La "Inteligencia Emocional" del líder Resumen
de la Conferencia pronunciada por Juan Carlos Cubeiro* La inteligencia emocional comprende cinco atributos fundamentales para el liderazgo: auto confianza, auto control, perseverancia, empatía y capacidad de ilusionar a otros. El autor de este trabajo defiende que, a diferencia de la procedencia genética del cociente intelectual, la inteligencia emocional se desarrolla a lo largo de distintas etapas de la vida, pudiendo progresar en ella con determinadas actitudes de aprendizaje. El filósofo Pascal escribió en cierta ocasión, hace más de 300 años, que “nada es más poderoso que una idea cuyo tiempo ha llegado”. Pues bien, la inteligencia emocional es una idea cuyo tiempo ha llegado. La publicación del libro de Daniel Goleman con el mismo título se ha convertido en un gran éxito editorial, en un fenómeno de masas. Y sin embargo, la obra de Goleman no dice nada nuevo: básicamente, que la inteligencia medida tradicionalmente (a través del cociente intelectual) no correlaciona con el éxito profesional. Algo ya comentado por el también periodista Walter Lipman en los años 20 y por David McClelland en su famoso artículo de 1973 Testing for Competence Rather than Inteligence. Ni siquiera Howard Gardner, creador del concepto de inteligencias múltiples en 1980 recibió la misma atención. ¿Por qué el inusitado interés hacia la inteligencia emocional precisamente ahora? En mi opinión, se dan tres circunstancias clave que convierten la inteligencia emocional en asunto de suma importancia: En primer lugar, hoy sabemos sin género de dudas que el cociente intelectual es genético; los estudios realizados sobre gemelos idénticos separados a temprana edad evidencian un C.I. similar. Es la proposición de Murray y Hammerstein en su libro The Bell Curve, de 1994. Una propuesta incluso racista, si el C.I. fuera un predictor relevante del éxito. En segundo lugar, estamos viviendo en una sociedad de múltiples opciones, que permite todo tipo de elección. Hemos pasado de la sociedad del logro a la sociedad del bienestar, de evitar los problemas. El resultado es lo que Martín Seligman ha llamado la epidemia de la depresión. En Estados Unidos, un tercio de los niños de 13 años tienen síntomas depresivos. Vivimos en una sociedad emocionalmente destrozada. Por último, pero no en último lugar, la intensidad competitiva obliga a contar en las organizaciones con los mejores. La tecnología está provocando que la diferencia entre los excelentes y los promedios sea enorme y que se amplíe de forma creciente. Los mejores son, por encima de genios intelectuales, personas emocionalmente dotados. ¿A qué llamamos inteligencia emocional? Según el Diccionario de Oxford, a cualquier agitación, sentimiento, pasión, relevancia o estado mental alterado; los sentimientos son padres de nuestros pensamientos y éstos de nuestros actos. En estos momentos, las expectativas emocionales tienden a cumplirse a sí mismas. Albert Ellis, uno de los padres de la terapia cognitiva, ha desarrollado el modelo ABC. Lo explica de la siguiente forma: La A corresponde a la adversidad; la C, a las consecuencias. Podemos anticipar las consecuencias de una adversidad no por ésta en sí, sino por la B (beliefs, creencias); son las creencias las que provocan unas consecuencias u otras. Hasta los años 60, la acción humana parecía motivada por fuerzas externas. Según los freudianos, por el conflicto. Según los conductistas, por el refuerzo. Según los teólogos, por la genética. Desde los 60, avanza la idea de elección, de responsabilidad, de control sobre nuestras propias vidas. Es lo que Goleman llama el reto de Aristóteles. El filósofo griego escribió: “Todos podemos enfadarnos. Eso es fácil. Pero enfadarnos con la persona adecuada, con el alcance adecuado, en el momento adecuado, con la finalidad adecuada y de la forma adecuada. Eso es lo difícil. El modelo que nos presenta Goleman en su libro fue propuesto por primera vez en 1990 por Peter Salovey, de Yale y John Mayer, de la Universidad de New Hamsphire, en un libro que no alcanzó tanto éxito. Salovey y Mayer consideran que hay cinco dominios de la inteligencia emocional: auto confianza, autocontrol, persistencia, empatía y dominio de las relaciones. En Competence at Work, Lyle Spencer, siguiendo la línea de McClelland, formaba cinco competencias muy similares en su diccionario: autocontrol, autoconfianza, orientación al logro, comprensión interpersonal e impacto e influencia. Y, lo que es más interesante todavía, las tres que suponen gestión de uno mismo (Howard Gardner lo llamaría inteligencia interpersonal), esto es, autoconfianza, autocontrol y perseverancia, están ligadas a la motivación por el logro; las dos restantes, empatía y capacidad de ilusionar a otros (inteligencia interpersonal, en la terminología de Gardner), son competencias ligadas a los motivos de afiliación y poder social, respectivamente. La investigación parece demostrar que la empatía es la competencia más difícil de desarrollar, en tanto que las competencias de logro pueden desarrollarse con más facilidad. ¿Qué tiene que ver todo esto con el liderazgo? Para mí, un líder es aquél que cuenta con seguidores, independientemente de la posición. Que ha creado una autoridad moral muy distinta de la formal. Por ello, hay dos ingredientes básicos del liderazgo: una visión de futuro positiva y alentadora (creada a partir de una necesidad de logro y de transmitir ese objetivo, hacerlo a través de la motivación de poder social) y la existencia