Anaeet

Una mañana de primavera, el príncipe Vachagan de Armenia fue a cazar. Al avanzar el día, llegó al pueblo de Atsik. Agotado, se sentó junto a un pozo a descansar. Mientras descansaba, llegó un grupo de muchachas del pueblo a llenar sus cántaros con las puras y primaverales aguas del pozo.
Una de las muchachas, al ver que tenía sed, ofreció de beber al apuesto caminante. Pero cuando se llevaba el agua a los labios, otra muchacha le quitó el cántaro y lo vació en un cubo. Volvió a llenar el cántaro con el agua del cubo y volvió a verterla en él. Hizo esto seis o siete veces.
Mientras tanto, la garganta de Vachagan estaba reseca. Tenía muchas ganas de beber y la joven parecía estar burlándose de él. Sin embargo, al fin le tendió un poco de agua en un cántaro.

Después de beber ávidamente el agua, el príncipe le preguntó:

-¿Por qué no me diste agua al principio? ¿por qué te burlabas de mí, viéndome sediento?

-No acostumbramos burlarnos de un extranjero replicó la joven-. Estabas cansado y tenías calor; el agua fría te hubiera hecho daño. Por eso he esperado antes de dejarte beber.

La contestación de la muchacha sorprendió y agradó a Vachagan tanto como su belleza. Le preguntó su nombre y ella contestó: -Soy Anaeet, hija de Arán, el pastor. Y tú, extranjero, ¿quién eres?

El príncipe vaciló; al fin, dijo:
-No puedo decírtelo. Pero te prometo que muy pronto sabrás quién soy y de dónde vengo.

Con estas palabras, el príncipe dejó a la joven Anaeet en el pozo.
Volvió directamente a palacio y dijo a su madre que quería casarse con la prudente y hermosa hija del pastor. La reina no quiso ni oír hablar de ello.

-Hijo mío -le dijo-, un príncipe no puede casarse con una simple pastora. El rey afgano tiene tres lindas hijas y puedes elegir una de ellas. El rey de Georgia tiene dos encantadoras hijas: elige la que quieras. El príncipe de Gugar tiene una preciosa hija; si te casas con ella, heredarás todas las tierras de su padre. No menos hermosa es la hija del príncipe de Sunik. Todas estas bellas doncellas son dignas de ti.

Pero Vachagan con ninguna de ellas quería casarse: sólo con la humilde Anaeet. Tan obstinado estaba y se puso tan triste que, al final, sus padres enviaron a Shivar, el fiel criado de su hijo, al pueblo de Atsik. Arán, el pastor, dio la bienvenida a Shivar y extendió una alfombra ante él. Sobre esta alfombra, el enviado del príncipe puso los regalos reales: vestidos de seda y joyas preciosas.

-¿Por qué el hijo del rey es tan generoso conmigo? -preguntó Anaeet, cuando Shivar le explicó que los regalos eran para ella.

-Vachagan, único hijo de nuestro noble rey, te encontró una vez en el pozo y se enamoró de ti. He venido hasta aquí por orden del rey para pedirte que te cases con el príncipe.

-Entonces, ¿el cazador que encontré era el príncipe? -dijo pensativa Anaeet-. Parecía un buen hombre. ¿Qué oficio tiene?

-Es el hijo del rey! -dijo Shivar sorprendido-. Todos los súbditos del rey son sus siervos. ¿Para qué necesita un príncipe tener un oficio?

-Quien es señor hoy puede ser siervo mañana -contestó Anaeet muy tranquila-. Todo el mundo ha de tener un oficio, sea rey, príncipe o pobre.

Shivar quedó sorprendido con sus palabras y bastante molesto:

Entonces, ¿no te casarás con el príncipe porque no tiene un oficio?

-Así es. Llévate todos tus regalos y dile al príncipe que me perdone: no quiero casarme con un hombre sin oficio.

En palacio, el rey y la reina recibieron las noticias y casi no podían ocultar su alivio. Seguramente, ahora su hijo cambiaría de opinión. Pero Vachagan dijo:

-Anaeet tiene razón. Yo también tengo que aprender un oficio, como todo el mundo.

De mala gana, el rey convocó un consejo de nobles para elegir una ocupación adecuada a su hijo. Después de muchas deliberaciones, decidieron que tejer brocados era la actividad más adecuada para un príncipe. Trajeron un experto artesano de Persia de inmediato y, en un año, Vachagan había aprendido el oficio. Con fino hilo de oro,tejió una pieza de delicado brocado y envió a su fiel Shivar con ella a Anaeet.
Ella la recibió con agrado y al punto dio su consentimiento para la boda. En seguida comenzaron los preparativos y las fiestas fastuosas duraron siete días enteros. Los recién casados eran muy felices. Poco después de la boda ocurrió un misterio que nubló su vida un cierto tiempo. Shivar, el fiel amigo y criado del príncipe desapareció sin dejar rastro. Aunque lo buscaron por todas partes, no se hallaron señales de su paradero. Con el paso de los años, su recuerdo se fue borrando y otros acontecimientos reclamaron atención: el rey y la reina murieron a avanzada edad, y Vachagan se convirtió en el rey. Nunca los súbditos habían sido gobernados con tanta justicia como con el rey Vachagan y la prudente reina Anaeet.
Un día, sin embargo, Anaeet dijo a su esposo:

-Mi amado Vachagan, creo que no conoces bien a tus súbditos. Tus ministros no te dicen toda la verdad; ellos desearían que creyeras que todo va siempre bien. ¿No crees que es así? ¿No sería bueno que fueras por todo tu reino, vestido de mercader o de artesano y hablaras con libertad con tus súbditos?

-Tienes razón, Anaeet. Conocía mejor a mi pueblo cuando era príncipe e iba a cazar. Pero, ¿quién gobernará mientras yo no esté?

-Yo gobernaré. Nadie tiene por qué enterarse de tu partida.

Así lo decidieron entre los dos. El rey Vachagan se vistió de humilde campesino y comenzó sus viajes. Aprendió muchas cosas provechosas al ver cómo vivían las pobres gentes y al escuchar los comentarios de los pueblos. Un día, llegó a la ciudad de Perozh.
Estaba descansando en la plaza del mercado cuando vio una multitud que seguía a un venerable sacerdote. El anciano iba despacio: su camino era limpiado a su paso y se ponían pasaderas bajo sus pies. Tan piadoso era aquel sacerdote que ni siquiera quería pisar el suelo por miedo a aplastar una hormiga o un escarabajo.
Se tendió una alfombrilla en la plaza para que reposara el sacerdote, y Vachagan se abrió paso entre la multitud para verlo mejor. Aunque era muy anciano, el sacerdote todavía tenía buena vista y en seguida vio que había un extranjero entre ellos.

-¿Quién eres? -preguntó a Vachagan-. ¿Qué oficio tienes?

Soy un tejedor que acabo de llegar de tierras muy lejanas.

-Bien, entonces vendrás conmigo -dijo el otro-. Te pagaré bien y te trataré amablemente.

Mientras conversaban, otros santos hombres habían partido en diferentes direcciones y pronto estuvieron de vuelta con porteadores cargados con provisiones de toda clase. Cuando ya habían llegado todos los santos hombres, el sacerdote se levantó y abandonó la plaza. Vachagan lo siguió obedientemente y también con cierta curiosidad.
Cuando la procesión llegó a las puertas de la ciudad, el sacerdote se volvió y bendijo a la multitud. Después, el sacerdote, los santos hombres, los porteadores y Vachagan siguieron su camino y se alejaron. Al cabo de cierto tiempo, llegaron a una alta pared de piedra con una sola puerta. El venerable sacerdote la abrió y todo el cortejo entró.
En el interior había un enorme patio y en su centro un gran templo hecho de piedra roja. Los porteadores dejaron los bultos, antes de que los llevaran, junto con Vachagan, hasta una puerta de hierro detrás del templo, que conducía a una cueva en la falda de la montaña. El sacerdote les dijo:

-Entrad, amigos. Dentro encontraréis trabajo y seréis recompensados como merezcáis.

