TRIPTANOL
QUINIENTOS MILIGRAMOS
YA
CARLOS PURROY NO TOCA BLUES
Fumo demasiado
desde que me falta tu beso,
es aliento del infierno
que me besa en tus ausencias.
Es el fuego de los polos de la tierra
que se enreda entre mis manos
y espanta la nostalgia de tus manos.
Fumo demasiado desde que me falta tu beso,
me recuerda que tus horas
quedaron atascadas en mis labios,
en mi lengua.
Apago así deseos en ceniceros
atiborrados de cenizas de promesas.
En el humo se hace forma tu fantasma.
En el humo desaparecen los perfumes de tu sexo
y desaparece el mismo amor,
o se transmuta en adicción
a las llamas que arrasaron el Edén.
Fumo demasiado desde que me falta tu beso.
Es el cuerpo celeste que me roba lo oscuro.
El sabor y el castigo a otra vida sin ti.
El humo que me esconde, me atrapa y me salva
de los golpes que deja el amor.
El azúcar que mata el café, en cajetilla
impresa
con advertencia a la salud.
De advertencia que no consideré
aunque al verte por primera y cuarta vez,
en tus ojos se leía
en letra pequeñita, en cuatro puntos:
Nociva, cancerígena y mortal
para aquello que aún quedaba
de mi viejo y atropellado corazón.
Si no estuviera tan caliente
cabalgaría el sol,
desde ahí no se ven tan mal las cosas
y es más barato que American
Airlines.
Él es puntual de acuerdo a la estación,
exclusivo o democrático
dependiendo del cristal,
él es dama o caballero,
luz o infierno, vida o muerte
dependiendo si es playa o desierto.
No creo que muchos
hayan pensado en serio
viajar a Londres o a Madrid,
a Katmandú, a La Habana o a Pekín,
sin pasaporte, sin pasaje, sin permiso.
Si tan sólo tuviera aire acondicionado,
lo pensaría.
Cenar una pizza en trattoria.
Contarle a Woody Allen mi despecho
por Rossi, que se fue
con mi mejor amiga.
Comerme un Big Mac frente a Lenín.
Leer el evangelio en Tel
Aviv.
Vender a la O´Connors
en CD en el Vaticano.
Depositar mis pesadillas en Suiza.
Observar a cinco metros el trasero de Madonna.
Nadar entre ballenas asesinas.
Construir un nuevo muro de Berlín.
Lanzar una moneda falsa en Trevi.
Lanzar una flor y una oración
a Morrisson, Ghandi, el Che.
Escupir Somozas, Mussolinis, Pinochets.
Cenar sushi en Nagasaki.
Cabalgar un elefante
y bajar con San Juan a Choroní.
Tan sólo si el sol tuviera aire acondicionado
lo pensaría.
Te vi por primera y
última vez
tendida sobre el pavimento,
golpeada por un auto y la vida,
mojada por tu sangre y la lluvia.
No me detuve siquiera para ver
si nos habíamos visto antes
sólo unos segundos, paralizado,
aterrado, enamorado.
Segundos para saber quién fuiste,
de los hombres que bañaste de sudor,
de cadáveres rellenos de alcohol
escupiéndote mentiras de verdad,
que en mañanas de insomnio de cartón
fue tu sueño imprimirte en las revistas de TV.
Que una vez y nada más te enamoraste
y que odiaste compartir tus monedas con aquel.
Segundos para saber tu vida,
que rompiste el corazón de Don Daniel,
que rompiste la cabeza a Yanilé,
que rompiste la moral en un colchón
y rompiste el afecto por tu piel.
Segundos para saber que fuiste niña,
con tu Barbie de
manufactura nacional,
niña enamorada, niña que enciende un cigarro,
niña que escapa y se entrega a un soldado,
niña que huele la nieve y los talcos del mal.
Sentiste, creíste tan fuerte
que no lo volviste a hacer.
Noche sin luna, noche bañada en la lluvia,
noche bañada en tu sangre,
noche, cerveza y espuma.
Estoy demasiado aterrado,
no sé si ese olor, esa voz, esa visión,
no sé si esa caricia fría que me tocó,
tres cuadras antes de verte por primera vez,
golpeada por un auto, la noche y la vida,
bañada por la lluvia, tu sangre y mi vodka,
fue la muerte que me tropezó
cuando apresurada te buscaba,
o fuiste tú que por última vez
dabas un beso ardiente, helado,
a un desconocido.
