Tecnología y disolución de Clases


·        Autor: Miguel Amorós

·        Notas para la conferencia del 10 de julio en Valladolid en Casa Babylon

 

A estas alturas, con las pruebas de la historia en mano, resulta obvio decir que el desarrollo científico y técnico no es un hecho neutro ni espontáneo, sino social y político, y que la tecnología es una manera de organizar de la sociedad determinada por las relaciones de poder y autoridad presentes. No se puede negar el papel principal jugado por los sistemas técnicos en la marcha y desarrollo de las clases, tanto las dominantes como las dominadas. 

La clase es un sector social en sí y para sí, es decir, con una experiencia común determinada por las relaciones de producción (por su situación en el proceso productivo), de donde surgen unos intereses comunes y unos objetivos comunes. La conciencia de clase es la forma cultural de esa experiencia y esos intereses, manifestándose en tradiciones, sistema de valores, ideas, publicaciones, organizaciones, instituciones, etc.; es lo que proporciona cohesión a la clase y plasma en los miembros un sentimiento de identidad y de pertenencia.

Ni el proceso de aparición ni el desarrollo de las clases es el mismo en todos los lugares y en cualquier periodo de tiempo, dada la disparidad de condiciones históricas, por lo que el ascenso o la decadencia de la clase tiene su propia historia en cada país. Por ejemplo, cuando termina en Inglaterra la Primera Revolución Industrial, apenas ha empezado en Francia y Alemania, y no pasa de fenómeno local en España.

 

     El movimiento obrero nace en todas partes como reacción contra la Revolución Industrial: contra el sistema fabril, por introducir la división del trabajo, y contra las máquinas, por degradar los oficios, imponer una disciplina de taller insoportable y rebajar los salarios. Las innovaciones técnicas actuaron contra los artesanos y trabajadores a domicilio, sustituyéndolos progresivamente por una mano de obra no especializada, abundante y móvil; en suma, por un tipo de obrero sin oficio, malpagado, conformista e ignorante. Y lo peor de todo es que todavía podían ser a su vez relegados por mujeres y niños, gracias a la simplificación impuesta por la máquina. Los obreros de las fábricas tenían enormes dificultades para asociarse y eran reacios a la política; los movimientos de resistencia al capital ocurridos durante el siglo XIX fueron dirigidos siempre por artesanos, propensos al anticapitalismo y al radicalismo político. Los obreros artesanos eran cultos, radicales, asociativos y opuestos a la introducción de maquinaria, ya que ésta destruía su oficio y les arrojaba a la calle. Las máquinas a fuer de eliminar puestos de trabajo, volvían inútil el saber profesional; por eso las odiaban. Las primeras revueltas obreras --por ejemplo, el movimiento luddita-- tuvieron lugar contra las máquinas; en muchas ocasiones fueron destruidas, y durante mucho tiempo, saboteadas. A partir de 1830 empezó a desarrollarse el sindicalismo en Europa. Ese año aparece la palabra “Trade Union” que significa “asociación de obreros de un mismo oficio”. Poco más tarde surge (1841) en Inglaterra el movimiento “cartista”, la primera manifestación de una clase obrera unida, incluyendo a todas las categorías, especialmente a los obreros de las fábricas. La clase obrera aparecía por primera vez como el elemento activo de la sociedad.

El sindicalismo, el owenismo y el cartismo cambiaron la actitud de los obreros ingleses para con las máquinas. El razonamiento general fue el siguiente: si la clase obrera producía toda la riqueza social, había de apropiarse entonces del producto de su trabajo. Las máquinas --y en general, el progreso técnico-- eran aliadas de los trabajadores. Las máquinas podrían permitir la disminución de la jornada laboral y facilitar la emancipación del trabajo asalariado. La Asociación Internacional de Trabajadores, que fue el momento más alto de la conciencia de clase, reconcilió definitivamente a los obreros con las máquinas. La Revolución proletaria tendría que basarse en la apropiación de los medios de producción por parte de los trabajadores.

