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Fiestas patrias de Septiembre



Septiembre es el mes patrio. La ciudad de México se transforma. Las calles aparecen engalanadas y los colores de la bandera sirven de telón de fondo para una curiosa representación.
La noche del 15 de septiembre miles de capitalin@s se acercan hasta el Zócalo. A las once, desde el balcón central de Palacio Nacional, el presidente de la República lanza el grito de Independencia y hace sonar la misma campana que en su día hiciera tañer don Miguel Hidalgo, el padre de la Independencia de México.
De cómo se va transformando la ciudad conforme se acerca esta celebración y de cómo vivi yo las fiestas patrias trata este relato.





    Septiembre, mes patrio. La ciudad se ha ido transformando día con día y yo he asistido con una mezcla de curiosidad y asombro a dicha transformación. Los cambios han sido paulatinos y todo el mundo se ha ido subiendo poco a poco al carro del fervor patrio.
    La capital de la República se viste un nuevo septiembre de blanco, de rojo y de verde, los colores de la bandera.
    Todo mundo espera ansiosamente que llegue el día 15 para darle vuelo a la hilacha y para gastar la quincena en tiempo record. Lo que venga después... Dios proveerá.
    Las convocatorias de reventones se multiplican y, con billete, uno puede acceder casi a cualquier fiesta.
    El día 16 no habrá periódico. Esto me confirma que estamos ante un acontecimiento muy especial.
    Los vendedores de artículos patrios hacen su agosto en pleno mes de septiembre. Por diez varitos llévese usted una bandera de tamaño mediano. Posiblemente se le deshilache antes de que acaben los festejos pero, ¿qué quiere usted por diez pesitos? También hay enormes sombreros con la leyenda torpemente garabateada de Viva México cabrones. ¿Quiénes serán los cabrones?
    Casi todos los lugares imaginables para colocar la bandera los he visto yo adornados con la tricolor a lo largo de estos días. El capó del carro, la ventana de la casa, la bicicleta, el changarro, el bici-taxi, el pesero, la oficina, el comercio, el taller... Parece como si la gente compitiese en su afán por demostrar el cariño que sienten hacia la tierra que los ha visto nacer y crecer. Es el nacionalismo de los pobres. Chingados pero orgullosamente mexicanos. Septiembre es un mexicano a una bandera pegado.
    Las estaciones de radio intercalan su programación con llamados para festejar el 192 aniversario del inicio de la guerra de Independencia.
    Los fabricantes de cerveza y de tequila terminan sus anuncios con el consejo de "tome usted con moderación" para limpiar sus conciencias.
    En la Comercial compro mis plátanos tabasqueños mientras en la megafonía atruena el Guadalajara-Guadalajara. Los cerillos, ese ejército de muchachitos y muchachitas que a la salida de las cajas empacan graciosamente mi escasa ración de víveres, lucen paliacates y están lindísim@s.
    Mis vecin@s también se han contagiado de la euforia patria. Don Octavio, a sus 85 años, trepó como un felino hasta la azotea del edificio y plantó una gigantesca bandera en medio del aplauso de tod@s nosotr@s. La señora Leti pone una y otra vez en su disquetera a Vicente Fernández y en la de doña Rosa atruena una y otra vez eso de "El mariachi loco quiere bailar"
    Los chavos de la colonia hacen explotar petardos a todas horas provocando mi enojo, mismo que me hace mandarlos a la fregada. A pesar de los operativos policiacos para decomisar cohetes y cohetones en los mercados, la querencia de los chilangos por los explosivos supera cualquier intento de las autoridades por poner fin a esta peligrosa y molesta tradición.
    Las verbenas se multiplican para solaz de los sonideros. Además de la habitual de los sábados, el viernes previo al día 15 se organiza también el cotarro en la colonia donde vivo. Y que no pare.
    México se prepara para la gran borrachera del año. Yo también estoy preparado para lanzar el grito.
    Domingo 15 de septiembre. 192 aniversario del inicio de la guerra de Independencia en México. Me paro temprano y salgo de la casa rumbo al centro de la ciudad. Tengo muchas ganas de vivir este día, esta noche, esta madrugada. Como siempre ocurre en los días en que se organizan actos multitudinarios en el Zócalo, las estaciones de Metro más cercanas a él permanecen cerradas. No comprendo muy bien el porqué de esta medida aunque me imagino que habrán sido experiencias pasadas las que aconsejan obrar de este modo.
