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El hombre que desató el infierno
Por Héctor D´Amico
A
comienzos de los 80, después de años de silencio autoimpuesto,
el coronel Paul Tibbets decidió hablar con un periodista
sobre el primer bombardeo atómico de la historia, la misión
que lo convirtió en uno de los militares más célebres,
incomprendidos, polémicos y odiados de la Segunda Guerra
Mundial.
El
argumento que lo alentó a romper el silencio, ahora que lo
pienso, era de una simplicidad extrema. Pero era auténtico
y, lo que es más importante, funcionó.
Después
de localizarlo en la ciudad norteamericana de Columbus, –donde
Tibbets presidía en ese momento una compañía
que alquilaba jets privados a ejecutivos–, llamé a
su secretaria y le comenté, como quien gasta la última
bala, que en la Argentina había gente convencida de que el
piloto de Hiroshima se había convertido en alcohólico
o bien estaba internado y olvidado en un psiquiátrico. La
mujer, que se refería siempre a su jefe como “Mister
T”, respondió que le daría el mensaje. Antes
de cortar, dijo que hasta donde ella sabía millones de otras
personas repetían algo parecido en lugares tan distantes
como la Unión Soviética, India, Alemania, Italia,
Marruecos y, naturalmente, Japón.
Tibbets
aborrecía ese retrato. Pero más detestaba lo que,
a su entender, era la insolencia de quienes insistían en
presentarlo como un arrepentido, un militar de moral endeble que
llega a la conclusión de que ha cometido un acto abominable.
No ignoraba, por supuesto, que por haber segado la vida de más
de cien mil personas en lo que demora un suspiro, la gran mayoría
civiles, y por haber aportado una nueva categoría a la lista
de víctimas a la maldad humana, los hibakusha, sobrevivientes
brutalmente amputados por la radiación que, en muchos casos,
tienen descendientes igualmente deformes, era el hombre ideal para
terminar convertido en un Frankenstein. |
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Paul
Tibbets posa con orgullo junto al avión en el que había
pintado el nombre de su madre, Enola Gay
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La
fuerza de veinte soles
Durante
las cuatro horas que duró la entrevista, Tibbets se aferró
a la postura que defendió desde el momento en que dejó
caer a Little Boy, una bomba de uranio enriquecido con un poder equivalente
a 20.000 toneladas de TNT y cuya explosión, según uno
de los tripulantes del avión, “iluminó el cielo
con la fuerza de veinte soles”. Su posición no había
cambiado: en igual circunstancia, volvería a hacer lo mismo.
Tibbets
se definía como un soldado a secas, pero sus camaradas y
sus superiores lo veían como un arquetipo. Era un piloto
exitoso, creativo, eficaz y con una impresionante foja de servicios.
Había volado en 37 misiones sobre la Alemania nazi y se las
había ingeniado para traer de regreso aviones tan dañados
por el fuego enemigo que apenas podían mantenerse en el aire.
Su mayor aporte como piloto fue, sin embargo, desarrollar desde
cero una estrategia confiable para armar en vuelo la bomba atómica,
evitando el riesgo de un estallido accidental que habría
borrado del mapa la base militar de la pequeña isla de Tinian,
en el Pacífico, desde donde partieron las misiones a Hiroshima
y Nagasaki.
Al
igual que el general Douglas McArthur, comandante de las fuerzas
aliadas en el Pacífico, y de su amigo el general George Patton,
desconfiaba de la política, sobre todo de los políticos
puestos a hacer la guerra. Su recelo no estaba dirigido a la calidad
de las decisiones que se tomaban en la Casa Blanca o en el Pentágono;
temía a las manipulaciones con las que la política
a menudo interfería y hasta amenazaba con poner en riesgo
operaciones militares.
Tibbets
no culpó nunca a la prensa por la mala imagen que la opinión
pública se había formado acerca de él, sobre
todo en países con un profundo sentimiento antinorteamericano.