La derrota de La Comuna de París (1871) fue seguida de una represión generalizada que impidió durante años el asociacionismo obrero de bases revolucionarias, pero en algunos países --por ejemplo, en Alemania, y antes en Inglaterra-- se realizaron progresos en la legislación social y se reconocieron los sindicatos. El capitalismo familiar cedió el lugar al capitalismo monopolista. Se formaban grandes compañías (sociedades anónimas), muchas al amparo de obras públicas como la construcción de ferrocarriles, dominadas por las finanzas; se organizaban las fuerzas patronales y se concentraban sectores de producción, creando monopolios (cárteles, trusts) protegidos por los estados. Una poderosa burguesía industrial y financiera pudo permitirse comprar la tranquilidad social pactando con los sindicatos. Las fábricas que emplean a miles de obreros fueron a partir de entonces la regla general; en ellas, el maquinismo especializaba la producción, restringía la iniciativa del obrero, minimizaba su papel en la producción y eliminaba su dignidad profesional. Continuaba la tendencia a la sustitución de obreros cualificados por no cualificados. El resultado era un trabajador resignado y ajeno a su trabajo, indiferente a la clase y a los ideales sociales que la definían. Esos obreros no dedicaban su escaso tiempo libre a la formación personal sino a la evasión, y no se movilizaban sino por objetivos materiales muy concretos. Incapaces de organizarse por si mismos y elegir a sus representantes, su presencia en los sindicatos obligó al desarrollo de una masa funcionarial especializada en la representación, reclutada principalmente entre los partidos. Los sindicatos, burocratizados y corrompidos sus dirigentes por el poder, fomentaban la identificación del interés obrero con el de la empresa, estableciéndose un interés común entre la dirección y los representantes obreros, y por extensión, entre los sindicatos y la economía nacional, base del reformismo histórico. La clase obrera se jerarquizó y estratificó. En la cúspide, una aristocracia del trabajo, aburguesada, con condiciones de vida mejores y más seguras, gracias a las rentas coloniales. A ella pertenecían los obreros que conservaban el oficio o poseían una cierta cualificación, y que apoyaban la política socialdemócrata (desde 1880 los sindicatos habían sufrido constantes tentativas de sometimiento por parte de los partidos obreros). Frente a ellos, los obreros descualificados no siempre sindicados, a veces antiguos jornaleros, sin tradición de lucha, despolitizados. Si unos no reaccionaban como obreros frente a los conflictos de clase, los otros, o bien eran insensibles o bien explotaban en algaradas efímeras y sin sentido. Bernstein, el ideólogo del reformismo, dijo entonces que la clase obrera ya no era el motor del cambio. Para un bernsteiniano Lenin, en 1905, la clase obrera sólo era capaz de elevarse a una conciencia “tradeunionista”, por lo que las ideas revolucionarias tenían que venir de fuera, de un partido dirigente. Y para muchos anarquistas opuestos a la organización, la clase obrera simplemente no existía; unos tenían una concepción individualista e incluso “ilegalista” de la lucha de clases, otros volvían a la época revolucionaria de la burguesía oponiendo a una clase en disolución, una “humanidad” abstracta. Solamente el sindicalismo revolucionario parecía recoger la tradición obrera genuina de luchas y reivindicaba como armas el boicot, el sabotaje y la huelga general.

Existía un divorcio creciente entre las minorías obreras conscientes y la masa obrera, que traslucía una extinción paulatina de la conciencia de clase. No se puede explicar de otra manera el escaso o nulo efecto de la intensa campaña antimilitarista que precedió la Gran Guerra del 14, denunciando el carácter imperialista del capitalismo y la proximidad de un conflicto bélico por motivos exclusivamente económicos. La facilidad con que las masas obreras cayeron en la patriotería y el nacionalismo o el insuficiente eco que encontraron los intentos revolucionarios que le siguieron, demuestra el fracaso del proletariado internacional en todos los terrenos. Hasta anarquistas como Kropotkin tomaron partido por la guerra. La revolución rusa no fue sino un segundo fracaso, al dar lugar a una dictadura burocrática totalitaria que esclavizó aún más a los obreros soviéticos y desmoralizó y confundió todavía más al proletariado internacional. Ambos acontecimientos llegaron cargados de consecuencias: el abandono de la revolución española y el ascenso del fascismo.

