MAROONED

«Abandonado»

Por Max Shea

 

Delirando, vi que las infernales velas negras del barco surcaban el amarillo cielo de las indias, y reconocí el hedor de la pólvora, los cerebros esparcidos y la guerra.

Las cabezas colgadas miraban abajo sin ojos, comidos por las gaviotas, cubiertos de sal, gritando sin labios: «¡ES INÚTIL! ¡SE ACABÓ!» Las olas a mi alrededor eran rojas, espumeantes y cálidas... y la tripulación del barco seguía gritando: «¡MÁS SANGRE! ¡MÁS SANGRE!».

Su casco me pasó por encima. Desesperado, me hundí en las repugnantes olas rosadas ofreciendo mi pobre alma a Dios, a su voluntad y misericordia.

Despertándome de la pesadilla me encontré en una espantosa playa de cabezas, entre hombres muertos y restos. Bosun Ridley yace cerca. Los pájaros comen sus ideas y recuerdos. Lector, consuelate con esto: en el infierno, al menos las gaviotas son felices.

Por mi parte, recé porque me sacaran los ojos, para ahorrarme más horrores. Salí del agua y lloré, incapaz de soportar mi situación. Las lágrimas cesaron. Mis desgracias eran nimias: estaba vivo... y supe que la vida no tenía nada peor que ofrecerme.

Me ví de pronto cogido a alguien en la tempestad. El mascarón estaba a mis pies, cegado por las algas. Solo en la costa, me sonreía. Fui a quitarle la venda de algas, pero pensándolo mejor, no quería que sufriera la horrible visión de esa espantosa playa. Era todo lo que podía hacer por ella, ya que me había traído por mares de sangre y su frío pecho de madera me había alimentado en el corazón de la noche. Su húmedo abrazo me había salvado de nadar a la deriva y sólo podía ofrecerle ese pobre consuelo... No podía amarla como ella quería.

El abordaje del navío nos tomó por sorpresa. Nos hicieron pedazos antes de avisar a Davidstown que el barco infernal se acercaba. Sólo yo sobreviví en mi remoto atolón. Pensé en mi familia: vulnerable, inocente, sin imaginar siquiera la tragedia que les acechaba, que navegaba con un viento pirata y un collar de cabezas en la proa. Enloquecido por mi impotencia, maldije a Dios y lloré, preguntándome si él lloraba también. Pero ¿de qué me servirían sus lágrimas si me negaba su ayuda? Mi propio llanto había asustado a las gaviotas, se fueron y en el terrible silencio comprendí lo que significa la soledad.

Aquella noche dormí muy mal bajo las frías y distantes estrellas, pensando en el frío y distante Dios en cuyas manos descansaba el destino de Davidstown. ¿Estaba realmente allí? Quizás estuvo, pero no ahora.

El sol de la mañana no me despertó más sabio, ni menos confundido. En la costa. Los cadáveres se habían hinchado. Empecé a enterrar los despojos. Juntando los miembros como pude. Con ellos enterraba toda esperanza de salvación para mi familia. Usando un tablón a la deriva, cavé una fosa, ancha y profunda. Nunca vi tantos cadáveres juntos.

Llegó el mediodía y se fue, al atardecer el agujero era lo suficientemente profundo y comencé a arrastrar a los fríos y mutilados restos hacia el lecho que les había preparado. Arrastrándolos y maldiciendo, deseé que mi mujer y mis hijas cayeran en manos más gentiles cuando les llegará el turno. Empecé a llorar de nuevo. Dios mío, ¿quién las protegerá? La nave estaba casi encima de ellas. ¿Quién las cuidaría, ahora que yo me había ido?

Exhausto, dormí sobre la fosa, mis sueños mezclados con horribles gritos de niños. Vi el negro navío llevarse todo lo que amaba, pero no podía detenerlo. Mi hogar y mi familia estaban condenados. Mi mundo, reducido a ruinas. El destino seguía su curso a pesar de mis protestas.

Las mismas olas bañaban mi isla y Davidstown, pero ir nadando era una locura. Entonces pensé en hacerme una balsa, aunque en mi interior dudaba que flotase. No creo que los árboles de la isla puedan flotar hasta Davidstown. No sin ayuda... De repente, recordé los estómagos hinchados de gas de los enterrados, y temblé ante esa idea.

Traté de olvidar ese plan repulsivo, pero no me abandonaba. Acercándome a la fosa comencé a excavar. Era repugnante, pero no tenía elección. No, considerando cuál era mi situación.