No soy una amiga pervertida. ¡Ja!
Es obvio.
Ni siquiera en tu despedida de soltera.
Ni siquiera tú y yo y Rosa,
antes de que el amor y el compromiso
te dejen sin derecho a las estrellas,
a los perros de la noche
y a la pieles prohibidas.
No soy un nudista de Streep
Show, ¡Ja!
Es obvio.
Ni siquiera en tu despedida de soltera.
Ni siquiera tú y yo y Rosa,
antes de que te encierren en la más hermosa
jaula,
y renuncies al derecho a besarte con la muerte,
al graffiti en tus caderas
y a los dioses de las sombras.
No soy ni siquiera tu amante.
¡Mmmmmm! ¿Es obvio?
Ni siquiera en tu despedida de soltera.
Ni siquiera tú y yo solos,
antes de que tu casa, el tiempo y el futuro
te dejen sin el ciento veintiséis de la rockola,
sin la puta que me arrastra al purgatorio
ni el poeta que dejó de cantar para escupir.
Soy en cambio
la más impuntual de las estrellas,
soy el perro que cenó lo que dejaste,
soy el beso con la muerte,
el graffiti en tus caderas,
soy los dioses de las sombras,
soy el ciento veintiséis de la rockola,
soy la puta que te arrastra al purgatorio
y el poeta que dejó de cantar para escupir.
Brindo entonces
por él, por tu casa y las cigüeñas que te
acechan.
Confieso entonces,
que fuiste mi amor que nunca fue,
me despecho sin que nadie lo sospeche,
y brindo
porque fue lo que no fue.
Antes de llegar a mi armadura
tropiezo con galeras y columnas,
con noticias repetidas
y noticias en estreno, maremotos
y un suicidio de ballenas,
epidemias producidas por amores descuidados,
candidatos que se expulsan del partido,
la final entre Cleveland
y Chávez,
y una venta sin permiso
de la última estación de gasolina.
Se me acaban los cigarros por la angustia.
Se me acaban los cabellos por la angustia.
Se me acaban poco a poco los deseos por vivir,
ya agotado de la tinta y las mentiras.
Me pregunto y no sé cómo
sobrevive mi sonrisa hasta esta hora.
Bastó entonces que mis lentes se rompieran,
que un disparo me dejara sin visión.
Bastó entonces esa ausencia de tus ojos,
de esa luz que a veces tomo sin permiso,
y por segundos enterarme que eres tú
lo que protege mi sonrisa en mis batallas y en
mis muertes.
Necesito entonces que lo sepas,
no se trata entonces de llamar a un teléfono
prohibido,
no se trata ni siquiera de preguntarte de tus
signos y tus gustos
o una cena ridícula y un cine.
Sólo es cuestión de agradecerte
y de desearte lo mejor,
de saber que nadie tiene la certeza
de que ojos entre tantos me dan la luz esos
momentos.
Hoy dejé una flor invisible en tu escritorio,
te agradezco que la cuides,
que le des un rocío cada tres días,
que reciba mucho sol en las mañanas.
Sobre todo no le cuentes de las cosas que
escribiste ese día,
tal vez así vaya y dure para siempre.
Ese gato muerto en la puerta de mi casa
se lleva todo aquello que no fue,
que no pudo ser. Ese gato
deja en mí tristezas que no debieron existir.
Es como si los besos que nunca nos sobraron,
el hotel que no pudimos conocer,
la pizza después de la última de Spielberg.
Como si todas las conversaciones que faltaron
y la hamburguesa de carrito bajo la luna,
o el champaña derramada por accidente
en la cama, las ganas en los caminos sin
espacio para tocarte.
Como si todo lo que no pudo ser
fuese esta noche a ser recogido.
Otra noche en el café,
con la misma forma de decir,
con la misma forma de mirar,
es un nuevo modo de morir.
Otra noche de capuccino
sin azúcar,
otra noche de cambiar el mundo,
otra noche de escupir mendigos,
otra noche con el mismo asunto.
Hoy se acaban el dinero y las horas,
sé que el café me dará siempre una coartada,
que podría asesinar si está de moda,
que estaré mejor mañana.
