Con la soga al cuello Joseph Conrad
Traducción de Vlady Kociancich Ed. Espasa, Relecturas |
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Lo ha
dicho Javier Marías y lo repetimos sin rubor, la lectura de los escritores
que admiramos nos ha hecho mejores aunque todos ellos rechazaran con
desprecio la ordinaria voluntad de hacer el bien. Concretó en Thomas
Bernhard, en Vladimir Nabokov y en William Faulkner, pero no dudo que
si no citó a Joseph Conrad sería porque ninguna memoria acierta siempre. Agreguemos
que tal vez también nos hayan obligado a cierta melancolía. Las primeras
cuarenta páginas de esta novela lo muestran como lo mostraban las cincuenta
últimas de El pirata, o El hermano de la costa o como
quiera que se traduzca esa hermosa novela que en inglés se titula The
Rover. En todas ellas se dicen cosas sobre la dignidad, el valor,
la decencia y la lealtad. Aquí las dice el capitán Henry Walley, último
ejemplar de una raza extinguida, la que abrió las rutas de los mares
del sur mientras ampliaba su biblioteca, paseaba por los muelles vestido
de lino blanco, fumaba buen tabaco y creaba su leyenda de marinero al
mando de veleros famosos, y que a los sesenta y cinco años se arruina,
vende su pequeño barco y recuerda, durante un minuto que son muchas
páginas y para nosotros años, el esplendor que no vuelve, el amor callado
a su mujer muerta, la desdicha de las promesas que no cumplirá y la
soledad de la hija que en las costas de Australia se ve obligada a la
deshonrosa obligación de abrir una pensión. Todo en un solo minuto,
otra vez, como en Nostromo, con ese hallazgo de una historia
que se desarrolla sólo unas líneas buscando la excusa para volver atrás
y con el que treinta años después el cine construyó una técnica sin
la que apenas habría películas y a la que llamó Flash-Back. Cuando
capítulos adelante la novela retome el hilo de la narración, aparecerán
el señor Van Wik, un europeo rico y aislado entre indígenas y palmeras
al que sorprenderá la entereza del viejo marinero inglés y que le ayuda
porque los hombres dignos son pocos y siempre se acaban encontrando,
y un fogonero vilmente enriquecido que es ahora el dueño del barco y
el socio inmundo del capitán Henry Walley. Y éste tendrá ya la soga
al cuello de la ceguera y la invalidez para servir a su gente y
con la conciencia dividida entre la obligación que une a un comandante
con su tripulación y la que suelda a un padre con su hija que sufre
lejos. Como tantas veces en Joseph Conrad, un dilema de la conciencia
que se resuelve con un individuo solo que da un paso al frente.
Antonio Campoy Martínez |
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