Todo lo que amaba, todo por lo que vivía dependía de que llegara a Davidstown antes que aquel terrible galeón... Aferrándome al recuerdo de mi esposa, arrastré a los hombres desenterrados con sus cuencas repletas de arena. Les quité las ropas y las hice jirones, para atarlos juntos. Me detenía de vez en cuando, fascinado por la belleza de un tatuaje o el enigma de una vieja cicatriz.

Por la tarde, recogí palmeras suficientes para construir la balsa, fijándola sobre los cadáveres. Satisfecho, esperé a que anocheciera y bajara la marea, y embarqué, rumbo este. Al este, a través de la noche. Al este, sobre las desnudas espaldas de los muertos.

Con el amanecer llegaron las gaviotas, buscando la carroña sobre la que mi balsa descansaba. Hambriento, pude coger una al vuelo. No había comido desde el naufragio. Con el estómago lleno de carne cruda, y sangre de gaviota sobre la cara, me dirigía rumbo a Davidstown. Mi hogar estaba allí. Nada me apartaría de él.

Tenía una gaviota en mi estómago. Mientras el sol gateaba sobre el borde escurridizo del mundo. Mi salvaje desayuno se revolvía y me mareé. Había tragado demasiada carne de gaviota. Había tragado demasiados horrores. Todo se tambaleaba. En el cielo, los carroñeros volaban en círculo, hambrientos, chillando. El coro de gaviotas no me distrajo de mi naúsea, caí de rodilas y vomité. Entre los troncos de mi balsa, Bosun Ridley me miraba. Este repentinoo encuentro con la muerte me abrió por completo los ojos. Delirando observé el mundo invertido, abajo, donde las gaviotas volaban en círculo, un loco con los labios cubiertos de sangre me devolvía la mirada. Sus ojos, su nariz, sus mejillas me parecían familiares, pero misericodiosamente, no podía hacerlas encajar. No en una cara conocida.

Por la tarde, dormí un poco, la repugnante bandera de mis enemigos ondeaba sin descanso en mis sueños. Esa bandera de muerte vuela sobre todos nosotros... y las cabezas clavadas en la negra proa del barco... esas cabezas son nuestras cabezas. Donde quiera que estemos, vivimos siempre bajo el capricho de los asesinos.

Me desperté al alba y bebí un poco de agua salada. Había oído que con menos de una pinta al día, un hombre puede sobrevivir. Bajo mi balsa algo se movía. Mi primera idea fue... los cadáveres, desatándose, tratando de subir a la balsa, buscando aire fresco, pero no. Debajo había algo más. La balsa se tambaleó otra vez. En las oscuras aguas oí un chapoteo. Unas sombras se acercaban. ¿Serían barcos al rescate? No, no eran barcos. Aletas.

Queridos lectores: el infierno es húmedo. El infierno es soledad. Dientes que parecían tener vida propia desgarraban mi balsa. Pequeños ojos prehistóricos brillaban enfurecidos. Algo bajo la balsa comenzó a zarandearme con violencia, casi tirándome contra esos monstruos voraces. Me agarré al mástil mientras la balsa se ladeaba. El agua, hervía de espuma blanca. Algo salía a la superficie. ¿Cómo podría describirlo? Era enorme, más de lo que nunca había oído decir, su piel no era ni blanca ni negra, sino de un pálido amarillo moteado.

Se había enredado entre las cuerdas. Temiendo que se sumergiera y me arrastrara con él, me arrodillé con un pedazo de mástil entre las manos. El ojo de mármol del tiburón me miró y, en ese instante nos conocimos. Medio ciego, medio muerto, enloquecido ante su agonía, el gigantesco animal trató de huir, arrastrando mi balsa en su estela sangrienta. Me agarré desesperado, maldiciendo entre la amarga y salada espuma.

Por fin, el tiburón murió... y entonces dejó de nadar. El alivio era efímero; mi futuro, aún era oscuro. Los otros tiburones hacían círculos, acercándose más y más. Arrancaban pedazos de mi balsa, recé para que eso les bastara. Después de comer, se fueron satisfechos. Por el momento, estaba a salvo. Aquella noche, comiendo tiburón, me hubiera reído por la inversión de papeles si mi risa reseca no sonara tan odiosa.

Mi grotesca balsa reflejaba mi propia y gradual transformación. Con esas reconfortantes ideas, me deslicé, hacia el alba.