Ella me habla de Pedro Almodóvar,
yo que pienso en sus medias de seda.
Ella tumba y desarma al gobierno,
yo mirándola olvido la cena.
Cigarrillos que encienden el cielo,
directores de cine y de cama,
escritores que beben veneno,
periodistas que informan la nada,
prostitutas que cobran promesas,
vendedores de bala y navaja,
diputados que ofrecen vergüenzas
y un arcángel que vende sus alas.
Unos gimen negocios fabulosos,
otros saben que nadie sabrá,
un niñito que limpia un zapato
y un Sabina que canta un Serrat.
-El gobierno no sabe que hacer.
-Tu te apuras, el taxi se va.
-En novelas prefiero a Brasil.
-Yo de aquí me voy para un bar.
-El se marcha y ofrece un contrato.
-Internet es mejor que papel.
-Tu me das el reloj o te mato.
-Este tipo te quiere joder.
-Voy al Valle, ¿me puedes llevar?
-Dos marrones y agua mineral.
-Ella sabe que él no va a volver
Y la cuenta, la limosna y el deseo,
la canción y el azúcar, la tertulia
y el caballo que perdió.
Domingo desnuda una mesa.
Rafael viene y dobla el mantel
¡Buenas noches! ¡Malas propinas!
Aúllan los perros nocturnos.
Entonces un hombre gris,
olvidado y con escoba,
barre las colillas, barre los papeles,
barre los negocios, barre los análisis,
barre los deseos, y un recogelatas
gris,
olvidado y con mujer,
llena su saco con envases de aluminio
y palabras reciclables.
Vida que me aleja del mar.
Vida que me escupe y bendice.
Vida que me ofrece un cigarro.
Vida que me empuja al final.
En sus redes me alejo de ti,
en sus redes me engaño,
me escapo, regreso al principio, voy,
pierdo la apuesta en el sol,
regresa el caballo de un sueño,
se come mi heno y mi azúcar.
Vida que quitas y pones la mesa.
Vida que esculpe caderas, deseos.
Vida asesina de sueños,
creadora de luces, colores y formas.
Vida que me daña lo alegre.
Vida de Acuario con Tauro,
de aeropuerto que rompe
o inventa el amor.
Vida que cancela la tarjeta.
Vida que demuele las plazas,
me encierra en la cárcel, me paga la fianza.
Que se lleva a Carolina a otro planeta,
que se lleva a Constanza al purgatorio,
que se lleva a Susana a lo innombrable,
que se lleva tanta piel a mis recuerdos
clausurados,
cuerdas que trenzan mis odios,
manos que desatan mi amor,
cuerdas que trenzan mi amor,
manos que desatan mis odios.
Sólo un cuadro y un Corolla,
un CD y mis memorias,
sólo carne en mi nevera,
testamento en la gaveta con las rosas
que murieron o perdí, sólo un beso en la mujer
que me atrapó,
me responden de manera artificial:
con qué agujas nos tejieron el destino,
quién será el guionista de mi trama original,
quién dirigió aquella escena desdichada del
adiós,
quién compuso o interpreta mi soundtrack.
Con la llave en la mano de la habitación 74,
dejo por un segundo
de pensar, de mirar, de desear.
Tus líneas borradas por la falda,
y, al tiempo que mis manos acarician el vinil,
extraño por segundos: el equipaje dejado en
recepción, el baúl del desengaño,
el morral de lo inconcluso, la maleta del ayer.
Entonces me siento desnudo,
frágil, al tiempo que alado y bello. Contigo
hoy me basta lo que tengo encima,
me sobra el equipaje del pasado
y el pasaporte hacia el futuro.
Sólo una caja de cigarrillos entre tú y yo.
No me pidas que prometa nada,
discúlpame, pero es...
que ya no me quedan promesas suficientes
y las pocas que conservo
las tengo a plazo fijo. Mira mis zapatos,
ve sus suelas.
¿Sabes que cuando se ha andado demasiado
se han dejado la luna, las estrellas
y los nombres de bebés que no han nacido,
olvidados en tantos sitios que ya
no se puede uno ni acordar?
