Buscas el Amor de tu Vida?

Nos educaron haciéndonos creer que una y sólo una persona está destinada a hacernos felices en el amor. Tal vez esa persona nació en un confín de la China, y nuestra misión es atravesar ríos y mares hasta encontrarla, abrazarla y exclamar, aún en el país más poblado de la tierra: ¡Al fin solos, amor mío! Luego la vida se ocupa de avivarnos a cachetada limpia.

El primero o la primera que creíamos identificar como el amor de nuestra vida, resultó un cretino de novela, y por si fuera poco, se quedó con nuestro dinero y con nuestras más bellas ilusiones. Entonces nos preguntamos: ¿Tan poca cosa nos estaba destinada? No ha de ser ese sino otro el amor de nuestra vida, nos dijimos, y corrimos a encontrar, ahora sí, al auténtico y único Amor. Cuando creímos encontrarlo, lo inesperado pasó; reconoció a su propio amor en nuestro mejor amigo.

Fue entonces que nos miramos al espejo y nos preguntamos con tono grave: ¿Dónde diablos estás amor de mi vida que no te puedo encontrar? ¿Habrá muerto y no leí la necrológica? ¿Y si fue un prohombre del Renacimiento? ¿O será que aún no nació, lo que vendría a ser más o menos lo mismo que estar muerto? ¿Y si el amor de la vida no existe? La respuesta a esta pregunta, no la encontraremos necesariamente en nuestra tierna infancia ni en la pareja de mamá y papá. ¿Dónde pues?

Un poco de historia.

La idea de que existe el amor para toda la vida, que ese amor debe fundar un matrimonio y que ese matrimonio ha de ser indisoluble nace en la Iglesia cristiana del medioevo. Se nutre del antiguo relato mítico de la media naranja, según el cual en tiempos inmemoriales habrían existido seres dotados de los órganos sexuales masculino y femenino, que por presumir de muy poderosos fueron partidos por la mitad y condenados a pasarse buena parte de la vida buscando a la mitad perdida. Cuando la encuentran, se estrechan en un abrazo y permanecen unidos por siempre.

La idea que una sola persona encarna el amor de nuestra vida le vino bien a la Iglesia por dos razones. La mujer, decía la Iglesia en el siglo XII, no debe gozar ni siquiera en esas pocas relaciones, porque esto podría perjudicar la concepción. Además, con el mismo fin la única postura sexual aceptada era la del hombre arriba y la mujer abajo, de modo que ningún esperma travieso escapara de su ruta natural. El segundo motivo, esta vez implícito, por el que la Iglesia favoreció la idea de que existe el amor de nuestra vida suena hoy más razonable, y es el de garantizar la presencia de un padre durante los muchos años que demanda el crecimiento de los seres humanos.

Mientras otras culturas -por ejemplo la oriental- concibieron al sexo como una enriquecedora experiencia humana que excede en mucho a la reproducción, y que por tanto no debe ser vivida con una sola persona sino con muchas a lo largo de la vida. Occidente abrazó a través del dogma católico, el ideal de la pareja monogámica de por vida. ¿Estamos contentos con los efectos de este ideal? ¿Quieres conocer sus efectos en el mundo contemporáneo?

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