Diego López Estrems
La señal de Europa
Desde que en el siglo XVIII el alemán Georg Christoph Lichtenberg escribiera sus Aphorismen, póstumamente publicados, el aforismo ha ocupado un lugar personalísimo dentro de los ortodoxos límites de la literatura. Profesión de fe de una poderosa intuición y arma para la sátira más incisiva, el aforismo fue un género gustoso de cultivar entre los clásicos; recuérdese sino la literatura fragmentaria de los presocráticos, los epigramas de Marcial o las breves frases estoicas de un Séneca en las Cartas a Lucilio o en De la brevedad de la vida. Los Padres de la Iglesia, asumiendo por un lado la herencia cultural clásica y el carácter aforístico de ciertos libros de la Biblia –como el de los Proverbios y hasta las mismas palabras de Cristo en los Evangelios-, por otro, usaron frecuentemente de la dicción aforística para la apología, catequesis o predicación del cuerpo doctrinal de la primera iglesia. Una inteligencia tan intuitiva y arrebatadora como la de san Agustín no podrá permanecer ajena a este género, que plasmará en sus Confesiones, si bien no formalmente sí con la reiteración de contundentes frases que en sí mismas contienen ya el significado completo de la idea expresada. Hasta el advenimiento de la Escolástica, fueron frecuentes en la Edad Media las recopilaciones de “dichos” o parágrafos de los Padres de la Iglesia para instrucción de monasterios, escuelas y, más tarde, universidades. Estas compilaciones se conocieron con el nombre genérico de Sentencias y cumplieron una función de adoctrinamiento en los arduos debates dialécticos entre la ortodoxia y los continuos vaivenes heréticos que la Iglesia medieval tenía que enfrentar. El filósofo y teólogo Pedro Lombardo fue el autor de la más conocida de estas recopilaciones de las sentencias patrísticas: la Summa Sententiarum, a la que añadió sus propios comentarios según costumbre de la época. Asimismo, Averroes presentará sus Comentarios a Aristóteles, cuyas proposiciones serán punto por punto anatematizadas por la Iglesia en el cénit de su vigilante puntillismo doctrinal del que no escapará ni el mismísimo Tomás de Aquino, teólogo intelectualmente tan enriquecedor como doctrinalmente audaz. Así serán condenadas, entre muchas otras, las tesis averroístas que afirmaban que el mundo es eterno y el alma del hombre no es inmortal. Las grandes obras de la escolástica tomista exigen complejos desarrollos dialécticos y extensas especulaciones que no son favorables al cultivo del aforismo, francamente deslucido cuando no refleja el sentido clásico de la plenitud de la vida o a atemperada seriedad existencial de la primitiva literatura cristiana y los Padres de la Iglesia. Las sentencias y las proposiciones darán lugar a las tesis, en las que ya resuena una acepción de heterodoxia. Noventa y cinco tesis escritas en latín hizo fijar el monje agustino Martín Lutero en las puertas de la catedral de Wittenberg. De esta forma –al menos estilísticamente- la Reforma protestante empieza con un intento de retornar a la frescura de los Padres, no tan vigentes después de tantos siglos de teología medieval. Las siguientes antítesis del próximo Concilio ecuménico de Trento sentaron las bases políticas de la Contrarreforma y componen el mayor monumento dogmático de la escolástica tardía en una especie de confrontación entre la Palabra (la fuerza aforística de un san Pablo o un san Agustín) y la Tradición (el poder dialéctico de un santo Tomás de Aquino o de un teólogo como Suárez).
Hasta el siglo XIX no resurgirá el aforismo con verdadera fuerza:
lo exige el dramatismo de un Kierkegaard y el desengaño titánico de un
Nietzsche.
Más tarde será Wittgenstein quien intentará en su Tractatus descifrar el sentido metalógico
del lenguaje como clave para descifrar el sentido metafísico del mundo usando
para ello la expresión aforística. Desde luego, si cada palabra es una esquirla
que a martillazos extraemos de la piedra de nuestro dolor, un hombre tan
atormentado como Wittgenstein no podía elegir para expresarse y vivir sino lo
fragmentario.
A lo largo de esta superficial introducción histórica al género
aforístico se ha visto cómo ha servido a multiplicidad de causas, algunas tan
equidistantes entre sí como el epigrama erótico y la sentencia patrística, las
tesis anticatólicas de Lutero o las inventivas anticristianas de Nietzsche...
Pero de qué nos habla la obra que en cuestión está en el origen y la
justificación de este texto. ¿Qué motivación está en la raíz de este conjunto
de aforismos In Hoc Signo Vinces[1]?
Desde la primera a la última página, el autor, Josep Carles Laínez,
fue movido a su escritura por un intenso sentimiento de filiación a Europa. Un
amor supranacional por Europa como “Nación de naciones”, si se me permite
copiar el símil napoleónico. En In Hoc
Signo Vinces late el sentimiento de una Europa maternal, Europa como madre
engendradora y protectora, diosa-madre que concibió la Historia. El concepto de
“individuo-hombre como microcosmos en movimiento” (p.7) no es sino la
intuición, a veces difusa e informe, que ha movido a hombres como Julio César,
Augusto, Carlomagno, Carlos V o Napoleón
a trabajar por la transformación de Europa en una identidad común por
encima del devenir histórico: la suprahistoria universal de Europa. Cada político
adquiere entonces su forma específica: el Imperio Romano de los césares más
preclaros, el Imperio cristiano de Carlomagno, el Imperio católico de Carlos V
y el Imperio francés de Napoléon en pos de una Europa unida en la Ilustración y
capaz de guiar al mundo con la antorcha postrevolucionaria.