Todos entraron en silencio. A sus espaldas oyeron cómo se cerraba la puerta de hierro ruidosamente y los dejaba a oscuras. Sólo podían ir hacia delante; fueron dando traspiés por un túnel hasta llegar a una gran cueva.
En su interior se oían continuos y lastimeros gemidos y gritos de voces humanas. Los recién llegados miraban todo con creciente terror; sus ojos se posaron en lo que parecían esqueletos humanos pudriéndose en las paredes. Una figura, que no parecía ni hombre ni animal, se acercaba tambaleándose hacia ellos. Tenía todo el aspecto de un cadáver, con los ojos hundidos, cabeza de muerto y cuerpo esquelético. Se trataba, sí, de un ser humano, pero en un estado deplorable.

-Seguidme -les dijo una voz hueca, procedente de aquel cuerpo ruinoso-, y os lo mostraré todo.

Lo siguieron por un estrecho túnel y llegaron a una segunda cueva llena de hombres que se retorcían en medio de mortales dolores. En una tercera cueva había enormes ollas sobre grandes fuegos. Vachagan, más osado que sus compañeros, se asomó a una de las ollas y se apartó horrorizado en seguida, sin decir palabra alguna a los demás. Fueron conducidos por otro túnel de piedra donde, en la semioscuridad, vieron varios cientos de hombres trabajando sin cesar, todos ellos en el mismo estado lamentable de su guía. Unos tejían, otros cosían, otros bordaban, otros hacían brocado. El cadavérico guía les dijo:

-Ese diabólico sacerdote que os ha traído aquí, de la misma manera nos trajo engañados a todos a nuestra perdición. No sé cuántos años llevo aquí, porque aquí no existe ni la noche ni el día, sólo esta eterna penumbra. Sólo sé que mis compañeros hace mucho que murieron. Si un hombre tiene un oficio, se le pone a trabajar hasta que muere; si no lo tiene, lo meten en una olla de hierro y lo cuecen vivo, como habéis podido ver.
Mientras hablaba la lúgubre figura, su voz y sus rasgos despertaron una débil lucecita en la memoria de Vachagan. Sí, no podía ser otro que su viejo amigo y siervo Shivar. Pero Vachagan no dio muestras de haberlo reconocido por temor a romper el fino hilo que ligaba a su perdido amigo a la vida.
Cuando Shivar se fue, Vachagan preguntó a sus compañeros qué trabajo sabían hacer. Uno era sastre, otro tejedor y el resto no tenía oficio.
Precisamente en ese momento se oyeron pasos por el túnel y apareció un sacerdote acompañado de varios guardias armados.

-Vosotros, los recién llegados: ¿quién tiene un oficio? -preguntó el sacerdote bruscamente.

-Todos lo tenemos -contestó Vachagan-. Trabajamos juntos y tejemos preciosos brocados que valen cien veces más que el oro.

El sacerdote miró no muy convencido, pero, sin embargo, ordenó que les dieran útiles y materiales para que lo demostraran.

-Pero si tu orgullo no es cierto -gritó-, !os desollaré vivos a todos y os coceré en aceite hirviendo!

Vachagan comenzó a trabajar y enseñó a sus ayudantes. Con el tiempo, habían tejido el más espléndido brocado, en el que habían bordado un mensaje que contaba todos los horrores de aquella prisión subterránea. Pero el mensaje estaba oculto en el dibujo y sólo podía leerlo y entenderlo quien fuera tan inteligente como para interpretarlo. El sacerdote quedó encantado con la obra de Vachagan.

-Te dije que nuestro brocado era cien veces más precioso que el oro -dijo Vachagan-. En realidad, vale mucho más que eso, porque ciertos encantos están tejidos en el dibujo y no pueden entenderlos las personas corrientes. Sólo la muy sabia reina Anaeet sabrá apreciar su significado.

