Padrenuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre.  Venga a nosotros tu reino.  Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.  Dadnos hoy nuestro pan de cada día.  Perdona nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.  No nos dejes caer en tentación y líbranos del mal, Amén.  Dios te salve María, llena eres de gracia.  El Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito sea el fruto de tu vientre, Jesús.  Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte, Amén.
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Chorro Bocón: raudales e indígenas, pilotos y estrellas

La comunidad de Chorro Bocón es la más populosa en las orillas del río Inírida.  Con cerca de 800 habitantes, se encuentra a medio camino entre el nacimiento y la desembocadura.  Un viaje hasta allá es de los "más sufridos" para los que no conocen la vida en los ríos.

A diferencia del viaje a Mavicure, este era de trabajo.  Iba a una reunión de representantes de todas las comunidades del río Inírida.  Argemiro, el antropólogo de Asuntos Indígenas, me invitó para que hiciera una introducción de lo que serían los programas de la red en el río.  En nuestro viaje la personalidad principal era Trespalacios, un especialista en leyes, que iba a explicar la legislación indígena.  También asistían por aparte el alcalde, representantes de la secretaría departamental de agricultura, de gobierno y, por supuesto, de Asuntos Indígenas.

Viajamos en la lancha de la DAI, porque un viaje en bongo sería demasiado demorado y no hay quién pueda cargarlo en los raudales.  En Inírida le dicen "voladoras" a las lanchas, porque parece que no tocaran el agua, de lo rápido que van.  Con un escasísimo equipaje para dos días, escogí no llevar la cámara, pues se necesitaba espacio para viajar cinco en una lancha para cuatro, además de los fules de la gasolina de ida y regreso.

En menos de una hora estuvimos en los cerros y el raudal de Mavicure.  Ahí nos bajamos y permitimos que la lancha pasara bordeando la orilla, arrastrada por el piloto.  El mismo no confiaba en el motor porque estaba fallando; si llegara a apagarse en mitad del raudal, nos tragaría el río con todo y lancha.  Eran como las diez de la mañana y el sol estaba alto, sin nubes.  Pudimos ver los cerros inmensos.  Tocamos las playas de roca y las sentimos calientes como ellas solas.   En las bases de los tres se podían leer grafitis políticos: “Vote por tal, # tatatá”, “movimiento yo no sé cual, # tal”, etc.  Los políticos no respetaban ni el mismísimo símbolo del Guainía.

Le compramos pan a un colono que tiene una carpa grande, a la orilla del río, llena de sus cosas, un horno, un tronco para sentarse y hasta un televisor.   Cobra carísimo, pues le vende a los buzos.  Nos encontramos con que gente del Noticiero Nacional estaba entrevistando a los mineros de las dragas y estaban grabando tomas de los cerros.  Habían estado en el pueblo haciendo preguntas y se recorrieron todo el río desde Remanso hasta Amanavén, en la desembocadura del Guaviare.  Después, casi a los 15 días de regresar, salió la nota, cortitica.   Hablaba de los militares que estaban llegando para patrullar el río, con todo y sus lanchas artilladas, y del abandono de la base de la armada en el Atabapo y de la inspección de Amanavén.  Tantas tomas, tanto recorrido, para casi nada.  Por lo menos mostraron el armamentismo como un problema.  Pero si uno ve la nota se imagina que Guainía es casi un desierto, que Inírida a duras penas existe, y eso es una exageración.  Supimos también que había en los cerros gente de "las aventuras del profesor Yarumo" y que ellos sí se pasaban más tiempo, preguntaban más cosas, no tenían tanto afán.

Continuamos haciendo escala en la comunidad de Venado, la que los concejales de Inírida comentaban como la más próspera y mejor administrada.  Hablamos con el capitán que era el mismo pastor, y él nos comentó en poquísimas palabras que los recursos del oro se habían utilizado en construir casas nuevas, hacer mejoramiento de algunos techos y en losas de cemento para el piso.

Cuando continuamos río arriba, los tres cerros se reflejaban sobre la superficie oscura del río, como en un espejo.  Justo cuando no traía la cámara, la naturaleza mostraba toda su belleza.  El sol les daba un color rojizo oscuro y la base de selva verde brillaba, con algunas nubecitas, como si saliera una niebla de entre las matas.  No había traído la cámara porque de pronto llovía y hoy todavía me arrepiento.