No me pidas que prometa,
a cambio toma el mejor de mis besos en
garantía,
a cambio toma la mejor de mis miradas,
a cambio tómate un café esta madrugada,
pero entiende que ya mi palabra no es
suficiente para nadie, que está llena de tabaco, alcohol
y de sueños destrozados.
Por eso no me pidas que prometa
lo que ya no tengo. A cambio, tómame,
escarba mis verdades de los huesos,
bebe de mis labios lo eterno y lo finito,
ordéñame el amor y la pasión,
permíteme un abrazo
que me deje encadenado entre tus piernas.
Cenemos juntos tus temores y los míos,
contémonos la vida,
exhibamos el amor a los amigos,
y si uno de estos fines de semana estamos
libres,
viajemos a ese sitio que una vez me prometí,
donde la promesa no es eterna
y lo eterno no es promesa.
Dame el sol esta mañana,
deja el dulce sueño de una virgen
detrás del vitral del comedor,
déjame beber de tus poros laboriosos
el café del retorno a la rutina
y ponle el azúcar de lo incierto.
Y llenemos las sábanas de editorial, de
crucigrama, de buenas y malas noticias, de comiquitas, de cartelera
cinematográfica,
crítica de arte y finales del mundial.
Y sintiéndonos amados e informados,
Cada cual tome sus botas, su fusil y
cantimplora
y después del hasta luego, decorado con mirada
y beso, intentemos regresar con vida.
Conozco esta isla atestada de gentes e
insomnios,
su tierra tan cómoda, segura y tan seca.
Carteles, revistas de modas.
El Tropi a la entrada
del puerto
y Yordano encerrado
en cassettes.
Conozco esta isla entre cerros,
la recuerdo de oído y de alma,
pues sus muros jamás permanecen.
Le conozco sus horas, sus noches.
Las siete el teléfono suena.
Las nueve el mejor restauran.
Las cuatro el peor botiquín.
Conozco su muro tan verde en las tardes,
y a veces me tienta escalarlo,
tocarlo, hacerle el amor.
Conozco manicomios y
cárcel de adentro,
prostitutas y amor desde afuera.
Conozco que tiene un camino hacia el mar.
Conozco de oído historias de héroes.
Conozco de piel sus derrotas,
los ojos de mujeres que jamás conocí,
el fuego, los besos, la piel,
de otras que no comprendí.
Conozco sus siete canales de pies a cabeza,
sus cines de lunes a martes
y bajo su tierra un instinto ordenado y pulido.
Aprendí a cruzar sus calles y días en silencio,
a rayar sus paredes, su prensa,
colearme y comerme sus flechas.
A vivir sin trabajo ni herencia
y ya no me dan depresiones,
pues al amor no saciado
y al odio heredado le puse por nombre mi
estrés,
que calmo con Astor o
Belmont,
caballos, alcohol o un trasero.
Conozco esta isla de Petare a Catia
y a pesar de estar enterado
de calles, caminos, veredas,
de tiendas, de bares y parques,
he perdido el camino hacia ti.
No volverán los buenos tiempos,
hicieron sus maletas
y se fueron con el circo.
No les fue tan complicado,
no tenían que cargar con tantas cosas.
Los buenos tiempos,
cuando un cigarrillo
era un delito, una aventura.
Cuando era tan difícil acostar a una mujer,
que cualquiera era el amor.
Cuando todo era sorpresa.
No volverán los buenos tiempos,
volaron hacia otro sol, otra galaxia.
No les fue tan complicado,
pesaban menos que una pluma de pichón.
Los buenos tiempos, cuando al amanecer
me esperaba mi madre,
con regaño, ropa limpia y desayuno.
En los que un cheque
era un papel mal diseñado
y la tragedia era la física,
el latín y la misma biología.
No volverán los buenos tiempos,
fueron tragados por la tierra y la verdad,
tal vez en una grieta
del San José o el Mijagual.
No les fue tan complicado,
eran blandos y sensibles.
Los buenos tiempos,
para hacerme dueño de una playa,
me bastaban una carpa
y dos botellas de agua mineral,
mi boleto era el pulgar,
mi equipaje en los bolsillos
y la lluvia mi prisión.
No volverán los buenos tiempos,
los mataron en las selvas de Bolivia,
en La Moneda. No les fue tan complicado,
contaban con la CIA, los militares
y el cartel de Medellín. Los buenos tiempos,
una cerveza, el más grande amor en vacaciones,
un graffiti derrocando a la miseria,
una boa tragando un elefante
y la esperanza,
que apenas comenzaba a agonizar.
