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Yo,
yo vi a Neoptolemo ebrio de sangre, y a los dos atridas en el umbral del palacio;
vi a Hecuba y a sus cien nueras, y a Priamo en los altares, ensangrentando con
sacrificios las hogueras que el propio habia consagrado.
Los cincuenta talamos de sus hijos, esperanza de una numerosisima prole, los
artesones de oro, ricos despojos de los barbaros, todo es ruinas; lo que no
abrasan las llamas es presa de los griegos. |
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Pero
acaso desearas saber ¡oh reina! cual fue la suerte de Priamo.
Luego que vio el desastre de la ciudad tomada, los umbrales de su palacio derruidos,
y posesionado el enemigo de sus hogares, rodea vanamente el anciano sus tremulos
hombros con la desacostumbrada armadura, ciñe la inutil espada y se arroja
a morir en medio de la muchedumbre enemiga. |
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Habia
en medio del palacio, bajo la desnuda boveda del cielo, un grande altar, junto
al cual inclinaba sus ramas un antiquisimo laurel, cobijando con su sombra
a los dioses penates de la real familia; alli Hecuba y sus hijas, buscando
vanamente un refugio alrededor de los altares, semejantes a una bandada de
palomas impelidas por negra tempestad, se apiñaban, abrazadas a las
imagenes de los dioses.
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Desiertos
los bosques sagrados, los templos de los dioses destilan sangre, y
Príamo, moribundo cayó a los pies del altar de Zeus...
Las
Troyanas, Euripides
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