de un equipo comprometido e involucrado. Sin un componente afiliativo adecuado no hay espíritu de equipo. En definitiva, para liderar a los demás (empatía y capacidad de ilusionar a otros) es imprescindible que uno se lidere a sí mismo (para lo que se requiere autoconfianza, autocontrol y perseverancia). Por ello, comparto con Seligman la opinión de que el optimismo es el gran motivador y pienso que la gestión del talento propio y ajeno (liderazgo) es una consecuencia de la gestión del placer (Inteligencia Emocional). Volviendo a las diferencias entre el C.I. y la Inteligencia Emocional, sabemos que el primero es genético. Pero ¿y el segundo? ¿Es genética la Inteligencia Emocional? Seligman diferencia entre genético y heredable. Por ejemplo, la autoconfianza puede ser heredable (padres con gran autoconfianza suelen tener hijos con gran autoconfianza) porque “cuanto más éxito tiene una persona más optimista suele ser”. La belleza, la inteligencia verbal, la capacidad motora y otros rasgos que sí pueden ser genéticos provocan experiencias cruciales que conllevan, por ejemplo, a una mayor o menor autoestima. Pero en modo alguno la inteligencia emocional es genética. La desarrollamos y la hemos desarrollado desde nuestra más tierna infancia. ¿Cómo? Según Alexander Lowen, otro psicólogo que en los 70 analizó diferentes etapas de la vida del ser humano, en cada una de ellas se aprende algo básico. En los primeros 18 meses de vida, el afecto juega un papel fundamental. De hecho, crecemos no gradualmente sino a trompicones. Y a cada salto de aprendizaje (se han encontrado hasta siete saltos en los primeros 18 meses) el bebé espera protección y amor. Pero también desea dominar el entorno. Si los padres son excesivamente protectores, el bebé será muy afiliativo pero poco logrador. Si le dejan demasiado de lado, posiblemente al revés. En el extremo, el logro es a social (la actitud de llanero solitario). En el otro extremo la afiliación es igualitaria (café para todos). El bebé, a las 5 semanas, demuestra sensaciones; a las 8, marca pautas; a las 12, realiza transiciones suaves, aprende el movimiento de pies y manos; a las 19 semanas experimenta diferentes procesos; a las 26, investiga relaciones entre las cosas; a las 37, analiza categorías y a las 46 semanas aprende las sucesiones. Y aún vivirá tres saltos cuánticos más hasta los dos años de vida. En cada momento aprenderá intelectualmente, pero también emocionalmente a partir de la respuesta de sus padres. Ahí está la base de la empatía. El siguiente nivel, según Lowen, es el del niño: la exploración del mundo. Cuando es muchacho (la tercera etapa) comienzan los juegos para ganar en confianza. La juventud es el momento en el que se combina el placer de una relación con la creatividad y la imaginación infantil. Es la etapa de reducción, vital para la futura capacidad para ilusionar a otros y, finalmente, el adulto es consciente de sus actos y de sus responsabilidades. Desde este punto de vista, el líder es básicamente una persona emocionalmente sana, que ha cubierto sus etapas de bebé, niño, muchacho y joven adecuadamente. Con sentido de la realidad y la responsabilidad, necesidad de afecto, de creación de libertad y de aventura. Esto podría explicar el desarrollo humano y, ¿qué ocurre si deseamos desarrollar la inteligencia emocional de un adulto? Mi propuesta es profundizar más allá de la generalización de inteligencia emocional y diseccionar qué competencia es la que nos ofrece oportunidades de mejora. Pocos habrá que sean excelentes en empatía, carácter ilusionador, autoconfianza, autocontrol y perseverancia. Por ejemplo, pensemos que la perseverancia es nuestro punto débil. Debemos concretarla en términos de comportamiento: dónde estamos y dónde queremos llegar, y no contentarnos con el discurso. Los motivos, lo que nos mueve es interno e inconsciente, predice nuestro comportamiento proactivo a largo plazo. Los valores son conscientes, reforzados externamente y predicen respuestas reactivas a corto plazo. Para desarrollar el liderazgo no basta con cambiar lo que el directivo dice, sino lo que hace. A partir de lo que hace, de hacer nuevas cosas, debe encontrar placer en el resultado, lo que será más sencillo en las competencias relacionadas con el motivo de logro que con la empatía, conectada con la afiliación. Para mejorar su capacidad de liderazgo, la inteligencia emocional de una persona se puede desarrollar, pero con seriedad, con humildad y paso a paso. Sin fórmulas mágicas ni grandes palabras. Con esfuerzo, haciendo las cosas de forma diferente y consiguiendo, a través de un proceso de capacitación (coaching), que la persona que se desarrolla experimente placer en aquellas actividades en las que antes no lo encontraba. Sí, el optimismo (no la ingenuidad, sino un optimismo realista y ambicioso) es el gran motivador y la gestión del talento es básicamente la gestión del placer. Esa es la inteligencia emocional del líder. Juan Carlos Cubeiro es miembro de la Comisión de Organización y Sistemas de AECA, co-ponente del Documento La Dirección y Gestión por Competencias. Fue ganador del Premio AECA para Artículos Cortos Originales sobre Contabilidad y Administración de Empresas en su 1ª edición (1995) y Accésit a dicho Premio en la 2ª edición (1996). Su intervención como conferenciante en el más prestigioso foro mundial sobre liderazgo empresarial la realizó en su condición de director de Planificación y Desarrollo de Recursos Humanos de la consultora multinacional Hay /McBer-España. |