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Vaya forma de llover



La época de lluvias en la ciudad de México se extiende desde mayo hasta octubre. Yo jamás había visto llover de forma tan impetuosa. Fueron muchas las tardes en las que, cuando la lluvia hacía su aparición, yo me refugiaba en el lugar más cercano para protegerme de su ira y me quedaba pensativo mirando un fenómeno que era nuevo para mí. Fruto de esas reflexiones nació este relato.




Hombre impasible     Llueve sobre la ciudad de México. No es una lluvia cualquiera. No se puede hacer nada para combatirla. Sólo esperar. Esperar a que Tláloc, el dios de la lluvia, calme su ira. Esperar a que nos dé chance para llegar a la casa. Esperar.
    Todas las tardes hace acto de presencia. Se manifiesta con un oscurecimiento repentino del cielo y una bajada brusca de temperatura. Le sigue una voz grave y potente, el trueno. Lo siguiente, el aguacero. Aquí no conocemos la lluvia fina y persistente. Cuando llueve, lo hace "de a deveras". Sin medias tintas. Así es el/la chilang@. Como su lluvia. Brav@, tempestuos@, desprendid@, desmadros@, impetuos@, impulsiv@, generos@.
    El/la chilang@ le teme más al sol que a la lluvia. A ese sí que le tiene verdadero pavor. Intenta evitar encontrarse con él. En el pesero busca siempre el lado aquel que no alcanzan los rayos solares y si para su desgracia tiene que lidiar con ellos, busca desesperadamente el modo de protegerse. El periódico, una viserita, el folder de los documentos, la palma de la mano... cualquier medio es válido para enfrentarse a las temidas radiaciones solares. La chilanga madura le proporciona una nueva utilidad al para-aguas y lo reconvierte en para-sol, de modo que no resulta extraño ver a las damas paseando con su paraguas extendido a modo de sombrilla como si estuviéramos en el París de los años treinta pero con algo menos de glamour.
    Las gentes corren para buscar refugio. Los carros disminuyen su velocidad, pero sin llegar a detenerse. Las calles se transforman en pequeños lagos, en lagunas, en islas...
    Qué sensación más agradable llegar a casa, desprendernos de nuestras ropas mojadas, secarnos con una toalla de esas tamaño sábana, extender las ropas mojadas en las sillas, calentar una taza de café y prender un cigarrillo mientras las gotas de lluvia golpean fuertemente los cristales de nuestras ventanas. Es uno de los pequeños placeres de la vida. A veces pienso en quienes no pueden disfrutar de ese pequeño placer. Quienes no tienen casa, ni toalla, ni ventana por la que mirar, ni ropa de recambio. Quienes se tienen que chingar y quedarse con las ropas mojadas pegadas a sus cuerpos.
    Como siempre ocurre en estos casos, hay zonas en las que los efectos del aguacero son mayores que en otras. ¿Se imaginan a cuáles me refiero? Pues está claro, las que carecen de red de drenaje. Aquellas a cuyas calles todavía no llegó el chapopote. Las que suspiran porque algún día las autoridades se decidan a acometer el asfaltado de las calles de sus colonias. Las de los paracaidistas de los cerritos, con sus casitas de tablones y techo de lámina instaladas anárquicamente en las laderas de las montañas. Y las casas de quienes no tienen casa. Las de quienes arrastran todas sus pertenencias en un carrito.
    Desde mayo hasta octubre, prácticamente a diario, la lluvia es la protagonista de nuestras tardes, El/la chilang@ sabe que va a llover pero poc@s son l@s que agarran el paraguas. Prefieren confiar en que llegado el momento salvarán la situación de alguna manera. Prefieren calarse hasta los huesos antes que cargar todo el día con el pinche paraguas.
    - Ay mano, ya nos cachó otra vez la lluvia. "De a veinte, de a veinte. Para que no se moje, para que no se le estropee el peinado a la damita". "Las capas de a diez, de a diez. Para que no se me mojen, para que no se me enfrien". Los ambulantes hacen su negocio los días de lluvia. Están al acecho en las salidas de las bocas del metro. Yo tampoco uso paraguas. En el fatídico instante me gusta refugiarme en algún lugar y, una vez a cubierto, compartir el pequeño espacio con mis ocasionales compañer@s de refugio.
    En los improvisados refugios, apretadit@s, nos quedamos mirando cómo llueve, cómo la gente corre en la calle, cómo los charcos se hacen cada vez más grandes, cómo el agua adquiere cada vez mayor velocidad en su camino hacia la desembocadura -la coladera taponada por la basura amontonada-, cómo se regocijan l@s niñ@s de las colonias populares chapoteando en los charcos, cómo los árboles extienden sus raíces al cielo para absorber el preciado líquido.
    Poco a poco, la intensidad del diluvio decrece. L@s más osad@s, o l@s menos pacientes, abandonan a cuenta-gotas el refugio. Se lanzan a la aventura de sortear los charcos, los charquitos, las goteras y los salpicones de los carros. L@s demás nos quedamos contando las gotas que todavía caen, pensando que, después de haber aguardado allí por espacio de 20 o 30 minutos, cinco más no constituyen ningún inconveniente. Al final únicamente el dueño y señor de su tiempo, el humilde narrador de acontecidos, permanece. Su mente es un hervor de ideas. Está satisfecho, ya consiguió la materia prima que utilizará para elaborar su próximo acontecido, el que llevará por título: vaya forma de llover.