El siguiente texto está recopilado del «Journal of The American Ornithological Society», Otoño de 1983.

 

Es posible, me pregunto, estudiar un ave tan de cerca, observarla y catalogar sus peculiaridades en tal detalle, que ¿éstas se vuelvan invisibles? ¿Es posible mientras se calibra aburridamente la envergadura de sus alas o la longitud de su tarso, perdamos de vista su poesía? ¿Qué en nuestras ordinarias descripciones de un jaspeado o vermiculado plumaje no nos demos cuenta del lienzo viviente, de las cascadas de cuidados tonos ocres y dorados que haría avergonzar a Kandinsky, de las brumosas explosiones de color que rivalizarían con Monet? Creo que sí es posible. Creo que al aproximarnos a nuestro sujeto con la sensibilidad de estadísticos y taxidermistas, nos alejamos cada vez más del maravilloso y cautivador planeta de imaginación cuya fuerza de gravedad nos condujo por primera vez a nuestros estudios.

No digo que dejemos de verificar nuestra información, pero sugiero meramente que a menos que esos actos estén imbuidos con la luz de la interiorización poética, entonces serán como piedras preciosas en bruto, joyas sin apenas el valor de coleccionarlas.

Cuando fijamos la vista en el negro iris del ojo de un periquito debemos aprender a entrever la fría y extraña locura que Marx Ernst percibió cuando decidió vestir a sus desnudas novias con plumas escarlatas y cabezas disecadas de pájaros exóticos.

Cuando algún milano o golondrina migratoria es capturada por la azul y nítida mirada de nuestro objetivo Zeiss, debemos ser capaces de ver el movimiento congelado del vuelo de las gaviotas en color sepia de las antiguas fotografías cinéticas de Muybridge, con el batido de las alas blancas trazando una lenta línea de osciloscopio en el tiempo y en el espacio.

Mirando un halcón, vemos las pequeñas diferencias en la anchura de los cañones de las plumas donde los Egipcios vieron una vez encarnados a Horus y a su ojo abrasador de sagrada venganza. Hasta que transformemos nuestras simples observaciones en auténticas visiones, hasta que nuestro oído sea lo suficiente maduro para percibir una sinfonía del águdo pandemonium del aviario, hasta entonces puede que tengamos un hobby, pero no gozaremos de una pasión.

Cuando era un muchacho, mi pasión eran los búhos. Durante los largos veranos de los primeros años cincuenta, mientras el resto del país estaba pendiente de la llegada por los cielos de platillos volantes o misiles soviéticos, yo cruzaba entusiasmado los campos de Nueva Inglaterra en el corazón de la noche, pisando con las zapatillas la reseca hierba hacia mi puesto de vigilancia, donde me sentaría a observar con atención, con la esperanza de ver un espectáculo distinto, y con el oído a punto para el grito sobrenatural que significaba que un viejo búho recorría la oscuridad en busca de alimento, un chillido como el de un loco ermitaño, manifestamente distinto del silbido ronco de un búho joven.

En algún sitio a lo largo de los años, en algún momento durante la gran expansión entre esa nostálgica época de las postguerra y los tiempos de ahora, escondida en la amenazadora sombra de una guerra imposible de ganar, en algún lugar no determinado perdí mi pasión, insconscientemente diluida de la inicial devoción a un banal y poco interesante sistema de clasificación. Este gradual hastío llegó sin aviso, sin apenas darme cuenta, calcificándose en un inadvertido hábito. No fue hasta hace poco que me las arreglé para captar un destello de aquella pasión a través del polvo acumulado del estudio metódico y académico: Al visitar a un enfermo en un hospital de Maine en nombre de un amigo mútuo, cruzaba el oscuro parking con mi mente en blanco por varios asuntos del día, cuando, de repente, inesperadamente, oí el grito de un búho cazando.

Era un ejemplar avanzado en años, con su chillido como el de un viejo loco, internándose en la oscuridad, atravesando el cielo contra las nubes nocturnas, y el sonido detuvo mis pasos. Es una falacia suponer que el búho grita para impedir que su presa se esconda, como algunos sugieren. El grito del búho es una vos infernal, que convierte a los ratones en estatuas y atenaza a la comadreja en el suelo. En ese momento, paralizado en el asfalto entre los dormidos automóviles, comprendí el propósito del grito con una claridad mediana, igual que cuando era chico, con el ombligo apretado a la cálida hierba del verano. En ese largo, eterno momento, sentí un parentesco con el animal aterrorizado, con aquellas pequeñas criaturas vulnerables, que habían escuchado el chillido como yo y también estaban inmovilizadas. El búho no quería espantar su comida al revelar su presencia. Posado en una rama durante horas con desconcertante paciencia, bebiendo en la oscuridad con sus sedientas y dilatadas pupilas, el búho ya había detectado su comida. El grito servía simplemente para paralizar su bocado ya elegido, clavándolo al suelo con la aguda zarpa de un ciego y desemparado terror. Sin saber qué presa había seleccionado, permanecí inmóvil como los roedores del suelo, con mi corazón latiendo como si esperara el súbito zarpazo de una garra acerada que me indicaría que yo era la víctima elegida. Las plumas de los búhos son suaves y aterciopeladas, no hacen ningún sonido cuando se lanzan a través de las negras capas del cielo. El silencio antes de que el búho se abalance es el silencio de una bomba V, nunca se oye hasta que te golpea.