Creía que la cuestión de fondo no era otra que la
eterna incompatibilidad entre la moral y la guerra. Y siempre parecía
tener a mano el ejemplo adecuado.
“Otros
periodistas me han preguntado antes qué siento ante las víctimas
de Hiroshima, sus niños y ancianos. Pero ¿sabe una
cosa? Nunca me preguntan por los habitantes de Colonia, Bonn, Dresden
o Berlín. Allí también hubo montañas
de cadáveres que jamás tendrán una respuesta
y se trataba, otra vez, de nuestros bombarderos.”
Estaba
convencido de que, cuando se trata de temas bélicos, la ubicación
que adopta el observador influye en sus conclusiones sobre los hechos.
“A diferencia de lo que usted hace, yo no puedo explicar Hiroshima
desde la perspectiva de la paz, de un mundo no beligerante; tampoco
desde la de un civil que viene de una nación no combatiente.
Mi país estaba en guerra; yo era comandante de una unidad
especial y disponía de suficiente información clasificada
como para saber que la bomba adelantaría el fin de la guerra,
como ocurrió. Nuestros servicios de inteligencia estimaban
que tomar las islas de Japón a punta de bayoneta podría
habernos costado otros doscientos o trescientos mil hombres. No
se olvide que pocos meses antes, en la conquista de una sola de
las islas, Okinawa, murieron 240.000 soldados y decenas de miles
eran norteamericanos. Bueno, la rendición incondicional de
Japón ocurrió apenas ocho días después
de Hiroshima.”
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En
una tienda de campaña se acumulan muertos, heridos y moribundos,
victimas de la bomba atomica
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Un
avión vergonzante
Otro
dato sorprendente que aportó Tibbets fue que, a su entender,
tanto para el presidente Franklin Roosevelt, como para su sucesor,
Harry Truman, hubiese sido más difícil tomar la decisión
de arrojar la bomba atómica sobre Alemania que sobre Japón.
Su frase fue: “Era la Alemania nazi, pero seguía siendo
Europa”. La caída de Berlín meses antes de que
la primera bomba atómica estuviera lista para ser transportada
hasta el blanco evitó que Truman se viera obligado a optar
entre sus dos enemigos.
Durante
más de medio siglo, Tib-bets estuvo convencido de que el
superbombardero B-29 que utilizó en Hiroshima nunca iba
a ser exhibido en público. “Demasiado grande”,
fue la excusa, bastante poco creativa por cierto, que escuchó
una y otra vez de las autoridades del Museo Nacional del Espacio,
en Washington, donde se conservan el Espíritu de San Luis,
de Charles Lindbergh, el biplano de los hermanos Wright y la cápsula
de la Apolo XI que llevó al primer hombre a la Luna. Efectivamente,
se trata de un avión enorme, pero las razones que forzaron
esa respuesta eran otras. Una de ellas fue la presencia de grupos
numerosos de visitantes japoneses recorriendo el museo. La otra,
la campaña orquestada por grupos pacificistas, antinucleares
y ecologistas: durante años sostuvieron que exhibir ese
avión no sólo era un acto de arrogancia nacional
sino que, además, dejaba al desnudo una insensibilidad
que rozaba con el mal gusto.
“Si
le interesa conocerlo –ofreció Tibbets al despedirnos,
como quien comparte un secreto–, puedo escribirle una nota
para unos amigos de la fuerza aérea; por ahí tiene
suerte.”
El
avión había estado discretamente arrumbado, desde
hacía 30 años, en el hangar de un aeropuerto militar
del estado de Maryland, a una hora en auto de Washington. Allí,
el polvo lo cubría todo. El largo fuselaje de color acero,
en cuya trompa Tibbets ordenó pintar sorpresivamente la
madrugada previa a la misión el nombre de su madre, Enola
Gay, estaba separado de las alas, que descansaban en el piso,
y de los cuatro enormes motores cuyas hélices relucían,
todavía amenazantes, en la penumbra. A pocos metros del
avión, junto a la entrada del hangar, sostenida por una
robusta estructura de acero, estaba la tercera bomba atómica,
que nunca fue detonada. Al igual que las otras, había sido
diseñada por los científicos del Proyecto Manhattan,
un club de mentes brillantes reunidas por el gobierno a comienzos
de la guerra para desarrollar el arma más destructiva jamás
construida y entre cuyos miembros estaban el físico Robert
Oppenheimer, el matemático Enrico Fermi y Albert Einstein.