A un lado esta sublimación de Europa, dos son las influencias más
notables que se pueden distinguir en esta obra: Nietzsche y Heidegger. Los
aforismos tres y cuatro tienen un acento profundamente nietzscheano con
expresiones como: “(...) y todo ello conducido por el deseo, por ese feroz
anhelo de trascender a través del movimiento, de la subversión de todos los
valores, de la conciencia de nulidad que existe y es” o “la superación y
transgresión de todos los valores vigentes en una sociedad putrefacta”.
Una lectura pacata y frívola de estos aforismos llevaría a la
conclusión de que el autor en ellos configura una especie de elitismo de la
fuerza o militarismo fascistoide. A esta acusación tampoco escapó Nietzsche, en
el que se ha querido ver un antecedente ideológico del nazismo. La lectura de
cualquiera de sus obras rompería este argumento de mojigatos en mil pedazos. La
caza de brujas del fariseísmo oficial estará siempre dispuesta a meter en el
mismo saco la estupidez moral del culto a la raza y la voluntad de poder del
individuo erigido en instancia de su propia libertad, un “superhombre” que de
hecho no tiene nada que ver con los tipos gregarios y mediocres que produjo la
estéril uniformidad nazi.
El aforismo número seis encierra un fértil pensamiento que
distingue entre aquellos que “están” en el mundo (tradición) y aquellos que “son”
en el mundo (diferencia individual) que en sí contiene insospechadas
posibilidades de ser provechosamente desarrollado. “Para ello es del todo
imprescindible abandonar la estancia”, última frase del aforismo número seis,
me parece una sentencia de muerte para el acomodamiento burgués posmoderno. A
mi entender, uno de los mejores aforismos de toda la obra es el número ocho.
Introduciéndolo con la mención de Heidegger y de Jünger, ha querido ver en
ellos a dos de los pensadores que más se han esforzado por dar luz al mundo
moderno haciéndose oscuros a sí mismos. El riesgo está ahí y, a veces, la
oscuridad experimentada se hace tan nuestra que no sabemos distinguirla de
nuestro propio sacrificio. El caso más palmario de esto es Heidegger, cuya
afiliación al partido nazi no fue, sin embargo, óbice para el desarrollo de un
pensamiento filosófico totalmente extraño a lo ideológico. Su error político no
enturbia la probidad intelectual de su obra, que tiene de totalitaria lo que
puede tener de ello la aseveración de que el “hombre es un ser para la muerte”,
cuando aquí el ser y la muerte, el tiempo y la nada, son totalidades
existenciales. Categorías de la existencia que no hacen sino descubrir la
angustia del hombre ante su decisión y su responsabilidad. Para Heidegger el
hombre es vulnerable y está expuesto a la angustia y esto por más que cualquier
régimen político se encargue de asegurarle la protección del rebaño y
militarice las masas. Lo que Freud intuyó en la psicología del individuo –que la
angustia lleva a la agresión- el nazismo lo llevó a cabo en la psicología del
inconsciente colectivo. Como nos mostró el mismo Heidegger, quizás ningún régimen
político a lo largo de toda la historia se haya sentido tan angustiosamente
amenazado desde su nacimiento como el nacionalsocialismo.
Josep Carles Laínez critica en este aforismo (el número ocho) el
concepto de un mañana histórico que sería el sucedáneo secular de la esperanza
teológica y que en sí mismo no es sino índice de la frustración por todo
acontecimiento histórico. Es de destacar el sobrio engarce de pensamiento y
sentido lírico que el autor consigue y donde se perfila bien un estilo
estetizante y romántico y un concepto sensualista de la historia que muere con
el fin del paganismo clásico.
“La cultura es inseparable de la
violencia” nos dice Josep Carles Laínez en su aforismo número veinticuatro. En
cierto modo, la cultura es una forma de violencia desde el momento en que exige
la transformación de la “materia prima” en un producto de conocimiento para el
hombre. Cultura es cultivo y, así como la tierra necesita de violencia para dar
frutos, el hombre ha de transformar las cosas para extraer de ellas el
conocimiento que esconden. Si la cultura devuelve al hombre al conocimiento de
sí mismo (ésta sería la definición humanista de cultura) este conocimiento no
puede ser ganado de forma inocua. Al mismo tiempo, este “conocimiento de sí
mismo” es un imperativo ético que debemos a nuestros clásicos, a un pasado precristiano
que se perfila tras el aroma de nostalgia neopagana que esta obra destila.
Josep Carles Laínez reúne en un panteón común los dioses de aquellos pueblos
que son “nuestros antepasados europeos” (aforismo treinta y cuatro). Esto lo
corrobora asimismo su aforismo número veintitrés, en el que lamenta que la
lengua latina se convirtiera en la lengua oficial de la Iglesia con el Edicto
de Milán. Con la fragmentación político-administrativa del Imperio y la
desaparición del latín entre las clases populares ya sólo quedará la Iglesia
como elemento aglutinador de esa primigenia y oscura idea de Europa. El
ecumenismo pagano del Imperio romano se transformará ahora en el catolicismo
cristiano de la Iglesia de Roma hasta la Reforma protestante.
Para acabar quisiera transcribir la parte final de la última frase
del aforismo número treinta y uno. No puedo concebir un epígrafe mejor para un
poema como La Ilíada, que narra el
dolor de gestación de lo que será el nacimiento legendario y magnífico de
Europa: “Hombre contra hombre hacia la muerte: el poema más perfecto”.
LAÍNEZ, Josep
Carles
In Hoc Signo Vinces, Ciudad de Valencia, Palmart, 1998
Diego López Estrems (Alboraia, Valencia, 1968) es filósofo
y poeta, autor de los libros Poemas, Vísperas del gozo y Las cosas necesarias.