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Ocurrió una mañana hace casi dos mil años en la ciudad de Jerusalén, capital del Protectorado romano de Judea, un pequeño país situado en la ruta de Persépolis a Alejandría, habitado por un pueblo semita, descendiente de Abrahám por la línea de Israel.
Un oscuro predicador llamado Jeshua o Jesús, aldeano nacido en la pequeña localidad de Belén, tierra de pastores, y educado en la sinagoga de Nazaret de Galilea, junto al lago Tiberiades, se había dedicado, desde tres años atrás, a proclamar por toda la región, desde Tiro y Sidón en la Fenicia hasta Bersevha en el Negrev, una extraña filosofía según la cual el Dios Único de Israel, no era un dios dominador y vengativo que exige sacrificios y castiga con grandes males a los que incumplen su Ley, sino el Padre de todos los hombres, a los que ama, y a los que ofrece la salvación.
Estas prédicas, heréticas según el parecer de los sabios y doctores de la Ley de Moisés que regulan y establecen los postulados de la fe del pueblo de Israel, le habían hecho enfrentarse al máximo órgano exponente de la religiosidad oficial, el Sanedrín, así como a los Fariseos, escuela dominante en el estudio y la enseñanza de las doctrinas ortodoxas del Judaísmo, y a los Mercaderes del Templo, símbolo del comercio, economía y status social del país.
La noche anterior, oficiales de la Guardia del Templo, cumpliendo órdenes del Sumo Sacerdote, procedieron a su detención mientras pernoctaba en un lugar próximo a Jerusalén, conocido como el “Huerto de los Olivos”, y lo trajeron a presencia de un grupo de los más importantes dirigentes de Israel, los cuales, tras deliberar lo que resultaba más conveniente para sus intereses de clase, decidieron que fuera llevado ante el Procurador romano Poncio Pilatos, Gobernador de Judea, acusado de ser un sedicioso que quería sublevar al pueblo contra el dominio de Roma, y proclamarse “Rey de los Judíos”.
El Gobernador, lo ha sometido a un interrogatorio, y, aunque no ha encontrado causa o motivo alguno para su detención, como no quiere problemas con las autoridades israelíes que pudieran quejarse ante el Cesar por supuesta dejación en la defensa de los intereses de Roma, tras hacerlo azotar, y coronar, en burla, con una corona de espinas, ha ordenado que lo saquen a la sala o balcón de Audiencias del Pretorio, y, una vez allí, mostrando al azotado lleno de heridas, magullamientos y sangre, se ha dirigido al pueblo ante él congregado, diciéndoles:
“ECCE HOMO”, ¡Eh aquí al hombre!; ¡Mirad como lo he castigado ya!; ¿Qué más queréis que haga con Él?.
Metidos entre la gente que presenciaba la escena, podría encontrarse, por ejemplo, Anás, dirigente económico, que tiene contratados cientos de siervos para que trabajan en sus talleres de cerámica, en sus telares y en sus fraguas, y al que ha molestado que Jesús vaya diciendo que los operarios también son sus hermanos y tienen derecho a un salario y unas condiciones de vida y trabajo justas y dignas, aunque ello suponga menos beneficios para las empresas. ¡ Que sabrá ese “chalao”, ese revolucionario, de economía!. Si subimos los sueldos, si atendemos a las necesidades de los siervos, se desnivela la balanza de
pagos y nuestros productos dejan de ser competitivos, con lo que se reducen los beneficios.
También Caifás, eminente miembro del Sanedrín, que considera inaceptable las palabras de Jesús cuando dijo que la acción política de los dirigentes del país debe ir encaminada hacia la consecución del bien común de los ciudadanos, y no dirigida al beneficio de unos pocos influyentes, o de un partido político.
