Invitado a una decapitación

Vladimir Nabokov

 

Traducción Lydia de García Díaz

Editorial Espasa, Relecturas

Si esta novela fuera reseñada por el crítico meticuloso que fue Vladimir Nabokov, ahora nos detendríamos en la arquitectura extraña de una cárcel y en el tamaño y la humedad y las arañas y los ritos de una celda en la que pasa sus últimos días un condenado a muerte culpable de un crimen atroz del que sólo sabremos que la víctima fue una niña.

Si esta novela hubiera sido escrita por un exiliado de la pesadilla soviética que viviera en los días previos al éxtasis del horror hitleriano pero que no se llamara Vladimir Nabokov, ahora diríamos que esta historia sobre prisiones, vigilantes y órdenes absurdas es una alegoría que cuenta las angustias autobiográficas de un hombre que vivió tan de cerca las humillaciones del siglo XX y de todos los siglos.

Por último, si no supiéramos de su odio al famoso “médico-hechicero vienés”, hablaríamos de las pesadillas que vuelven y se transforman en culpa.

Las tres posibilidades nos han sido vedadas. Así que apenas podemos decir que, reeditada ahora con cuidado y en español pero escrita hacia 1935 en Berlín, por tanto antes de París y antes de Estados Unidos, el inglés y el éxito de Lolita al unir el alto estilo de Marcel Proust con los espacios y los moteles de América, tampoco forma parte del grueso de las novelas (La defensa, El ojo, Mashenka…) que escribió sobre las pequeñas colonias de desarraigados y solos y melancólicos que formaron el exilio ruso. Este libro pertenece a esa literatura incómoda que conocen los que hayan leído a Robert Walser y, claro, a Frank Kafka. No hablamos de copias ni de ancestros, ya nos advierte V. N. en el habitual prefacio que, cuando escribió esta novela, no leía alemán y nada sabía de éstos a los que reconoce como iguales. Pero ya me entienden. El absurdo. Un preso que espera su ejecución recibiendo visitas y humillaciones y al que de vez en vez sacan a pasear por laberintos. Esa lectura que no nos hace felices pero que queda ahí, escondida, para cuando apaguemos la luz de nuestra mesa de noche. Déjenme darles tres ejemplos. En el primer párrafo se nos dice que, como marca la ley, la sentencia de muerte se le anuncia al preso, Cincinnatus C., en voz muy baja. A mitad del libro un hombre le visita a menudo en su celda y le cuenta que por defenderlo él también está preso y también lo han condenado. Resultará ser el verdugo y, claro, le mentía. Por último, el día antes de la ejecución, y cumpliendo con la costumbre, se va a cenar con las primeras autoridades de la ciudad. La comida se la sirve un cuñado que probablemente le odia Y siempre, en cada página, el condenado a muerte sólo pide saber cuándo va morir. Nadie le quiere responder.

 

Antonio Campoy Martínez