Aquel invierno había sido intenso para mí. Una gran acumulación de trabajo durante todo el año anterior, unida a fuertes dosis de nicotina en sangre, producto de un exagerado consumo de tabaco, habían dado lugar a un infarto y posterior necesidad de una operación de coronarias. Durante el transcurso de ambos momentos, el hálito de la muerte sopló sobre mi cara, y sentí intensamente, la mirada penetrante, dulce, pero a la vez terrible, de la Señora.
Hasta entonces, mi vida espiritual, había sido tranquila. Una educación en colegio de religiosos, y una familia de estirpe católica, habían creado en mí una conciencia, que yo llamaba cristiana.
Creía, con esa fe aprendida en mi niñez que consistía en aceptar unas cuantas verdades enseñadas sin pensarlas ni discutirlas, en un Señor Nuestro Jesucristo, Hijo de Dios, que había venido al mundo para redimirnos, y que había muerto en la cruz para salvarme. Que lo único que había que hacer era cumplir con los mandamientos de Dios y de la Santa Madre Iglesia Católica, y no pecar, considerando que, el pecado, era la trasgresión de esos mandamientos, en especial los referentes al 6º de los de la Ley de Dios, y a la obligación de oir misa entera todos
los domingos y fiestas de guardar. Lo demás, tenía bastante poca importancia.
Pero, durante las horas pasadas en el silencio en una U.C.I., mi mente, que había conocido la cercanía de la estación término de mi existencia, comenzó a hacerse una y otra vez las mismas preguntas: ¿De donde vengo?; ¿Cuál es la razón de mi existencia?; ¿Detrás de esta vida, qué y cómo? ¿Quién es Dios?; ¿Qué es el pecado?; ¿y la muerte?; ¿En que consiste la salvación?; ¿Quién es, y para que ha venido Jesús al mundo?; ¿Cuál es mi camino a seguir?.
Me iba dando respuestas sacadas de esos sermones oídos en celebraciones litúrgicas, en ejercicios espirituales realizados años atrás, en festividades de Navidad y Semana Santa, y con las que encontraba a un Jesús, que era el Mesías (no muy aclarado lo que eso significaba), nacido en un Portal de Belén entre ángeles, pastores, estrellas y Reyes Magos que visitaban al Hijo de Dios, y que había predicado cosas no muy bien explicadas ni entendidas, de las que se me habían quedado, preferentemente, los milagros y lo bueno que era el Salvador.
Me encontraba con un Dios, Señor de cielos y tierra, que nos había dado una ley a cumplir, y que juzgaba a los hombres, según sus actos en esta vida, premiando a los buenos con el Cielo, y castigando a los malos con el Infierno para toda la eternidad.
Me venían a la memoria las vidas de unos santos que habían sufrido y padecido muchas privaciones y martirios para cumplir la voluntad de Dios, voluntad que yo desconocía y de la que no encontraba, por no habérseme explicado, su verdadera formulación.
Me daba cuenta que pertenecía a una Iglesia, que se decía esposa de Jesús y fundada por Él; que se auto proclamaba, sin explicar el porqué, único camino de salvación, y que éste consistía en no cometer determinados actos (pecados mortales) y cumplir una serie de preceptos religiosos y morales.
Con todo este batiburrillo de verdades a medias o no aclaradas, mi mente y mi espíritu se encontraban a la deriva, sin una explicación convincente, ni una respuesta tranquilizadora.
En estas circunstancias, llegó la Semana Santa, las procesiones, la salida a la calle de mi cofradía, y tras todas éstas celebraciones, me dirigí, en el atardecer del Sábado Santo, al pueblo donde nací, que es el hogar de mis mayores, distante unos kilómetros de mi ciudad de residencia.
Al salir de la población con mi coche, paré en la primera gasolinera para repostar el vehículo. Cuando estaba en ese menester, se me acercó un hombre, que me preguntó si podía llevarlo hasta otra ciudad, término de la carretera por la que circulaba. Al manifestarle que yo solamente iba hasta el pueblo de X, me pidió que lo llevase hasta allí y que después él vería como llegaba hasta Z.
No tengo por costumbre coger autostopistas. Me da mucha prevención hacerlo por las consecuencias que pueda ocasionar, bien por asaltos, robos o similares, bien por la posibilidad de accidentes con resultados imprevistos. Pero aquel hombre me llamó la atención.
Era de unos treinta / cuarenta años, complexión robusta, tez morena, no muy alto, manos de trabajador del campo o de algún oficio manual como alfarero o carpintero, y sin ninguna característica especial. Solo sus ojos. Eran unos ojos claros, de mirada limpia, franca, sincera, más que amigable se diría amorosa, que pedían y a la vez daban. Unos ojos en los que se podía confiar.