Y Simeón, Abogado, Médico, Comerciante, Funcionario o Profesional cuyo trabajo debería ir dirigido en beneficio y atención a sus convecinos, que ha oído las palabras de Jesús sobre la justicia, la caridad y el amor al prójimo, y piensa que todo eso son utopías y cuentos de viejas. Que él estudió su carrera, sacó su oposición o montó su comercio o negocio, no para ayudar a los demás, sino para conseguir unos sustanciosos beneficios que le permitan una vida cómoda y llena de placeres.
Y Leví, sacerdote del Templo, fiel y exacto cumplidor de la Ley, que piensa que su vecino, el publicano, es un réprobo porque ha pecado y sigue inmerso en la vida de pecado; que María, esa joven prostituta, o Rubén, el homosexual, son escoria que no merecen perdón, porque atentan contra la moral de forma permanente y viven encenegados en el vicio, ignorando, porque quiere ignorarlas, aquellas palabras de Jesús ante la mujer adúltera “el que esté libre de pecado que tire la primera piedra”.
Y Nicodemo y Rebeca, casados, que llevan viviendo un montón de años juntos, sin amor entre ellos, porque su matrimonio es indisoluble puesto que así está establecido y lo dice la Ley, que acuden asiduamente al Templo y a la Sinagoga y echan su óbolo, de gruesa cuantía, en la bandeja de las limosnas, pero que no se hablan desde hace tiempo con su hija Sara porque vive con un hombre divorciado, o porque fue madre soltera, o es drogadicta.
Y Neftalí, peón asalariado, que considera que solo los obreros tienen razón en sus demandas; que deben ser defendidos a ultranza los derechos sociales de los trabajadores, sin tener en cuenta la situación económica de las empresas que crean y mantienen los puestos de trabajo.
Y Esaú, político muy decente y respetuoso, pero que defiende la aplicación de la Ley del Talión, del “Ojo por Ojo” y de la pena de muerte porque en su ánimo no cabe el perdón y la misericordia. “El que la hace, la paga, y si es un terrorista con mayor razón todavía”.
Y Jacob, ciudadano, que vive cómodamente, y no quiere saber nada de los demás, de sus dolencias, amarguras, guerras y sufrimientos, porque “No son de los míos”.
Todos ellos comparten un mismo criterio: Las palabras de Jesús, “Amarás a tu prójimo” son expresiones propias de un anarquista, de un subversivo. A Jesús hay que eliminarlo en beneficio de la sociedad y del orden constituido en nuestro mundo,... y por eso, ante la pregunta de Pilatos, contestan todos al unísono: “Reo es de Muerte”; “Crucifícale”.
Esto ocurrió hace dos mil años, pero hoy, Anás, Caifás, Simeón, Leví, Nicodemo, Rebeca, Eftalí, Jacob y Esaú se sientan en los bancos de nuestras iglesias juntamente con Luis, Carlos, Pilar, Antonio, Lorenzo, Julián, Tú y Yo, y otros que nos decimos cristianos, pero que mantenemos criterios, opiniones y actitudes similares a las de ellos, frente al mundo y a la vida, aunque las disfracemos de sistemas de convivencia social, moralidad, o principios políticos en defensa del orden y la seguridad.
Hoy, en nuestro tiempo, NOSOTROS, los que nos decimos “católicos practicantes, discípulos de Jesús de Nazaret”, con nuestra falta de amor al prójimo, nuestra falsa religiosidad plagada de ritualismos, nuestro egoísmo, y nuestras posiciones dogmáticas y morales intransigentes, cuando ante el Pretorio de la vida diaria tenemos que dar una respuesta a los Césares de este mundo que nos preguntan que queremos hacer con Jesús, con su vida, con su ejemplo y con su anuncio de la Buena Nueva de la presencia del Reino de Dios entre los hombres, también lanzamos el grito “Crucifícale”;
“Crucifícale”, y seguimos pidiendo que Jesús vaya a la cruz... SEGUIMOS MATANDO A CRISTO.
Por el Hermano: Fernando Rubio
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