheim, Fünfhaus
u Ottakring, y los trabajadores que regresaban al hogar cruzaban por nuestro
lado, podía suceder que Adolfo me asiera fuertemente por el brazo, diciendo.
-¿Lo has oído, Gustl? Checo!
En otra ocasión nos encaminamos por Spinnerin hacia la Cruz, porque Adolfo
quería admirar este viejo símbolo de Viena. Entonces nos encontramos
con unos obreros de una fábrica de tejas que hablaban italiano con vivas
gesticulaciones.
-¡Ahí tienes a tu Viena alemana! - gritó indignado.
También ésta era una de las frases continuamente repetida: "La
Viena alemana". Pero Adolfo pronunciaba estas palabras con una amarga entonación.
¿Era acaso esta Viena a la que de todas partes acudían checos,
magiares croatas, polacos italianos, eslovacos, rutenos y, sobre todo, judíos
de la Galitzia, todavía una ciudad alemana?
Para él, las circunstancias imperantes en Viena se habían convertido
en el símbolo de lucha por el germanismo en el Estado de los Habsburgo.
Odiaba esta babel de pueblos en las calles de Viena, este "incesto encarnado",
como escribió más tarde. Odiaba a este Estado, que arruinaba todo
lo alemán. Y su odio se dirigía directamente a las cabezas de
este Estado. La casa imperial, el clero que intervenía en la política,
la nobleza, el gran capital, el judaísmo.
El Estado de los Habsburgo debía desaparecer, cuanto antes mejor, pues
cada día que seguía existiendo todavía este Estado le costaba
al pueblo alemán dignidad, existencia, terreno y, sobre todo, personas.
La fanática lucha de las distintas naciones de este Estado entre sí
la consideraba Adolfo como el síntoma más decisivo de la esperada
decadencia del Estado. Iba a1 Parlamento para tomar el pulso, por decirlo así,
al moribundo paciente, cuyo pronto fin se profetizaba ya de todos los lados.
Lleno de impaciencia aguardaba este momento pues tan sólo cuando el Estado
de los Habsburgo hubiera desaparecido quedaría libre el camino para aquellas
soluciones que él soñaba en sus horas de soledad.
Su odio almacenado contra todas las fuerzas que oprimían al germanismo
se concentraba sobre todo en el judaísmo, que en Viena ocupaba una destacada
posición. Yo no tardé mi darme cuenta de ello. Un pequeño
incidente, al parecer sin importancia, ha quedado en mi recuerdo.
Yo opinaba que la mísera existencia llevada por Adolfo tendría
que llegar a su fin. Lo mejor sería ayudarle para que pudiera valerse
de sus disposiciones como escritor. Un compañero mío, que estudiaba
en el Conservatorio para cantante, trabajaba tomo periodista en el Wiener Tagblatt..
Yo le hablé de Adolfo. El joven mostró una gran comprensión
por esta situación y me propuso que mi amigo escribiera primero, a titulo
de prueba, un trabajo literario y que fuera a entregárselo personalmente
durante las horas de trabajo en la redacción. Luego podrían discutirse
los detalles. Adolfo escribió en esta noche una novela, de la que, por
desgracia, no recuerdo más que el titulo. Se llamaba "La mañana
siguiente", un titulo lleno de presentimientos, pues a la mañana
siguiente, cuando nos encaminamos a la Langegasse para hablar con mi colega,
hubo un enorme escándalo. Armas hubo visto Adolfo al hombre sin soltar
la novela de la mano, se volvió hacia la puerta y me gritó en
la escalera:
-¡Estúpido! ¿Acaso no has visto que es un judío?
Yo no me había dado, ciertamente, cuenta de ello. Pero, a partir de entonces
me volví más precavido en estos asuntos.
La situación no tardó en empeorar. Justamente los días
en que debía ejercitarme muchas horas para mi examen entró Adolfo
muy excitado en la habitación. Venia de la Jefatura de policía-me
explicó-, pues había tenido un incidente en la Mariahilfer Strasse
con un judío, naturalmente.
Estaba tan excitado que tuvo que andar primero un rato arriba y abajo por la
habitación antes de poder referirme con hilvanadas palabras lo sucedido.
Delante de los almacenes Gerngross se encontraba un "Handelee". La
palabra "Handelee" caracterizaba a los judíos orientales, vestidos
con un caftán y botas, que solían comerciar en calles y plazas
con cordones para los zapatos, botones, tirantes y demás menudencias
El "Handelee" formaba el escalón inferior de aquellos judíos,
rápidamente asimilados, que en el curso del tiempo llegaban a ocupar
destacadas posiciones en la vida económica austríaca. A los "Handelees"
les estaba prohibido pedir limosna a los transeúntes. Este hombre, sin
embargo, tendía la mano abierta a los que ante él pasaban, y algunos
le habían dado un par de kreuzer. Un policía que se había
dado cuenta de ello invitó al judío a que se identificara. Entonces
empezó éste a retorcerse las manos, gimiendo que era un hombre
pobre, viejo y enfermo, y que debía vivir de su pequeño comercio
Pero no había pedido limosna. El policía condujo al "Handelee",
que gemía y protestaba, al cuartelillo e invitó a los presentes,
que habían sido testigos de que el hombre pedía limosna, a prestar
declaración en este sentido. A pesar de su resistencia a presentarse
en publico, se había anunciado Adolfo como testigo. Así había
podido luego presenciar cómo lo extraían al "Handelee"
tres mil coronas del caftán; una prueba concluyente, según afirmaba
Adolfo, de la explotación de Viena por parte de los judíos inmigrados
del Este.
Este incidente ha sido referido también en su obra Mí lucha. Adolfo
escribe a este respecto:
"Cuando un día caminaba yo por el centro de la ciudad, tropecé,
de repente, con una figura vestida con un largo caftán con rizos negros.
¿Era éste también un judío? fue mi primer pensamiento.
Éste no era, ciertamente, el aspecto de los judíos de Linz. Observé
al hombre con disimulo y cautela, pero cuanto más contemplaba yo este
extraño rostro, estudiándolo rasgo por rasgo, tanto mas se convertía
en mi cerebro la primera pregunta en otra pregunta: ¿es éste también
un alemán? Como de costumbre en estos casos, empecé a intentar
disipar mis dudas por los libros."
Recuerdo todavía con qué celo estudiaba Adolfo en aquel entonces
el problema de los judíos, cómo hablaba continuamente de ello,
y cuán poco me interesaba a mí este problema. En el conservatorio
había también judíos, tanto entre los profesores como entre
los alumnos. No obstante, mis experiencias con ellos eran excelentes y yo tenía
magnificas relaciones personales con algunos de ellos. ¿ Acaso no estaba
Adolfo mismo entusiasmado por Gustav Mahler y escuchaba con placer las composiciones
de Mendelssohn-Bartholdy? No había que considerar el problema de los
judíos simplemente desde el punto de vista de los "Handelee".
Yo traté de apartar con cautela a Adolfo de su obstinado punto de vista.
La respuesta fue muy peculiar:
-Ven, Gustl - dijo, una vez más, y yo tuve que dirigirme con él
a pie, para ahorrar el dinero del tranvía, hasta la Brigittenau.
¡Cuán asombrado me sentí cuando Adolfo me llevó hasta
la sinagoga! Entramos en el templo.
- Déjate puesto el sombrero - me susurró Adolfo al oído.
Efectivamente, todos los hombres conservaban puesto el sombrero. Todavía
me llamó más la atención observar que todos ellos hablaban
aquí en voz tan alta como en el mercado. Adolfo había podido averiguar
que en esta sinagoga y a una hora determinada debía tener lugar una boda.
En efecto, así fue. Esta ceremonia causó en mi una profunda impresión.
Primeramente, todos los judíos allí reunidos entonaron una extraña
antífona, que me gustó. Después, el rabino pronunció
una plática en hebreo y colocó, finalmente, la filacteria en torno
a la frente de los novios.
Yo tomé esta extraía visita como una señal de que Adolfo,
en su empeño por estudiar el problema de los judíos, se había
propuesto llevarlos a cabo con la misma meticulosidad de costumbre, y quería
convencerse de las costumbres religiosas todavía en vigor entre los judíos.
Tal vez esto pudiera contribuir a suavizar su obstinada actitud.
Pero me había engañado al suponer esto, pues un día regresó
Adolfo a casa y exclamó, decidido:
Hoy he ingresado en la liga antisemita y te he inscrito también a ti.
Éste era el punto culminante de aquella violación política
a la que yo me había ido acostumbrando lentamente en mis relaciones con
Adolfo. Pero me sentí tanto más asombrado cuanto que Adolfo evitaba
siempre, con el máximo cuidado, ingresar en cualesquiera asociación
u organizaciones. Guardé silencio, pero en mi interior decidí
resolver en adelante mis asuntos por mí mismo.
Cuando vuelvo mi pensamiento a aquellos tiempos vividos en Viena y me represento,
una vez más, el contenido de aquellas largas conversaciones nocturnas,
debo reconocer que Adolfo había alcanzado ya aquella "imagen del
mundo" - una expresión a la que estaba muy aficionado en aquel entonces
- de acuerdo con la cual organizó y dispuso más tarde su entera
existencia. Esta imagen procedía de las impresiones y experiencias directas
obtenidas en la calle, aumentada y profundizada cada vez más en el curso
de sus lecturas. Y yo pude ser testigo de su exteriorización, la primera,
y a menudo aún poco equilibrada y madura, pero llena de pasión.
Pero yo no daba a todo ello una gran importancia, pues mi amigo no desempeñaba
ningún papel en la vida pública, no tenía relación
con nadie, fuera de mi, y, en consecuencia, todos sus proyectos y detalles políticos
pendían enteramente del aire. Que más tarde pudieran convertirse
en realidad, no me atrevía siquiera a imaginármelo.
BRUSCA RUPTURA DE LA AMISTAD
Los exámenes en el Conservatorio
habían pasado ya. Yo había obtenido en ellos excelentes calificaciones.
Ahora me quedaba todavía dirigir el concierto para violín en la
mayor de Mozart - el solista era mi compañero de estudios Karl Penn -
y una parte del concierto para piano en do menor de Beethoven, con la señora
Erika Hornik como solista, una tarea en modo alguno fácil, si se tiene
en cuenta la timidez de la solista y... del director. Sin embargo, todo fue
perfectamente. Mucho más excitante fue para mí la segunda noche,
en la que el cantante de cámara Rossi cantó por vez primera tres
canciones: acompañado de orquesta compuestas por mí y dos tiempos
de mi sexteto para instrumentos de cuerda. Ambas composiciones me aportaron
un bello éxito. Adolfo se encontraba en el camerino de los artistas,
cuando el profesor Max Jentsch, que había sido mi maestro en teoría
de la composición, me felicitó. También lo hizo el dirigente
de la escuela de directores de orquesta Gustav Gutheil y, finalmente, se presentó
así mismo en el camerino el director del conservatorio para estrecharme
cordialmente la mano. Esto significaba mucho para mí, que sólo
un año antes trabajaba en el polvoriento taller de tapicería de
mi padre. Adolfo ardía de entusiasmo y estaba realmente orgulloso de
su amigo. Yo podía imaginarme fácilmente lo que se agitaba en
su corazón. Con seguridad, nunca hasta entonces había comprendido
tan amargamente como en esta ocasión la indecisión de su estancia
en Viena, al ver cómo en medio de mi embriagador triunfo me encontraba
en el firme y seguro camino en pos de la meta por mi elegida.
Pocos días después había terminado ya el curso. Sentía
una íntima alegría por el regreso al hogar, pues, a pesar de mis
afortunados estudios, en medio de esta extraña capital no me había
abandonado jamás el amargo sentimiento de la nostalgia. Adolfo carecía
de hogar, y no sabía adónde debía dirigirse. Entre los
dos discutimos nuestro porvenir en las siguientes semanas y meses. También
la señora Zakreys entró silenciosamente en nuestra habitación
preguntó, entre tosecillas, qué es lo que nos proponíamos
hacer ahora.
-Sea como sea nos quedaremos juntos - manifesté yo en seguida, palabras
por las que quería significar no solamente que estaba conforme en mantenerme
al lado de Adolfo, esto me parecía lógico-, sino también
que seguiríamos viviendo en casa de la señora Zakreys, con la
que tanto habíamos congeniado. Por lo demás, yo había hecho
ya mis planes: inmediatamente después de terminado el curso me proponía
partir para Linz, para permanecer allí hasta el otoño en casa
de mis padres, para pasar acto seguido el período de ocho semanas de
servicio en la reserva, cosa que había comunicado ya a la dirección
del Conservatorio. A lo más tardar en la segunda quincena de noviembre
me proponía estar de regreso en Viena. Prometí mandar regularmente
mi parte del alquiler a la señora Zakreys para que nos guardara la habitación.
La señora Zakreys se proponía dirigirse también en los
próximos días al campo. Tenía parientes en Moravia, a los
que se proponía visitar. Su única preocupación era tener
que dejar la vivienda sola. Pero Adolfo tranquilizó inmediatamente a
la buena mujer. Él se quedaría aquí esperando su regreso.
Después podría dirigirse también él, por un par
de días, a casa de los parientes de su difunta madre en el Waldviertel.
La señora Zakreys se mostró muy satisfecha por esta solución
y nos reiteró cuán contenta estaba de nuestra compañía.
En toda Viena no encontraría ella dos señoritos tan amables, que
pagaban con toda puntualidad su alquiler y que no llevaban a sus amistades femeninas
a la habitación.
Cuando estuve a solas con Adolfo le dije que en los próximos años
trataría de ingresar como viola en alguna orquesta sinfónica en
Viena. Con ello mejoraría mi situación económica de tal
manera que me sería posible ayudarle también a Él. Adolfo,
que en estos días se mostraba sumamente irritable, no dijo ni sí
ni no a mi propuesta. No pronunció tampoco la menor palabra acerca de
sus pronósticos para el futuro, pero yo no le tomé a mal esta
actitud a la vista de mis éxitos. Para mi gran extrañeza no me
encargó tampoco le informara acerca de Estefanía. Sin embargo.
me hice el propósito de escribirle cuanto pudiera averiguar. Adolfo me
prometió escribirme a menudo e informarme de todos los acontecimientos
ocurridos en Viena que pudieran interesarme.