Le dije que subiese, y emprendimos la marcha. Al comenzar a caminar, vi que levantaba la mano, y sobre su cuerpo trazaba la señal de la cruz. Le pregunté, por eso de entablar una conversación de alguna manera: ¿Es Ud. cristiano?. Él sonriendo, me contestó: “Dios está con nosotros”.
Esa respuesta, dio pie a mi siguiente pregunta: ¿Qué o Quien es Dios?, porque yo cada día lo entiendo menos. ¿Es un juez que premia y castiga?. ¿Es un Señor Todopoderoso al que tenemos que obedecer ciegamente porque si no nos condena para toda la eternidad?. ¿En que consiste el pecado?. ¿Porqué el hombre tiene, de principio un pecado original, que ya lo condena, sin haber hecho nada, solo por ser descendiente de unos supuestos primeros padres que desobedecieron a Dios?. ¿Es que, entonces, de los pecados de los padres responden los hijos?. ¿Por qué la salvación está, solamente en la Iglesia Católica?.
¿Si yo hubiese nacido en una familia de brahmanes, sin comerlo ni beberlo, por el hecho de no ser católico, ya no podría salvarme?. ¿Quién es Jesucristo? ¿Porqué y para qué ha venido al mundo?. Hoy, precisamente acabamos de celebrar la Semana Santa, con muchos ritos, tambores y desfiles procesionales. ¿Para qué todo eso?. ¿Qué significa en mi existencia?. ¿Qué hay en el más allá?.
El hombre me miró y me dijo:
¿Porqué te acongojas?; ¿Porqué temes? ¿Qué te hace colocarte en ese estado de duda e intranquilidad?. Mira, todo está dicho y expuesto. Solo hace falta que, con la mente y el corazón abiertos, queramos verlo y libremente, aceptarlo.
Desde los albores de la humanidad consciente, el hombre se ha repetido las mismas preguntas sobre su precedencia, existencia y finalidad. Ha observado que la creación no es obra suya y que escapa al control de su voluntad y deseos. Ha comprobado que, tanto él como los demás elementos de la naturaleza tienen un origen y principio desconocido. A este Principio, a esta Fuerza y Energía Eterna, a ese Ser Creador, el hombre lo ha llamado “Dios”, es decir: Existencia, Creación, Vida.
¿Cómo es Dios?. Nadie lo ha visto, porque su Ente es superior e irreconocible para la capacidad limitada del hombre. Lo único que podemos observar son algunas de sus manifestaciones concretas. Ocurre como al ciego sintiendo una tormenta; podrá percibir el chasquido del trueno, el olor a ozono en la atmósfera producido por el rayo o la humedad y frialdad de las gotas de lluvia, pero nunca podrá llegar, por si mismo, a conocer el desarrollo y la visión del fenómeno atmosférico.
Este conocimiento limitado de alguna de las manifestaciones de Dios, ha dado lugar a que el hombre, intentando unas veces agradar, conquistar o parecerse a Dios, y otras queriendo protegerse de situaciones o poderes cuya comprensión no alcanza, haya establecido las diversas religiones o actos rituales que su raciocinio le ha hecho entrever como medios para conseguir los fines propuestos.
En un momento de la historia de la humanidad, el hombre da un paso adelante en su idea sobre la vida y la muerte; en su concepción sobre el porqué de su existencia. Pero este avance no es fruto de su propia transformación, incapaz de realizarlo, sino de la intervención directa del Ente o Ser Creador.
Dios, la Existencia en si misma, conociendo la ignorancia del hombre finito, incapaz de darse respuestas infinitas, se hace presente, es decir, se descubre al hombre, y le indica cual y como es el camino a recorrer para encontrarse primero a sí mismo y después con Él, que es en definitiva, no solo su principio, sino también su meta final.
Dios precisa del hombre para realizar la historia del mundo, y le hace ver que el ser humano no es un objeto de la creación como los demás seres, sino el otro sujeto de la misma, necesario para la realización del Proyecto de Dios. Esto, y no otra cosa es lo que denominamos “La Revelación”.
-- Pero, ¿cuál es el Proyecto de Dios?, pregunté de inmediato. -- Mi compañero de viaje, sacando un paquete de tabaco, me ofreció un cigarro, que rechacé. Él encendió uno, y continuó hablando.