Es el tiempo que precede a los eclipses,
es el tiempo posterior a luna muerta,
es adaggio disfrazado
de rag time.
Todo queda a las afueras de mi puerta,
los amantes que mataron a Romeo,
mercaderes de amapolas,
el sonido de la hora del recreo
prostitutas a destiempo,
los ancianos que murieron en la cola.
Es el tiempo en que la luna es de neón,
es el tiempo de hacer el amor en rap,
es el tiempo que comienza en El León.
Todo queda en las afueras de mi piel,
el poema es apenas un papel,
gin tonic más que
alcohol es el amor
y una dama no es otra cosa que visión.
Es visión con medias negras descosidas,
y aparecen mis amadas una a una,
y se esfuman las angustias dos por dos.
Todo pierde el orden del tamaño,
todo pierde el orden del alfabeto,
todo pierde el orden ordenado,
y se va la luz natural del firmamento,
es el final del día,
es la agonía del último de los siglos por
venir,
es la luna mesurada de kilovatios,
la trinidad es los Panchos, la Lupe y Madonna,
y sus ángeles Gardel y Donna
Summers,
Cancerbero es un portero enamorado
y coleado entre mis labios
el cigarro va y escupe tu fantasma.
Fantasmas de neón,
lunas que tejieron la tormenta,
autopista que desnuda mi razón,
sol que estalla en mi garganta,
sol que mata al conde en Rumania,
sol que ilumina la agonía,
sol que quema las bombillas, las resacas,
sol que enciende la alcaldía
y enciende los motores, los odios y las venas
y el sudor de medio día
se convierte en esperar
que un conserje prisionero de una cloaca
encienda mañana a la misma hora
y por el mismo canal,
nuestra luna de neón de cada día.
Otra vez con otra cara ella aparece,
se disfraza de amor correspondido,
muestra sus pechos y esconde sus tragedias.
Claro, la ecuación se hace evidente
y ella decide salvarme
de los horrores de mi eterna oscuridad.
Ella olvida que mi cara de angustiado
fue más llamar la atención de sus sentidos
que un grito de auxilio, una promesa.
Ella olvida que la noche no es eterna.
Ella olvida que mis lágrimas
se evaporan con el día y dan luz a mi sonrisa.
Ella olvida que la luna es mi alimento,
que fui criado por los lobos
y educado por zamuros.
Ella cambia mis muebles de lugar.
Ella lava mi sartén que por tantos años he
curado,
insulta a mi gato en mis ausencias.
Ella quiere ayudar,
eliminar el cigarrillo de mi dieta,
volver tan fuerte mi golpeada anatomía
que no deje escapar mi corazón,
dejar mi casa sin fantasmas ni chiripas.
No entiende que espantando mis demonios
también quema las flores que dan vida
a mi razón. Ella me quiere salvar,
anexa y elimina amigos, expone sus razones.
Ella asfixia en lugar de acariciar,
rocía veneno en mis papeles
y se cree más eficiente en su tarea
que mi madre, mis maestros
y la misma policía. Y otra vez yo la saco
a patadas de mi vida.
Barcos más allá de alta mar,
un saludo de luces en morse.
Una presencia,
cuando lo más que nos queda
es la propia soledad,
la soledad con sus cantos de sirena
y el cadáver de Alfonsina.
Barcos en medio de la mar,
cuando un saludo es una estrella artificial.
Una presencia,
cuando lo más que nos queda
es lo que queda del amor.
Lo imposible de un encuentro
o colisión, por miedo
a perder el control sobre el timón,
por miedo a historias de Titanics
embriagados
contra témpanos de hielo.
La tentación de limpiar
el polvo a mi bandera de pirata,
abordarte, incendiarte e incendiarnos,
y una vez bajo las aguas,
descubrir una canción de amor
en el canto de belugas
moribundas.
Enredarnos entre anémonas azules,
con la certeza de lo imposible de
fumar un cigarrillo,
apostar a caballos de mar
y perder la vida en Moby
Dick.
Barcos más allá de alta mar.