“Esa bomba fue pensada más para los soviéticos
que para un tercer ataque sobre Japón”, había
dicho Tibbets, enigmático, recordando la grave crisis que
desató Stalin con los otros ejércitos aliados por
su ambición desmedida en la repartición de Berlín
y del resto de la Alemania derrotada.
Sentarse
en el puesto de mando del avión de Hiroshima, en la soledad
del hangar, es una experiencia que despierta los sentimientos
más contradictorios. A la excitación y adrenalina
inicial de ese acto único le sigue una sensación
de vacío que se vuelve angustia. Uno tiene allí,
al alcance de la mano, las dos pequeñas palancas metálicas
de color verde que abrieron las compuertas para dejar en libertad
a Little Boy. Es imposible no tocarlas, accionarlas del off al
on y nuevamente al off.
Colgada
de una de las ventanillas está la máscara de oxígeno
de Tibbets. Detrás de la butaca del copiloto asoma el sistema
óptico, el instrumento que guió al avión
en automático durante los tres minutos finales hasta que
la imagen del blanco elegido –el edificio del hospital Shima,
en pleno centro de la ciudad– asomó con nitidez en
la mira de Thomas Ferebee, el oficial bombardero del Enola Gay.
También
parecía intacto el sistema de intercomunicadores que le
permitió al artillero de cola, ubicado treinta metros a
espaldas del piloto, cerca del timón de cola, informarle
a Tibbets cómo el hongo gigantesco de la explosión
iba creciendo y cambiando de forma y cómo seguía
siendo visible cuando el avión ya se había alejado
cuatrocientos kilómetros de la ciudad arrasada.
Sobre
una de las ventanillas de la cabina seguía pegado, inalterable,
un cartel escrito a mano con grandes letras de imprenta. Do not
reverse more than two engines at the time, se leía. Al
terminar la visita, llamé a Tibbets y le pregunté
qué era. “¿Todavía está allí?
–se asombró–. Es un alerta para emergencias,
para no cometer la estupidez de revertir la marcha de los cuatro
motores cuando el avión es alcanzado por el fuego enemigo
y cae en picada. Si uno se deja guiar por el instinto y lo hace,
las alas no pueden soportar tanta presión, se desprenden
y el avión cae como piedra. Perdí a muchos amigos
así. Por eso puse el cartel.”
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Hiroshima
arrasada. Según
uno de los tripulantes del avión, la bomba “iluminó
el cielo con la fuerza de veinte soles”. Debajo, hombres,
mujeres y animales se esfumaban en copos de ceniza
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Sesenta
años después
Paul
Tibbets vivió lo suficiente como para saber que estaba equivo-cado
respecto del destino de su avión. El Enola Gay fue restaurado
a un costo de doce millones de dólares y se exhibe en uno
de los edificios anexos del Museo del Espacio, en las afueras de
la capital.
Cuando
murió, en septiembre de 2004, había recibido las
catorce mayores condecoraciones militares con las que los Estados
Unidos distinguen a sus grandes soldados.
Los
grupos pacifistas, ecologistas y antinucleares que durante años
le enviaban puntualmente cada 6 de agosto a su domicilio mensajes
de protesta (que él no leía) terminaron por olvidarse
de él. Mañana, al cumplirse sesenta años
del ataque a Hiroshima, será recordado en su país
como uno de los hombres que le dio un abrupto final a la guerra
del Pacífico.
La
Nacion, 6 de agosto de 2005
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