A la deriva y hambriento, sombrías imágenes fluían incontroladas. Desbordando la mente como una mancha de tinta... imaginé las calles tranquilas de Davidstown, repleta de demonios tatuados. Pensando en su brutalidad, lloré. El galeón ya habría llegado a Davidstown. Mi mujer estaría seguramente muerta. El considerarlo me paralizó, congeló el tiempo. La recuerdo despidiéndose desde la terraza, y el sol iluminando una de sus mejillaz. ¿Muerta? Esos días gloriosos, esa inocencia... ¿Muerte? Muerte: imaginaba los cadáveres de mis camaradas, cargando la balsa en sus hombros devorados... Muerto: el tiburón putrefacto con una mueca desencajada... Muerta: oía sus ruegos, veía sus horribles risas, sus sables cortando implacables hasta que todo su ser, sus miembros, sus expresiones, quedaron reducidas a carne... muerta.

Finalmente, enfrentado a terrores intolerables e inevitables, elegí la locura...

En mis delirios, desesperado por tener compañía, conversaba con mis compañeros muertos... oía sus voces debajo de la balsa, espesas, burbujeantes... la conversación de los muertos: tenebrosa, amarga, eternamente triste. Quejas y lamentos de bocas repletas de peces... hablaba con mis putrefactos compañeros de vida y de muerte, de nuestra terrible maldición.

Nuestra condena: eso obsesionaba a los muertos empapados y dominaba su diálogo. Hablaban de un paraíso, en el que vivieron y murieron, siendo sentenciados a este caos llamado mundo por sus pecados. La vida es un infierno y la fría mano de la muerte el único consuelo. No podía resistirlo más. Aunque temía el negro y asfixiante fin, salté hacia el horror, buscando la fría y húmeda muerte... pero el agua de la superficie parecía una roca bajo mis pies y el abismo del oceáno rechazó tragarme.

¿Qué nueva tortura era ésta? De pie; sobre el mar sereno, como un mesías calavérico. Incapaz de hundirme en el olvido que anhelaba. ¿Cuándo terminaría de sufrir?, ¿cuándo se dignaría la muerte a reclamarme?, ¿había pasado de largo su sombra? Alzé mis desconcertados ojos hacia el cielo y ví cercana la tierra... acostumbrado al paisaje de agua verde, mi mente no captaba el significado del arrecife dorado y seguro. Significaba que mi macabro viaje en la oscuridad había acabado. Significaba que había llegado a mi destino. Esos desalmados me dejaron por muerto... habían despedazado a mi familia, pero ahora regresaba, en mi balsa de cadáveres... se creían a salvo del terror... del espectro de la venganza que volvía...

Había vuelto, chapoteando ruidosamente en la playa. El sol se sumergía en el horizonte, como un borracho en un vaso de vino. No podía estar a más de veinte millas de Davidstown. Estaba en casa.

La noche oscureció el cielo como carbón. Me senté entre unas dunas con aspecto de cráneos, la hierba parecía mechones negros de cabello. Davidstown esta destruída, mi familia masacrada. Sólo quedaba vengarme. Pensando en esto, me sorprendió el sonido de caballos acercándose, golpeando ligeramente los guijarros... voces de hombre y mujer... Me escondí entre la duna y observé a través de una cortina de hierba susurrante. Desmontando, ataron sus caballos a unas estacas oscuras, como las costillas chamuscadas de la playa.

Reconocí al hombre: un prestamista de Davidstown, riéndo, paseaba con su mujer por la arena hacia la costa. Con Davidstown capturada, ¿por qué dejarían los piratas que ese bribón saliera para su cita?, ¿había colaborado? La risa llegó al borde del agua. Cesó. Se convirtió en grito. Descubrieron mi balsa. Él consoló a la mujer llorosa e histérica y mi corazón se heló. ¿Fue mi esposa consolada antes de su ejecución mientras este colaboracionista y sus amos piratas se burlaban? Ahora delataría mi balsa. Mi decisión fue rápida, pero no díficil.

Gritando mi odio, bajé la colina, pero todo lo que salió de mis labios fue el negro lenguaje de las gaviotas. Aferrando la roca, mi mano se sintió poderosa. Sorprendidos, se giraron. La cabeza del prestamista se abrió con un simple golpe, explotando como presionada por la culpa. De repente la roca resbaló de entre mis dedos y se perdió.