La despedida - la fecha, a principios de julio de 1908, tiene una especial importancia
- fue muy difícil para los dos. Aun cuando a pesar de mi natural docilidad
no siempre me había sido fácil adaptarme a la manera de ser de
Adolfo, nuestros sentimientos de amistad habían triunfado siempre por
encima de todas las dificultades personales. Pronto se cumplirían los
cuatro años de nuestra amistad, y nos habíamos adaptado el uno
al otro en nuestras cosas externas. El rico tesoro de nuestros recuerdos artísticos
comunes en Linz y en muchas maravillosas excursiones se había luego incrementado
y ahondado en Viena de manera considerable. Para mí, Adolfo en Viena
significaba una parte de mi hogar, pues él había compartido los
más bellos momentos de mi juventud y me conocía mejor que cualquier
otra persona. A él tenía yo que agradecer el haber podido ingresar
en el Conservatorio. Este sentimiento de agradecimiento, ahondado por la comprensión
de una auténtica amistad, surgida de nuestras comunes vivencias, me unía
a él de manera indisoluble. Yo estaba dispuesto a aceptar también
en el futuro todo lo que pudiera aportarme su impulsivo temperamento. Cuánto
apreciaba yo a Adolfo como amigo, al aumentar mi madurez y comprensión
de la vida, lo demuestra el hecho de que a pesar de nuestra íntima vida
en común y de lo divergente de nuestros intereses nos habíamos
entendido realmente mucho mejor en Viena que en Linz. Estaba dispuesto a seguirle,
no sólo al parlamento, sino también a la sinagoga, incluso a la
Spitelgasse y Dios sabe adónde, y me alegraba de poder pasar también
el tiempo de mis próximos estudios a su lado.
Naturalmente, yo significaba para Adolfo mucho menos de lo que él significaba
para mí. Que yo me hubiera trasladado con él a Viena desde su
patria, le recordaba quizá, aun en contra de su voluntad, sus difíciles
circunstancias familiares y la extrema miseria de su juventud. Es cierto también
que mi presencia le rememoraba así mismo su amor por Estefanía,
pero, sobre todo, Adolfo había tenido ocasión de apreciarme como
voluntarioso oyente. No podía desearse un público mejor, pues,
por obra y gracia de su elocuencia tan sugestiva, estaba dispuesto a admitir
sus razonamientos, aun en aquellos casos en los que yo era de opinión
enteramente opuesta a la suya. Pero, para él y lo que él se proponía,
mis opiniones carecían por entero de trascendencia. Me necesitaba a mí
simplemente para poder hablar de sí mismo, pues no podía sostener
monólogos en voz alta en el viejo banco de piedra en el parque de Schönnbrunn.
Cuando se sentía absorbido por una idea, de tal manera que necesitaba
descargarse, me necesitaba a mí, de la misma manera que un solista precisa
de su instrumento para poder comunicar una expresión a sus sentimientos.
Este, por decirlo así, "carácter instrumental" de nuestra
amistad, hacía que yo fuera para él más valioso de lo que
correspondía a mis propias y modestas disposiciones.
Así, pues, nos despedimos el uno del otro. Adolfo me aseguró por
milésima vez cuán a disgusto se quedaba solo en esta ciudad. Me
sería fácil imaginarme cuán solitario se sentiría
él en nuestra habitación. De no haber anunciado a mis padres mi
llegada, es posible que hubiera permanecido aún un par de semanas en
Viena, a pesar de mis accesos de nostalgia por el hogar.
Adolfo me acompañó hasta la estación del Oeste. Coloqué
mi equipaje sobre mi asiento y salí, una vez más, al andén.
Adolfo odiaba toda suerte de sentimentalismos. Cuanto más intensamente
algo le afectaba, más frío se mostraba externamente. Así,
pues, se limitó a tomar mis manos - cosa extraordinaria, que me tomara
las dos manos - y las estrechó firmemente. Luego se volvió y se
encaminó, con pasos presurosos, hacia la salida, sin volverse ni una
sola vez. Yo me sentí abatido. Subí al tren y me alegré
cuando arrancó éste y me hizo imposible cualquier otra decisión.
Mis padres se alegraron de tener de nuevo entre ellos a su único hijo.
Por las noches tuve que contarles con toda suerte de detalles el resultado de
mi concierto final de curso. Los resplandecientes ojos de mi madre eran para
mí la mejor de las recompensas. Cuando a la mañana siguiente,
con la camisa arremangada, ceñido al cinto el azul mandil de trabajo,
entré en el taller y me dispuse a ayudarle, se mostró satisfecho
también mi padre, pues vio que yo tenía en gran estima el oficio
que constituía la base de nuestra existencia. Sin muchos cumplidos me
confió un gran encargo del municipio para su ejecución.
En mis horas libres encontraba mucho a faltar a Adolfo. Me hubiera gustado poderle
escribir algo acerca de Estefanía, aun cuando no hubiera recibido ningún
encargo de él en este sentido. Pero no tenía ocasión de
verla. Probablemente se habrían dirigido con su madre a pasar los meses
de verano en el campo.
Como yo había dejado algunos asuntos por resolver en Viena, le escribí
a Adolfo para que me hiciera el favor de poner en orden estos asuntos míos.
Ante todo debía pagar mi cuota mensual al cajero de la asociación
musical, Riedl. Además, debía recoger allí mi libro de
socio y mandarme las publicaciones editadas por la asociación musical.
Adolfo cumplió minuciosamente estos encargos y me envió lo que
le solicitaba. En una tarjeta postal que me mandó el 15 de julio de 1908,
en la que se representaba el llamado Graben, en el distrito primero, me daba
cuenta de ello. El texto de esta tarjeta es el siguiente:
"Querido Gustl:
"Fui tres veces a ver a Riedl sin encontrarle jamás: hasta el jueves
por la tarde no pude pagarle. Te doy mis más expresivas gracias por tu
carta y especialmente por tu postal. La fuente tiene, ciertamente, un aspecto
muy prosaico. Desde tu partida trabajo con gran celo, a menudo de nuevo hasta
las dos o las tres de la madrugada. Ya te escribiré cuando parta de aquí.
No tengo el menor deseo de ello si viene también mi hermana. Por lo demás,
no hace aquí mucho calor e incluso llueve alguna que otra vez. Te mando
también tus revistas, así como el libro. Muchos saludos para ti
y para tus apreciados padres de
Adolfo Hitler."
La fuente de la que Adolfo escribe
que era muy "prosaica" había sido levantada en el Volksgarten.
La escultura que debía adornarla procedía del escultor Hanak y
llevaba el título "Alegría en la belleza", que Adolfo
consideraba como una ironía en vista de la sobria objetividad de su representación.
Interesante es la alusión a su hermana, con la que se refiere a Angela
Raubal. A Adolfo no le era en modo alguno agradable que Angela fuera también
al Waldviertel, pues después de la discusión con su esposo no
quería volver a encontrarse con ella.
Pocos días después llegó de nuevo una tarjeta de Adolfo,
fechada el 19 de julio de 1908, que mostraba una vista del dirigible "Zeppelin",
que en aquel entonces era considerado como una obra de arte de la moderna técnica
y que se tenía en cierto modo como el símbolo de la futura importancia
de la navegación aérea para la Humanidad.
Esta tarjeta tiene el texto siguiente:
"Querido amigo:
" Mis mejores gracias por tu amabilidad. No necesitas mandarme por el momento
más mantequilla ni queso. Te doy cordialmente las gracias por tu buena
voluntad. Esta noche asistiré al "Lohengrin". Muchos saludos
para ti y tus apreciados padres de
Adolfo Hitler."
En el margen hay la siguiente observación:
"La señora Zakreys te da las gracias por el dinero y me encarga
te salude a ti y a tus padres."
Yo le había contado a mi padre la difícil situación de
mi amigo y que, a menudo, pasaba hambre, Esto había bastado para mi madre.
Sin hablar más de ello le mandó a Adolfo algunas veces en el verano
de 1908 paquetes con alimentos. Que me rogara no le mandara más, por
el momento, estaba sin duda relacionado con el proyectado viaje al Waldviertel.
Más importante para él, sin embargo, que todo esto era poder ver
"Lohengrin". Yo podía comprender perfectamente este sentimiento.
¿Cómo trabajaría ahora, completamente solo, en nuestra
habitación? Mis pensamientos estaban muy a menudo a su lado. Quizá
aprovechara la circunstancia de tener toda la estancia a su disposición
para reanudar de nuevo sus grandes proyectos arquitectónicos. Desde hacía
ya tiempo se había propuesto restaurar el Hofburg vienés. En nuestros
recorridos por el centro de la ciudad se sentía una y otra vez atraído
por este proyecto, completado ya en su imaginación, y que debía
ser simplemente fijado por el lápiz. Le molestaba que el viejo Hofburg
y las caballerizas reales estuvieran construidas de ladrillos. A sus ojos, los
ladrillos eran un material poco sólido para las edificaciones monumentales.
De ahí que estas edificaciones debieran ser demolidas y substituidas
por edificaciones de piedra del mismo estilo. Además, Adolfo quería
levantar frente al maravilloso semicírculo de columnas del nuevo palacio
una construcción adecuada para delimitar de esta manera de manera peculiar
la Plaza de los Héroes. El portal del palacio debía ser conservado.
Dos ingentes arcos de triunfo - la pregunta de qué "triunfo"
debía conmemorar estos arcos la había dejado Adolfo sabiamente
sin contestar - encima del Ring debían ser incluidos también en
el proyecto con la maravillosa plaza y los Museos Imperiales. Las viejas caballerizas
debían ser derruidas. En su lugar debía alzarse una construcción
digna del Hofburg, unida por otros dos arcos de triunfo al complejo del conjunto.
En opinión de mi amigo, Viena dispondría de esta manera de una
plaza digna de una ciudad cosmopolita.
Pero yo me había equivocado. Adolfo no se ocupaba de Viena, sino de Linz.
Quizá fuera ésta la mejor manera de compensar en su interior la
amarga sensación por la pérdida de la casa paterna y por la patria
tan distante. Linz, en la que el destino le había propinado golpes tan
espantosos, tenía que conocer ahora su agradecimiento.
Llegó una carta, cosa rara en Adolfo, que solía mandar sólo
tarjetas, siquiera fuera por ahorrarse los portes. Aun cuando ignora él
mismo "lo que debe contarme" siente la necesidad de hablarme de su
vida de ermitaño. La carta, fechada el 21 de julio de 1908, tiene el
texto siguiente en el original:
"Querido amigo:
"Habrás pensado ya, quizá, cómo es que hace tanto
tiempo que no te escribo; la respuesta es muy sencilla: no sabría qué
es lo que podría contarte, y lo que más puede interesarte. Primeramente:
sigo todavía en Viena y me quedaré también aquí.
Estoy solo aquí, pues la señora Zakreys está en casa de
su hermano. A pesar de ello me encuentro muy satisfecho en mi vida de ermitaño.
Solamente una cosa encuentro a faltar. Hasta ahora me llamaba la señora
Zakreys siempre muy temprano por la mañana, de manera que me levantaba
muy pronto para empezar a trabajar, en tanto que ahora debo confiar solamente
en mí. ¿No hay nada nuevo por Linz? ¿No se oye nada de
la sociedad para la construcción del nuevo teatro? Cuando el banco esté
terminado mándame, por favor, una tarjeta postal. Y tengo aún
otros dos favores que pedirte. Primero. Si fueras tan amable y quisieras comprarme
la "Guía por la ciudad danubiana de Linz", no el Wöhrl,
sino el editado por Krakowitz. En la portada se ve una mujer de Linz, el fondo
representa Linz desde el lado del Danubio con el puente y el palacio. Cuesta
sesenta hellers, que te adjunto en sellos. Te ruego me lo envíes inmediatamente
ya sea franco de porte o a reembolso. Ya te abonaré los gastos. Fíjate,
sin embargo de que estén incluidos el horario de la línea de vapores,
así como el plano de la ciudad. Necesito un par de datos que he olvidado
y que no encuentro en el Wöhrl. Y, en segundo lugar, te ruego que cuando
vuelvas a viajar en este buque me traigas uno de estos horarios tal como tenías
en otros tiempos, que ya te lo abonaré "a voluntad". No sé
de ninguna novedad, a lo sumo que esta mañana he sorprendido a un monstruo
de chinche, que poco después nadaba en mi sangre, y que ahora los dientes
me castañetean de calor.
"Creo que días tan fríos los habrá pocos en verano
como el de hoy. Lo mismo sucede entre vosotros, ¿no es cierto? Da muchos
saludos a tus apreciados padres, y repitiendo mis ruegos me reitero tu amigo
Adolfo Hitler."
Adolfo trabajaba con tal intensidad
en sus nuevos proyectos de transformación de Linz que en la carta incluía
todavía sesenta heller en sellos de sus escasos caudales, para que yo
le procurara la guía de la ciudad editada por Krakowitz. Con el "banco"
se refería al edificio del Banco de Austria y Salzburgo. Adolfo estaba
muy preocupado de si esta edificación no destruiría la impresión
cerrada ofrecida por la plaza principal de Linz. Yo podía comprender
perfectamente que aguardara con impaciencia noticias positivas de la sociedad
dedicada a la construcción del nuevo teatro, pues junto con el puente
sobre el Danubio el nuevo teatro de Linz era una de sus ideas favoritas.
Cuán meticuloso era Adolfo, a pesar de su propia necesidad, lo demostraba
no sólo la suma adjunta para la compra de la guía, sino la observación
de que estaba dispuesto a abonarme también el folleto horario que podía
obtenerse en los vaporcillos del Danubio.
¡Ah!, y las chinches. ¡Argucias del destino! Yo era casi inmune
contra ellas, en tanto que a Adolfo le causaban profundo asco. Muy a menudo,
después de haberme dormido mientras él se dedicaba a la caza de
chinches, me mostraba a la mañana siguiente algunos ejemplares cuidadosamente
ensartados en una aguja. Por lo demás, muchas de las casas de Viena estaban
entonces llenas de chinches. ¡Así, pues, un nuevo monstruo. había
tenido que creer en ello!
Durante mucho tiempo permanecí sin noticias. Pero luego - fechada el
17 de agosto de 1908- llegó una deliciosa carta de Adolf o, quizá
la más significativa de las que me había escrito. Su texto decía:
"Buen amigo:
"Primero te ruego me disculpes por no haberte escrito durante tanto tiempo.
Esto tenía sus buenas razones, o, mejor dicho, sus malas; no sabía
nada que hubiera podido contarte. Que yo te escriba ahora por fin demuestra
solamente que he tenido que buscar largamente para reunir un par de novedades.
Primeramente, nuestra patrona, la Zakreys me encarga te dé las gracias
por el dinero. Y segundo, yo también te doy las gracias por tu carta.
A la Zakreys le sería probablemente difícil escribirte (domina
tan poco el alemán), y me ruega agradezca a tus padres y a ti por el
dinero. Yo acabo de pasar justamente un fuerte catarro bronquial. Me parece
que vuestra asociación musical atraviesa una crisis. ¿Quién
ha editado las revistas que te mandé la ultima vez? Hacía ya tiempo
que había pagado entonces tu cuota. ¿No sabes más detalles
de ello? El tiempo es aquí muy bello y agradable; llueve muy fuerte.
Y junto a la estufa es esto una bendición del cielo. Pero ahora podré
gozarlo sólo por poco tiempo. El sábado o el domingo partiré
probablemente... Ya te lo comunicaré detalladamente. Ahora escribo bastante,
generalmente por la tarde y por la noche. ¿Has leído la última
decisión de la comunidad en relación con el nuevo teatro? Según
parece, éstos se proponen remendar una vez más el viejo trasto.
No es posible seguir así, no obstante, porque no reciben la autorización
necesaria por parte de las autoridades. De todas formas, toda esta palabrería
demuestra que estos distinguidos y definitivos factores tienen de la construcción
de un teatro la misma idea que un hipopótamo de tocar el violín.
Si mi manual de arquitectura no estuviera ya tan maltratado, lo mandaría
con gusto a la dirección del comité encargado de la construcción
del nuevo teatro. ¡Al alto, distinguido y encomiable comité para
la eventual edificación y decoración...! Y con ello termino ya.
Te saluda a ti y a tus apreciados padres muchas veces y se reitera tu amigo
Adolfo Hitler.
¡Éste es Adolfo, en
su vivo retrato! Ya el desusado encabezamiento, "querido amigo", demuestra
que se encontraba en un estado de ánimo casi emocionado. Hay que añadir
a ello la larga introducción, que caracteriza el "impulso"
tan típico de él, utilizado también en sus discursos nocturnos,
para ambientarse. El chiste del "agradable tiempo lluvioso", que surge
también en otra variante en su carta del 20 de abril del mismo año,
es utilizado para estimular a la pluma, aún reticente. Primeramente recibe
la suya nuestra buena patrona, de suave dialecto bohemio. Después cae
Adolfo sobre la asociación musical. Pero todo esto no son más
que escaramuzas para aguzar el sable, pues ahora se lanza con toda su vehemencia
sobre la asociación teatral de Linz, que no es capaz de levantar un nuevo
teatro, sino que pretende renovar, simplemente, el "viejo trasto".
Con mordaces palabras cae sobre estos burócratas provincianos, que le
amargan su idea favorita, que le ocupa desde hace ya años. Cuando leí
esta carta me pareció ver a Adolfo recorriendo arriba y abajo la habitación
entre la puerta y el piano, e increpando con vehementes palabras a estos burocráticos
consejeros municipales.
E! viaje anunciado en esta carta tuvo efecto, realmente, pues ya el 20 de agosto,
es decir, tres días más tarde, me mandó Adolfo una tarjeta
postal desde el Waldviertel, en la que se representaba el palacio de Weitra.
Sin embargo, me parece que no debía sentirse muy a gusto en casa de sus
parientes, pues no tardó en seguir una tarjeta de Viena, en la que Adolfo
me felicitaba por mi onomástica.
Así pues, todo había sucedido según lo acordado. La señora
Zakreys había estado en Moravia y Adolfo en el Waldviertel. En tanto
que la vida en la Stumpergasse seguía de nuevo su cauce normal, tuve
que presentarme, para mi dolor, el 16 de septiembre en el cuartel del regimiento
número 2 de infantería. Prefiero pasar por alto lo que tuve que
hacer en estas ocho semanas, mejor dicho, lo que me sucedió en el curso
de mi instrucción. Estas ocho semanas forman, por así decirlo,
un lugar absolutamente vacío en mi vida. Pero también este tiempo
pasó, y así pude anunciar, finalmente - era el 20 de septiembre
-, a Adolfo mí próximo regreso a Viena.
Como le escribí a Adolfo, tomé el primer tren de la mañana
para ganar tiempo, y llegué ya a las tres de la tarde a la estación
del Oeste. En la barrera, en el lugar de costumbre, debía encontrarse
Adolfo. Él me ayudaría a llevar la pesada maleta, que como saludo
de mí madre, contenía también algunas cosas para él.
¿Acaso me había pasado inadvertido? Retrocedí de nuevo.
Sea como sea, no estaba junto a la barrera. Salí a la sala de espera.
Fue en vano que mirara a mi alrededor, Adolfo no estaba allí. Quizá
estuviera enfermo. En su última carta me había escrito que su
antigua dolencia, el catarro bronquial, le había atormentado de nuevo
últimamente. Dejé la maleta en la consigna y me encaminé,
lleno de preocupación, a la Stumpergasse. La señora Zakreys me
saludó alegremente, pero se apresuró a añadir que la habitación
estaba ya alquilada.
-Pero, ¿y Adolfo, mi amigo? -le pregunté, asombrado.
La señora Zakreys me miró con los ojos muy abiertos en su rostro
surcado de arrugas y marchitado.
-Pero ¿no sabe usted de verdad que el señor Hitler ha partido?
-No, yo no lo sabía. ¿Y adónde se ha trasladado? - quise
yo saber.
-Esto no lo ha dicho el señor Hitler.
-Pero tuvo que dejar alguna nota para mí, una carta o algún breve
mensaje. ¿Cómo podré, si no encontrarle?
La patrona sacudió la cabeza.
-No, el señor Hitler no ha dejado nada.
-¿Ni siquiera un saludo?
-No ha dicho nada.
Pregunté a la señora Zakreys si había recibido puntualmente
su alquiler. Adolfo había pagado meticulosamente su parte. La señora
Zakreys me devolvió el resto que me correspondía, ya que yo había
mandado el importe del alquiler del mes de noviembre por adelantado. Lamentaba
mucho perdernos a los dos. Pero no era posible hacer ya nada. Por esta noche
ya procuraría ella alojarme.
Al día siguiente me busqué una nueva habitación. En la
Glasauerhof, cerca de la Mariahilfer Strasse, encontré una bonita y clara
pieza y me alquilé un pequeño piano.
A pesar de ello, encontraba mucho a faltar a Adolfo. Sin embargo, estaba convencido
de que algún día volvería a presentarme a mi lado. Para
hacerle esto más fácil, dejé mi nueva dirección
en casa de la señora Zakreys. Adolfo disponía ahora de tres medios
para encontrarme inmediatamente. Por mediación de la señora Zakreys
o por el secretariado del Conservatorio o a través de mis padres. Alguno
de estos caminos lo aprovecharía Adolfo, con seguridad, si quería
reunirse de nuevo conmigo. No pensé, naturalmente, en que yo podría
también encontrarle en la oficina central de empadronamiento de la jefatura
de policía.
Sin embargo, pasaron días, pasó la semana, la siguiente... Adolfo
no venía. ¿Qué habría sido de él? ¿Habría
sucedido algo entre nosotros que le hubiera incitado a separarse de mi?
En mi imaginación repasé de nuevo las últimas semanas pasadas
juntos. Es cierto que en ellas había habido divergencias de opinión
y también disputas, pero esto eran cosas habituales en Adolfo. Las cosas
no habían sido nunca de otra manera con él. Por mucho que me esforcé
en descubrir las razones de esta desaparición, no pude encontrar la menor
justificación para tal conducta. Él mismo había dicho repetidas
veces que en otoño, cuando yo regresara a Viena, quería que permaneciéramos
juntos. Ni con la menor palabra había insinuado una posible separación,
ni siquiera en un momento de enojo. Nuestra amistad se había estrechado
de tal manera en estos cuatro años, que no había nada que hablar
a este respecto. Esto era tan natural como el mutuo propósito de mantenernos
unidos también en el futuro.
Al rememorar en mi pensamiento las últimas semanas pasadas juntos, hube
de comprobar, contrariamente a lo que quería encontrar, que nuestras
relaciones mutuas habían sido mejores que en ningún otro momento,
más intimas; estas últimas semanas en Viena, con las maravillosas
vivencias en la Ópera, en el "Burg", con la aventurera excursión
al Rax, eran, por así decirlo, el punto culminante de nuestra amistad.
¿Qué es lo que podía haber incitado a Adolfo a separarse
de mí de manera tan inesperada?
Cuanto más me rompía la cabeza sobre ello, tanta más cuenta
me daba de lo que Adolfo había significado para mí. Me sentía
solo y abandonado, pues por el continuo recuerdo de nuestra amistad no podía
tampoco decidirme a buscar alguna otra relación. Aunque no dejaba de
ver las ventajas de esta situación para mis estudios, mi vida entera
se me aparecía ahora vulgar y casi aburrida. Asistir a selectos conciertos
y a las representaciones de ópera era, ciertamente, un consuelo. Pero
era lamentable no poder compartir con nadie estas emociones. En cada concierto,
a cada ópera a la que asistía, confiaba encontrarme a Adolfo.
Tal vez le encontraría a la terminación del concierto a la salida,
esperándome, y podría oír de sus labios, como en tantas
ocasiones, su familiar e impaciente:
-¡Ven de una vez, Gustl!
Pero todas las esperanzas de encontrar de nuevo a mi amigo eran en vano. Una
cosa había comprendido entre tanto: Adolfo no quería volver a
mi lado. No era la casualidad lo que le había alejado de mí, ni
tampoco la expresión de un malhumor pasajero o de unas lamentables circunstancias.
Si hubiera querido encontrarme, me hubiera encontrado, con toda seguridad.
Me resistía a dar por terminada una amistad, que tanto significaba para
mí, sin una señal de agradecimiento. Así pues, la próxima
vez que me dirigí a Linz me encaminé a la casa de la señora
Raubal, para tratar de encontrar allí su dirección.
La mujer estaba sola en casa y me recibió con extraña frialdad.
Yo le pregunté dónde vivía ahora Adolfo en Viena. Tampoco
ella lo sabía, me contestó rudamente; Adolfo no la había
vuelto a escribir. También aquí estaba yo ante el vacío.
Cuando la señora Raubal empezó a reprocharme mi parte de culpa
por mis aspiraciones artísticas que Adolfo, a sus veinte años,
no tuviera todavía ningún oficio, ni tampoco una existencia asegurada,
le expuse yo mi opinión sobre este particular y defendí a Adolfo
con toda mi alma, pues Angela no hacía más que expresar lo que
pensaba su esposo. Mi opinión sobre este no era mejor de la que Adolfo
tenía de su cuñado. La conversación se hizo cada vez más
desagradable. Así pues, me levanté y me despedí.
Pasó el año sin que yo hubiera sabido y oído nada de Adolfo.
Habían de transcurrir cuarenta años hasta saber yo, gracias al
archivero de Linz, que se ocupaba de indicar las fechas en la vida de Adolfo
Hitler, para saber que mi amigo se había trasladado de la habitación
en la Stumpergasse, porque el alquiler era demasiado elevado para él,
instalándose en uno de los llamados "Hogares para hombres"
en la Meldemannstrasse, en el distrito veinte. Adolfo se había sumergido
en la obscuridad de la gran ciudad. Para él empezaron ahora aquellos
años de la más cruel y amarga miseria, de los que él mismo
nos habla en raras ocasiones, y para los que no existe tampoco ningún
testigo de confianza, pues de una cosa no cabe la menor duda en esta fase, la
más difícil de toda su vida: no tenía ya ningún
amigo.
Ahora me fue posible comprender su anterior conducta. No quería a su
lado a una amistad, porque se avergonzaba de su propia miseria. Quería
seguir solo y solitario su propio camino, y llevar la carga que le impusiera
el destino. Era el camino hacia la soledad, al desierto, a la nada. Después
de aquella separación había podido yo comprender que el hombre
no se siente jamás tan solo como en medio de la multitud de una gran
ciudad.
De esta manera nuestra bella amistad de juventud tuvo un final poco hermoso.
Pero con el tiempo me reconcilié yo también con esta idea. Me
pareció que esta repentina conclusión de nuestra amistad, provocada
por Adolfo, era, en el fondo, más razonable que un final al que se llegara
por la mutua indiferencia, o que yo no significara la nada para Adolfo. No cabe
duda de que un final semejante hubiera sido para mí más difícil
de tolerar que aquella forzada despedida, que, en realidad, no lo era. Como
esta separación tuvo lugar en un momento en que nuestra amistad, por
lo menos en mi opinión, había alcanzado su punto máximo,
por decirlo así, ideal, la imagen de mi amigo se grabó en mi recuerdo
de una forma mucho más viva e imborrable de lo que hubiera podido conservar
su imagen a través de una despedida enturbiada como consecuencia de unas
circunstancias desfavorables. No cabe la menor duda de que ésta es la
razón de por qué estos años de mi juventud, tan distantes
ya, han quedado grabados de manera tan viva en mi recuerdo.
Capitulo III
EPÍLOGO
Después de unos intensos estudios
de cuatro años en el Conservatorio de Viena, fui contratado en octubre
de 1912 como segundo director de orquesta en el Teatro Municipal de Marburg,
donde me presenté como director de orquesta en la obra "Der Waffenschmied"
de Lortzing. Este primer trabajo independiente me reportó una gran alegría.
La ciudad, aun cuando más pequeña que Linz, era muy abierta a
las representaciones artísticas. La Asociación Musical y los orfeones
reforzaban voluntariosos los elementos puestos a mi disposición en el
teatro. Representamos un buen número de óperas cómicas,
de las que en particular "Martha", de Flotow, obtuvo un resonante
éxito. Desde las lejanas comarcas de la Estiria, una campiña agradable,
resplandeciente va por el brillo del sur, y a la que aprendí a amar,
venían los visitantes a la ciudad. Terminada la temporada me trasladé
con mi orquesta a Bad Pystian para hacerme allí cargo do la dirección
musical en el balneario. Mi contrato en Marburg tenía validez todavía
por un año más. Me había adaptado de manera excelente a
la vida en la pequeña y alegre ciudad. La general aprobación que
había encontrado aquí elevaba la conciencia juvenil de mi propio
valer y reforzaba mi celo.
