(2)
(Paisajes de muerte)
Pasado el mediodía,
paseaba yo por aquel jardín,
entre flores, chopos y cipreses,
en un otoño recién iniciado.
Entres dos cipreses percibí
un débil ruido, producido
por el cimbreo de unas alas.
En una gruesa telaraña,
una libélula enredada
consumía sus últimas energías.
¿Cuántas horas estuvo así sujeta?
¿Tenía, ante sí, la negra visión
de la sutil y voraz araña?
Con una varilla seca que vi más allá,
rompí los hilos que la sujetaban y cayó
-aún envueltas sus alas en la tela-
sobre una rama baja del ciprés.
Con un palito alcé la libélula enredada
y con otro le fui rompiendo los hilos
que la mantenían todavía inmóvil.
Por fin alzó el vuelo.
Mas ¿qué sentiría al sentirse liberada
por un ser al que siempre rehuye?
La expresión de su rostro:
¿mudó hacia la alegría?
Es un insecto, sí, pero también
hay amaneceres y anocheceres
en su vasto mundo. Ahora,
varias horas después,
la luna, sobre los cipreses,
parece que canta, que baila,
que vibra al son de rara música.
La doncella se peina alegremente,
y una niebla remota regresa al cuadro,
donde el pincel amanecido
pinta un desmayo entre pinos.
La rana se zambulla en la vieja charca,
mientras las nubes sobrevuelan
los rumorosos ríos de la noche.
El barquero me avisa:
“Ya es hora de cruzar el río”.
El venerable barquero aguarda;
yo doy unos pasos y, como una estela
que dejara un brioso velero,
voy pasando al otro mundo.
(Poema extraído del poemario "Ritmos").
Juan-José Reyes Ríos
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