Algo muy sencillo, y absolutamente necesario para la vida en plenitud y felicidad de toda la humanidad: “La reordenación de las relaciones del hombre, realizada a cuatro niveles. a) La relación del hombre con Dios. b) La del hombre con sus semejantes c) La del hombre con la naturaleza y el cosmos y d) la del hombre consigo mismo”. Cumplido esto, el orden y la concordia en el universo son absolutas, y Dios se hace presente en la humanidad, y la historia del mundo se realiza plenamente.
-- Entonces, ¿qué es el pecado, y cual es el pecado original del hombre? –
Mi buen amigo, me sonrió, y en un tono distendido, como queriendo quitar importancia a la angustia expresada en mi pregunta, continuó diciendo:
Los seres de la creación viven cumpliendo unas normas de vida que les vienen impuestas por la propia naturaleza. Es lo que llamamos los instintos. Los animales actúan siempre de acuerdo y en cumplimiento de lo que ellos demandan. Y esto es así porque todos ellos son objetos de la creación. Todos, menos el Hombre. A éste, Dios, al crearlo a imagen y semejanza suya, es decir, haciéndolo sujeto y no objeto de la creación, lo dotó de las potestades del espíritu, inteligencia, voluntad y libertad. Inteligencia para pensar y discernir; voluntad para decidir y libertad para obrar.
Al disponer de ellas, el hombre puede elegir su trayectoria y su camino a seguir en la vida, eligiendo entre la realización del Proyecto de Dios a través de la común-unión y el ejercicio del amor, o la ejecución de su propio y único interés, es decir, su egoísmo.
A la capacidad de realizar este ejercicio de elección entre el Amor y el Egoísmo, entre el Bien y el Mal, lo llamamos “capacidad de pecado en origen” o “Pecado Original”, que no es ni bueno ni malo, sino algo inherente a la condición humana.
La toma de partido en un momento y sobre algo en concreto a favor del egoísmo, realizada en el ejercicio de nuestra voluntad libre, y con perjuicio para alguien, y por ello, con incumplimiento deliberado y querido del Proyecto de Dios, constituye el concepto del “Pecado”.
Éste, si bien va contra Dios, lo hace como última consecuencia, y siempre a través y en perjuicio del propio ser humano que lo realiza, o de sus semejantes.
La pregunta surgió espontáneamente, y casi avasallando a mi interlocutor, manifesté: -- Entonces ¿Porqué tenemos un Dios que premia y castiga?. :
NO, me dijo de inmediato. NO; Dios no premia ni castiga. Eso iría con el propio ser de Dios. Él no es ningún Señor colérico que se enfada porque no se cumplen sus mandatos y castiga a los infractores con severas penas y condenas. NO; Dios es un ser amoroso hasta el infinito, que se ofrece al hombre, gratuitamente, sin pedir nada a cambio. Es el hombre quien, conociendo a ese Dios que se le ofrece(y su ofrecimiento se expresa en sus manifestaciones: Yo soy verdad; Yo soy Justicia; Yo soy amor; yo soy fraternidad etc.), en el ejercicio de su libre voluntad, lo acepta o no. Dependiendo de esta aceptación,
el hombre se encamina hacia su felicidad en su unión con el Creador (a eso lo llamamos Salvación) o a su eterna soledad y angustia (condenación) en su trascendencia, es decir en el espacio y tiempo más allá de la vida física.
-- Bien. Le dije. Pero ¿Con todo esto que hemos hablado, que tiene que ver Jesucristo?. ¿Quién es Jesús? ¿Porqué dicen que nos salvó? Y, si ello es cierto, ¿Porqué fue necesaria su muerte para salvarnos? --
Mi acompañante cerró un momento los ojos, como queriendo reconcentrarse para poder darme la respuesta más adecuada. Seguidamente, volviendo a su coloquial expresión, me dijo:
Como ya hemos establecido anteriormente, el hombre a través de los siglos ha ido buscando a Dios. Unos lo han hecho mediante el análisis de los acontecimientos y fenómenos de la naturaleza y otros fundándose en la introspección y conocimiento de sus sentimientos y de las reacciones anímicas. Todo ello ha dado lugar a la aparición de diversas religiones fundadas, unas en la denominada “Ley Natural” sentida por todos los hombres desde la adquisición de la capacidad de discernir y obrar, otras en el desarrollo de fenómenos o prácticas espirituales, y las más en la adoración temerosa de los fenómenos no controlados de la naturaleza.
No es que estas búsquedas de Dios sean malas intrínsecamente. Todo aquel que demuestra, de alguna forma, su intencionalidad de encontrar a Dios, está recorriendo un camino de salvación, pues Dios es un Dios para todos, que a todos se ofrece y a nadie excluye. Lo que ocurre es que resulta difícil no perderse pues al no tener senda trazada es fácil salir del sendero y, olvidándose de la búsqueda, quedarse en los meros accidentes. Ocurre lo mismo que a un caminante que,
intentando llegar a la casa paterna, marcha por vericuetos desconocidos, plagados de barrancos y cenagales en vez de utilizar caminos debidamente acondicionados y señalizados.