En aquel entonces, después de una representación de "Eva",
me llamó el director a su palco y me presentó al director del
Teatro Municipal de Klagenfurt, que estaba interesado en contratar un director
de orquesta para su teatro. Al parecer, estaba tan impresionado por mi labor,
que me contrató en el acto para la próxima temporada. Cuando a
principios de verano de 1914 puse fin a mi actividad en Marburg, para dirigirme
a casa de mis padres en Linz, interrumpí el viaje en Marburg y me informé
acerca de mi futuro campo de actividades. Una buena orquesta de cuarenta miembros,
una bella casa, un moderno escenario, y, todo ello, además, en la capital
de Carintia, una región famosa por su elevado nivel musical. Aquí
podía atreverme a representar incluso el "Lohengrin", quizá
también "Los maestros cantores". ¿Qué más
podía yo desear? Realmente, el cielo parecía abierto para mí.
Pero tan próximos a su realización, todos los sueños de
mi juventud se desvanecieron bajo el fuego de las baterías rusas, cuando,
pocos meses más tarde, sufrí el bautismo de fuego como soldado
de la reserva del regimiento de infantería imperial número 2 en
los campos do batalla de Galitzia. Era ésta una música en la que
no había soñado jamás. Aunque no me sentía llamado
para el oficio del soldado, traté de cumplir con mi deber, lo mismo que
todos mis otros camaradas. Este intento terminó, después del espantoso
invierno en los Cárpatos del año 1915, en el mísero hospital
de campaña do Eperjes, en Hungría. Cuando los heridos graves y
enfermos fueron trasladados de allí, en un espantoso viaje que duró
siete días, hasta Budapest, en tanto que los muertos eran descargados
en las estaciones principales del trayecto, también yo creí haber
terminado con la vida, y calculaba en qué estación sería
también descargado. Pero, como en un milagro, resistí todos los
dolores y espantos de este transporte. Sin embargo, mi resistencia estaba quebrada
para siempre.
Cuando después de largos meses de enfermedad mejoré lo bastante
para poder visitar a mis padres, encontré mi hogar enteramente cambiado.
Mi padre, agotado por las fatigas del trabajo y despojado de la ilusión
de su vida, la empresa que había levantado él por sí mismo,
y que confiaba poder entregar en manos de su único hijo, la había
abandonado en el año 1916, comprando una pequeña propiedad agrícola
en Fraham, cerca de Eferding. En vano buscó allí mi madre su curación.
Cuando salí por segunda vez para el frente, murió mi padre en
septiembre del año 1918, en medio del dolor y la desesperación
de aquella época. ¡Con qué fervor le hubiera deseado yo
una muerte más bella!
El final de la guerra me sorprendió en una sección motorizada
en Viena, con la que fui desarmado el 8 de noviembre de 1918. ¿Qué
es lo que debía hacer ahora? Mis perspectivas profesionales eran igual
a cero. Los teatros de provincias estaban cerrados. Partí para Viena
en busca de algún trabajo. Los dos teatros del Estado seguían
abiertos, pero era inútil esperar poder ingresar en ellos. La orquesta
sinfónica en la que me había ganado mi sustento durante varios
años como viola en tiempos de mis estudios, había sido disuelta.
¿Qué es lo que quedaba? Algunas orquestas de baile en los grandes
cafés. No, esto no era nada para mí. Durante un tiempo trabajé
como director de orquesta en uno de los nuevos cines, al frente de la orquesta
de seis músicos, cuyo objeto era "subrayar musicalmente" las
películas mudas, actividad ésta que no me interesaba lo más
mínimo. Traté de encontrar algún empleo como viola, o por
lo menos como substituto en alguna orquesta. ¡En vano! Nadie se interesaba
tampoco por clases de repaso.
Estaba al final de mis fuerzas. En este momento llegó una carta de mi
madre. Me comunicaba que en la ciudad de Eferding había sido abierto
un concurso para cubrir la plaza de secretario de la comunidad. Y como ella
conocía muy bien a su hijo, sabía también como podría
hacerme un poco más atractiva esta oferta, de por sí tan poco
tentadora para mí. Había expuesto al alcalde mis disposiciones
musicales y me informaba que se confiaba que el futuro secretario organizaría
de nuevo la Asociación Musical, disuelta durante la guerra, y que se
haría cargo de su dirección.
Regresé a casa y estudié la oferta. Los honorarios eran ciertamente
escasos, y las posibilidades artísticas se me aparecían como muy
modestas. Pero entre tanto había renunciado de manera definitiva a la
idea de llegar a ser algún día director de una orquesta profesional.
Por lo tanto, en particular por amor a mi madre, presenté la correspondiente
instancia para este empleo. Después, regresé de nuevo a Viena,
siempre con la esperanza de encontrar trabajo en alguna orquesta. Estando allí,
en enero del año 1920 me llegó la carta del alcalde de que el
comité de la comunidad, entre treinta y ocho aspirantes, me había
elegido a mi para secretario. Con ello me había convertido en funcionario.
Lentamente fui adaptándome a este trabajo y algunos años más
tarde hice el examen como funcionario de la comunidad ante la comisión
nombrada por el gobierno provincial de la Alta Austria. Por modesta que fuera
esta existencia, me dejaba también tiempo para poder atender a mis inclinaciones
musicales. Organicé una orquesta que podía presentarse muy bien
en cualquier parte. La vida musical en la pequeña ciudad no tardó
en mostrar un satisfactorio incremento en su nivel, Desde la contemplativa música
de aficionados de un cuarteto de cuerda hasta el concierto del coro de instrumentos
de viento y las festividades de los orfeones, había allí un campo
de trabajo muy agradable para mí.
Durante todos estos años no había sabido ya nada de mi amigo de
juventud, que me había abandonado de manera tan inesperada. Finalmente
había renunciado a seguir buscándole. Además no hubiera
sabido ya cómo podía obtener alguna noticia de é1. Su cuñado
Raubal había muerto hacía tiempo. Angela, su hermana, no vivía
ya en Linz. ¿Qué habría sido de mi amigo? Estaba seguro
de que fue mejor soldado que yo, ¿Habría caído, acaso,
como tantos otros jóvenes de nuestra edad?
Alguna que otra vez oía hablar de un político alemán que
se llamaba Adolfo Hitler. Pero creía que se tratada de un hombre que
llevaba casualmente el mismo nombre que mi amigo. A fin de cuentas, el nombre
de Hitler no era tan raro. Si yo llegaba a saber algún día de
mi amigo, daba yo, por supuesto, que sería más bien la noticia
de que se había convertido en un famoso arquitecto, o por lo menos un
artista, pero no algún político sin importancia, ni mucho menos
en Munich.
Un anochecer, cruzaba por la tranquila plaza de nuestra ciudad y, sin el menor
propósito definido, me detuve delante de la librería. En el escaparate
estaba la "Münchner Illustrierte". La portada mostraba el rostro
de un hombre en medio de los treinta, de rasgos delgados y pálidos, al
que a la primera mirada le reconocí. Era Adolfo. Apenas si había
cambiado. Calculé el tiempo transcurrido desde nuestra vida en común
en la Stumpergasse -¡quince años! -. Este rostro me pareció
más severo, más viril, más maduro, pero no notablemente
envejecido.
Bajo el retrato se leía: "El conocido orador de masas de los nacionalsocialistas,
Adolfo Hitler". Así pues, mi amigo era idéntico con aquel
renombrado político. Lamenté que, lo mismo que yo, tampoco él
hubiera podido concluir su carrera artística. Sabía muy bien lo
que significa tener que renunciar a todos los sueños y esperanzas. Ahora
tenía que ganarse el sustento como orador en las reuniones políticas.
Un pan amargo, aun cuando él era, de por sí, un orador excelente
y persuasivo. Yo había tenido ocasión de comprobarlo a menudo.
También su interés por la política podía yo comprenderlo.
Pero la política era un tema tan peligroso como desagradecido. Me sentía
feliz de verme por encima de los acontecimientos políticos del día,
gracias a mi empleo profesional como secretario, pues tenía que interesarme
por un igual por todos los miembros de la comunidad. Mi amigo, por el contrario,
navegaba con todas las velas al viento por el proceloso mar de la política,
y no me causó, ciertamente, ninguna sorpresa que su impetuosidad, según
pude leer en los periódicos, le llevara a la prisión de Landsberg.
Pero reanudó de nuevo la lucha. La Prensa se ocupaba cada vez más
de su persona. Sus ideas políticas, que lentamente encontraban también
sus partidarios en Austria, no me sorprendieron en modo alguno, pues, en el
fondo, eran los mismos principios que me expusiera en otros tiempos en Viena,
aunque algo más confusa y apasionadamente. Al leer sus discursos, me
parecía verle de nuevo ante mí, caminando arriba y abajo en la
poco acogedora habitación en la casa trasera del 29 de la Stumpergasse,
mientras me hablaba sin cesar. En aquel entonces era yo su único oyente.
Ahora eran miles los que le escuchaban. Su nombre se oía por todas partes.
Y la gente empezaba a preguntarse: ¿De dónde ha salido este Hitler?
De ello podía yo dar muchos datos. ¿Acaso no conservaba todavía
cartas y dibujos de él? Me había olvidado por completo de ello.
Subí al desván. Allí estaba todavía el viejo cofre
de madera, guardado en casa de mis padres y que me había seguido a mi
casa en Eferding, pasando por la pequeña casíta de Fraham, cuando
la madre, siguiendo mis consejos, había vendido todos sus bienes para
reunirse conmigo.
Busqué la llave, la encontré finalmente y abrí el cofre.
En efecto, allí se encontraba un gran sobre azul, sobre el que, escrito
por mi mano, se leía "Adolfo Hitler". No podía acordarme
ya de este sobre. En medio de los espantosos acontecimientos de la guerra, en
la miseria de los años de la postguerra, me había olvidado de
mi amigo, de no haber surgido de nuevo ante mí como político.
Abrí el sobre. Tarjetas postales, cartas, dibujos del amigo de mi juventud,
ciertamente sólo una parte de lo que había recibido de él.
Pero bastantes cosas, de todas formas. Leí de nuevo sus cartas y sus
tarjetas. ¿Qué debía hacer con todo ello? ¿Mandarle
toda esta correspondencia? Él tendría ahora otras cosas que hacer,
que no refrescar los recuerdos de su juventud. Quizá se hubiera olvidado,
hacía ya tiempo, del delgado oficial de tapicero, tan apasionado por
la música, a quien había conocido en otros tiempos en las localidades
de paseo en el Teatro Municipal de Linz ¿Debía escribirle acaso?
También esto se me aparecía innecesario, pues ya entonces se había
burlado él de mi falta de interés por la política, y ahora
se hubiera sentido todavía más decepcionado de mí.
Así pues, me limité a seguir el ulterior destino de mi antiguo
amigo en los periódicos. Sus partidarios se contaban ahora por millones.
Sin pisar suelo austríaco, sus radicales teorías e ideas llevaban
también la excitación e inquietud a nuestra empequeñecida
Austria, una razón más para que yo me retrajera.
Es posible que alguien no comprenda que yo, una vez que Adolfo se había
conquistado un nombre como político, no entrara inmediatamente en contacto
con él. Y, sin embargo, debo constatar a manera retrospectiva que como
nuestra amistad se cimentaba en nuestras comunes aspiraciones y deseos artísticos,
y las cuestiones políticas estaban muy lejos de mí, no había
nada que me impulsara de nuevo hacia Adolfo, a quien yo no podía ofrecer
absolutamente nada en su nuevo campo de intereses.
Entonces, el 30 de enero de 1933 llegó hasta mí la noticia de
que Adolfo Hitler había sido nombrado canciller del Reich. Involuntariamente
hube de recordar aquellas horas nocturnas vividas en el Freinberg, en las que
Adolfo me había descrito cómo también él, lo mismo
que Rienzi, quería llegar a ser algún día tribuno popular.
Lo que el muchacho de dieciséis años había presentido entonces
en su visionario éxtasis, se había trocado en realidad. Esto me
decidió a escribir un par de líneas dirigidas al "Canciller
del Reich Adolfo Hitler en Berlín".
No esperé recibir ninguna respuesta a mi carta. Un canciller del Reich
tenía algo más importante que hacer que contestar a la carta de
un cierto Augusto Kubizek en Eferding, cerca de Linz, con el que había
tenido amistad hacía ya un cuarto de siglo. Pero, dejando a un lado toda
consideración política, me pareció un deber de la cortesía
felicitarle como amigo de la juventud por el cargo alcanzado.
Para mi gran sorpresa recibí, sin embargo, un día la siguiente
carta:
"Munich 4 de agosto 1933.
"Adolfo Hitler Casa Parda
"Señor Magistrado municipal August Kubizek. Eferding Ob.Ost.
"Mi querido Kubizek:
"Hasta hoy no me ha sido presentada tu carta del 2 de febrero, Dadas las
cientos de miles de ellas que he recibido desde enero, no es esto de extrañar.
Tanto mayor fue mi alegría al recibir, por primera vez al cabo de tantos
años, una noticia de tu vida y tu dirección. Me gustaría
mucho - una vez pasado el tiempo de mis más difíciles luchas -
poder rememorar de nuevo personalmente el recuerdo de los años más
bellos de mi vida. Quizá fuera posible que tú me visitaras. Te
deseo lo mejor a ti y a tu madre y me reitero en el recuerdo a nuestra vieja
amistad
" tu
"Adolfo Hitler e. h.
Así, pues, no me había
olvidado. Que a pesar de su abrumadora actividad se recordara todavía
de mí, me alegró sobremanera. Llamaba "los años más
bellos" a los años que habíamos vivido juntos. Así
pues, había olvidado ya la amarga miseria que los había acompañado.
Sólo la juventud con su ímpetu y entusiasmo llenaba de calor su
corazón. El final de la carta, no obstante, me desconcertó. "Quizá
fuera posible que tú mi visitaras", escribía Hitler. Esto
era más difícil decirlo que hacerlo. Yo no podía dirigirme
simplemente al Obersalzberg y decir: "Aquí estoy yo." Además,
este encuentro hubiera sido también para él, sin duda, embarazoso.
¿Qué es lo que podía contarle yo? Mi propio destino, comparado
con el suyo, era intrascendente y poco interesante. Hablarle de Eferding no
haría más que aburrirle. Y fuera de esto no tenía yo nada
que contarle. Por lo tanto, dejé estar las cosas y me convencí
a mí mismo de que esta amable invitación no debía considerarse
más que como un acto de formal cortesía, de la misma manera que,
exactamente veinticinco años antes, no se olvidaba tampoco de saludar
al final de sus cartas a mis padres, como ahora tan sólo a mi madre.
Tiene también sus ventajas cuando un amigo es tan inauditamente consecuente.
Pero me pareció absurdo referir esta consecuencia, tambien, a la continuación
de nuestra amistad pues el destino nos había conducido demasiado claramente
por, distintas direcciones.