Estrangulé a la mujer. Me llevó más tiempo del que pensaba. Al acercarse la muerte, las criaturas descubren su violencia. Golpeando, arañando, como una rosa al viento. El viento se paró, su lucha se hizo más débil... los caballos miraban sin entenderlo. Con la muerte segura, la resignación tiñó sus ojos. Rompí su tráquea. La puta de un bucanero no merece piedad. Me levanté, sin casi poder sostenerme. A mis pies yacían dos mundos consumidos. Olvidado casi mi propósito en el torbellino del asesinato, miré estúpidamente a los caballos. Recuperándome, me hice más racional.

Buscando venganza, ¿podría volver este imprevista circunstancia a mi favor? Una idea floreció, plausible, tentadora... la idea me fascinaba, era terrible, pero muy conveniente. Si la pareja dejó Davidstown sin problemas, a pesar de los centinelas, les dejarían entrar también... atada a su silla, parecía muy natural. Dos cabalgaron hasta aquí. Dos volverán. Me aventuraré entre esos diablos y les haré temerme...

Irreconocible con la ropa del muerto, era el instrumento oculto del castigo divino. Abandonando al desnudo prestamista en la fría orilla. Guíe los caballos desde la playa. Delante, Davidstown seguía durmiendo, sin soñar lo que le esperaba. Galopando por los caminos a la luz de la luna, vi la inmóvil figura de un centinela, vigilando sombrío desde un terraplén. Contuve el aliento temiendo que buscara conversación. Trotando sin prisa para evitar sospechas, pasé. Si creyó que los amantes volvían temprano, no dijo nada, quizá pensó que discutimos.

La cabeza de la mujer se bamboleaba estúpidamente. Nadie fue nunca tan complaciente. Espoleé los caballos, excitados por el olor a muerte, hacia el enfrentamiento inevitable. Dios santo, déjame vengarme y luego morir en paz entregándome a manos de un juicio superior.

Davidstown dormía, desierta en el silencio. Atando ambos caballos a la barandilla, entré a mi antigua residencia sin ruido, para no despertar a sus carniceros ocupantes de su perverso sueño. Sin saber que la muerte les acechaba, conocerían su oscuro abrazo sin comprender por qué. Uno estaba despierto. Para evitar la alarma, me abalancé sobre él en un cuarto envuelto por la noche. En la oscuridad le golpeé, sus gritos eran enervantemente agudos. No vino ningún pirata sino algo peor. Vi rostros familiares desencajados por el terror. Las niñas lloraban. Miré debajo de mí. A través de sus labios ensangrentados, ella pronunció mi nombre. Comprendí de repente y me abandonó la cordura. Mientras dejaba atrás el cádaver de la entrada, las luces se encendieron. Corrí, pero el conocimiento de mi perdición me detenía, disfrutando, celebrando su terrible victoria.

Pronto llegué a una playa de cenizas. El negro oceáno se extendía sin fin ante mí. ¿Cómo había llegado a esta situación?, ¿me guiaba sólo el amor?

Tras de mí, los linchadores aullaban. El prestamista flotaba a mis pies. Mis nobles intenciones me llevaron a la atrocidad. El ansia que alimentó mi plan fue el delirio. ¿Dónde estaba mi error? El galeón se dirigía a Davidstown. Debía haber llegado ya. Mi deducción era perfecta...

De pie, jadeante, sollozando, escuchando el sonido de mis perseguidores, ahora que me volvía el aliento, planeando reanudar mi fuga, levanté la cabeza... y lo ví.

Parecía esperar, sin planear atacar... comprendí el inocente impulso que me había traído y, al aceptarlo, me adentré en las aguas. La indecible verdad aparecía ante mí mientras nadaba hacia la nave anclada, como si me llamara.

No planeaban capturar Davidstown. ¿Qué podría ofrecer una ciudad pobre a los que saquearon la riqueza de los sargazos? El barco estaba más cerca, seguí nadando. Mis buenas intenciones se convertían en esto, reí, escupí la sal y seguí inexorable. Se dirigía a Davidstown, a recoger el único premio que valoraba, para reclamar la única alma que querían. Me dolían los hombros. El barco estaba encima.

Su bamboleante proa estaba delante de mí. Vi cabezas clavadas a la proa, oí risas borrachas, gritos en la cubierta... estaba cerca. Muy cerca.

Había perdido el mundo que trataba de salvar. Yo era un horror y tenía que vivir entre horrores. Una soga se deslizó. Farfullando me agarré a ella y desde cubierta brotó una exclamación, repugnante y perversa, su hedor insultaba al cielo.

FIN

 


 

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