Con la boina calada....


Ahora, con mis 61 años más que cumplidos, yo debiera estar hablando a mis nietos, contándoles mis experiencias pasadas, todo aquello con lo que pudiera, no sólo entretenerlos sino intentar que de ellas extrajeran las consecuencias que a mí me sirvieron para hacer mi vida más apacible. Pero no me es posible. Porque yo no tengo nietos. La madre naturaleza y mi único hijo no han querido concedérmelos. Pero sí que he tenido abuelos. Y yo he tenido un abuelo que fue mi mejor maestro. Se llamaba Manuel y había nacido en un pueblo de nombre casi impronunciable. Quintanaentello. Pueblo de altura, montañés en las primeras estribaciones de la cordillera cantábrica. Un lugar tan pequeño que resultaba más rápido atravesarlo que pronunciar su nombre. Pero hermoso, siempre verde, rodeado de verde por todas partes menos por el cielo de dos colores. Azul cobalto en el verano y gris marengo en el invierno.

El abuelo Manuel era cojo. Pero sólo era cojo físicamente. Nunca lo he sabido con seguridad, porque nunca nadie me lo ha sabido confirmar –tenía tantos años–, pero creo que él ya nació con una pierna más corta que la otra. No era demasiado grande en estatura, ni su complexión era poderosa. El abuelo fue un titán. Un titán que, junto a la abuela Felicia… pero de la abuela se puede contar otra historia más sencilla pero no menos trascendente, supo sacar adelante a una familia muy numerosa, Nueve hijos –aunque uno de ellos muriera de una extraña enfermedad cuando había cumplido 8 años– y tres nietos que vinieron a unirse a la casa por unas circunstancias que… pero bueno, esa también es otra historia. Un titán labrador, con muy escasas propiedades en una tierra desagradecida que proporcionaba muy escasos recursos a quienes trataban de arrancar de ella su comida.

Yo, al abuelo, lo recuerdo sonriente, renqueando con la cachaba colgada de la mano derecha y la pequeña boina castellana, negra y algo manoseada, colocada como al descuido sobre el cogote, cual si se tratara del solideo de un obispo. Y puedo asegurar que ningún obispo será jamás capaz de llevar su solideo con tanta dignidad como el abuelo sabía llevar la boina. Él vestía siempre de pana de color marrón, pantalón de pana, chaleco de pana y camisa impolutamente blanca.

El abuelo Manuel era polifacético. Siempre lo dijo “hombre de muchos oficios, siempre pobre. Y de buen seguro que se ha de llamar Manuel”. El abuelo era cazador. Y era por eso que conocía a la perfección el paso de la liebre, dónde hacía su cama y dónde se paraba a pacer. Conocía mejor que nadie las costumbres de las perdices, los lugares dónde criaban y cuándo era el momento de perseguir a las polladas. El abuelo sabía cuáles eran los árboles –aquéllos que tenían las quimas más altas secas, en la mitad de la robleda– donde se venían a reposar las palomas. Tenía la facultad de vivir las costumbres del tasugo, del erizo o de la nutria. Diferenciaba a la perfección las huellas del jabalí de las de los corzos y sabía cuánto tiempo hacía que habían pasado por allí y si se trataba de una querencia o de un paso circunstancial. Buscaba las madrigueras de los zorros para ahuyentarlos y que estuvieran lo más alejados de los corrales, para que no tuvieran fácil alcance a las gallinas. Y su misma minusvalía y ese gran conocimiento de la naturaleza le hacían obtener los mejores resultados con el menor esfuerzo. Él fue quien me enseñó a distinguir las calandrias de los petirrojos, a diferenciar el canto del jilguero del trino de los ruiseñores, dónde anidan los mirlos y las urracas y las chovas piquirrojas, cuándo es la época de las lluvias por la llegada de las becadas y de las agachadizas y cuándo van a comenzar los fríos porque se ven pasar las bandadas de garzas en formación militar y vienen hasta las praderas cercanas las grullas y las avefrías. Pienso que su propia minusvalía le había llevado a mirar a la naturaleza y a los animales tan bien como se miraba a sí mismo. El abuelo era el mejor cazador de la comarca.

El abuelo Manuel era carpintero. No es que se ganara la vida ejerciendo este oficio –carpintear lo llamaba él–, ya dije que era labrador, sino que él mismo se ocupaba de llevar a cabo todas las tareas de carpintería que requería el cuidado de la casa. Él había hecho las puertas, las ventanas, él había hecho las mesas y las camas, los bancos donde nos sentábamos, las alacenas para guardar la vajilla –la buena se guardaba para el día de la fiesta– la cómoda donde dormían las sábanas y las toallas y los arcones en los que reposaban “las joyas” familiares –documentos, papeles, fotografías, las sábanas bordadas y las toallas blancas (para cuando viniera el médico), algunos libros…–, la mesa de la cocina, la caja del viejo reloj despertador de sobremesa. Él mismo se ocupaba de tallar a navaja los adornos de los muebles copiados de los libros. Garras de león para las patas, cabezas de caballeros medievales, flores, animalillos para los paneles planos. Era capaz de ingeniárselas para apear una viga del tejado que se estuviera curvando y labrar con el hacha, en un tronco, un cabrio o una cabezuela rotos o deteriorados.