    Aprovecho para dar un paseo por el Zócalo. Hay un retén de judiciales que revisa las pertenencias de quienes deseamos llegar hasta la plaza. No sé si será por ser extranjero o por mi cara de "chico bueno" pero me hacen una revisión muy superficial de mi morral y me dejan pasar.
    Se respira un ambiente familiar y festivo. ¿Cómo cambiará todo esto cuando la luna tome el relevo del sol?
    L@s chilang@s se divierten haciendo guerras de espuma que lanzan de los aerosoles comprados de a 10 varos y yo me entretengo mirándolos. A mí también me gustaría integrarme al campo de batalla y dar hasta la última gota de mi nieve pero la escasa cordura que me queda me aconseja permanecer como mero espectador.
    También me divierto viendo a l@s chamac@s que hacen volar sus paracaídas de a siete pesitos junto a la rejilla de aireación del Metro. El aire sopla con fuerza hacia arriba en ese lugar y ell@s sueltan allí sus artefactos voladores y luego corretean por la plaza persiguiéndolos con la mirada hasta que finalmente caen al suelo, los recuperan y el juego vuelve a comenzar. Con qué poca cosa son capaces de divertirse. Qué felicidad observo en sus rostros. Qué espabilados son para recuperar su paracaídas en medio del gentío que hay en el día de hoy en la plaza, pues saben perfectamente que si lo pierden no hay con qué comprar otro.
    Cuando siento "el último beso del sol a la tarde" decido que ha llegado ya la hora del reposo para el guerrero, de modo que me acerco al hotel para descansar un poco y tomar fuerzas para la larga noche que se avecina.
    La ceremonia de El Grito es a las once de la noche. Ahorita son las nueve y me empiezo a preparar para marchar nuevamente al Zócalo pues quiero colocarme en un buen lugar para no perderme nada de lo que allí ocurra.
    Un nuevo paso por el retén y ya estoy nuevamente en la plaza. Enseguida percibo la transformación que ha experimentado el lugar en las pocas horas que he permanecido en la habitación del hotel. Miles de bombillas dispuestas formando las siluetas de los héroes de la Independencia, adornan las cuatro esquinas del Zócalo. La gente se agolpa frente a los puestos de antojitos. Yo no tengo hambre pero aprovecho para tomarme un jarrito. Unos trocitos de limón, un poco de tequila, un poco de limón exprimido, mucho hielo picado y mucho chile en polvo. La explosiva mezcla calienta mi estómago.
    Todavía restan casi dos horas para que inicie la ceremonia pero la gente ha comenzado a colocarse frente al Palacio Nacional. Yo me sitúo justo en frente del balcón principal.
    La gente se impacienta. Pareciera como si todos estuviésemos esperando ansiosamente a dar el Grito para salir corriendo de este lugar. La espera es entretenida con el ondear de cientos de banderas que convierten la plaza en un mar tricolor.
    Las once de la noche. Se observa mayor actividad en el interior de Palacio. Por primera vez desde que estoy en esta ciudad un acto público va a comenzar puntualmente. ¡Viva!
    Sale el vaquero bigotón en calidad de presidente de la República al balcón, toca la campana y con voz ligeramente afónica lanza los vivas reglamentarios, mismos que son coreados por la multitud congregada en la plaza. A continuación, suenan las notas del himno nacional mexicano y todo el mundo tararea su letra. La ceremonia oficial de El Grito ha finalizado. En el balcón aparece Martita Sahagún acompañada por las hijas del primer matrimonio del ranchero de Guanajuato. Qué estampa tan linda, el presidente arropado por su familia... Guácala.
    Todo está preparado para el comienzo de la exhibición de juegos pirotécnicos que, desde Catedral y con un fondo musical apropiado, surcan el cielo de la ciudad de México. El espectáculo está bien pero yo esperaba más. Hasta que llega la traca final. Aquí la sorpresa estaba reservada para el final. Entonces es cuando me desdigo de lo dicho anteriormente y puedo afirmar que jamás en mi vida he contemplado un espectáculo de luz y sonido como el que nos brindaron en ese último minuto. No lanzaron más cohetes porque ya no había sitio en el cielo para alojarlos. Aquello fue un digno homenaje al carácter del mexicano. Impetuoso, derrochador, carente de límites cuando de disfrute se trata.
    Después del final orgásmico del evento todo el mundo trata de abandonar lo más rápidamente posible el Zócalo. Es ahora cuando inicia la parranda. Yo también estoy ganoso de juerga, de chelas y de música. Y hay un lugar cerquita de aquí donde puedo encontrar todo eso. ¿Se imaginan ustedes dónde? Por supuesto que en Garibaldi.