El codicioso sacerdote estaba maravillado y planeó vender el brocado él solo, para no compartir las ganancias. Sin decir una palabra al sumo sacerdote, tomó el brocado y partió solo hacia el palacio de la reina Anaeet.
Mientras tanto, la reina Anaeet había regido el país con sabiduría, y nadie sospechaba que el rey no estaba. Sin embargo, como los días iban convirtiéndose en semanas e incluso meses y no había signos de la vuelta de su esposo, Anaeet empezó a alarmarse.
Una mañana la informaron de la llegada de un sacerdote con preciosas mercancías. Una vez en presencia de la reina, extendió ante ella el magnífico brocado. Anaeet le echó una ojeada sin prestar atención al dibujo.

-¿Cuánto pides por él? -preguntó.

Es tres veces más valioso que el oro, reina: tiene encantos especiales bordados en su dibujo.

Anaeet desplegó el brocado para verlo mejor. Y vio en el dibujo, no encantamientos, sino letras tejidas con tanta habilidad que formaban palabras completas. Anaect leyó el mensaje, emocionada:

«Mi amada Anaeet: estoy prisionero en una cueva subterránea. El portador de este brocado es mi cruel guardián. Shivar está conmigo. Manda un ejército a rescatarnos; estamos al este de Perozh en una caverna en la ladera de una colina, detrás de un templo protegido por altas murallas. Sin tu ayuda, pronto pereceremos. Vachagan.»

Anaeet dio orden inmediatamente de encarcelar al sorprendido sacerdote. Después, sus heraldos dieron la alarma y convocaron a todos los habitantes de la ciudad a palacio.

-Ciudadanos, escuchadme! -les gritó Anaeet-. La vida de vuestro rey está en peligro. Que todos los que lo amen me sigan a rescatarlo. A mediodía podemos estar en la ciudad de Perozh.

En una hora, todos los hombres y mujeres de la ciudad estuvieron armados y a caballo, dispuestos a seguir a Anaeet para rescatar a su rey. No dejaron de galopar hasta llegar a la plaza del mercado de Perozh, poco antes del mediodía. Una vez allí, Anaeet ordenó al gobernador de la ciudad que guiara a su ejército hasta el templo que estaba fuera de las murallas de la ciudad.
Pensando que llegaban nuevos prisioneros, los sacerdotes abrieron la puerta de hierro y Anaeet y su ejército entraron. Entonces se dieron cuenta de su error.
El sumo sacerdote corrió espada en mano y seguramente hubiera derribado a la valiente Anaeet si su caballo no se hubiera encabritado y no lo hubiera pisoteado hasta matarlo. Las puertas de la caverna subterránea se abrieron de par en par.
Una pavorosa visión surgió ante todos. Apariciones fantasmales salían arrastrándose de aquel agujero. Algunos, a las puertas ya de la muerte, se apoyaban en bastones, cegados por la claridad. Los que habían llegado en último lugar se tambaleaban como si estuvieran borrachos. El último en salir fue Vachagan con Shivar,el Rey sujetaba a su amigo para que no se derrumbara.
Qué felicidad la de Anaeet y Vachagan al volver a verse! Y qué agradecimiento el del fiel Shivar! Lloraba y apretaba sus labios contra la mano de la reina Anaeet.

-Nuestra amada reina Anaeet, hoy nos has salvado la vida! -exclamó.

-No, hermano, hoy no -le dijo Vachagan-. Anaeet nos salvó hace mucho tiempo, el día que te preguntó si del rey tenía oficio. ¿Recuerdas cómo despreciaste su pregunta? Debemos la vida a su sabiduría.

La fama de la terrible aventura del rey Vachaga tendió por las vastas tierras de Armenia. Y todos amaron al rey y a la ingeniosa reina. Los juglares hicieron canciones sobre ellos y así la historia de la sabiduría de la Reina Anaeet ha llegado hasta nosotros.