Moby Dick

Herman Melville

 

Traducción de Enrique Pezzoni

Ilustraciones de Rockwell Kent

Editorial Debate

767 páginas

Quizá sea cierto que no tendríamos poesía amorosa sin los trovadores aquitanos, pero lo que sí es indudable es que es a Defoe, a Stevenson, a Conrad, a Melville a quienes les debemos la épica de los muelles, el amor a los barcos y la vieja e inestinguible nostalgia del mar.

Uno de ellos, Herman Melville, navegó durante cuatro años. Cuando marchó era un joven enfermizo y pálido. Al volver, apareció un marinero de espaldas anchas y manos enormes, sano y dispuesto a escribir grandes libros. Y aunque sus esperanzas fueron a menudo superiores a sus logros, fue capaz de firmar esta novela. Moby Dick. La única que a William Faulkner le hubiera gustado haber escrito.

El argumento lo conoce cualquier muchacho. Ismael llega a Nantucket y conoce a un arponero caníbal, tatuado y de cabeza azulada: Queequeg. Ambos embarcan en el Pquod, viejo ballenero capitaneado por un anciano tenebroso al que le falta una pierna: Ahab. De la locura de éste y de su ciego deseo de encontrar a Moby Dick todos recordamos al menos un eco.

Pero el libro no se queda en la sola narración de ese viaje infinito tras la Ballena Blanca. Eso hubiera sido únicamente otra vuelta al mundo. Melville quiere más. Escribir un tratado de cetología; explicarnos hasta la última costumbre del mar; la caza de la ballena; la forma de sacarle el esperma; que nos quememos con él en la aguas calmadas del Ecuador; que también dediquemos las noches de vigía a solucionar problemas matemáticos. Probablemente por eso este libro resulta extraño. El itinerario de la novela es el del mismo barco. Y viajan en un velero. Y en esas travesías hay días de tormenta, días de viento favorable, días de calma y días en los botes, remando tras Leviatán.

No hay dudas. Un libro único. ¿Por qué, entonces, lo hemos tenido condenado a los círculos infernales de la literatura juvenil y las indignas ediciones de mercadillo? ¿Por qué no ha merecido que lo publiquemos como se merece? ¿Somos, acaso, un pueblo envidioso que no soporta que otras lenguas escriban obras así? ¿Es que no sabemos que, a nosotros también, llegará el Día del Juicio y que por mucho menos ya seríamos condenados?. En fin. Menos mal que ha venido la Editorial Debate a salvarnos con esta bellísima edición que se completa con las ilustraciones que dibujó Rockwell Kent en 1930

Y el estilo. El maravilloso estilo de Melville. Imposible sin la protestante lectura diaria de la Biblia, es deudor también de un fenómeno extraño que, a mediados del siglo XIX, llevó cerca de la perfección a algunos escritores que habían nacido entre 1804 y 1819 en la costa atlántica de Estados Unidos: Hawthorne, Poe, Whitman y Melville. Lean, lean, si no me creen.

 

He aquí, pues, a este viejo canoso e impío, persiguiendo con maldiciones a una ballena digna de Job por el mundo entero, al frente de una tripulación compuesta principalmente de mestizos renegados, parias y caníbales, moralmente debilitados por la insuficiencia de la simple virtud inerme o la rectitud de Starbuck, la invulnerable despreocupación y ligereza de Stubb y la total mediocridad de Flask. Una tripulación mandada por semejantes oficiales parecía especialmente escogida por alguna fatalidad infernal para auxiliar a Ahab en su viaje monomaníaco. De este modo fue posible que todos los hombres respondieran a la ira del viejo y su alma se dejara poseer por un perverso hechizo, a tal punto que, a veces, el odio de Ahab parecía el de ellos mismos, y la  Ballena Blanca, un enemigo insoportable para ellos como para él mismo. Es tarea superior a las fuerzas de Ismael explicar cómo ocurrió todo esto.

 

Ya hemos llegado. Cerramos el libro y el sabor es ácido como el final de un viaje feliz. Sólo hay un consuelo. Llamarle Ismael y pedirle que nos cuente una vez más su historia.

Antonio Campoy


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