A través de la revelación, un pueblo, Israel, tuvo un conocimiento de Dios y de su Proyecto de vida y desarrollo. Este conocimiento quedó plasmado en la Alianza que Dios concertó con el hombre: “Escucha Israel; Yo soy el Dios que te ha salvado de la esclavitud...”. En esta Alianza, Dios espera del hombre que, como respuesta a su oferta de salvación, se sumerja en la realización de su Proyecto para la vida y el desarrollo de la humanidad.
En un principio el pueblo judío aceptó el planteamiento de la Reordenación de las relaciones humanas en la historia. Admitió la existencia de Un Solo Dios, Salvador de los hombres, Señor y Creador del universo que ha establecido Alianza con ellos. La tierra, propiedad de Dios, es recibida por el pueblo en usufructo, como siervos delegados para cumplir el Proyecto, aceptando la idea social de la coparticipación que permite la vida y el desarrollo armónico de todos.
Esta es la fe del pueblo judío, normada por la Ley dada por Dios, los Mandamientos, que rige las relaciones enumeradas en el Proyecto.
Pero Israel, centrando su actuación en actos externos (cultualismo) dejó en lugar secundario el cumplimiento del Proyecto de Dios, y pervirtió el sentido de la Alianza.
De una Alianza cuyo motivo central es la liberación, es decir, la creación de una sociedad comunitaria e igualitaria constituida para garantizar el desarrollo del hombre, se pasó a la “Ley de la Pureza”, en la que, “los santos”, aquellos que cumplen los preceptos, son distintos de los demás porque constituyen, ellos solos, el verdadero pueblo de Dios, y son los únicos receptores de la salvación.
Aparece una religión, el Judaísmo, basada en el supuesto cumplimiento de la voluntad de Dios a través del ejercicio obligatorio de una serie de imposiciones, rituales y preceptos (625 en total). Este cumplimiento se hace prioritario, derivando en un cultualismo (idea fundamentalista del “Templo”) que destruye el verdadero sentido de la Alianza.
Esta corriente religiosa, que ha venido fraguándose en el transcurso de los siglos como respuesta a situaciones de desarraigo del pueblo judío motivadas por los destierros y la diáspora que ha amenazado seriamente la identidad de Israel como pueblo o nación, ha sido denunciada y condenada, una y otra vez por los profetas de Israel y Judá (Isaías, Jeremías etc.) los cuales invitan al pueblo a una vuelta a Dios. En sus escritos recogen la promesa de Dios de enviar un Ungido, un Mesías, que instaure una Nueva Alianza.
Y en este contexto, aparece JESÚS DE NAZARET.
¿Quién es Jesús?.- Ante todo, Jesús es UN HOMBRE, y un hombre como todos. Nacido de mujer, como dice Mateo en su evangelio. El mismo se denomina, en diversos momentos de su vida pública “Hijo del Hombre”.
Juan, el evangelista, dice de Él: “Igual en todo a los demás hombres, excepto en el pecado”.
Pero no es un hombre, un ser humano, corriente. Es un hombre en el que la Palabra de Dios se hace presente de una forma “hipostática”, es decir, en una unión sustancial, de amalgama total, de tal forma que se transforma en “Dios en el hombre”, o Encarnación Humana de Dios.
Juan, en su evangelio, así lo describe: “En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba en Dios, y la Palabra era Dios... La Palabra era la luz verdadera que ilumina todo a hombre... en el mundo estaba... y el mundo no la conoció... y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre...”
Hasta ese momento el hombre había tenido la imagen de un Dios todopoderoso, eterno, creador y artífice de todo. Es la imagen del Dios de la gloria; el Dios de los milagros y del portento. Pero ese aspecto no es mas que una visión parcial de Dios. Falta la visión de Dios en el hombre; Dios en la debilidad y la marginación, que se hace presente en Jesucristo.
En Jesús nos encontramos con el Dios que ha conocido nuestra debilidad y nuestra historia, y la ha hecho suya; que ha asumido nuestro destino y ha quedado afectado por nuestra vivencia. La imagen de Dios que Jesús nos presenta no es la del Creador del hombre y salvador de la muerte, sino la del sujeto, como hombre, a la tentación en el desierto de la vida, la del agotado de recorrer los caminos en busca del Reino del Padre, la del nacido a merced de los hombres y de las inclemencias de la naturaleza, la del receptor de la agonía psíquica en Getsemaní y la del abandonado y solo, en la cruz y en la muerte.