No obstante, el 12 de marzo del año 1938 atravesó Adolfo Hitler
la frontera, exactamente por el mismo lugar en el que su padre había
servido como funcionado de aduanas. El ejército alemán entraba
en Austria. La noche del 12 de marzo habló Adolfo Hitler desde el balcón
del Ayuntamiento de Linz, que seguía siendo todavía tan modesto
y sencillo como en tiempos de nuestra juventud, a la población de la
ciudad congregada en la Plaza principal. Me hubiera gustado dirigirme a Linz,
para hablar con él, pero tenía tanto que hacer buscando alojamiento
para las tropas alemanas, que no me fue posible abandonar Eferding. Pero cuando
el 8 de abril llegó Adolfo Hitler de nuevo a Linz y después de
una manifestación política en los talleres de la fábrica
de locomotoras Krauss se instaló en el Hotel Weinzinger, traté
de entrevistarme con él. La plaza delante del hotel estaba llena de gente.
Me abrí paso a través de la multitud hasta la línea de
guardias y les dije a los hombres de la SA que quería hablar con el canciller
del Reich. Éstos me miraron en el primer momento con extrañeza,
y me tuvieron, con seguridad, por un loco. Pero cuando les enseñé
una de las cartas de Hitler, se desconcertaron y llamaron a un oficial. Cuando
también éste hubo visto la carta, me dejó pasar en seguida
y me acompañó hasta el vestíbulo del hotel.
El vestíbulo parecía un enjambre de abejas. Numerosos generles
formaban grupos y comentaban los acontecimientos. Ministros del Estado, conocidos
por las revistas ilustradas, altos funcionarios del Partido y otras personas
de uniforme entraban y salían. Los ayudantes, posibles de reconocer por
sus brillantes charreteras, pasaban presurosamente por la estancia. Y todo este
agitado movimiento giraba en torno a un solo hombre, él mismo, a quien
yo quería también ver. Sentí que la cabeza me daba vueltas,
y me di cuenta de que mi empresa carecía de sentido. Tenía que
hacerme a la idea de que mi antiguo amigo de juventud era ahora el canciller
del Reich, y que este cargo, el máximo en el Estado, había creado
entre nosotros una distancia infranqueable. Los años en que yo era la
única persona a la que él dedicara su amistad y a quien confiara
los problemas más íntimos de su corazón, habían
terminado de manera definitiva. En consecuencia, lo mejor sería alejarme
de nuevo de allí y no interponerme por más tiempo en el camino
de estos elevados personajes, que con toda seguridad deberían atender
a importantes misiones.
Uno de los ayudantes más destacados, Albert Bormann, a quien yo había
transmitido mi deseo, vino a mí de nuevo al cabo de unos instantes y
me participó que el canciller del Reich se encontraba algo indispuesto
y que hoy no recibiría ya a nadie. Me rogaba venir de nuevo mañana
al mediodía. Bormann me invitó luego a sentarme por unos momentos,
pues quería hacerme algunas preguntas. Me preguntó, con voz doliente,
si en su juventud el canciller se había acostado siempre tan tarde. En
la actualidad no se acostaba jamás antes de la medianoche, y dormía
hasta avanzada la mañana, en tanto que los que le rodeaban, que por la
noche debían seguir el ejemplo del canciller, debían levantarse
temprano también a la mañana siguiente. Bormann se lamentó
también de los accesos de cólera de Hitler, a los que nadie podía
hacer frente, así como de la extraña alimentación del canciller,
que consistía en manjares sin carne, platos a base de harinas y zumos
de frutas. ¿Era ésta también la costumbre del canciller
en su juventud?
Yo contesté afirmativamente, pero añadí que entonces solía
comer también carne. Con ello me despedí. Este Albert Bormann
era un hermano del conocido dirigente del Reich Martin Bormann.
Al día siguiente me dirigí de nuevo a Linz. Toda la ciudad estaba
en pie. En todas las calles se agolpaba la multitud, Conforme iba acercándome
al hotel Weinzinger, tanto más compacta se hacía la masa. Finalmente,
pude abrirme paso hasta el hotel y ocupé de nuevo un sitio en el fondo
del vestíbulo. La excitación y la agitación eran aún
mayores que el día anterior. El día de hoy era el fijado para
el plebiscito anunciado para Austria. Es fácil de imaginarse que en torno
a la persona de Adolfo Hitler se concentraban todas las decisiones. De todas
formas, no hubiera podido encontrar una oportunidad menos favorable para este
reencuentro. Calculé mentalmente. A principios de julio de 1908 nos habíamos
despedido en el vestíbulo de la estación del Oeste. Hoy era el
9 de abril de 1938. Habían transcurrido, pues, exactamente treinta años
entre aquella inesperada separación en Viena y el encuentro de hoy, caso
de que ésta pudiera llegar a realizarse. Treinta años - ¡la
vida entera de un hombre -. ¡Y qué acontecimientos más trascendentales
no habían traído consigo estos treinta años!
Yo no me hacía la menor ilusión de lo que habría de suceder,
si es que Hitler sentía realmente el deseo de verme. Un breve apretón
de manos, quizá un familiar golpecito en la espalda, un par de apresuradas
palabras, dichas entre la puerta y el dintel, y con ello tendría que
darme por satisfecho. Me había preparado también cuidadosamente
un par de palabras adecuadas. Lo que me causaba ciertas preocupaciones era la
manera como debía dirigirme a él. Era imposible dirigirme al canciller
del Reich como "Adolfo". Sabía bien cuán penoso le era
cualquier falta contra el protocolo. Lo mejor sería atenerse a la interpelación
generalmente utilizada. Pero Dios sabría si llegaría a tener siquiera
ocasión de recitar el "discurso" preparado.
Lo que luego tuvo lugar va unido lógicamente en mi recuerdo a la emoción
del momento.
Cuando Hitler salió repentinamente de una de las habitaciones del Hotel
Weinzinger, me reconoció al instante y me tomó del brazo, dejando
plantado a su séquito y saludándome con un alegre:
-¡Eh, Gustl!
Recuerdo todavía cómo tomó entre sus dos manos mi mano
derecha, extendida hacia él, y cómo sus ojos, claros y penetrantes
como en otros tiempos, se clavaron en mí. Lo mismo que yo, estaba él
también visiblemente emocionado. Pude adivinarlo en el timbre de su voz.
Los dignos personajes del vestíbulo nos miraron a los dos con asombro.
Nadie conocía a este extraño hombre de civil a quien el Führer
y canciller del Reich saludaba con una cordialidad que muchos me envidiaban,
con toda seguridad, en estos momentos.
Finalmente, pude recobrar de nuevo la serenidad y declamé las palabras
preparadas. El me escuchó atentamente mientras sonreía ligeramente.
Cuando hube terminado, asintió con la cabeza, como si quisiera decir
¡Bien aprendido, Gustl!, o incluso quizá: "Mi amigo de la
juventud me habla ahora como todos los demás". A mí, sin
embargo, que parecía fuera de lugar cualquier muestra de confianza que
partiera de mí.
Después de una breve pausa, me dijo:
-¡Venga usted!
Es posible que con mis estudiadas palabras no me aplicara ya aquel "tú",
utilizado por él en su carta del año 1933. Pero, hablando con
franqueza, me sentí aliviado cuando le oí dirigirse a mi de usted.
El canciller del Reich me precedió hasta el ascensor. Subimos hasta el
segundo piso del hotel, donde se encontraban sus habitaciones. Su ayudante personal
abrió la puerta. Entramos en ellas. El ayudante salió de la estancia.
Estábamos solos. Nuevamente tomó Hitler mi mano, me miró
fijamente durante largo rato y dijo:
-Su aspecto es exactamente igual al de entonces, Kubizek. Le hubiera reconocido
al instante en cualquier parte. No ha cambiado, sólo ha envejecido.
Después me llevó hasta la mesa y me invitó a sentarme ante
ella. Me aseguró cuánto se alegraba de volver a verme al cabo
de tanto tiempo. Le había complacido especialmente mi felicitación,
pues yo era quien mejor sabía cuán difícil había
sido para él el camino. Esta ocasión no era ciertamente la más
favorable para una larga conversación, pero confiaba que en el futuro
habría de presentarse ocasión para ello. Él ya me lo haría
saber. No era aconsejable escribirle a él directamente, pues las cartas
que se le escribían no llegaban, muchas veces, siquiera a sus manos,
pues debían ser previamente seleccionadas para descargar su trabajo.
-Yo no tengo ya vida privada como en aquellos tiempos, ni puedo hacer tampoco
lo que quiero, como cualquier otra persona.
Así diciendo se levantó y se acercó a la ventana, que ofrecía
una perspectiva sobre el Danubio. Seguía allí todavía el
viejo puente de tirantes, que tanto le había enojado ya en su juventud.
Como era de esperar, se refirió inmediatamente a él.
- ¡Este feo camino! - exclamó - sigue todavía aquí.
Pero no por mucho tiempo, se lo aseguro a usted, Kubizek.
Con ello se volvió de nuevo a mi y sonrió.
-A pesar de todo, me gustaría cruzar una vez más este puente en
su compañía. Pero esto no es posible ya, pues allí donde
yo aparezco, todos vienen detrás de mí. Pero, créame, Kubizek,
es mucho lo que me propongo hacer todavía en Linz.
Esto no lo sabía nadie mejor que yo. Como era de esperar, me expuso de
nuevo todos aquellos proyectos que le ocuparan en su juventud, como si entre
tanto no hubieran transcurrido treinta, sino a lo sumo tres años.
Poco antes de haberme recibido a mí había recorrido en coche la
ciudad, para informarse acerca de las modificaciones que habían sufrido
sus edificaciones. Ahora me expuso los distintos proyectos. El nuevo puente
sobre el Danubio, que debía llevar el nombre de "Puente de los Nibelungos",
debía ser una obra de arte. Me refirió con detalle la ejecución
de las dos cabezas del puente. Después me habló - yo me sabía
ya desde un principio el orden de continuidad - del Teatro Municipal, que debería
recibir ante todo un nuevo escenario. Cuando estuviera terminada la nueva Ópera,
que habría de venir a substituir la fea estación, el teatro sería
utilizado solamente para las comedias y las operetas. Además, Linz necesitaba
también una nueva sala de conciertos, si es que quería ser digna
del nombre de una ciudad de Bruckner.
-Quiero que Linz ocupe una situación destacada desde un punto de vista
cultural y crearé las condiciones necesarias para ello
Yo pensé que con ello estada terminada ya la entrevista. Pero Hitler
pasó ahora a referirse a la creación de una gran orquesta sinfónica
para Linz, y con ello la conversación dio un brusco giro hacia lo personal.
-¿Qué ha sido de usted, realmente, Kubizek?
Yo le expliqué que desde el año 1920 era un funcionario de la
comunidad, actualmente en el cargo de un magistrado municipal.
¿Magistrado municipal? -preguntó-, ¿qué significa
esto?
Ahora fui yo el desconcertado. ¿Cómo podía explicarle en
pocas palabras lo que debía entenderse bajo este cargo? Busqué
en mi vocabulario la expresión más adecuada para ello. Peso entonces
me interrumpió.
-¡Así pues, se ha convertido usted en un funcionario, un escribiente!
Esto no es lo más adecuado para usted. ¿Adónde han ido
a parar sus inclinaciones musicales?
Le contesté la verdad, que la guerra perdida me había lanzado
por completo fuera de la órbita de mis inclinaciones. Si no quería
pasar hambre, era forzoso cambiar de profesión.
Hitler asintió gravemente y dijo luego:
-Si, la guerra perdida.
Después fijó de nuevo en mí la mirada y dijo:
Usted no acabará su tiempo de servicio como escribiente de la comunidad,
Kubizek.
Por lo demás, me comunicó su interés por ver este Eferding,
del que yo le hablaba.
Le pregunté si lo decía en serio.
Naturalmente que iré a visitarle, Kubizek -confirmó-, pero mi
visita será para usted sólo. Entonces nos dirigiremos los dos
juntos de nuevo hacia el Danubio. Aquí no es posible pues no me dejan
salir solo.
Quiso saber si me ocupaba de la música con el mismo celo de antes.
Ahora habíamos llegado a mi tema favorito y así pasó a
referirle con todo detalle la vida musical en nuestra pequeña ciudad.
Temía que, a la vista de los trascendentales problemas sobre los que
había de decidir en aquel entonces, mi informe habría de aburrirle.
Pero me había equivocado. Cuando, para ganar tiempo, le refería
algo sólo por encima, me atajaba inmediatamente.
-¡Qué dice, Kubizek, incluso sinfonías ejecutan ustedes
en esta pequeña Eferding! Esto es maravilloso. ¿Qué sinfonías
han ejecutado ustedes?
Yo anoté: la "Inacabada", de Schubert, la Tercera, de Beethoven,
la Sinfonía Júpiter, de Mozart, la Quinta, de Beethoven.
Hitler quiso saber el número y composición de los ejecutantes
de mi orquesta, se mostró asombrado por mis datos y me felicitó
por mis éxitos.
-Tengo que ayudarle a usted, Kubizek - exclamó-; redácteme usted
un informe y dígame qué es lo que le hace falta. ¿Y cómo
le va a usted personalmente? ¿No tiene usted ninguna necesidad?
Le contesté que mi cargo me permitía una existencia ciertamente
modesta, pero enteramente satisfactoria, y que en consecuencia no tenía
que pedirle ningún favor personal.
Levantó la mirada sorprendido. Que alguien no tuviera nada que pedirle,
parecía ser algo poco corriente para él.
-¿Tiene usted hijos, Kubizek?
-Sí, tres hilos!
-Tres hijos - repitió conmovido.
Repitió varias veces estas palabras y con el rostro muy serio.
-Tres hijos tiene usted, Kubizek. Yo no tengo familia. Estoy solo. Pero quisiera
poder preocuparme de sus hijos.
Tuve que contarle con detalle de mis hijos. Quería saber todos los detalles.
Se alegró al saber que todos los tres estaban dotados musicalmente y
que dos de ellos eran también hábiles dibujantes.
Yo me hago cargo de la tutela para la instrucción de sus tres hijos,
Kubizek - me dijo-; no quisiera que otros seres jóvenes y dotados tuvieran
que seguir el mismo penoso camino que seguimos nosotros. Ya sabe usted, lo que
tuvimos que sufrir en Viena. Y para mí, los tiempos más difíciles
empezaron tan sólo después de que nuestros caminos se habían
ya separado. No debe suceder más, que un joven talento pueda perecer
por la necesidad. Allí donde yo puedo ayudar personalmente, ayudo, y
mucho más si se trata de sus hijos, ¡Kubizek!
