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Los
tangos primigenios no arribaron a los Estados Unidos desde su patria, Buenos
Aires, sino exportados de París como una música anodina de la pampa para bailar,
años des pués de la Primera Guerra Mundial. La cumparsita fue el primero,
seguido por Adiós muchachos. Estos dos tangos tuvieron el privilegio de agradar
a los turistas norteamericanos en París. De vuelta a casa, se lo llevaron
en grabaciones de Manuel Pizarro como souvenir de las alegres noches de Montmartre,
bebiendo champagne y bailando en El Garrón o en Perroquet.
Además,
todo lo que venía de París era considerado chic. Esto, el primer salto del
tango de París a Nueva York, no interrumpió para la nada la marcha del jazz,
que continuaba produciendo los grandes éxitos que se difundían en el mundo
entero. Eso
borraba las melancólicas notas del tango, que no fue atracción en el gran
país del Norte hasta que, años después, un espectáculo tanguero de Claudio
Segovia titulado Tango argentino conmovió a Broadway y trocó la apatía en
un avasallante éxito de boletería. Con ese éxito nos cobramos la revancha.
La respuesta fue tan favorable que hasta en la actualidad el gran violador
de fronteras, ya con pasaporte argentino, sigue instalado, no sólo en Europa
sino en el país difícil. Ayer triunfaban en California los aventureros, durante
la fiebre del oro. Hoy son los profesores santiagueños de baule quienes cobran
en oro para enseñar a bailar nuestro dos por cuatro.
En
París fue otra historia. El tango no conquistó a París. París conquistó al
tango, desde 1913 hasta nuestros días. Debemos reconocer el esfuerzo de los
Pizarro: Manuel, Salvador y Domingo, que desde el Abasto se instalaron tercamente
nada menos que en París, el centro del mundo. Después siguieron con el filarmónico
asentamiento Celestino Ferrer, Monelos y Loduca, a pesar de las vicitudes
de la Primera Guerra Mundial. Nada podía arrasar con sus juveniles sueños
y el fervor por el tango. Después de la conflagración europea arribaron otros
argonautas: el pianista fuera de serie Carlos V. G. Flores y Enrique Saborido,
con su pareja de baile. Y Zimarra; El Vasco Ain; Bianco-Bachicha, desertor
de las fundiciones, herrero y posteriormente bandoneonista.
La
colonia se fue extendiendo con nuevos soñadores porteños, entre ellos el caballero
y cantor Funes y Horacio Ravera, joven cantante y agregado cultural de nuestra
embajada. Volviendo a los tiempos de vacas gordas, en 1920 (nuestra ganadería
se sumaba al éxito del tango) aparecieron excelentes bailarines amateur, de
alto linaje social, y danzarines de lujo, como Vicente Madero, Ricardo Guiraldes
y el mismo embajador Marcelo T. de Alvear, con su esposa y partenaire, la
distinguida dama Regina Pacini. Ellos fueron habitués ilustres del cabaret
Garron, de rue Fontaine número 6, en Montmartre. Y más tarde llegó Gardel.
París amó siempre esa música para los franceses de ultrapampa, y desde su
adopción le dio puesto de honor en las tradicionales fiestas de caridad anual
en el baile de las pequeñas camas blancas, en la Opera. Acaban de cumplirse
90 años de tango en París. ¡Viva la France!. |
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