Sabía del tiempo tanto como el mejor de los meteorólogos, incluso se atrevía a vaticinar a muchos más días vista que los actuales expertos. No es que se fiara del “calendario zaragozano”, –que sí que lo consultaba– que prefería fiarse de su experiencia, de las señales que le enviaba la naturaleza. Vaticinaba las tormentas con más de doce horas de antelación, los periodos de calma y bonanza, las rachas de viento cierzo, frío, con lluvias y nieblas bajas. Y las buenas gentes del pueblo le consultaban para la recogida de la hierba, para la siega y la trilla.

El abuelo Manuel lo mismo era capaz de arreglar el suelo de madera que reparar una gotera en el tejado y, si fuera necesario, el tejado en su totalidad. Yo lo recuerdo muy bien, señalando la gotera desde la parte inferior, introduciendo una varilla por el hueco donde se colaba el agua y, después, trepando con alguna dificultad por la escalera de banzos para llegar hasta el tejado. Y allí ir recorriendo el tejado “hay que pisar con mucho cuidado, nunca en las canales, siempre en las cumbres. Y pisar de plano sobre dos de ellas al mismo tiempo, porque así se reparte el peso y se evita romper las tejas. Que, de lo contrario, se hacen más goteras que las que se quieren solucionar” hasta localizar la teja que estaba rota, o que estaba removida por el viento, por las lluvias, o por las nieves del invierno. Aún le veo ponerse de rodillas e ir levantando, con más mimo que cuidado, un amplio cerco de tejas alrededor del espacio donde se había producido el desperfecto y volver a situarlas con un cuidado exquisito hasta solucionar el problema.

Mi abuelo siempre tuvo un don especial para tratar a los chicos. Era como uno de nosotros. Tenía la facultad de atraernos como un imán atrae a las agujas. Cuando terminaba las faenas le gustaba sentarse bajo un saúco que crecía al lado de la carretera. Allí se acomodaba en un banquillo de madera, se colocaba adecuadamente la boina sobre el cogote tras de rascarse y atusarse suavemente el blanquísimo cabello, sacaba del bolsillo del chaleco la vieja y resobada petaca y liaba un cigarro del que aspiraba el humo con auténtica delectación. Y se quedaba mirando al cielo, con los ojos pensativos, esperando que comenzaran a aparecer los niños. Porque él sabía que, más tarde o más temprano ellos vendrían a escuchar sus cuentos. El abuelo Manuel fue siempre un buen narrador. Según contaba, había conocido a más personas que ningún otro anciano de los contornos. Y había vivido más aventuras, anécdotas y chascarrillos que otra persona de su misma edad. Yo bien creo que más de la mitad de las historias que nos contaba no eran otra cosa que frutos de su imaginación. Si fuera cierto que hubiera vivido tantas y tantas experiencias seguramente hubiera necesitado más de una y más de dos vidas. Pero eso es lo que menos nos importaba a los chavales. Lo que nos interesaba era pasar un rato escuchando sus historias y sus sucedidos, sentados en la cuneta, a su alrededor. Hoy, yo siento no haber tenido la intuición de ir recogiendo todas sus historietas para, ahora, poder recordarlas y poder traspasarlas a otros niños como él supo hacer con nosotros.

El abuelo Manuel me enseñó muchas de las cosas que ahora sé. Muchas de las cosas que tienen verdadera importancia para la vida. Nunca me enseñó matemáticas –las cuatro reglas las llamaba– ni me enseñó otra geografía que la que se alcanzaba con la vista, ni me enseñó otra literatura que la oral, ni ortografía, ni más ciencias que las de la naturaleza. El abuelo Manuel me enseñó la asignatura de más valor. Me enseñó a disfrutar de las pequeñas cosas de la vida, del cariño hacia los demás, del amor y del respeto a la naturaleza. De él aprendí la importancia de ir a buscar, después de las últimas nieves, las primeras violetas en el bosque, a sentarme en el tocón podrido de un viejo roble para escuchar el canto de los pájaros, a conocer los vientos, saber distinguir las setas comestibles de las venenosas. Él me enseñó a ver las formas cambiantes y a ponerle nombres a las nubes.

El abuelo Manuel fue un catedrático de lo fundamental en la universidad de la vida.


Jose Luis Abad Peña