En algún lugar en las tinieblas crepusculares del amarillento terreno del hospital creí oír cómo algo pequeño emitía su último chillido. El momento había pasado. Podía moverme otra vez, junto con los demás invisibles y revividos ciudadanos de la hierba alta. Estábamos a salvo. No gritaba por nosotros, no esta vez. Podíamos proseguir con nuestros asuntos nocturnos, con nuestras vidas, buscando comida o pareja. No eramos atravezados sin piedad por la sofocante y hedionda oscuridad, mientras nuestra cabeza era arrancada hacia el esófago del inesperado horror, nuestra cola balanceándose patéticamente entre el vicioso pico punzante durante horas antes de que finalmente nuestras patas traseras y tripas fueran regurgitadas, con nuestra vacía y enredada piel curiosamente invertida en el proceso.

Aunque recobre mi capacidad motriz justo después del grito del búho, descubrí que mi equilibrio no lo recuperaría tan fácilmente. Alguna faceta de la experiencia había hecho sonar algo en mi interior, conectando mi aburrido y saturado yo adulto con aquel muchacho que se recostaba a la luz de las estrellas mientras los cazadores de la noche representaban dramas llenos de hambre y muerte en el oscuro cielo que me cubría. Un impulso por sentir más que meramente registrar datos volvió a prender en mi interior, inspirando un proceso mental, una autovaloración que me ha llevado al presente artículo.

Como señalé anteriormente, no pretendo insinuar que inmediatamente renunciara a todos mis esfuerzos e investigaciones académicas en el tema para huir y tratar de establecer ningún tipo de vida ancestral, moviéndome desnudo por los árboles. Renové mi entusiasmo y fervor enel estudio de los sujetos, capaz de vislumbrar entre los hechos concretos y las áridas descripcionesla mágica luz que les favoreció cuando yo era más joven. Un conocimiento científico de belleza sincronizada del plumaje de un búho durante el vuelo no impide apreciar poéticamente el mismo fenómeno. Más aún, los dos se realzan el uno al otro, y la mirada poética entabla un nuevo romance con los datos puros y fríos de los que había estado mucho tiempo divorciada.

Sumergiéndome ávidamente en polvorientos y largamente olvidados libros de notas, leí pasajes que me dejaron casi sin respiración, y los tenebrosos tomos se revelaron tesoros de maravillas iridiscentes. Redescubrí muchas joyas perdidas entre las telarañas, con antiguos párrafos de descriptiva prosa que, sin embargo, daban a entender la violenta y terrible esencia de la materia estudiada.

Tropecé por casualidad con un absorbente relato de T.A. Coward sobre su encuentro con el Búho Real: «En Noruega vi un ejemplar que había caído del nido, y que no sólo asumía su típica actitud amenazadora, sino que atacaba con sus patas el enredo de alambre en que se había metido. Liberé sus plumas, comprobé su cabeza y las alas y lo solté mientras dejaba ir una andanada de chillidos con su pico. Pero lo que más me llamó la atención fue un chispeante destello de sus grandes ojos anaranjados.»

También encontré un relato de Hudson sobre un Búho de Magallanes que hirió en la Patagonia: «Sus iris eran de un brillante color naranja, pero cada vez que probaba acercarme al ave, se encendían como grandes esferas de llamas amarillas, con sus negras pupilas rodeadas de destellante luz carmési que parecían lanzar chipas en el aire.» En estas frases olvidadas capturé algo de la apocalíptica intensidad que sentí en aquél húmedo parking del hospital de Maine.

Hoy, cuando observo algún especimen de Carine Noctua, procuro mirar a través de sus grises zarpas, ver más allá de sus blancas manchas alineadas, como fuegos artificiales en su enjuta frente. En su lugar, trato de ver el ave cuya imagen acuñaron los Griegos en sus monedas, posa pacientemente cerca del oído de la Diosa Pallas Atenea, compartiendo silenciosamente con ella su sabiduría.

Quizás, en vez de medir los emplumados mechones que rodeas sus oídos, deberíamos especular con lo que pudieron escuchar esos oídos. Quizás cuando estudiemos la forma en que se coge a la rama, con dos dedos de frente y el opuesto agarrándose detrás, deberíamos pararnos un momento y pensar que esas mismas garras, tal vez un día, hicieron brotar sangre en el hombro de Pallas.

En el próximo número publicaremos una selección de artículos del New Frontiersman del 31 de Octubre de 1985.


 

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