Quiero añadir en este lugar, que el canciller del Reich costeó,
efectivamente, los gastos de la educación musical de mis tres hijos en
el Conservatorio Bruckner de Linz a través de su oficina, y que por disposición
suya los trabajos de dibujante de mi hijo Rodolfo fueron enjuiciados por un
profesor de la academia en Munich.
Yo había contado simplemente con un apretón de manos, y ahora
llevábamos ya, en realidad, más de una hora juntos.
El canciller del Reich se levantó. Creí que la conversación
habría terminado, y me levanté también. Hitler, sin embargo,
hizo entrar a su ayudante y le dio las disposiciones relativas a mis hijos.
Aquél le llamó entonces la atención sobre las cartas que
yo conservaba todavía de los tiempos de nuestra juventud.
Ahora tuve yo que extender las cartas, tarjetas y dibujos encima de la mesa.
Su asombro fue grande al ver el considerable número de estos recuerdos.
Quiso saber cómo se habían conservado estos documentos. Yo le
hablé del cofre pintado de negro conservado en el desván, con
su bolsa en la tapa y el sobre con la anotación "Adolfo Hitler".
Contempló atentamente la acuarela del Pöstlingberg. Había
algunos hábiles pintores, que sabían copiar tan exactamente sus
acuarelas, que éstas no podían distinguirse ya del original, me
refirió. Estas gentes mantenían un fructífero negocio y
encontraban en todas partes tontos que caían en este engaño. Lo
mejor sería no soltar de la mano este original.
Como ya en cierta ocasión habían intentado arrebatarme este material,
le pregunté al canciller del Reich su opinión sobre este particular.
-Estos documentos son propiedad exclusiva suya, Kubizek - me contestó-;
nadie podrá nunca discutírselos.
La conversación versó después sobre el libro de Rabitsch.
Rabitsch había sido alumno de la escuela real de Linz algunos años
más tarde que Hitler, y escrito, probablemente con la mejor intención,
un libro sobre la época escolar de aquél. Pero Hitler estaba muy
indignado por ello, dado que Rabitsch no le había conocido siquiera personalmente.
-Vea usted, Kubizek, desde el principio estuve disconforme yo con este libro.
Solamente puede escribir sobre mi alguien que me conociera realmente. Y si alguien
es aquí el más indicado, éste es usted, Kubizek.
Y volviéndose a su ayudante, añadió:
-Tome usted en seguida nota de ello.
Con ello tomó de nuevo mis manos.
-Ya ve usted, Kubizek, cuán necesario es que nos veamos más a
menudo. Cuando me sea posible le llamaré a usted de nuevo.
La entrevista había terminado. Como embriagado abandoné el hotel.
Los tiempos que siguieron llevaron la inquietud a mi vida tranquila y retraída,
y tuve ocasión de comprobar que no era sólo bello y agradable
ser el amigo de juventud de un hombre tan famoso. Aunque apenas si me había
referido a ello en mis conversaciones, y también en el futuro procuré
hacer gala de la mayor discreción, no tardé en tener ocasión
de conocer el lado desagradable de mi amistad de juventud con Hitler. Ya en
los días de marzo había tenido un anticipo de lo que me esperaba.
Apenas había sido anexionada Austria al Reich alemán, cuando un
automóvil se detuvo delante de mi casa. Los tres caballeros uniformados
que descendieron del vehículo venían directamente de Berlín
hacia mí. Por encargo del Führer debían hacerse cargo de
todos los documentos de la juventud del Führer que obraban en mi poder,
con el fin de que pudieran ser guardados en un lugar seguro en la cancillería.
Por suerte, no me dejé yo engañar. Según pude comprobar
más tarde, en la fecha en que se ordenó esta incautación,
el Führer no tenía aún la menor noticia de estos recuerdos.
Se trataba más bien de la decisión arbitraria de alguna oficina
del partido que se había enterado de mi paradero y existencia. De todas
formas, me negué a entregar los documentos a los tres miembros de las
S.S., cosa que éstos no podían acabar de comprender. Al parecer,
esperaban encontrar gentes más sumisas en Austria, de lo que yo era.
Su altiva actitud no hizo en mí la impresión esperada. ¡Y
encima, no era yo siquiera un miembro del partido! Era extraño que el
Führer hubiera elegido a un tipo tan raro para su amigo de juventud, pensarían
sin duda, cuando tuvieron que alejarse de nuevo con las manos vacías.
Fue una suerte haber resistido firmemente este primer ataque. Los que siguieron
serían ya más fáciles de parar, pues podía remitirme
a las palabras del Führer, de que estos documentos eran de mi exclusiva
propiedad.
En el tiempo que siguió, las diversas dependencias del partido trataban
de desbancarse sucesivamente ante mi persona. Según tuve ahora ocasión
de saber, Hitler, cada vez que en el círculo de sus más íntimos
colaboradores surgía el tema de sus recuerdos de juventud, se remitía
a mí.
- ¡Preguntad a Gustl - era la estereotipada respuesta a todas las preguntas,
que versaban sobre determinadas facetas de su juventud. Fue así como
en su inmediata proximidad fue surgiendo lentamente el interés por este
peculiar individuo, que vivía allá en algún lugar de Austria,
sin dar mayor importancia a su amistad con Adolfo Hitler. Pero este "Gustl",
que hasta ahora había sido más o menos inaccesible, se había
convertido, de pronto, en ciudadano alemán, gracias al Anschluss al Reich
alemán, lo que le hacía accesible sin más para todas las
dependencias del partido.
El ministro del Reich Goebbels me mandó como emisario suyo a un joven
muy simpático. Se llamaba Carl Cerff, ya no recuerdo ni su rango ni la
posición oficial que ocupaba. Cerff me informó que se tenía
prevista la edición de una gran biografía del Führer y se
me encargaba a mi la redacción del periodo entre los años 1904
a 1908. Cuando llegara el momento, me llamarían a Berlín para
que allí, con la colaboración de especialistas, pudiera llevar
a cabo esta labor. Mientras tanto me rogó comenzara ya con un borrador
detallado de mis memorias. Le respondí al joven que no tenía tiempo
para dedicarme a aquel trabajo, ya que desde el Anschluss teníamos, nosotros
los funcionarios municipales, mucho quehacer. Comprendió que no quería
ligarme y se divirtió la mar con mis explicaciones. Finalmente, sin embargo,
insistió que no menospreciara mi "sobresaliente responsabilidad
ante la historia", tal como se expresó él. Si yo lo deseaba
haría que inmediatamente me concedieran el permiso correspondiente. Pero
yo me negué rotundamente a ello. Se despidió de mi prometiendo
volver en "otro momento más propicio". Pero como el futuro
sólo nos proporcionaba momentos cada vez menos propicios, ya no volví
a ver a Karl Cerff. Sea como fuere, está fuera de toda duda que supo
llevar a cabo la misión que le había sido encomendada con gracia
y gran comprensión por su parte.
Muchos más obstinados y menos agradables eran los encargos que me mandaba
Martin Bormann, que al parecer se consideraba él el único responsable
con respecto a mi persona y mi labor y que vigilaba celosamente que nadie más
se pudiera acercar a mí. Sus escritos y sus órdenes estaban redactados
en un tono como si hubiese arrendado la vida de Adolfo Hitler para sí
mismo y sin que nadie pudiera decir o escribir una palabra sobre él sin
que hubiese dado previamente su aprobación y consentimiento. Cuando fracasó
en su intento de asegurar los documentos, que estaban en mi poder, en las cajas
fuertes de la Cancillería - "el lugar donde les corresponde estar"
-, tal como me escribió, recibí la tajante orden de que ningún
intruso pudiera echar una mirada a los mismos y que tampoco los entregara a
nadie sin su orden expresa. No había necesidad de que Martin Bormann
me ordenara esto, puesto que ésta era mi intención. Pero cuando
me transmitió la orden de comenzar inmediatamente con mis recuerdos de
juventud que hicieran referencia a Adolfo Hitler y que le presentara el borrador,
le contesté que antes quería yo mismo discutir el asunto con el
propio Hitler. Este método obtuvo un éxito decisivo. Cuando en
el futuro uno de aquellos caballeros, un tanto autoritarios, quería ejercer
su presión sobre mí, bastaba con que lo dijera: "Perdóneme
usted, pero antes deseo discutir personalmente con el Canciller del Reich las
proposiciones que usted me ha hecho", para que inmediatamente cambiara
de actitud.
Por el contrario, recuerdo con placer mi entrevista con Rudolf Hess. Estaba
de visita en Linz y me mandó llamar, Uno de sus coches me llevó
al Bergbahnhotel en el Pöstlingherg. El ministro del Reich Hess me saludó
muy cordialmente. "Bien, de modo que es usted Kubizek"- exclamó
alegremente-, el Führer me ha contado tantas cosas de usted. Inmediatamente
comprendí que aquella amabilidad y cordialidad eran sinceras. Durante
esta visita vi confirmada mi antigua experiencia. Cuando más íntima
era una persona al Canciller, tanto más le había hablado éste
de mí. Rudolf Hess y la señora Winifred Wagner eran los que estaban
mejor informados sobre los años de juventud de Hitler y, por consiguiente,
también de mí mismo. El ministro me invitó a almorzar con
él en la hermosa tenaza del hotel. Durante la sobremesa me invitó
a hablarle larga y detalladamente de mis recuerdos más antiguos, interrumpiéndome
continuamente con preguntas y observaciones. Obtuve la impresión de que
Rudolf Hess, visto en el aspecto puramente humano, estaba mucho más cerca
de Hitler que muchos otros y este hecho no dejó de alegrarme. También
los demás caballeros que almorzaron con nosotros intervinieron en la
charla. Fue una conversación animada, cordial, que se diferenciaba grandemente
de aquellas otras entrevistas que había sostenido previamente con funcionarios
del Partido. Lo que me plació en extremo fue que desde aquel maravilloso
lugar podía mostrar al ministro del Reich los lugares más interesantes
e históricos de la ciudad. Allí, detrás de la colina verde
con el polvorín se hallaba Leonding y podíamos seguir perfectamente
el camino que había seguido el Canciller cuando era estudiante del Instituto
de segunda enseñanza. Allá, la Humboldstrasse, adonde se había
mudado la señora Hitler a la muerte de su esposo y muy cerca de nosotros,
a nuestros pies, el encantador Urfahr con la Blütengasse, un lugar que
albergaba tantos y tantos recuerdos de mi amigo de juventud.
Rudolf Hess me produjo una muy buena impresión que se diferenciaba en
su modo de ser sencillo y cordial de la actitud de otros personajes mucho menos
importantes que él mismo. Lamenté vivamente que estuviera enfermo
y que su aspecto fuera tan decaído.
Mientras tanto, también en la patria había recaído la atención
sobre mi persona. Hasta aquel momento nadie había sabido en la Alta Austria
de la existencia de un amigo de juventud de Adolfo Hitler, un hecho que yo había
bendecido. Pero por fin me habían descubierto. Todavía no era
miembro del Partido, era algo que muchos no acababan de comprender, puesto que
siendo yo amigo de juventud de Hitler lo lógico era que fuese yo el miembro
número 2 del Partido. Pero ya de siempre había estado en disconformidad
con Adolfo en las cuestiones políticas, no por el hecho de rechazar su
punto de vista, sino simplemente porque no me interesaba o no lo comprendiera.
Claro está que tan pronto se enteraron de mi existencia me vi acosado
por todos los lados por personas que por un motivo u otro se hallaban en una
situación comprometida. Ayudaba en todo lo que podía aun cuando
no me hacía la menor ilusión con respecto a la verdadera influencia
de mis decisiones políticas. Pronto experimenté por mí
mismo que un amigo de juventud de Adolfo Hitler, no es una credencial para una
intervención decidida. Cuando no lograba ponerme en contacto personal
con Hitler, me replicaban tan cortés como decididamente que aquél
o el otro asunto no eran de mi incumbencia.
Tal como había temido, Hitler no efectuó su proyectada visita
a Eferding.
En este estado de ánimo un tanto resignado, dominado más por la
razón que los sentimientos, llegó, inesperadamente, una carta
certificada de la Cancillería del Reich. Con el corazón latiéndome
vigorosamente abrí el sobre y encontré impreso sobre el papel
de hilo más hermoso lo que había de ser la mayor alegría
de mi vida. En nombre del Reichskanzler se me invitaba a asistir aquel año
a los Festivales Wagner en Bayreuth, rogándome al mismo tiempo me presentara
el martes, 25 de julio de 1989, al señor Kannenberg en la Casa Wahnfried.
Lo que durante toda mi vida apenas me había atrevido a soñar,
se convertía ahora en realidad. No pude expresar en palabras mi alegría.
Desde siempre había sido mi ambición artística más
elevada emprender un peregrinaje a Bayreuth y asistir allí a una representación
de los dramas musicales del gran maestro. Pero yo era pobre y en mi modesta
existencia no podía pensar en sufragarme este viaje.
Y, ahora, de pronto, todos mis sueños se convertían en realidad.
Los días antes de mi partida los pasé dominado por la fiebre y
durante las noches apenas lograba conciliar el sueño lleno de alegría
y excitación. Luego emprendí el viaje por Passau, Regensburg y
Nuremberg hasta Bayreuth. Cuando desde el tren vi por vez primera la colina
con el teatro, creí que iba a morir de alegría y felicidad. El
señor Kannenberg me recibió con suma amabilidad y me destinó
un bonito alojamiento en casa de la familia Meschanbach, en la Lisztstrasse
10. Puntualmente me dirigí a asistir a la representación. Los
Festivales del año 1989 fueron inaugurados con el "Holandés
errante". Ocupé mi butaca. ¡Dios mío, qué suerte
haber pasado por esta experiencia! ¡ Una orquesta compuesta por ciento
treinta y dos maestros! Estaba encantado.
Al "Holandés errante" siguió al día siguiente
"Tristán e Isolda", una representación inolvidable.
El jueves, 21 de julio, representaron "Parsifal". Ya en mi casa me
había preparado para esta audición, había estudiado la
partitura y toda la literatura que a este respecto hallé, Cuando la orquesta
comenzó la interpretación del motivo de la Santa Cena se transformó
el mundo en torno mío y viví las horas más felices de mi
vida terrenal.
Con el "Ocaso de los dioses", el miércoles 2 de agosto de 1939,
terminaron mis días de vacaciones y distracción en Bayreuth. Me
preparé para el viaje de regreso y visité nuevamente al señor
Kannenberg para agradecerle todas las atenciones que había tenido conmigo.