En resumen: Dios todopoderoso, principio y fin de todas las cosas, se ha unido, en Jesús, a nuestro destino y ha quedado afectado por nuestra situación. Por tanto, el Dios revelado en Jesucristo, no es tanto el Dios del Poder como el Dios del Amor.
Y es, desde esta faceta de Dios, hecho hombre mortal, débil como el hombre, desde donde nos llega la salvación, porque en Él, Dios ha asumido nuestra historia.
Partiendo del esquema judío primitivo establecido por Moisés sobre la Alianza, Jesús, basándose en la propia experiencia de Dios adquirida a lo largo de su existencia, va a cambiar los parámetros de la fe.
De los cuatro niveles reseñados en el Proyecto de Dios, al primero lo transforma de manera total. Dios deja de ser el “Señor del hombre” para convertirse en su “Abba-Padre”, es decir, en su padre amantísimo (eso significa Abba en arameo) que no quiere, ni pide, obediencia ciega sino libre aceptación y común–unión con Él para el desarrollo del proyecto de vida y existencia. Aparece el principio del amor como causa, motivo y motor del desarrollo humano.
En el segundo nivel, Dios no crea “preferidos”. Todos los hombres, cualesquiera que sea su procedencia, raza, color o creencia son iguales. No hay diferencias. Todos son destinatarios del Reino, sujetos de salvación y llamados a llevar adelante el Proyecto de Dios.
En el tercer nivel, la tierra, la naturaleza, el cosmos es patrimonio de Dios (su Creador) que éste da a los hombres. Este patrimonio no se entrega en usufructo, sino como la herencia que el hombre recibe y debe utilizar y aumentar en lo posible en beneficio propio, de sus congéneres y de sus descendientes a los que debe trasmitirla. Se enmarca y da expresión, así, a la idea de la buena utilización y conservación de los recursos naturales.
En el cuarto nivel el hombre ya no está concebido como el “siervo” de Dios, sino como el “Hijo”, con todo lo que el concepto de filiación tenía en la cultura heleno-romana de los tiempos de Jesús, en la que el Hijo no solo era el descendiente consanguíneo, sino que, se denominaba así a aquel que era el “alter ego” del patriarca (el Emperador Octavio Augusto no era hijo natural de Cesar, y en cambio era “su Hijo”, su heredero), su otro yo, conocedor de su vida, sus intereses y sus haciendas, y llamado a sustituir al Padre en ausencia de éste. El hombre ya no es el siervo que debe cumplir los mandatos del Señor, sino que se convierte en
el otro sujeto de la creación, imagen de Dios, necesario con Él para el desarrollo de su Proyecto para el mundo.
El principio del cumplimiento de la voluntad de Dios “por obligación” (servidumbre a los mandamientos) motivo central de la religión judía, queda soslayado, para dar paso al nuevo concepto en el que, el hombre, ser libre, en el ejercicio de su libertad, acepta el Plan de Dios, y, libremente se compromete a llevarlo a efecto.
Desaparecen, pues, los conceptos de pecado y condenación “por incumplimiento de una ley dada e impuesta”, para establecer el principio de la “libertad responsable”. El pecado no se produce por la desobediencia a la ley, sino por el incumplimiento de la propia decisión voluntaria del hombre que ha aceptado intervenir en el plan de Dios de acuerdo con la senda por Él señalada.
Dios no va a juzgar ni a condenar a nadie. Eso iría contra la propia esencia del Amor Infinito de Dios hacia sus criaturas. Es el hombre quien se “condena” a sí mismo. Al no querer aceptar y asumir la ordenación de las relaciones según el criterio de Dios, está, voluntariamente, dejando a Dios a un lado, rechazando a Dios, y por consiguiente excluyéndose, de manera libre y voluntaria, de la Alianza concertada con Él. Con ello, abandona el “camino de salvación” ofrecido y se lanza abierta, libre y conscientemente por otras sendas que llevan, en la eternidad, a lo contrapuesto a Dios, es decir, a la soledad y a la nada. El hombre, porque
lo quiere así, libremente, se arroja en los brazos de su propia condenación.
En la propuesta de Jesús se espera una respuesta por parte del hombre a la Alianza ofrecida. Esta respuesta se da, se realiza, a dos niveles: A nivel de la fe y a nivel de la religión.
