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Una limpia, por favor



En la ciudad de México resulta muy común ver en algunos lugares a personas que practican rituales de purificación a base de humo. Son las denominadas limpias. En el Zócalo y sus alrededores siempre encontramos a alguien que ofrece sus servicios, dizque purificadores.
Me confieso bastante escéptico ante este tipo de prácticas pero, sin embargo, mi curiosidad me llevó una tarde a sentarme un ratito en la Plaza Seminario, cerca de los purificadores y sus clientes, y observar todo lo que allí ocurría. Fruto de esa observación, nació esta historia.





Don Doroteo     Don Doroteo arrastra su empresa en un carrito metálico desvencijado. Si fuera nuevo se parecería a esos que utilizan l@s habituales de los aeropuertos para trasladar cómodamente su equipaje. Mientras estoy sentado a un costado de Catedral, don Doroteo comienza la instalación de su negocio a escasos dos metros de mí.
    Pronto me apercibo de que va a ser él quien va a escribir mi próximo acontecido. Bueno, el que lo va a escribir voy a ser yo pero creo que me bastará con observar y poner en marcha la maquinaria de la escritura para traducir en palabras aquéllo de lo que mis ojos son testigo.
    Llevo unos días en que las palabras no fluyen armoniosamente. Más bien nadan en una gigantesca balsa de aceite y de mis intentos para su combinación no surge más que un resultado mediocre.
    Por todo ello, la presencia de don Doroteo esta tarde de martes es una bendición. Es uno de esos momentos deseados por todo aspirante a cronista, cuando el acontecido se coloca enfrente tuya y sería estúpido desperdiciar la ocasión que nos brinda para desplegar las alas de nuestra sensibilidad.
    Don Doroteo es extrañamente güero en esta ciudad de rostros prietitos. Botas hasta un poquito más arriba de los tobillos, pantalón de tergal clarito, una playera blanca bordada con vivos colores, una faja roja enrollada en su cintura y un elegante sombrero blanco, conforman su indumentaria. Todo ello, junto con un enorme mostacho encanecido, le dan un aspecto de intrépido aventurero estilo Indiana Jones en busca del arca perdida. Lástima el reloj digital que luce en su muñeca izquierda.
    En su carrito se apilan varias bolsas de plástico que, por su apariencia, han sido testigo de muchas idas y venidas por las calles de la ciudad gris. Un paraguas de color negro tirando a grisáceo, también viejito, permanece atado al carrito en espera del sol o de la lluvia. Mientras él va desembalando el equipaje, yo trato de no perderme ningún detalle. De una de las bolsas extrae una caracola de esas que, haciéndolas sonar, producen un agradable llamado a los dioses. A continuación, de una lata que comienza a sentir los efectos de la oxidación, saca unas maderitas que, para hacerlas más chicas, las apoya en el escalón donde estoy sentado y rompe con el tacón de sus botas. Una vez que adquirieron el tamaño adecuado las introduce en una especie de pipa. De la lata agarra un botecito de alcohol con el que moja ligeramente las maderas, antes de prenderlas, para acelerar su combustión. Deja descansar la pipa sobre la base de la lata para que el fuego dé paso al humo, el elemento imprescindible para su trabajo.
    Don Doroteo aprovecha el receso para sacar su silla plegable de lona, misma que extiende y toma asiento en ella. Prende un cigarrillo americano en el preciso momento en que llega la primera clienta del día. La saluda y, cuando yo esperaba que comenzase con su rito purificador, la señora se coloca a su derecha apoyada en su bastón, adoptando la misma actitud de paciente espera del maestro.
Indio Jerónimo     A pocos metros de ellos se encuentra otro hombre entregado a las labores de purificación de los paseantes que así lo desean. Pero éste es el antagónico de don Doroteo. Tocado con un impecable penacho de plumas, su piel es morena y está sumamente curtida. Las plantas de sus pies descalzos parecen inmunizadas a los rigores del sol capitalino, que convierten la explanada de concreto que pisan, en una auténtica parrilla. Además, nuestro segundo personaje, al que de ahora en adelante nos referiremos como el indio Jerónimo, tiene una gran cantidad de gente formada a su alrededor, esperando a que les corresponda su turno para ser limpiados con el humo purificador.
    ¿Qué pensará don Doroteo, sentado en su sillita de lona, mientras el copal de su pipa se va consumiendo y evaporando en el aire sin que nadie se acerque hasta él para ser purificado? ¿Cómo asumirá el hecho de que mientras tanto su competidor, el indio Jerónimo, no disponga de un instante de descanso entre purificación y purificación? ¿Quién será esa extraña mujer de mirada esquiva, pantalón de chandal gris y zapatos gastados, que permanece apostada a la diestra del maestro y no dice palabra alguna?
    Preguntas todas ellas para las que el humilde narrador de acontecidos no tiene respuesta, pero que le hacen reflexionar acerca de las leyes de la competencia comercial. Está claro que la gente le tiene más fe al indio Jerónimo. Quizás su indumentaria y sus rasgos le faciliten las cosas. A don Doroteo le hace falta un gancho comercial y ese papel no lo cumple precisamente la señora que lo acompaña en este momento. Quizás podría plantearse contratar un grupo de acarread@s para que se sahumasen periódicamente y de ese modo dar la impresión de que su negocio también tiene reclamo. No hay nada más desalentador para un cliente que acudir a un establecimiento vacío, cuando a escasos metros hay otro donde la gente parece pelearse por entrar.
    Y así transcurre la tarde. Mientras la charola del indio Jerónimo va llenándose de monedas, en la de don Doroteo apenas se ven media docena. No es sólo que los ingresos sean escasos sino que don Doroteo además le entra a la compra de una bolsita de café que le ofrecen unos productores de Ecatepec y, como lo que hay en su charola no le alcanza para pagarla, ha de echar mano a la bolsa trasera de su pantalón.
    Me duelen las pompas de estar sentado en el suelo. Si yo también hubiera traído mi banquito... Me voy en el instante en que le cae a don Doroteo un nuevo cliente. Confío en que sabrá alargar el ritual de purificación para ofrecer la impresión de estar ocupado. Claro que, quizás el cliente haya optado por los servicios de don Doroteo porque tiene prisa y desea una limpia rapidita. Y al güero no le quedará de otra que volver a sentarse, continuar observando a su competidor, seguir con su silenciosa acompañante y continuar esperando a que un nuevo cliente llegue y le solicite: una limpia, por favor.