A principios del siglo XX, el capitalismo experimenta un proceso de racionalización que se aceleraría en el periodo de entreguerras: es la Segunda Revolución Industrial. Por un lado, la propiedad se separaba de la gestión (los accionistas, de los gerentes o “managers”), por el otro, se introducían procedimientos de organización del trabajo (el taylorismo y el fordismo). Taylor suprimía en el peón la posibilidad de realizar libremente su trabajo. Se produjo un cambio cualitativo en las empresas. El capitalismo gerencial, desarrollado primero en los Estados Unidos, se agigantó, y consecuentemente, se burocratizó. El trabajo intelectual que efectuaban los obreros se desplazó de los talleres a los despachos. Producto de esta nueva división del trabajo fueron los oficinistas y empleados, los “cuellos blancos”. El conocimiento y la experiencia tradicionales fueron expropiados por la dirección, que determinaba no sólo el trabajo, sino su duración y la manera de hacerlo. Los empleados, proclives al diálogo con los directivos y a las mejoras graduales pactadas, favorecieron el reformismo, que los partidos comunistas fomentaban en competencia con la socialdemocracia, por coincidir con los intereses del totalitarismo estalinista. Además, la complejidad de los servicios públicos hacían que el Estado se transformase en patrón, lo cual modificaba aún más la estructura tradicional del sindicalismo: en 1936 el número de ferroviarios, empleados del Estado y funcionarios superaba el 50% de los efectivos sindicales en Francia. Este tipo de asalariados no apreciaba la acción directa ni pensaba en revoluciones emancipadoras y mejor se inclinaba a mantener la estabilidad en el trabajo y a gozar de un “estatuto” como el de la “función pública”. Finalmente, a la oposición entre patronos y obreros, entre compradores y vendedores de la fuerza de trabajo, se le venía a añadir otra: la oposición entre quienes dirigían la máquina y quienes estaban a su servicio. Hasta entonces los obreros de oficio, capaces de manejar todo tipo de maquinaria, constituían el factor esencial de la producción en las empresas; en lo sucesivo, las nuevas máquinas serían puestas a punto por un técnico y vigiladas por un peón, cuyo trabajo devenía monótono y rutinario. La fábrica se dividía en dos campos: quienes ejecutaban un trabajo sin participar en él y quienes dirigían el trabajo sin ejecutar nada. La composición orgánica de la clase obrera había cambiado; los “nuevos artesanos”, que es como Ford llamaba a los ingenieros y cuadros, estaban altamente cualificados, y formaban una capa intermedia entre la dirección y los trabajadores; una subclase con intereses diferentes. La escala de categorías se reducía; en los talleres sólo había técnicos y peones, cuyo trabajo predisponía al embrutecimiento y al servilismo. La Segunda Revolución Industrial puso al servicio de la oligarquía económica los logros de la ciencia y la técnica, e hizo imposible una cultura obrera; los efectos para la unidad de la clase fueron catastróficos y la conciencia de clase se eclipsó. La idea de que el proletariado debía poseer los medios de producción desembocaba en la idea de la necesidad del Estado como agente de esa expropiación. Nadie concebía ya el socialismo como una asociación voluntaria y democrática de productores libres, tal como dijo la Internacional, sino como un régimen donde una tecnocracia o una burocracia política han reemplazado a la burguesía; una especie de capitalismo de Estado.

 