A nivel de la fe – fe no es otra cosa que el punto de aceptación por el hombre libre, de un Dios que se le ofrece gratuitamente – lo que va a establecer el cauce para su desarrollo, lo que va a normar la relación Dios-Hombre, no es la ley (mandamientos o cualquier otra) sino el seguimiento de Jesús, el compromiso, las actitudes y acciones consecuentes que el hombre lleva a cabo para seguir a Jesús de Nazaret, es decir, hacer que Dios sea padre de todos en esta tierra, y los demás seres humanos nuestros hermanos, considerando como tales a los surgidos de un principio común, que tienen una misma finalidad y
que se desarrollan armónicamente mediante el apoyo y el concurso de todos los demás.
A nivel de la religión, se produce un cambio fundamental. Lo importante ya no es el “templo”, los sacrificios o los ayunos. El Dios oculto del judaísmo se desvela y se hace presente en la vida de los hombres, y, como Padre que es, se abre a favor de todos sus hijos. La expresión de la fe se realiza, no a través de ritos o ceremonias, sino en los Sacramentos, es decir, en los SIGNOS (que eso significa Sacramento)de la presencia de Dios en los momentos y actos trascendentales de nuestra vida, en el cumplimiento de las Bienaventuranzas, en la oración y en la vivencia del “Padrenuestro”.
La religión solo tendrá sentido si nace de la fe y es expresión de la reordenación del mundo de acuerdo con el Proyecto de Dios.
Jesús durante su vida y su predicación, y refrendándolo con su muerte, hace florecer un nuevo concepto: “El Reino de Dios”. Él no viene a constituir ni a crear ninguna Iglesia o Religión, -- eso es obra posterior de los Apóstoles y sus discípulos – sino que viene a anunciar “la presencia del Reino de Dios entre los hombres”.
Un Reino existe cuando hay un proyecto bueno para un pueblo, y este proyecto se lleva a cabo.
El “Reino de Dios” existe. Dios tiene un Proyecto bueno para la humanidad, pero, hasta el momento, este proyecto no se ha estado cumpliendo porque el hombre, sujeto del mismo juntamente con Dios, no lo ha llevado a efecto.
Por eso el Reino de Dios no está entre nosotros, y Jesús viene ha decirnos que debemos llevarlo a efecto, pues, mientras no lo cumplimentemos, Dios no reinará en el mundo, y la humanidad seguirá sometida al dolor y a la destrucción.
Lo que está, pues, en juego es el Reino y su justicia, es “Dios entre los hombres”, es..... el NOMBRE DEL PADRE.
Por eso, cuando los cristianos rezamos la oración que se supone nos enseñó el mismo Jesús, pedimos que sepamos llevar a cabo el designio de Dios, cuya realización, libremente, hemos aceptado, es decir, queremos “Santificar el Nombre del Padre”.
Cambiando la dirección de esta plegaria tan simbólica para los cristianos, nos encontraremos con un proyecto de vida, el Proyecto o la Causa de Jesús de Nazaret, por la que ofreció y dio su vida:
Cuando superemos el mal,
Venciendo toda tentación, todo egoísmo.
Cuando seamos capaces de perdonar,
Como somos perdonados.
Y compartamos el pan
Para que a nadie le falte,
Entonces es:
Cuando se cumplirá la voluntad de Dios,
En esta tierra como en el cielo.
Y vendrá su Reino entre nosotros,
Y su NOMBRE DE PADRE
Será realidad en la historia.
Mi acompañante, quedo callado. Sus palabras flotaban en el ambiente, calando íntimamente en mi corazón y en mi cerebro.
Mientras tanto, el coche nos había ido llevando hasta mi casa en el pueblo. Paré justo ante la entrada y bajamos del automóvil.
Él me tendió la mano en señal de despedida, a la vez que musitaba unas palabras de agradecimiento por el viaje realizado.
En mi interior sentí como si al alejarse de mi lado fuera a encontrarme solo y a falta de algo, y sin pensarlo dos veces, le dije: “Ya se ha hecho de noche y es difícil que ahora encuentre un vehículo para continuar su viaje. Cene conmigo esta noche, y duerma en mi casa, y mañana, con el sol, yo le ayudaré a encontrar la forma de proseguir su camino.”
Me agradeció el ofrecimiento, y cargando con su pequeña bolsa de viaje, penetró en mi casa.
No había nadie en ella pues mi mujer y mis hijos, como no sabían mi hora de llegada, cenaban con sus abuelos que vivían en la plaza del pueblo, junto a la iglesia, para así ir con ellos después, ir a misa de medianoche.
Buscamos en la nevera, un poco de Jamón, queso, pan, vino, y nos dispusimos a cenar.
Mientras realizábamos todos los menesteres para ello, reanudamos la conversación, y varias preguntas afluyeron a mis labios:
-- ”Todo lo hablado, tiene su sentido, pero me quedan preguntas sin contestar. ¿Es Jesús nuestro salvador? ¿Porqué?. ¿Necesitábamos ser salvados de algo?. ¿Qué significa que nos haya salvado?. ¿Qué pasaría si no se hubiera producido esa salvación?. ¿Fue necesaria la muerte en la cruz? Y, si no era necesaria, ¿Porqué ocurrió?. --
Mi compañero, mientras ponía los cubiertos y los vasos en la mesa, dijo:
Durante siglos, la creencia religiosa cristiana sobre el porqué de la salvación se ha venido tergiversando. Se nos ha dicho y enseñado que el pecado del hombre causa una ofensa infinita a Dios y como somos limitados no estamos en condiciones de reparar la ofensa infinita cometida. Por ello, es preciso que un Ser infinito satisfaga, en nuestro nombre, el honor de Dios, por lo cual el propio Dios tiene que encarnarse a fin de constituir ese ser infinito, Dios y a la vez hombre, que repare la ofensa. Ese hombre-Dios encarnado es Jesucristo que con su sacrificio infinito repara la ofensa en nombre de todos y
así nos salva.
Esta creencia es una simplificación de la acción salvadora de Jesús, fundada en parámetros inexactos y que tiene varios fallos:
El primero es pretender que la acción del hombre tenga categoría suficiente como para causar ofensa a Dios. ¡Desde cuando un Padre se siente ofendido por la patada que pueda darle, en un momento de enfado, su hijo de cortos años!
El segundo es dar una imagen de Dios inaceptable. Allí se crea la idea de que Dios es un ser que exige la muerte de un inocente para reparar una ofensa. Es la imagen de un Dios sádico, que demanda sacrificios para satisfacer su honor. Todo lo contrario del Dios del amor y de la entrega gratuita pregonado por Jesús.
El tercero puede ser: Si la humanidad no pecase, la redención no habría tenido lugar, y Jesucristo, el encargado de reparar la ofensa, hubiera sido innecesario. Entonces todo lo referente a la asunción de nuestro ser de criatura y nuestra historia por parte de Dios, que se realiza en Jesús, no habría llegado a darse.
Empecemos, pues, preguntándonos y recordando: ¿Qué es la salvación?; ¿De que necesitamos ser salvados?; ¿Cabe pensar que, en realidad, el hombre nace, crece, vive, se realiza en este mundo y finalmente muere, sin más?
Podemos afirmar que “salvación” es la realización del sentido de la vida humana. Es alcanzar nuestra realización total.
Al constituir la creación, Dios se ha entregado con amor gratuito, y para corresponder a ese amor (porque amor es darse y esperar recibir) solamente hay un ser inteligente y libre capaz de hacerlo, y ese es el hombre. Sin libertad no hay amor. Habrá necesidad o instinto, pero no amor.
Así pues, si la misión fundamental del hombre es corresponder a ese amor de Dios, la salvación estará en el cumplimiento de esa correspondencia. Y para corresponder al amor de Dios, lo único necesario es intentar llevar adelante su Proyecto de vida.
¿Qué significa que Jesús nos ha salvado?. Con ello se dice que la creación ha alcanzado la potencialidad de su realización, o dicho de otra manera: “Jesús, hombre en el que está presente la esencia infinita de Dios, ha correspondido, libre y totalmente al amor incondicional de Dios Padre. En Él, la finalidad de la creación, la correspondencia, se ha realizado plenamente. Con Jesús, actuando en nombre de toda la humanidad, el ciclo Dios-Hombre, Hombre-Dios (correspondencia)ha quedado cerrado. Por eso Jesús, con su vida y con su muerte, ha salvado a toda la humanidad.
Jesús nos ha salvado del pecado, de la ley y de la muerte.
Del pecado, porque al ser éste la negación a la correspondencia del amor de Dios, Jesús, al hacerlo plenamente en nombre del conjunto de la humanidad, la ha reintegrado a la Alianza gratuita con el Padre.
De la Ley, porque no nos salvamos o condenamos por lo que hacemos, sino por “el porqué” lo hacemos. Jesús no nos salva por morir en la cruz, sino por llegar hasta la muerte en la cruz correspondiendo al amor del Padre.
De la Muerte, porque rompe con la suya y su posterior resurrección la idea de que la muerte física es la destrucción total y definitiva del hombre, instaurando y demostrando la idea de la trascendencia. Nuestra muerte no es la destrucción de nuestra vida total, puesto que el sentido de nuestra existencia es la correspondencia, en la eternidad, al amor de Dios, ser infinito, en respuesta al de éste con el hombre. Si el hombre fuese totalmente destruido, Dios no podría ejercitar la correspondencia de su amor con él eternamente, y eso iría contra la propia esencia de Dios. Estar liberados de la muerte significa no estar sujetos al chantaje que su
existencia ejercería sobre la libertad del hombre, condicionada por la dependencia de una total extinción.
Mi huésped, sentándose a la mesa, ordenó ante él los cubiertos necesarios para la comida, y me dijo:
Ahora me preguntarás: ¿Porqué fue necesario que Jesús muriera en la cruz?. ¿Es que acaso Dios quiso la muerte de Jesús y muerte en la cruz?. Y si no era necesaria, ¿porqué ocurrió?.
Pues bien; la respuesta es: “Dios no quiere la muerte de Jesús”. Dios es el dador de la vida, nunca el solicitante de la muerte.
Entonces ¿Qué quiere y exige de Jesús?: SU FIDELIDAD, es decir, su respuesta amorosa. Su defensa de la correspondencia en el amor. Pero para ello es necesario ser hombre, y por consiguiente, como todo ser humano, estar sujeto a la muerte. Dios admite la muerte física en cuanto que, ésta, va implícita en la encarnación.
Pero, ¿Y la cruz?. ¿No podría haber impedido una muerte dolorosa e infamante?
Jesús es fiel al Padre. Ha venido al mundo para dar testimonio de Él. Ha predicado la presencia del Reino del Padre entre los hombres.
Sabe que el mundo, la sociedad humana constituida, no admite la presencia del Reino porque la existencia de éste significa su desaparición, significa el triunfo del Bien sobre el Mal, del Amor sobre el Egoísmo individual o de grupo.
Comprende que mantener su apuesta por el Reino lleva inexorablemente a la confrontación y a la muerte. (Recuérdese la frase de Caifás: Más vale que muera un hombre, aunque sea inocente, que no que Israel se destruya)
Jesús puede marchar de Jerusalén, eludir la confrontación y salvar su vida, pero eso significa desautorizar todo lo predicado, abandonar al Padre, someterse al mundo, y, después de pasar por la prueba de la agonía, por la tentación de la vida en el Huerto de Getsemaní ( Aparta de mi este cáliz...), decide hacer ofrenda de su vida en aras al sostenimiento de la Alianza, en cumplimiento de la venida del Reino.
Jesús, libremente, elige y el Padre acepta la elección y no interfiere en la actuación e intervención del hombre en la historia del mundo. Dios no actúa directamente en el cumplimiento de su Proyecto para la Humanidad; deja a los hombres en total libertad para el ejercicio del mismo.
Por eso, Jesús, porque los hombres quieren, muere en la cruz.
Tras estas palabras, mi contertulio, tomó en sus manos la hogaza de pan que había encima de la mesa, y partiéndola en dos, me dio uno de los pedazos diciéndome:
“En el Nombre del Padre, tú y yo, miembros de una comunidad que cree y espera en Él, compartamos y comamos este pan, como símbolo de hermandad y común-unión en el cumplimiento del Proyecto de Dios para el hombre”.
Al oir estas palabras, y recibir el pan, vino a mi mente el recuerdo de un pasaje de los evangelios, el de la Ultima Cena, cuando Jesús repartió el pan de la vida entre sus discípulos.
Cerré un momento los ojos, y sentí en mi interior un sosiego y una paz inmensa. Al abrirlos vi que estaba solo en la habitación y que sobre la mesa solamente había un plato, el mío, y un pedazo de pan, y comprendí que, durante todo el viaje, en mi soledad, Jesús de Nazaret me había acompañado en mi discernimiento y en mi búsqueda de Dios, al igual que hace 2.000 años, a aquellos otros, Camino de Emaús.
Mis ojos se llenaron de lágrimas, mientras una gran alegría interior invadía mi alma.
Se abrió la puerta de la cocina y entro mi hija pequeña. Me miró y me dijo: --¿Qué te pasa papá?. ¿Porqué estás llorando?.--
Yo, cogiendo su carita entre mis manos, fijé la mirada en ella y le contesté: Porque hija, después de mucho tiempo, esta noche me he encontrado con Jesús de Nazaret.
Ella, con su sonrisa de niña alegre y confiada, que todo lo sabe, dándome un beso en la frente, me dijo:
¡Pues claro, papuchi!. Ya está amaneciendo el Domingo de la Pascua, y JESÚS HA RESUCITADO.
Por el Hermano Fernando Rubio
Zaragoza. Año 2.002