¿De veras quiere usted ya regresar a casa?, me preguntó con una
sonrisa muy significativa. Creo que es conveniente que se quede usted un día
más aquí. Comprendí inmediatamente la insinuación
y me quedé aquel 3 de agosto en Bayreuth.
A las dos se presentó un oficial de las S.S. en mi alojamiento y me invitó
a seguirle. No había un gran trecho hasta Wahnfried. En el vestíbulo
de la casa me aguardaba el Obergruppenführer Julius Schaub, quien me condujo
a un vestíbulo mayor en la que se hallaban numerosas personalidades que
conocía por haberlas visto en Linz o en las revistas ilustradas. La señora
Winifred Wagner sostenía allí una animada charla con el ministro
del Reich Hess. El Obergruppenführer Brückner charlaba con el señor
Von Neurath y unos generales. Había muchos militares en la sala y de
repente recordé que la situación política estaba muy tensa,
sobre todo por lo que hacía referencia a Polonia y que continuamente
se hablaba de tener que tomar una decisión por la fuerza. En aquel ambiente
tan cargado me encontraba muy desplazado y aquella sensación que ya me
había dominado en el vestíbulo del Hotel Weinzinger se volvió
a apoderar de mí. No cabía la menor duda de que el Reichskanzler,
antes de regresar a la capital, quería intercambiar unas palabras conmigo.
Mientras el corazón me latía rápidamente, traté
de encontrar unas palabras de agradecimiento. En uno de los lados de la sala
había una gran puerta de dos alas. El ayudante que estaba de guardia
a la misma hizo una señal al Obergruppenführer Schaub, a lo cual
éste se acercó a mí y me acompañó hasta la
puerta en cuestión. Abrió la puerta y anunció:
¡Mi Führer, el señor Kubizek! Dio unos pasos atrás
y cerró la puerta a mis espaldas. Yo estaba a solas con el Canciller
del Reich.
Sus claros ojos brillaban por la alegría de nuestro encuentro. Con rostro
resplandeciente avanzó hacia mí. Nada permitía adivinar
en aquel momento la gigantesca responsabilidad que cargaba sobre sus hombros.
A mí me dio la impresión de ser uno más de los invitados
que habían asistido a los Festivales. Aquella atmósfera de felicidad
que se respiraba por doquier en Bayreuth también le había prendido
a él. Me cogió la mano derecha entre las suyas y me dio la más
cordial bienvenida. Aquel saludo íntimo en un lugar tan sagrado me conmovió
tan profundamente que apenas tenía fuerzas para hablar. Mis palabras
de agradecimiento debieron sonar ridículas y emití un suspiro
de alivio cuando dijo: "Sentémonos", y logré salir de
mi inhibición.
-Le conté de mi viaje a Bayreuth, de la visita que había efectuado
a los museos de Wagner y, claro está, de la impresión que me había
dominado durante las representaciones. Recobré mi tranquilidad y hablamos
de todo aquello que nos entusiasmaba a los dos, como habíamos charlado
cuando éramos todavía muy jóvenes. Recordó la representación
de las obras de Wagner que habíamos visto en Linz y en Viena y me expuso
sus deseos de que quería que la mayor parte del pueblo alemán
llegara a conocer las obras de Ricardo Wagner. ¿Cuánto hacia ya
que yo conocía aquellos planes? Hacía ya casi treinta y cinco
años que él me había hablado de ellos. Pero ahora ya no
se trataba de ilusiones. Seis mil personas, me informó, que jamás
hubieran estado en condiciones de asistir a los Festivales en Bayreuth se encontraban
aquel año, gracias a una magnífica organización, entre
los invitados. Le contesté que yo me consideraba uno más de ellos.
Rió y dijo (recuerdo perfectamente sus palabras): ahora le tengo a usted
como testigo aquí en Bayreuth, Kubizek, puesto que es el único
que sabe que desarrollé por primera vez estos pensamientos cuando todavía
era un hombre pobre y desconocido. Por aquel entonces me preguntó usted
cómo pensaba desarrollar estos planes. Y ahora es testigo de la realización
de los mismos. Luego me informó de lo que había conseguido ya
hasta aquel entonces, de lo que pensaba hacer todavía en el futuro en
Bayreuth como si tuviera que darme cuenta de todo.
Pero yo me sentía dominado por preocupaciones muy materiales. Llevaba
un paquete de fotografías de Hitler en el bolsillo. Tanto en Eferding
como en Linz había un número de personas queridas a las que quería
proporcionar una alegría regalándoles una fotografía del
Canciller con su firma autógrafa. Durante unos instantes vacilé
en sacarlas del bolsillo, puesto que mi deseo se me antojaba muy banal. En aquel
momento Hitler estaba sentado frente a la mesa escritorio.
Si dejaba pasar aquella oportunidad, tal vez no se me volviera a presentar nunca
más. Recordé a mis amigos y me decidí.
Tomó las fotografías en su mano y mientras buscaba sus gafas le
alargué mí estilográfica. Luego comenzó a estampar
su firma. Cogí el secante y me puse a su lado. De pronto levantó
la mirada, me vio con el secante en la mano y sonrió: "Se nota que
es usted ahora escribiente, Kubizek. Lo que no comprendo es cómo ha podido
usted aguantar en esta profesión. En su puesto, yo lo hubiera mandado
todo al diablo. A propósito, ¿por qué no vino a verme antes?
Me encontraba en una situación de compromiso y busqué una excusa
plausible. 'Cuando me escribió el 4 de agosto de 1933 que quería
intercambiar nuestros recuerdos mutuos cuando hubiera pasado el período
de luchas más difíciles para usted, decidí esperar. Además,
antes del año 1938 era yo funcionario austríaco y hubiese necesitado
un pasaporte para trasladarme a Alemania y con toda seguridad no me lo hubiesen
concedido si hubiese indicado el motivo de mi viaje. Rió cordialmente
y observó: "Sí, políticamente ha sido usted siempre
un niño". Había contado con otro comentario por su parte
y reí ya que el "patán" de la Stumpergasse se había
convertido mientras tanto en un "niño".
Luego recogió el Reichskanzler las fotografías y se puso en pie.
Le agradecí su gesto y las metí en mi bolsillo. Creía ya
que la entrevista había terminado. Pero con expresión grave me
dijo: "Venga usted"
Abrió la puerta que conducía al jardín y bajó los
peldaños. Un sendero muy bien cuidado nos llevó hasta una verja
de hierro forjado. La abrió. Allí florecían hermosas flores
y arbustos. Las frondosas copas de los árboles formaban un techo sobre
nuestras cabezas, de modo que todo quedaba sumido en la penumbra. Unos pasos
más y nos encontramos junto a la tumba de Wagner.
Hitler cogió mi mano en la suya. Comprendí lo emocionado que estaba.
La hiedra cubría la pesada losa que albergaba los restos del gran maestro
y de su esposa. Nadie interrumpía aquel silencio tan solemne que nos
rodeaba.
Luego, dijo Hitler: "Soy feliz de encontramos los dos aquí, en este
lugar que siempre ha sido el más sagrado de todos para nosotros dos".
Mientras permanecía silencioso al lado de mi amigo de juventud, surgieron
en mi mente imágenes del pasado. Veía de nuevo a aquel joven alto
y delgado a mi lado en cuyo rostro enjuto y pálido brillaban ardientes
sus ojos llenos de entusiasmo apasionado, oía de nuevo su voz profunda,
grave y apasionada y volví a experimentar aquel profundo deseo de poder
algún día visitar la tumba del gran maestro que había dado
sentido y contenido a nuestras vidas. En aquel momento se realizó el
sueño de mi juventud.
Pensé en los caminos tan extraños, apenas inconcebibles que señala
el destino a los hombres. ¿Quién es capaz de descubrir el secreto
de estas rutas? Nada puede forzarse.
Aquel que nos hubiese conocido por aquel antaño en Viena, a mi amigo
y yo, hubiese llegado al convencimiento de que la ruta de mi vida estaba ya,
tanto interior como externamente, condicionada en cierto modo. Después
de terminar los estudios en el conservatorio emprendería la carrera de
director de orquesta. Ya los primeros éxitos señalaban claramente
en esta dirección. Y también se hubiese podido prever ya que Adolfo
con su desprecio por todas las profesiones prácticas había de
fracasar en la vida. El destino había hablado. Aquí, junto a la
tumba de Ricardo Wagner se encontraban aquellos dos pobres y desconocidos estudiantes
que habían vivido en la obscura habitación de la Stumpergasse.
¿Qué había sido de ellos? El que parecía iba a tener
un porvenir más seguro, no había pasado de ser un insignificante
funcionario municipal en una pequeña ciudad de la Alta Austria, que en
sus horas libres se dedicaba a la música; el otro, empero, cuyo futuro
aparecía tan incierto, había llegado a Canciller del Reich. ¿Qué
nos deparará el futuro? Una cosa se podía prever con toda seguridad:
en tanto que el uno continuaría en la vida anónima e insignificante
que había llevado hasta aquel momento, el otro pasaría a la historia.
No recuerdo ya cuánto tiempo permanecimos en aquel lugar sagrado. El
tiempo se había esfumado para mí. Creí percibir el aleteo
de la eternidad.
Regresamos a la casa Wahnfríed. Wíeland, el hijo de la señora
Winifred Wagner, el nieto del maestro, nos esperaba con un manojo de llaves
a la entrada del jardín. Mientras el joven abría las diversas
estancias, me explicaba el Canciller todo cuanto había de importante
en las mismas. Primero visitamos la construcción antigua, cuyas habitaciones
conocía ya por haberlas visto reproducidas en tarjetas postales. En la
sala de música se encontraba el piano de cola en el cual Wagner había
compuesto. Vi la grandiosa biblioteca. El Canciller me presento a la señora
Wagner, que se alegró visiblemente de conocerme cuando la conversación
derivó hacia el entusiasmo juvenil que habíamos mostrado siempre
por las obras del maestro, recordé una vez más la representación
de Rienzi en Linz. Hitler terminó el relato con las siguientes palabras:
"Fue entonces cuando empezó".
Hitler me dio unos cuantos consejos para el viaje de regreso. Me aconsejó
que asistiera a una audición en Munich de la orquesta sinfónica
del Reich y visitara también la gran exposición del Arte alemán.
Puesto que consideraba poco conveniente que nos encontráramos en el Obersalzberg,
había dado órdenes para que yo siempre me encontrara en Bayreuth
por la misma época que él. "Quiero tenerle siempre aquí
a mi lado", dijo, y me tendió la mano en despedida. Le agradecí
lo que había hecho por mí mientras se me humedecían los
ojos. Se detuvo junto a la puerta de la verja y me saludó nuevamente
con un ademan. Me quedé solo. Poco después escuchaba las ovaciones
de la muchedumbre que le esperaba en la Richard Wagner Strasse. El Canciller
del Reich había abandonado Bayreuth para trasladarse de nuevo a Berlín.
Cuando el 8 de julio de 1940 recibí de la Cancillería del Reich
las invitaciones para el primer ciclo de los festivales Wagner me sentí
dominado por una gran preocupación. La guerra había transformado
el trabajo y el servicio en mi patria chica ¿podría asumir la
responsabilidad de emprender el viaje a Bayreuth cuando estaba tan cargado de
trabajo? Es cierto que el Canciller del Reich había expresado su deseo
de tenerme cerca de él. Pero ahora estábamos en plena guerra una
guerra que no exigía tanto de nadie como de él mismo. ¿Asistirla
Hitler a las representaciones?
En comparación con el año anterior, representaron en aquella ocasión,
además del "Holandés errante", sólo el "Anillo
de los nibelungos". La señora Winifred Wagner, a la que visité,
me llevó durante la primera representación a su palco. De nuevo
me sentí dominado por la cordial simpatía de aquella mujer única
e inolvidable.
Al día siguiente representaron "El Oro del Rin" y a continuación
"Las Valkirias". Durante una pausa me informó la señora
Wagner que Hitler asistiría tal vez a la representación del "Ocaso
de los dioses".
También Wolfgang Wagner, el segundo hijo de la señora Winifred,
con el cual sostuve una larga e interesante charla durante un entreacto del
"Sigfrido", confirmó esta noticia. Al día siguiente,
durante el cual no tenía lugar ninguna representación, fui invitado
a una velada artística en el Hotel "Bayrischer Hof". Con tal
ocasión conocí a una serie de relevantes personalidades artísticas:
el director general de música Elmendorf, a los cantantes Ludwig Hoffman,
Hans Reinmar, Erich Zimmennann, Josef Manovarda y otros. La señora Wagner
me informó que había hablado con el Führer por teléfono.
En efecto, al día siguiente emprendería el vuelo para asistir
a la representación del "Ocaso de los dioses" desde el Cuartel
general, pero al fin de la representación emprendería inmediatamente
el vuelo de regreso.
"Me ha preguntado si estaba usted aquí, señor Kubizek. Quiere
hablar con usted durante el entreacto."
El martes, 23 de julio de 1940, a las tres de la tarde, anunció un coro
de instrumentos de viento el comienzo de la ópera con el motivo del Sigfrido.
Me dirigí a ocupar mi butaca. Pocos instantes después Hitler ocupaba
su puesto en su palco. Sonaron los primeros acordes graves, del despertar. Perdí
la noción del tiempo y me entregué por completo a la magia de
aquella obra maravillosa.
Durante el primer entreacto se acercó Wolfgang Wagner donde yo estaba
y me comunicó que el Führer quería hablar conmigo. Nos dirigimos
al salón, en el cual se encontraban unas veinte personas que charlaban
animadamente formando pequeños grupos. No divisé inmediatamente
a Hitler, puesto que no iba ya de paisano, sino con el uniforme gris. Poro su
ayudante personal me había ya anunciado. Llevaba una guerrera sencilla
y me tendió inmediatamente las dos manos. Su rostro tenía una
expresión lozana y tostada por el sol. La alegría de volverme
a ver parecía ser ahora más profunda, más íntima.
Tal vez contribuyera a ello la gravedad de la situación que le llevaba
también a él a meditar sobre los problemas más profundos
de nuestra existencia. Para él, empero, que venía del frente no
era yo en aquel momento sólo el testigo de su juventud, sino también
el amigo que, prescindiendo por completo de los sucesos externos, le había
acompañado un buen trecho en el camino de su vida.