El camino seguía, cada curva parecida a la otra: Selva, selva y río.  Meses después, en una conversación, el epidemiólogo de la secretaría departamental de salud, me comentaba que la gente del Guainía tenía que saber meditar muy bien.   «Vea: Ellos andan casi siempre en lancha o en bongo.  Ahí usted los primeros 30 minutos los dedica a tratar de conversar, pero el ruido del motor no lo deja.   Después usted se pone a ver el paisaje, pero como el paisaje es siempre el mismo, usted se aburre y comienza a pensar.  A pensar y pensar.  ¡Esta gente tiene que pensar mucho!» A mí me parecieron bastante acertados los pensamientos del epidemiólogo.

La monotonía la rompió otro cerro que apareció en el camino, cerro Nariz.  Me decían que ahí había tigres.  Me contaron que un colono había traído vacas para criarlas cerca al cerro y los animales se las habían comido casi todas.  En un libro sobre la colonización en la sierra de la Macarena, Alfredo Molano recoge un dicho colono que dice "donde hay ganado, hay tigres", y revela testimonios en que los colonos le dicen "¡Qué va, los tigres no se están acabando! ¡Tigres es lo que hay!".  Ojalá no les pase lo mismo que con las tierras.

En Inírida es muy común encontrar pieles colgadas en las paredes.  Vi pieles raras, parecidas a la de leopardo o de conejo.  En un restaurante pregunté por una colgada, convencido de que era de conejo doméstico.  El dueño me dijo que no, que era un conejo cazado en la selva.  He oído de conejos en las praderas, pero ¿en la selva? Me late que pasa igual que con los "tigres".

Hasta donde mi conocimiento alcanza, en la selva sólo se da el Jaguar, el felino más grande que se encuentra en Suramérica.  A veces tienen pieles negras y se llaman panteras, pero tigres propiamente sólo los hay en la india y en el Himalaya, y se están acabando.  Pero los colonos insistían que no, que eran tigres, que había más de una especie.  «Por aquí hay uno que tiene la cara así como peluda, y es negro y como cafecito, y otro que no tiene tanto pelo en la cara y es de un sólo color» me dijo uno en Inírida.  Me dejó intrigado, porque, o me mintió como un condenado, o hay más de una especie grande de felino en la amazonia.

Muchas curvas del río después, llegamos al raudal de Samuro, el más alto en el río Inírida.  Se veía como una cascada, sólo que el río traía tanta agua que el chorro era gruesísimo.  Era como de unos tres metros de altura, formado por las rocas de lado y lado.  La erosión de cientos de años todavía no las vencía y hacían que el río se volviera un caudal tremendo, bramando y echando espuma.  Nos bajamos de la lancha y la amarramos al lado de la del alcalde, que ya debería estar llegando a Chorro Bocón.

El procedimiento normal era dejar la embarcación en la que uno venía y acordar antes por radio para que vinieran por uno en una embarcación del otro lado.  Subir una lancha por el raudal implicaba un esfuerzo ni el verraco y cargarla a mano sobre la roca necesitaría más de diez hombres.  El antropólogo había acordado que nos recibirían en la parte de arriba del raudal, así que esperamos.  Pero la gente no llegó.  La espera se hacía muy larga y se decidió pedirle al primero que pasara que nos llevara.  Y los primeros que pasaron fueron los representantes de las comunidades del bajo Inírida.  Ellos eran como unos 12 y traían una lancha de aluminio, grande y delgada.  Entre todos la ayudamos a cargar por encima de la roca, agarrándola a mano y caminando así un trecho de unos 15 metros.  Entre tanta gente fue más fácil.  La soltamos al otro lado del raudal y la probamos con todo el gentío, para ver si no se hundía.  La voladora era un poco más grande que la que habíamos utilizado en la venida.  Pero esta no tenía cubierta de fibra de vidrio y dejaba más espacio.  Nos sentamos hombro con hombro y cupimos.  Me asombraba la facilidad con que los indígenas cargaban el motor fuera borda en el hombro.  Lo levantaban del piso entre dos, uno se iba con él los 15 metros del raudal y luego lo bajaban otra vez entre los dos.  Intenté hacerlo yo y no pude levantarlo del suelo ni diez centímetros.

