<bgsound src="midis/18.mid">


Poemas de Gustavo Adolfo Becquer

Tú eres el huracán y yo la alta
torre que desafía tu poder;
¡tenías que estrellarte o que abatirme!
¡No podía ser!

Tú eres el océano y yo la enhiesta
roca que firme aguarda su vaivén;
¡tenías que romperte o que arrancarme!
¡No podía ser!

Hermosa tú, yo altivo; acostumbrados
uno a arrollar, el otro a no ceder;
la senda estrecha, inevitable el choque...
¡No podía ser!


Cuando me lo contaron sentí el frío
de una hoja de acero en las entrañas,
me apoyé contra el muro, y un instante
la conciencia perdí de donde estaba.

Cayó sobre mi espíritu la noche
en ira y en piedad se anegó el alma
¡y se me reveló por qué se llora
y comprendí una vez por qué se mata!

Pasó la nube del dolor..., con pena
logré balbucear unas palabras...,
y... ¿qué había de hacer?... era un amigo...,
me había hecho un favor... Le di las gracias.


Dejé la luz a un lado y en el borde
de la revuelta cama me senté,
mudo, sombrío, la pupila inmóvil
clavada en la pared.

¿Qué tiempo estuve así? No sé;
al dejarme la embriaguez horrible de dolor,
expiraba la luz y en mis balcones
reía el sol.

Ni sé tampoco en tan terribles horas
en qué pensaba o qué pasó por mí;
sólo recuerdo que lloré y maldije,
y que en aquella noche envejecí.


Como en un libro abierto
leo en tus pupilas en el fondo.
¿A qué fingir el labio
risas que se desmienten en los ojos?

¡Llora! No te avergüences
de confesar que me has querido un poco.
¡Llora! Nadie nos mira.
Ya ves; yo soy hombre..., y también lloro.


En la clave del arco ruinoso
cuyas piedras el tiempo enrojeció
obra de un cincel rudo campeaba
el gótico blasón.

Penacho de su yelmo de granito
la yedra que colgaba en rededor
daba sombra al escudo en que una mano
tenía un corazón.

A contemplarle en la desierta plaza
nos paramos los dos.
Y, ese, me dijo, es el cabal emblema
de mi constante amor.

¡Ay! y es verdad lo que me dijo entonces;
verdad que el corazón
lo llevará en la mano..., en cualquier parte...
pero en el pecho no.


Me ha herido recatándose en las sombras,
sellado con un beso su traición.
Los brazos me echó al cuello y por la espalda
partióme a sangre fría el corazón.

Y ella prosigue alegre su camino,
feliz, risueña, impávida, ¿y por qué?
Porque no brota sangre de la herida,
porque el muerto está en pie.


Yo me he asomado a las profundas simas
de la tierra y del cielo,
y les he visto el fin o con los ojos
o con el pensamiento.

Mas ¡ay! de un corazón llegué al abismo
y me incliné un momento,
y mi alma y mis ojos se turbaron.
¡Tan hondo era, tan negro!


Como se arranca el hierro de una herida
su amor de las entrañas me arraqué,
aunque sentí al hacerlo que la vida
me arrancaba con él.

Del altar que le alcé en el alma mía
la Voluntad su imágen arrojó,
y la luz de la fe que en ella ardía
ante el ara desierta se apagó.

Aun turbando en la noche el firme empeño
vive en la idea de visión tenaz...
¡Cuándo podré dormir con ese sueño
en que acaba el soñar!


Alguna vez la encuentro por el mundo
y pasa junto a mi,
y pasa sonriéndose y yo digo
¿Cómo puede reir?

Luego asoma a mi labio otra sonrisa
máscara del dolor;
y entonces pienso: Acaso ella se ríe,
como me río yo.


Lo que el salvaje que con torpe mano
hace de un tronco a su capricho un dios
y luego ante su obra se arrodilla,
eso hicimos tú y yo.

Dimos formas reales a un fantasma
de la mente ridícula invención
y hecho el ídolo ya, sacrificamos
en su altar nuestro amor.

Más poemas de este autor: 1 2 3 4 5 6 7 8 9

Volver a la página de poemas

Home

Imprimir esta página

ENVIA ESTA PÁGINA A TUS AMISTADES
Tu Nombre:
Tu Correo :
Su Nombre:
Su Correo :
Mensaje que deseas enviarle: