Presidente
de la Corte Suprema
durante veinticuatro años
Antonio Bermejo, quien había nacido en
Chivilcoy, provincia de Buenos Aires, el 2 de febrero de 1852- el día
antes de la batalla de Caseros- fue durante 24 años presidente de la
Corte Suprema de Justicia, quedando como un modelo de juez para las futuras
generaciones.
Curso sus primeros estudios en su ciudad natal, muy joven ingresó al
Colegio Nacional de Buenos Aires y fue distinguido discípulo de Amadeo
Jacques. Ya a los 17 años era profesor de filosofía y matemáticas
y demostraba grandes condiciones intelectuales.
Con una marcada vocación jurídica desde su juventud, ingreso a
la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, donde se graduó
de doctor en jurisprudencia en 1876 –durante la presidencia de Nicolás
Avellanada -, con una tesis sobre Cuestiones de limites entre la Argentina y
Chile en la que demostraba su preocupación patriótica, obra que
tuvo gran repercusión y fue muy elogiada.
Tres años después, y profundizando esta preocupación, publicó
La cuestión chilena y el arbitraje, mientras desarrollaba una intensa
actividad política en las filas mitristas: fue electo ese año
(1879) diputado a la Legislatura de Buenos Aires.
Pero mientras actuaba en política también desarrollaba una intensa
actividad profesional. Tan es así que fundó en esos años
y dirigió la Revista Jurídica.
Combatió en la Revolución de 1880 en las filas de Carlos Tejedor,
coherente con su militancia política, y en los años siguientes
se volcó definidamente hacia el campo jurídico. Ejerció
la profesión de abogado, fue profesor de derecho internacional en la
facultad y académico.
En 1891 volvió a la política y fue electo senador nacional. En
1893 se presentó como candidato a la gobernación de Buenos Aires
y atacó en un discurso de campaña en su ciudad natal, al régimen
roquista.
Dos años después el presidente José Evaristo Uriburu lo
designó ministro de Justicia en Instrucción Pública, cargo
que desempeñó con una breve interrupción hasta la finalización
del mandato, el 23 de julio de 1897, fecha en que renunció. Incluso siguió
cumpliendo funciones durante los 100 días en los cuales el presidente
provisional del Senado, el general Julio Argentino Roca, ejerció la presidencia
interina de la Nación.
Durante su gestión ministerial realizó una gran obra: fundó
la Escuela Industrial, la Escuela de Comercio para mujeres, el Museo de Bellas
Artes, y presidió la instalación de la Facultad de Filosofía
y Letras.
Después de dejar el ministerio, en 1898 fue electo diputado nacional.
Durante su gestión parlamentaria presento diversos proyectos sobre instrucción
pública y un proyecto de ley sobre régimen de pensiones conocido
como ley Bermejo.
En 1901 el presidente Julio A. Roca lo designó representante argentino
en la Conferencia Panamericana realizada en México; allí se destacó
por sus exposiciones y su conocimiento sobre el arbitraje obligatorio, tema
sobre el cual venía trabajando desde su juventud.
De regreso al país Roca lo propuso como miembro de la corte y se incorporó
como vocal en 1902.
Al morir el doctor Bazán- quien presidía la Corte en 1905- Bermejo
fue elegido para sustituirlo, y desempeñó ese cargo hasta su fallecimiento,
el 19 de octubre de 1929.
Presidió en consecuencia la Corte durante 7 presidencias consecutivas:
la de Manuel Quintana (1904-1906), José Figueroa Alcorta (1906-1910),
Roque Sáenz Peña (1910-1914), Victorino de la Plaza (1914-1916),
Hipólito Yrigoyen (1916-1922), Marcelo T. De Alvear (1922-1928) y el
comienzo de la segunda presidencia de Hipólito Yrigoyen (1928-1930).
Es decir que desde la titularidad del máximo tribunal presenció
el tránsito político-institucional de la república conservadora,
forjada por la generación del ochenta, a la república democrática
del radicalismo, establecida a través de la vigencia de la ley Sáenz
Peña del voto universal, secreto y obligatorio.
Su prestigio era indiscutible, y ninguno de los sucesivos gobiernos se planteó
modificar ni la composición de la Corte ni su presidencia. Las condiciones
personales de Bermejo contribuyeron a que las administraciones –fueran
del signo que fueran- los respetaran y lo vieran como un punto de referencia
intocable para asegurar la vigencia de la justicia y el normal desenvolvimiento
del sistema político-institucional.
En el acto de inhumación de sus restos hablaron distinguidas personalidades.
En su oración fúnebre, el jurista Alfredo Colmo lo evocó
como el hombre que durante su vida entera fue un ejemplo: “Lo fue como
profesional, por el dominio del derecho, de sus principios, de su técnica
y de su aplicación; lo fue como profesor, cuya enseñanza, remontándose
a lo alto, educa y enaltece el espíritu del alumno; lo fue como ciudadano,
particularmente mediante su acendrada integridad de carácter y su indiscutida
elevación moral; lo fue como representante del país en congresos
internacionales en que se discutieron intereses públicos superiores y
delicados, y donde acentuó su cultura, su ponderación, su tacto
exquisito y su hondo patriotismo; lo fue como legislador, con proyectos y gestos
que son hoy todavía una lección; lo fue como ministro, planeando
regímenes, creando escuelas y facultades, disciplinando la tierra pública
y marcando orientaciones que perduran por su solidez y su previsión admirables”.
Dice de él Vicente Cuttolo en su diccionario biográfico: “Fue
un espíritu admirablemente equilibrado, y reconocido por sus contemporáneos
como el prototipo del hombre en quien se armonizaban las dotes superiores definitorias
de las personalidades consulares. Consagró toda su vida ejemplar, duradera
y educadora al servicio de la Nación. Era de gran cultura y profunda
versación jurídica; de extraordinaria memoria. Su fisonomía
apacible condecía con la rectitud de sus sentimientos; tenía ojos
pequeños pero vivos y penetrantes; con una amplia frente de pensador
y estudioso. Un ligero encorvamiento de hombros, que denunciaba las largas y
fructíferas vigilias llevadas sobre los libros, nutriendo el espíritu
y descuidando la materialidad, complementa físicamente la personalidad
de este eminente argentino”.
EL PERFIL DE UN HOMBRE JUSTO
Por Carolina Barros –Investigadora del Centro de Estudios Unión
para la Nueva Mayoría-
Octavio R. Amadeo hace una semblanza del juez
Bermejo en sus Vidas Argentinas (1940) en la que lo presenta como un hombre
íntegro, callado y solitario que supo romper con la larga tradición
violenta y trágica de su sangre para bregar por la paz y justicia de
su patria.
El abuelo de Antonio Bermejo, un capitán andaluz de la “guardia
de corps”, fue muerto violentamente en duelo con su superior, a quien
había desafiado por estar en desacuerdo con una sanción suya.
El padre del juez era marino y malagueño, y luego de adquirir una chacra
en Chivilcoy, luchó cuerpo a cuerpo con los indios y se impuso por su
valentía en los entreveros con los gauchos alzados.
Aunque desde chico, por su contextura frágil, se pensó que Antonio
Bermejo no maduraría y que rompería con esta herencia violenta,
tenía 28 años para la revolución de Tejedor en 1880, y
participaba en sus filas como capitán. Partidario del mitrismo desde
la juventud, mucho debió influir en sus simpatías políticas
su cercanía con la familia de don Bartolo, ya que el futuro juez fue
profesor de álgebra de algunos de los hijos de Mitre.
Pero su incursión activa en la política se diluyó en los
años posteriores. Dice Amadeo que no era “político, los
amigos del comité no le atraían, no sabía darles la mano
con el apretón electoral”.
Ya como presidente de la Corte Suprema, Bermejo, sin ser avaro, resistió
todo gasto no urgente de fondos del tribunal. “Acumuló así
–dice Amadeo- más de cincuenta mil pesos. La contaduría
metía con frecuencia su nariz incrédula en esta alcancía
fantástica, que llegó a ser un suplicio para Bermejo hasta que
su sucesor (José Figueroa Alcorta), autorizado por la ley, la pasó,
como un ascua, al Colegio de Abogados”.
Era el cancerbero de la jurisprudencia, evocaba los antiguos casos con deleite,
como si fueran aventuras de su juventud. Cuidaba los detalles de la justicia.
“Señor secretario - dijo en alguna oportunidad -, éste asunto
en que es vencido el gobierno de tal provincia lo firmaremos después
de la elección, para que no se explote con fines políticos”.
Integro, este presidente del Superior Tribunal de Justicia no quería
que la Corte fuera tomada como utensilio político por ningún partido.
Antonio Bermejo fue respetado siempre, aún desde joven y durante los
entreveros mas violentos como en la revolución del ochenta. Sarmiento
dijo de él en aquel tiempo: “Es la plata labrada del partido mitrista”.
Callado, casi invisible, de perfil bajo, viajaba todos los días en tranvía
hasta el edificio de la plaza Lavalle y pasaba inadvertido por sus contemporáneos
confundido entre la gente.
Su voz era apagada, ligeramente ronca, que no lo ayudaba para la declamación.
Admirador del juez norteamericano Marshall, leía a Tácito y los
clásicos griegos, mientras escuchaba a sus favoritos: Beethoven y Wagner.
En los últimos años de su vida, Antonio Bermejo pareció
sentir nostalgia de la chacra de Chivilcoy donde había nacido, y se dedicó
a trabajar el jardín de su casa de la calle Quintana. Dedicado a la vida
sedentaria, casi contemplativa, pero todavía velando por la justicia
de la República, lo sorprendió la muerte el 19 de octubre de 1929.
Fue el juez Bermejo un guardián de la Constitución argentina.
Durante un cuarto de siglo montó su guardia en el Palacio de Justicia.
Como bien ha escrito Octavio Amadeo en Vidas Argentinas, “representaba
la fuerza virtual que reside en ciertos hombres y en ciertas cosas: era como
si la bandera flotara al tope de un buque almirante, y esto tranquilizaba la
conciencia de la Nación.”