Seguimos durante un trecho, en medio de rocas que salían de improviso o de algunas que apenas se escondían unos pocos centímetros por debajo de la superficie.  Teníamos roca a un lado y al otro.  Los pilotos mostraban la pericia que pude ver cada vez que viajé por el río.  Ellos se conocen las orillas, las rocas, donde suelen aparecer los bancos de arena, por donde coger cuando la corriente se bifurca y así.  Cualquier equivocación puede costar el casco de la lancha.  Si va a toda velocidad y no puede esquivar la roca, el golpe es tenaz.   Así no se dañe la embarcación, la sensación no es nada agradable.  Cuando estábamos en Venado, una lancha se estrelló con una roca y se oyó como en un kilómetro a la redonda.  El piloto que venía con nosotros bromeaba sobre los "tortugazos".  Sonreía ante los cuentos que inventaban algunos para esconder su error.  Al no coger el camino correcto, decían que le habían dado a una tortuga grande que nadaba por ahí, no a una roca.  Naturalmente, a los dueños de las lanchas no les causaba ninguna gracia.

De todos modos, los estrellones eran cosa muy rara.  Sólo los pilotos bisoños se azotaban de esa manera, y eso si no le hacían caso a uno más experto.  Lo normal era que uno experimentado le soltara el timón al aprendiz cuando él estaba en el mismo viaje, y le iba explicando por donde coger, donde acelerar, donde mermar velocidad.  Los aprendices tienen que navegar el río en todas las épocas, durante largos periodos para aprendérselo todo de memoria.

El viaje era un bamboleo constante.  La voladora se inclinaba un poco en cada curva a la izquierda y luego a la derecha, justo como para arrullarlo a uno con el ruido del motor.  Menos mal, llegamos al segundo raudal, el de Sapuara, en unos pocos minutos.  Este era un poco más tranquilo, similar al de Mavicure.   Llegamos hasta el borde de las rocas y nos bajamos uno por uno.  Bajamos las maletas y ¡otra vez a cargar la lancha! La llevamos durante unos pocos metros por la playa de roca y la pusimos al otro lado del raudal.  En este trecho pude observar agujeros redondos, como de unos 10 cm.  de diámetro, cavados en el piso.   Eran demasiado perfectos para ser naturales y tenían una profundidad como de 30 cm. o más.  A uno lo habían llenado con un material parecido al cemento.  Un capitán me dijo que los hacían los peces en invierno.  Hacían los agujeros en la roca con su pico, daban vueltas para hacer un nido y meter ahí los huevos; por eso quedaban tan redonditos.  ¡Qué paciencia y qué pico los de esos peces! Otros, colonos, me dijeron que eran el rastro que habían dejado unas máquinas, en el último proyecto de micro-hidroeléctrica que se había llevado el río.  Me late que ambas versiones eran verdaderas, pues había unos huecos alineados y no se les veía el fondo, otros lo tenían curvo y no eran tan profundos.

Cuando llegamos al lado de arriba del raudal, estaba amarrado un bongo y decían que era del municipio.  Los capitanes de las comunidades hicieron corrillo alrededor del motor fuera borda, que se notaba recién estrenado.  Comentaban algo, pero yo no entendía nada, pues hablaban en puinave.  Alcancé a entender una palabra que repetían entre las muchas desconocidas: "Yamaha".  El más joven de todos se me acercó y me preguntó que quería decir Yamaha.  Yo le contesté que era una ciudad de Japón donde quedaba la fábrica de los motores, y que la empresa que los fabricaba había tomado el nombre de la ciudad.  El les tradujo a los demás mi respuesta y de nuevo comentaron en su idioma, pero esta vez asintiendo ante la palabra "Japón", como quien hace con una palabra conocida, como diciendo un "¡ah, sí! ¡Japón!".

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Padrenuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre.  Venga a nosotros tu reino.  Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.  Dadnos hoy nuestro pan de cada día.  Perdona nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.  No nos dejes caer en tentación y líbranos del mal, Amén.  Dios te salve María, llena eres de gracia.  El Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito sea el fruto de tu vientre, Jesús.  Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte, Amén.