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Plaza Garibaldi, la plaza del mariachi



Plaza Garibaldi es lugar donde "se comercia" con el mariachi. Allí acuden mexican@s y extranjer@s a escucharlos. También se puede traspasar el umbral de sus cantinas: el Tenampa, el Rincón del Mariachi, el Salón Tropicana... y beber sentado.
Garibaldi es lugar de rateros, de prostitutas y de alcohol, mucho alcohol. En Garibaldi el mal de amores se mata con balazos de tequila y si no te ahogas prematuramente en el alcohol, podrás nadar en el mar de notas del mariachi.
A Garibaldi se va por curiosidad, por tradición o por un inexplicable magnetismo.
Hoy Garibaldi ya no es lo que fue. Ahora los mariachis llevan su celular al cinto y las lujosas furgonetas se detienen para contratar sus servicios. Aunque quizás en el Garibaldi de hoy encontremos cierto paralelismo con aquel otro, el que nos retrata Armando González en su relato.





Plaza Garibaldi     "Me aficioné a Garibaldi cerca de los 20 años. No me atraía ningún afán folclórico, sino el gusto de entrar, por decirlo así, a un tiempo ido, me daba la impresión de caminar por una ciudad que, como yo, no había despegado con el despegue alemanista; a una ciudad personal, modestamente mesiánica, plagada de sorpresas y expectativas para aquellos que se conformaban con poco. Caminaba desde Cinco de Mayo, por la avenida Lázaro Cárdenas, pasaba por tiendas de discos y de productos naturistas, por la taquilla siempre rebosante del cine Mariscala, entre una multitud de pregones y de hombres y mujeres envejecidos, prematuramente maduros por la vida callejera. Entraba a la Plaza, a veces con algo de miedo, eludía a los músicos y cruzaba hasta la calle Allende.
    Después, por la pura homonimia sentimental, iba al bar Moravia, una ruinosa cantina justo detrás de Garibaldi, a beber cervezas. Nunca pregunté a los dependientes el porqué del nombre, pero la cantina parecía el justo escenario de una novela de Alberto. Ahí, veía llegar ruinas humanas, morbosamente me condolía, me decía "no estoy tan mal" Saliendo del Moravia, comía un pescado frito en la calle, miraba con lujuria, con la mínima esperanza, a las muchachas del rumbo que salían del deportivo Guelatao, altas, ásperas amazonas, pintadas de rubio, con sus nalgas muy ricas, con su cuerpo muy bañado. Luego, ya con leve excitación de la cerveza, me metía al burlesque. Del espectáculo, me molestaban el humor escatológico y la agresividad de los cómicos (con cuánto gusto los recibía el respetable) Sammy, Serapio, Borolas, Willi, Polín, Pichicato; y me preocupaba que las actrices me fueran a llamar a la pasarela. Tras la función, atisbaba por los resquicios del escenario, quería observar detalles que hicieran reales a las (vírgenes de medianoche, diosas de la necesidad) vedettes. Por eso observaba, y me gustaban, sus defectos físicos; de aquella su humana, antiestética nariz; de aquella otra, la dulce cordillera de celulitis en los muslos; o la blanquísima piel de las nalgas de Rommy Soul, o la leve cicatriz en la mejilla de Sobeira.
    Algunas veces, luego del burlesque, iba a un bar, ahora "Mar de Plata", al extremo occidente de la Plaza. Ahí paraísos de gerontófilos, podían encontrarse las prostitutas más viejas, feas y gordas. Las había invadidas por la celulitis, ballenas turbias, parecían sucias, pero si uno se acercaba, olían a perfume, musitaban invitaciones cálidas, patéticas, desesperadas. Sólo por cortesía se les halagaba con mesura; se les dejaba hablar de sus hijos abogados y de sus hijas maestras. Si uno hubiera sido, verdaderamente bueno, habría pasado de las palabras a los hechos, las habría acompañado, con arrojo, al hotel.
    Se iba a los rumbos de Garibaldi por modesta contracultura; pero también, por auténtica urgencia, por credulidad en el deseo. Con mis amigos construimos mitos acerca de las gringas animadas del Tenampa, de las secretarias vaciladoras del Tropicana, de las actrices del burlesque que deambulan por los cafés de chinos, de las cuarentonas en los bailes del Santa Cecilia, de la belleza precoz, salvaje, de las nativas de la zona. Íbamos al Tropicana, bailábamos con secretarias, cajeras o manicuristas, y les mentíamos en torno a nuestra fortuna. Mujeres ilusas que, de modo dramático, soñaban con el ascenso económico, buscaban roce social en los arrabales, aspiraban a conocer hombres buenos, honrados y ricos en su único momento de debilidad. Y aducían que no les gustaba el lugar (aunque lo frecuentaran cada semana), se portaban como princesas ante una tribu de bárbaros. Cuando avanzaba el cortejo, pasadas las primeras reticencias, decían, con la cara roja y la ternurita de oreja a oreja, que uno era de lo bueno que podía encontrarse en esos lugares. Muchachas sencillas, apacibles, no sencillas, ya en esas circunstancias, opulentas.
    Sólo una vez tuve una mujer en Garibaldi: Flor. Recuerdo que la intercepté, borracho, cuando ella brindaba con otros en el Tenampa, le dije algunos piropos, ella me agradeció; de manera prodigiosa se deshizo de sus acompañantes y bebió en mi mesa. Salimos juntos, muy tarde y tan cansados que nos metimos en el hotel más próximo a la Plaza, el desaseado "Emperador" Se portó muy cariñosa, no recuerdo otra mujer tan cariñosa como Flor. Me preguntó mi edad y si tomaba mucho y mil detalles más. Le di respuestas evasivas. El primer y único acto fue suave, agradable y prolongado. Desde nuestro cuarto se escuchaban frases sueltas, escabrosas; diálogos entrecortados entre empleados y prostitutas. Flor me dejaba enterarme, me enervaba, y me enervaba bien. En momentos de calma nos acariciábamos: le besé el oído, ella me acarició los pulmones, yo, por temor a los microbios, apenas le rozaba los labios con los labios, ella me puso la nariz en una ceja y así dormimos un rato. Más tarde, me dijo que se tenía que ir, no quiso que la acompañara, nos hicimos promesas e intercambiamos datos apócrifos antes de despedirnos.
    Tuve a Flor, cierto, pero las más de las veces, cultivaba la soledad, esa suerte de autofagia. Recuerdo las recurrentes noches de cine barato, brindis y paseos solitarios. Las intensas, desaforadas, exhaustivas caminatas por calles, callecitas, subcalles y recodos: de Rayón a la calle del Órgano, de la calle de Honduras al callejón de la Amargura. Memorizando neón, atisbando el interior de los viejos negocios, espiando en cabarets, fondas, pulquerías y otros giros ambiguos, en busca de no sé qué"
Armando González Torres