El
padre del demonio
Robert
J. Oppenheimer nació en 1904, en Nueva York, y desde pequeño
demostró poseer una inteligencia privilegiada.
Sus
estudios superiores los cursó en Harvard, alternando las
humanidades con la física y la química.
Posteriormente,
amplió estudios de física en Cambridge con Rutherford,
en Gotinga con Born y Dirac y más, en Zurich Leyde.
Alineado
entre los intelectuales americanos de ideas socialmente progresivas,
Oppenheimer no hizo un secreto de su antifascismo ni de su filomarxismo,
aunque no llegara a militar en el partido comunista. En el período
anterior a la Segunda Guerra Mundial, mantuvo una relación
íntima con una doctora, conocida militante del comunismo.
Mientras
Oppenheimer se capacitaba sin saber cuál sería el
destino de sus investigaciones, la idea de estar ante una fuente
de energía inimaginable, la posibilidad de tener al alcance
la preparación de una mítica fuerza explosiva, deslumbraba
a los físicos que habían llegado a abarcar teóricamente
los efectos de la fisión en cadena. Pero se estaba en 1939.
Muchos
físicos, investigadores del átomo, habían
abandonado Alemania por su condición de judíos.
Otros habían emigrado en desacuerdo con el fascismo que
imperaba en su país. Y todos ellos se habían refugiado
en USA. La idea de que los sabios alemanes que habían quedado
en su tierra pudieran preparar el arma atómica era una
suposición que podía hacer de Adolf Hitler el amo
del mundo.
Ante
esta temible eventualidad, Leo Szilard, un científico atómico
húngaro refugiado en USA, pidió a Albert Einstein
que llamase la atención del Gobierno americano sobre el
peligro que amenazaba, si los nazis conseguían preparar
una bomba atómica.
Entre
dudas y reticencias, el tiempo pasó. Entre tanto, los ensayos
y las investigaciones nucleares habían proseguido en Princeton,
en Berkeley, en Columbia... En 1941, los japoneses atacaron Pearl
Harbor. Estados Unidos era ya un país beligerante. Ello
precipitó la decisión. En agosto de 1942 se llegó
a un acuerdo para unir esfuerzos entre el Gobierno americano y
el británico a fin de comunicarse sus investigaciones,
y el Ejército americano recibió el encargo de dar
prioridad absoluta, acelerando, coordinando y recabando cuantos
recursos fueran necesarios para realizar un proyecto al que se
le puso el nombre clave de “Manhattan”. Su objetivo
era fabricar la primera bomba atómica.
En
el otoño de 1942, el general Leslie Groves, que había
sido designado responsable del proyecto, se entrevistó
secretamente con Oppenheimer a quien a los 38 años le ofrecieron
la supervisión y el control global del proyecto Manhattan
y la dirección del superlaboratorio de Los Alamos.
Fue
allí, en Nuevo México, lejos de cualquier centro
habitado, el lugar elegido para situar la planta.
En
la bomba se puso a trabajar un ejército de científicos,
de técnicos, de militares: directa o indirectamente, más
de cien mil personas, la mayoría ignorantes de la finalidad
real de su trabajo. La movilización fue total. Todos los
recursos disponibles se pusieron al servicio de la gigantesca
empresa. Cientos de millones de dólares se gastaron en
un esfuerzo tecnológico que abarcó una colosal Planta
construida en Tennessee, un grandioso laboratorio en la Universidad
de Columbia, una enorme instalación en Oak Ridge, otra
en Hanford. Y en Los Alamos, junto a la planta atómica,
surgió una ciudad habitada por los científicos y
sus familias. Era difícil que aquella dispersión
no traicionara el secreto exigido. Pero los severísimos
controles y la más estricta vigilancia evitaron cualquier
filtración.
En
julio de 1945, todo estaba listo para la gran prueba. En Los Alamos
se hallaban Oppenheimer, Bohr, Fermi, Bethe, Lawrence, Frisch...
toda la plana mayor de los sabios nucleares. El día 16,
a las dos de la madrugada, las personas que debían intervenir
en la primera prueba estaban en sus puestos a varios kilómetros
del punto cero. Se fijó la hora H para las 5 de la madrugada.
A las 5.30, una luz blanca, radiante, mucho más brillante
que el sol del mediodía, iluminó el desierto, las
montañas en la lejanía...
Lo
cierto es que la oportunidad de tener a su alcance la construcción
del ingenio más poderoso de todos los tiempos fue la tentación
que venció todos los escrúpulos morales de Oppenheimer.
El
éxito alcanzado con la fabricación de bomba y sus
efectos sobre Japón hicieron que Oppenheimer fuera exaltado
por la prensa y la opinión pública americana como
el hombre que había hecho posible el victorioso final de
guerra.
Su
vida fue una demostración del enfrentamiento del hombre
de ciencia con unos problemas éticos y morales que le desbordan.
El mito del “aprendiz de brujo” tuvo en el patético
destino de Oppenheimer su más patente manifestación.
(Fuente:
Portal Planeta Sedna)