La atmósfera de los mediodías de mi infancia es la misma en la que me sumerjo ante “Las Meninas” de Velázquez.

Ese instante eterno es el verano de siestas en un pueblo del Prepirineo Descansos obligados, para mejor pasar esas horas en las que todo se inmoviliza. Obligación mal asumida, cuando lo que yo deseaba era volar por el caluroso campo, o encontrarme en las sombras de paredes y aleros con el chico más alto del grupo, mirarlo sin que se notase y encubrir bajo algún inocente juego, un apretón de manos, un ligero empujón, un roce de los cuerpos...

- ¡Los pájaros se asan!. ¡La calle arde!. ¡No son horas!. ¡Te quemarás la raya del pelo!... ningún caliente argumento me convencía, mis promesas y negociaciones no eran escuchadas. Con mala cara, mi hermana y yo íbamos directas a la cama, resignadas a perder dos maravillosas horas que ocupaban nuestros amigos en cazar saltamontes cerca de la piscina, para luego, ya a la sombra, encerrarlos en cajas, hacer concursos de saltos, atravesar obstáculos...de donde salían, casi siempre, con alguna pata de menos.

Creo que me dormía, pero recuerdo el silencio pesado, la calima oscura, las paredes que se estrechaban.

En casa de mis abuelos, aún con siesta todo era distinto, y yo tenía una cama grande para mi sóla. Subía por unas frescas y anchas escaleras de granito hasta llegar al segundo piso de tarima, fregado y restregado por una de mis tías; avanzaba a lo largo de un pasillo con muchos dormitorios a ambos lados y llegaba al fondo a la izquierda, cerca del balcón que da a la calle principal y que ya entonces casi nunca se abría., pero que tenía todo el año sujeto un pequeño ramo de olivo bendecido en cada Domingo de Ramos.
¿Por qué será que nunca veía ni he visto a nadie asomarse a ese balcón?. Decían que era peligroso, pero a mi nunca me lo ha parecido. Sólo en una fotografía antigua vi los rostros sonrientes de mi madre y de mis tías, jovencísimas, brillantes los ojos, piel y cabellos frescos, adornar aquel balcón.

Y en esta última habitación, que fue donde yo vine al mundo, volvía ya pasados unos pocos años a dormir mis siestas más libres.

Y ahí estoy ahora enfrente de “Las Meninas”. La fina cortina colgada de bellos ganchos como “manitas” doradas rodeando una barra también dorada; los ventanos entornados y la luz que atraviesa la espaciosa habitación y llega hasta mi tamizada en estelas con pequeñísimos corpúsculos en suspensión .Percibo las sombras agrandadas de los que pasan, con sus voces. Nada de esto existe ahora. ¡Qué digo! No. Están aquí y ahora.

Y yo juego... y me asusto... y me escondo entre las sábanas y pienso que si me quedo total y absolutamente inmóvil, nadie me notará. Debo paralizar también mi respiración y entonces me aproximo a la muerte y coloco mis manos cruzadas sobre el pecho, como he visto a los santos en mis libros. Y así, así... ya no existo, bueno, si, existo: soy la eternidad, la nada, el todo.