Hitler me condujo a un rincón de la sala. Allí estábamos
a solas, mientras los demás invitados continuaban algo alejados de nosotros
sus charlas. Me cogió de la mano y me miró durante largo rato
a los ojos.
"Esta representación es la única a la que asistiré
este año-me dijo-. No puede ser de otra forma, es la guerra." Y
con un tono de disgusto añadió: "Esta guerra aplaza en muchos
años nuestros trabajos de reconstrucción. Es una verdadera lástima.
No soy Canciller del Gran Reich alemán para dirigir guerras."
Me sorprendió que el Canciller hablara en estos tonos después
de los grandes éxitos militares que había obtenido en Polonia
y Francia. Tal vez contribuyen a ello el hecho de que mi presencia le recordaba
lo rápido que pasa el tiempo.
"Esta guerra me roba mis mejores años. Usted ya sabe, Kubizek cuáles
son mis proyectos y lo mucho que quiero hacer aún. Y todo esto lo quiero
vivir yo mismo, ¿comprende? Usted sabe mejor que nadie cuántos
son los planes que me dominan ya desde mi juventud. Sólo he podido realizar
muy poco hasta la fecha. Increíblemente queda mucho por hacer todavía.
¿Quién podrá hacerlo? Y ahora esa guerra me roba mis mejores
años. Es una verdadera lástima. El tiempo no se para, continúa.
Nos hacemos viejos, Kubizek. ¿Cuántos años todavía?...,
y será demasiado tarde para ver realizado todo aquello que tengo proyectado."
Con aquel tono excitado, lleno de impaciencia, que conocía de nuestros
años de juventud, comenzó a exponerme sus grandes proyectos para
el futuro, la ampliación de las autopistas, los canales de navegación,
la modernización de los ferrocarriles y muchos otros. Apenas podía
seguirle. Tuve de nuevo la impresión como si quisiera justificarse ante
mí, el testigo de sus planes juveniles. Aun cuando en mi posición
era sólo un insignificante funcionario municipal, era, sin embargo, yo
la única persona que le quedaba de su juventud. Tal vez le satisfacía
íntimamente a él, que estaba acostumbrado a hablar ante los jefes
militares y políticos, personalidades de alto rango todas ellas, exponer
sus pensamientos y proyectos ante un simple ciudadano que no era miembro de
su Partido.
Traté de desviar la conversación hacia los años que hablamos
vivido en común. Cogió inmediatamente una de mis observaciones
y dijo: "Estudiantes pobres, sí, eso era lo que éramos. Y
tambien pasamos hambre, eso lo sabe Dios. Emprendíamos excursiones con
sólo un pedazo de pan en el bolsillo. Pero ahora todo esto ha cambiado.
El año pasado muchos de nuestros jóvenes emprendieron un crucero
de placer hasta Madeira. Vea usted allí está sentado el Dr. Ley
con su joven esposa, él ha creado esta organización."
A continuación se refirió Hitler a sus planes culturales. La muchedumbre
ante el teatro deseaba saludarle. Pero él estaba tan enfrascado en su
charla que no se dejó interrumpir a sabiendas seguramente de que yo,
lo mismo que antaño en la pequeña habitación de la vieja
señora Zakreys, le escuchaba de todo corazón cuando hablaba de
los problemas del arte.
"Todavía estoy ligado por la guerra. Pero espero que ya no por mucho
tiempo y entonces podré volver a construir y crear. Entonces le volveré
a llamar, Kubizek, y permanecerá usted siempre a mi lado."
Había terminado el entreacto. Agradecí al Reichkanzler sus muestras
de amistad y le deseé suerte y éxito en el futuro.
Me dirigí hacia la puerta, me acompañó hasta la escalinata
y me siguió con la mirada.
El "Ocaso de los dioses", una representación que me había
conmovido muy profundamente había terminado. Me encaminé hacia
la salida y observé que la calle estaba acordonada. Me detuve en la esquina
de la Adolfo Hitler Strasse para ver una vez más al Canciller.
Pocos minutos más tarde aparecía una columna de coches. Hitler
se hallaba de pie en el suyo. Dos coches de su escolta corrían a ambos
lados, muy cerca del acordonamiento.
Lo que ocurrió en los momentos siguientes jamás lo olvidaré.
El director general de música Elmendorff y la señora Lange, así
como su hija Susi, en compañía de una dama ya de edad, estaban
cerca de mí y me felicitaban. Yo no sabía por qué motivo.
Yo estaba cerca de los policías que acordonaban la calle y saludé.
En aquel momento me reconoció el Reichskanzler y dio una señal
al chófer. La columna de coches se detuvo y el coche en el que iba Hitler
se acercó y me dijo cordialmente: "¡Hasta la vista!"
Y cuando el coche se puso nuevamente en marcha, Hitler se volvió hacia
mí y me saludó nuevamente. Luego la columna continuó su
marcha hacia el campo de aviación.
En torno mío se desató una tormenta. Todos querían saber
quién era aquel individuo vestido de paisano a quien Hitler había
hecho aquel alto honor en mitad de la calle. Hasta entonces siempre había
visto al Relchskanzler a solas o en un circulo íntimo. Con ello había
conservado nuestra amistad un carácter personal pero ahora se había
convertido, por así decirlo, en una cuestión pública y
comprendí entonces claramente lo que representaba para mi aquella amistad
de juventud.
Todos querían estrecharme la mano. Mis amigos intentaron dar explicaciones
a la muchedumbre. En vano. Nadie les escuchaba. Me empujaban de todos lados,
todos querían verme de cerca. Dios mío, ¿por quién
me tenían toda aquella gente? Tal vez por un diplomático extranjero
que les traía la paz. En este caso hubiese aceptado gustosamente todas
aquellas molestias. Finalmente pude respirar. "¡Señores. Hagan
paso, si sólo soy su amigo de juventud!
Aquel 28 de julio del año 1940 vi por última vez a Adolfo Hitler.
La guerra continuaba y adquiría cada vez mayor intensidad y amplitud.
No veía su fin.
El servicio en la pequeña comunidad ocupaba todo mi tiempo. La guerra
nos cargaba continuamente con nuevas responsabilidades, nuevos deberes y obligaciones.
Apenas podía despachar todo el trabajo que se me presentaba. Y a esto
se unían preocupaciones de índole personal. Mis hijos fueron incorporados
a filas.
En el año 1942 ingresé en el Partido nacionalsocialista No por
el hecho de que hubiera cambiado en mi modo de pensar político. Pero
mis superiores eran del parecer que ahora que la lucha era a vida y muerte,
todos habían de tomar parte. Claro está que me decidí por
Adolfo Hitler, pero no por motivos políticos sino por razones mucho más
amplias y profundas. o sea, como amigo de juventud. Hubiese sido fácil
para mí rehuir aquel problema con la consabida fórmula: "consultaré
a este respecto personalmente con el Führer". Pero estábamos
en guerra y no quería consideraciones personales hacia mí.
"¿Acaso el Führer jamás le ha preguntado si era usted
miembro o no del Partido?", me preguntó mi alcalde. No, en absoluto.
Yo era su amigo, esto era más que suficiente. Con creces había
demostrado que me apreciaba como amigo y persona. Contesté al alcalde
que Hitler jamás me había preguntado por mi pertenencia al Partido.
Las sombras de la guerra se cernían cada vez más profundas sobre
nosotros. A las privaciones y preocupaciones generales se añadían
resentimientos y desengaños personales. Sobre todo, el caso del doctor
Bloch me dio mucho qué pensar. Aquel anciano médico que siempre
se había apiadado de los hombres vivía en Linz y me escribió
por mediación del profesor Dr. Huemer, el antiguo maestro de escuela
de Hitler, rogándome que intercediera cerca del Führer en su favor
para que, en su calidad de judío, no fuera molestado, puesto que entre
sus pacientes se había encontrado también la madre de Adolfo Hitler.
La petición se me antojó justa y razonada. Con motivo del problema
de los judíos había sostenido en Viena graves discusiones con
mi amigo, puesto que en modo alguno compartía sus puntos de vista tan
radicales. Recuerdo que en cierta ocasión cuando le presenté a
un judío me lo reprochó amargamente. Pero en el caso del Hitler
tenía que mostrar comprensión. No conocía personalmente
al anciano médico, pero escribí inmediatamente a la Cancillería
del Reich y adjunté la carta que me había enviado el doctor Bloch.
Al cabo de unas semanas recibí una carta de respuesta de Martin Bormann
en la que me prohibía terminantemente interceder en favor de terceras
personas. Con respecto al caso Bloch, sólo podía avanzarrne que
el caso sería tratado como todos los por el estilo. Era esta una orden
expresa del Führer. No creo que el caso le fuera presentado a Hitler. Y
tampoco lograba tranquilizarme el hecho de que el doctor Bloch no fuera objeto
de ataques ni molestias de ninguna clase. Comprendí que el camino hacia
Hitler me estaba vedado si no me presentaba personalmente. Y esto, mientras
durase la guerra, era un hecho imposible.
Llegó el final. Perdimos la guerra. Cuando aquellos terribles días
del mes de abril de 1945 escuchaba por la radio la lucha por la Cancillería
del Reich, que ponía fin a la conflagración mundial, recordé
involuntariamente la escena final de "Rienzi", cuando el tribuno desaparece
entre las llamas del Capitolio.
"Er ist verflucht, er ist gebannt!
Herbei Herbei! Auf, eiIt zu uns!
Bringt Steine her zum Feuerbrand."
Pero también en el tumulto del hundimiento recordé la voz de Rienzi:
"...verlässt mich auch
das Volk
das ich zu diesem Namen erst erhob?
Verlässt mich jeder Freund,
den mir das Glück erschuf?"
Mi respuesta a esta pregunta que
me había dirigido a mí mismo no admitía discusión:
De la misma forma que yo, como un hombre político, no podía identificarme
con los acontecimientos políticos de aquella época, que en el
año 1945 terminaban para siempre más, tampoco podía, ni
obligado por ningún poder terrenal, negar mí amistad con Adolfo
Hitler.
Mi primera y más urgente preocupación fueron los recuerdos que
yo poseía. Había que salvarlos, pasase lo que pasase, para la
posteridad. Hacía ya años que había metido las cartas,
tarjetas postales y dibujos en hojas de celofán. Metí todos aquellos
documentos en una cartera de piel y la escondí en mi casa en Eferding.
Al día siguiente fui detenido y conducido al campo de concentración
de Glasenbach. Claro está que durante mi ausencia buscaron aquellos documentos,
pero los había escondido a conciencia.
Fui interrogado repetidas veces, primero en Eferding y luego en Gmunden. Pero
todos estos interrogatorios se parecían el uno al otro como un huevo
al otro.
-¿Era usted amigo de Adolfo Hitler?
-¡Sí!
-¿Desde cuando?
-Desde el año 1904.
-¿Qué trata de insinuar? Por aquel entonces era desconocido.
-A pesar de ello era yo su amigo.
-¿Pero cómo puede usted haber sido su amigo si él no era
nadie?
Un oficial yanqui del servicio de información me preguntó:
-De modo que era usted amigo de Adolfo Hitler. ¿Qué recibió
de él por esta amistad?
-Nada.
-Pero usted mismo afirma que fue su amigo. ¿Le dio dinero?
-No.
-¿O víveres?
-Tampoco.
-¿Un automóvil? ¿Una casa?
-Tampoco.
-Le proporcionó el conocimiento de hermosas mujeres?
-No.
-¿Se entrevistaron ustedes posteriormente?
-¡Sí!
-¿Cuántas veces?
-Con frecuencia.
-¿A qué se debían estas entrevistas?
-Sencillamente, iba a visitarle.
-¿Y le permitían acercarse a él?
-¡Sí!
-¿A solas?
-A solas.
-¿Sin vigilancia?
-Sin vigilancia.
-En este caso usted le hubiese podido asesinar.
-Desde luego, así es.
-¿Por qué no le asesinó?
-Porque era mi amigo.
Con el tiempo me fui acostumbrando a este círculo cerrado de preguntas
estúpidas y desistí de hacerles comprender a los demás
lo que en alemán se entiende por amistad.
Pero no quiero ser injusto. Aquellos meses que pasé entre alambradas
me dieron ocasión para conocer a personalidades muy valiosas y sumamente
interesantes, aun cuando ésta no fuera la intención de aquellos
que nos habían metido a todos nosotros allá dentro. También
conocí a oficiales norteamericanos muy comprensivos y a otros que por
un auténtico souvenir de Hitler, hubiesen sido capaces de ponerme inmediatamente
libertad, una situación realmente paradójica que al principio
me sorprendió en gran manera, pero a la que luego me fui acostumbrando.
Puesto que cuando fui detenido había cumplido ya los cincuenta y siete
años, o sea, que me encontraba en una edad en la que ya no suelen hacerse
muchos cambios en el concepto de la vida y para los cuales, después de
un detenido estudio de mí mismo, no encontraba motivo alguno, me quedaba
mucho tiempo para meditar con toda tranquilidad sobre mi destino.
Cuando en aquella atmósfera tan cargada del campo de concentración
escuchaba los apasionados comentarios en favor y en contra de Hitler, surgió
paulatinamente en mí el convencimiento de que cuanto más pronto
nuestro pueblo haya superado esta época, tanto mejor comprenderá
la personalidad política de Hitler. Y a esto podía contribuir
yo mismo con hechos que sólo yo conocía. Fue entonces cuando nació
en mí la decisión de escribir los recuerdos de juventud de Adolfo
Hitler.
Claro está que en el campamento no cogí ningún lápiz
ni ninguna pluma. Nadie me había dado tampoco este encargo. No quería
escribir el libro para aquellos que nos tenían presos, ¡Dios me
libre de esto! Quería proceder de un modo independiente y tampoco hubiese
aceptado ninguna clase de consejo o instrucciones por parte de nuestros antiguos
enemigos.
El 8 de Abril de 1947 me pusieron en libertad. Cuando vi cómo habían
cambiado tantas personas en su actitud y en su modo de ser, vacilé nuevamente.
Esperé.
Mientras tanto han pasado ya seis años. Desde el punto de vista histórico
este período no es nada; considerado desde el punto de vista humano,
sin embargo, se trata de un lapso que ha servido para fortalecer muchos hechos
de tal forma que el libro relata los años de juventud que pasé
al lado de Adolfo Hitler y que no ha sido escrito para hablar en su favor, pero
tampoco para condenarle; se trata de un trabajo que no ha sido incluido ni encargado
por nadie y destinado a servir única y exclusivamente a la verdad y con
ello a un juicio objetivo y justo de la personalidad de Adolfo Hitler.