     La clase obrera pasó entonces a ser un instrumento pasivo de la producción; las modificaciones técnicas y burocráticas le quitaron su fuerza principal y la volvieron inapta para la toma de sus asuntos directamente. Era incapaz de actuar autónomamente. A la racionalización, al crecimiento del aparato estatal y al sindicalismo capitulador, se le vino a añadir la presión del paro. La crisis de la época (1918-1940) afectó más al proletariado que a la clase dominante, de suerte que apareció, no como la crisis del Estado, sino como la crisis de la sociedad civil. La atomización social y el individualismo extremado crearon una personalidad descentrada: la del hombre masa. Su principal característica no era la brutalidad o el atraso mental, sino el aislamiento y la falta de relaciones sociales normales, pues “toda su vida como él la conoce esta hecha de distancias” (Canetti). El hundimiento del sistema de clases dio lugar a la aparición de masas extrañas al sistema representativo de partidos y sindicatos. Ambos pasaron a defender intereses propios, corporativos, y se cortaron de los jóvenes y de la gente no organizada. Todas las instituciones se desprestigiaron. La clase obrera y las demás clases en descomposición degeneraron en una masa amorfa, segmentada e insolidaria, pero no pasiva. El caso es que constituyó la mayoría de la población. La transformación de las clases en masas y la eliminación de cualquier solidaridad de grupo son las condiciones del totalitarismo. Los movimientos totalitarios organizan masas, no clases. Dependen de la fuerza del número. Las masas no están unidas alrededor de intereses comunes, ni pueden organizarse en base a ello; sufren un desclasamiento que las vuelve neutras, indiferentes y apolíticas, aunque deseosas entrar en escena. Puestas en movimiento mediante mecanismos emocionales, viven como los humillados obreros de la cadena de montaje, dentro de un continuo presente. Las masas se desarrollaron pues a partir de fragmentos de una sociedad pulverizada en donde la soledad y la competitividad feroz no tenían ya la barrera de los intereses de clase. El hombre masa aparecía al final de la “racionalización” del proceso productivo, como resultado necesario de la degradación tecnocientífica de la condición obrera. En su desarraigo y angustia fue lógico que se inclinara hacia el nacionalismo violento, xenófobo, antisemita y autoritario, que anunciaba el terror nazi y estalinista.

 

   Las primeras reflexiones importantes de la segunda posguerra (las de los autores de la Escuela de Frankfurt) apuntaban que la barbarie nazi no era sino la consecuencia de la aplicación radical de las leyes de la técnica a la sociedad de masas. La ideología del progreso, formulada por la Ilustración, llevaba implícita esa barbarie. El aumento de la productividad gracias a la tecnología proporcionaba a los grupos que disponían de ella una enorme superioridad sobre el resto, desapareciendo el individuo frente al aparato técnico al que servía. La apropiación de la naturaleza mediante la técnica no liberaba al individuo de las constricciones naturales sino al precio de otras más temibles: las que imponía la propia técnica. El hombre se había vuelto esclavo de los instrumentos que le tenían que liberar de la naturaleza. En política era lo mismo: el Estado funcionaba como un mecanismo. La razón tecnológica se implicaba en la dominación, era razón política.

 

     La derrota nazi significó una detención del proceso de masificación materializada en la constitución de Estados “sociales”, nacidos en la posguerra de un pacto de reconstrucción entre los nuevos dirigentes liberales del Estado y los sindicatos y partidos obreros reorganizados. La solución a la crisis social era la fusión entre Capital y Estado, esencialmente la misma que la de los nazis --y la soviética--, pero llevada a cabo mediante acuerdos y alianzas y no por medio de prácticas terroristas. Por eso no fue acompañada de una detención del proceso tecnificador de la producción industrial, sino por un incremento del mismo, merced a la introducción en la sociedad civil de la tecnología de origen militar puesta en pie por la segunda guerra mundial; eso sí, con la aquiescencia sindical. El Estado de la posguerra juega un nuevo papel en la inserción de las economías nacionales al mercado mundial. A través de la empresa pública adquiere importancia como promotor de actividades económicas y creador de empleos (keynesianismo, New Deal), y mediante los acuerdos tripartitos entre la patronal y los sindicatos, habituales en los años sesenta, institucionaliza la colaboración de clases (llamada pacto social, contrato social o concertación) si todavía puede hablarse de clases. El Estado ha llegado a sustituir a la sociedad, haciéndose cargo de los servicios sociales. Sindicatos y partidos son sus apéndices. La clase obrera, de la que sólo quedan fragmentos, no tiene voz ni proyecto.

 

     El periodo que va desde la posguerra a los ochenta viene caracterizado por la política empresarial de automatización. De entrada la automatización proseguía el proceso de descualificación obrera iniciado en el periodo de entreguerras a escala mayor, pues ya no se trataba de crear un proletariado sin cualidad, dócil y manipulable, sino de separarlo totalmente de la producción. La clase obrera dejaba de ser fuerza productiva, el tiempo de trabajo en su forma inmediata dejaba de ser medida del precio de las cosas y el trabajo acumulado ya no representaba lo esencial de “la riqueza de las naciones”. Y en consecuencia, la impropiamente llamada clase obrera dejaba de ser agente posible de la transformación histórica. El terreno de encuentro entre pensamiento y acción, entre teoría y práctica, se había evaporado.

    La automatización fue impulsada para controlar directamente el proceso productivo y anular el poder de los trabajadores sobre el mismo, controlando a éstos a través del control de aquél. Al poner en relación directa a la dirección con las máquinas arrebataba a los obreros el control de las mismas y eliminaba toda resistencia basada en ello. Los talleres perdían toda posibilidad de decisión y planificación en provecho de los directivos. Si la productividad y la competitividad enarboladas como excusa resultaron problemáticas, no lo fue el desplazamiento de los obreros, abocados al subempleo y al paro. La tecnología automática no vino pues para ahorrar trabajo a los obreros, sino para ahorrar obreros al capital. El declive de la posición negativa de la clase obrera ante la nueva ofensiva tecnológica fue evidente. La desintegración de la clase obrera fue continuada por la integración de sus componentes individuales, gracias al desarrollo del sector terciario, gran creador de puestos de trabajo, y a una amplia oferta de consumo posible. La automatización reemprendía el proceso de transformación de las clases en masas auxiliada por el consumo. La soledad y el aislamiento del hombre masa, gracias a los adelantos técnicos que amueblaron la vida privada como los electrodomésticos, el coche o la televisión, se volvía soportable. Entonces las masas consumían su fustración y agresividad en el hogar y no en la calle.

 

     El proceso no ocurrió en todas partes igual, ni a la misma velocidad. En la Europa de los sesenta los pactos sociales habían preservado el estatus de una generación de trabajadores a costa de que el capitalismo, con la ayuda de los sindicatos, reorganizase el trabajo de las nuevas generaciones en función de sus intereses. Eso provocó una escisión en el proletariado entre “viejos”, semicualificados, con tradición de luchas sindicales, con derechos laborales, y “jóvenes”, sin oficio específico, con menos derechos, sin historia.  Sin embargo éstos fueron los primeros en radicalizarse. En los sesenta y setenta, al calor de la ofensiva capitalista y también gracias a la debilidad sindical, o a la parálisis momentánea de las fuerzas políticas y represivas del Estado (lo que se llama un vacío de poder), ambas fracciones pudieron caminar juntas y anunciar “un segundo asalto proletario contra la sociedad de clases”. Mayo del 68 fue la prueba de ello, así como también las huelgas obreras en Polonia, las ocupaciones de fábricas tras la revuelta portuguesa de los claveles, la revuelta “rampante” italiana, o el movimiento asambleario español. El retorno de los sindicatos a las mesas de negociación, el perfeccionamiento del aparato represivo, la precariedad y el paro, consiguieron romper dicha unidad y destruir la conciencia incipiente de una generación rebelde. En este periodo, como ya hemos dicho antes, los sindicatos no son reformistas: son directamente agentes de la patronal y el Estado, actúan directamente a su servicio. La terciarización de la economía, la deslocalización de empresas, que marchaban hacia países de mano de obra barata y sumisa, y la reconversión industrial o “reestructuración” de amplios sectores productivos puso fin a ese “segundo asalto”.

 

    A partir de los ochenta se hace cada vez más raro hablar de la “clase obrera” --el término desaparece casi completamente del vocabulario sociológico, filosófico o político-- y en cambio aparece el concepto no clasista de “excluido” aplicado a quienes se encuentran al margen del sistema, a los “nuevos pobres” expulsados de la producción. Las nuevas condiciones permiten la elevación del nivel de vida de una minoría trabajadora, normalmente con estudios, y el mantenimiento del nivel alcanzado por los obreros en sectores expansivos, lo que con la presencia de cuadros técnicos, nuevos agricultores, pequeños empresarios, empleados y funcionarios, cristaliza una clase media asalariada favorable al orden, conservadora y adicta a los valores de la dominación. Ni la explotación ni la marginación han desaparecido, como demuestran los “excluidos”, pero en gran parte han sido desplazadas a países “emergentes” del Tercer Mundo. Con la informatización la política empresarial experimenta un giro de 180 grados. Se favorece la flexibilidad productiva, la descentralización, la automatización de los servicios, la eliminación de empleados y técnicos. El proceso de automatización había incrementado los stocks de maquinaria y consiguientemente, aumentado la proporción de capital fijo. El nuevo capitalismo camina en sentido contrario, reduciendo al mínimo el capital fijo. Las máquinas, bienes y servicios se alquilan (sobre todo en “leasing”) o subcontratan a otras empresas, procedimiento conocido ahora como “externalización”, eficaz contra los colectivos obreros reivindicativos. Se extienden las grandes empresas monopolistas (las multinacionales). Las nuevas tecnologías han “mundializado” la economía, entronizando el predominio del capital financiero. Es la llamada globalización. La función social y económica del Estado toca a su fin. La división del trabajo se intensifica, como la explotación y la descualificación. La fuerza productiva principal ya no son las máquinas sino el capital “cognitivo”, la potencialidad mercantil de la capacidad intelectual y los conocimientos de los individuos. Tal como demuestra la multiplicidad de salarios, frente a este capitalismo cada individuo negocia su “capital personal”; cada individuo es empresario de sí mismo y explotador de su propio trabajo. Son los integrados al mercado, separados de los excluidos: un subproletariado marginado y canalla.

 

     Desde los años noventa la exclusión se politiza y la agitación social adopta formas humanitarias que reivindican la reinserción: movimientos de parados, de sin papeles, de sin techo, etc., ONGs y plataformas cívicas. Nace el “ciudadanismo”, una ideología que recoge las aspiraciones de las nuevas clases medias amenazadas a su vez por la globalización, y que proclama la necesidad absoluta del Estado como mediador. No son verdaderas clases, por lo que no son capaces de formular intereses comunes y se ven abocadas a recurrir al Estado y a los viejos partidos, que, completamente desideologizados, rehacen sus programas con las propuestas ciudadanistas. Constituyen todos juntos una especie de partido del Estado. La clase obrera ha dejado de existir. La condición salarial se ha generalizado, pero no se puede constituir una comunidad de intereses por el simple hecho de cobrar un salario a cambio de su fuerza de trabajo. La naturaleza del trabajo o su explotación no permiten ningún tipo de relaciones especiales, de clase. Lo cual no quiere decir que no puedan formarse grupos obreros en las empresas y mantener luchas admirables. Lo que resulta imposible es la formación de un espíritu de clase a partir de ellas. Estamos nuevamente en una sociedad de masas a la que se ha llegado empleando medios suaves, medios técnicos. Las nuevas tecnologías permiten un seguimiento y un control individuales en tiempo “real” inconcebibles hasta hace muy poco. Asimismo multiplican los medios de evasión “lúdica” y aislamiento confortable. No se trata de hombres-máquina, sino de máquinas inteligentes y hombres estúpidos, hombres esclavos de las máquinas. No faltan quienes aplauden la terrible desposesión del hombre moderno, su alienación brutal, la irremisible pérdida de relaciones humanas, que resultan de tanto equipamiento técnico, de tanta “información”, como si fuera una “nueva libertad”, síntoma inequívoco de la idiotización contemporánea. La dominación es hasta tal punto un asunto técnico que podemos afirmar que las nuevas tecnologías se han adueñado del mundo y lo han convertido en un campo de pruebas. El mundo no es sino el mundo de la tecnología. No es el fin de la revuelta, es el fin de un tipo de revuelta. Los conflictos no pueden interpretarse como lucha de clases porque el poder no tiene enfrente a una clase. Pero son luchas contra el poder al fin y al cabo. La subversión no ha de darse por vencida, sino que ha de comprender las nuevas condiciones que rigen las sociedades y actuar en consecuencia. Y partir de una vieja verdad, la de que no se puede combatir la alienación con medios alienantes.

 

Miguel Amorós