Tú que vas por el horizonte
y desapareces abrazando el sol,
y yo que me hundo al fondo
de un Absolut con
hielo y
concha de limón.
Milano mil novecientos ochenta,
Milano entre neblinas de sudor inexplicable.
Prendo il treno in Cadorna.
Scendo in Duomo.
Un hombre toca blues
en la estación.
Un hombre toca a Dios en Catedral.
Un hombre toca el culo a una señora.
Milano con guerra fría a doce bajo cero.
Roger Watters estrena un ladrillo más en su pared.
La rockola sólo tiene
Lucio Dalla y Rock and Roll.
Aquí ya no hay Vivaldi
o Rigoletto.
Aquí es Nina Haggen
quien se besa con tenores en La Scala.
Sólo Verdi en los
billetes de mil liras
y los graffitis en el
metro
se acompañan por tenores, contraaltos.
Milano racionada, Milano congelada,
Milano que espera el sonido de una bomba,
Milano de Camisas Negras y Brigadas Rojas.
Milano que mira a Roma
esperar una orden del Pentágono
contra un iraní secuestrador. Milano rehén,
donde un punk es un malandro
con zapatos más baratos.
Donde hace meses no veo una pierna de mujer.
Donde hace meses no veo el sol.
Donde hace meses sólo veo carabinieris.
Yo, que visto el uniforme de la angustia,
Que, como es del público sabido,
soy poco atractivo al sexo opuesto.
Yo, que habito en Viale
Gramsci,
sin teléfono
y a cambio con un Conde que habla demasiado.
Yo, que veo por mi ventana platillos voladores,
y que a falta de T.V.
me invento un guión en el que Antonella,
esa encantadora agente de la CIA,
buscando comunistas,
encontró mi corazón.
Cuando Andy Warholl
le donó cinco minutos en TV,
con sus colores planos en el gesto de matar,
de asesinar,
arrastrado por los centuriones de Jerusalén,
-O Jesús o Barrabás, ¡qué más da!
total la sangre sabe igual,
ese hombre estaba vivo.
Quince minutos después
murió en enfrentamiento sumarial.
Y miramos y aplaudimos su cadáver.
Total, aquí todos morimos en enfrentamiento,
aquí todos esperamos la ejecución,
aquí no importa el sentimiento,
aquí sólo es segura la prisión.
Que importa que los maten como ratas,
necesitamos que defiendan como sea
las billeteras, las vidas, los repros,
los carros, los Reeboks,
los cheques.
Que defiendan las vaginas
inocentes.
Que defiendan a Dios mismo del horror.
Que los maten como a ratas.
Que nos maten como a ratas.
Ratas blancas consumiendo ratas negras.
Un luminoso día de primavera,
las ratas serán especie en extinción.
Brindaremos con nostalgia y ansiedad,
pues la sangre se hizo vicio.
Entonces algún orador en el salón
nos alegrará y animará.
Aún las billeteras y las tierras,
aún los Reeboks, las vaginas,
aún las camionetas y las casas,
aún la moral y el mismo Dios,
estarán amenazados.
Amenazados por porcinos corruptos,
por los patos maricones,
por los osos comunistas,
por los ebrios que devoran las estrellas,
por traseros que enloquecen nuestros vientres,
por poetas y pintores que perturban nuestra
paz,
por los negros que amenazan a la luz,
colombianos que devoran nuestro mar
y por judíos que nos quieren dominar.
Entonces, después de tanta ejecución y
enfrentamiento sumarial,
sólo el amor será amenaza, con él, después,
ya sabremos que se hará.
Calles que rompen caras,
ruido de alfiles, caballos y torres,
gentes que arrastran la vida.
Empujan y callan. Empujan y callan.
Un hombre en la caja
grita del veinte al cincuenta,
parece que quiere gritarme,
pedir auxilio a los dioses.
La gente se empuja,
se toca con miedo y con odio,
afuera te esperan de muchas maneras,
en carros lujosos, en moto,
descalzos o en Nike
los que quieren robarte lo tuyo.
Está bien cara la vida. No vale un coño la
vida.
Gentes de quince en treinta,
expulsados del Edén, el hospital,
el almacén y el restauran.
Gentes de quince en treinta,
esperando un bono de respeto
y acumulando rencor en prestación.
No hay lugar en los libros
para la gente de quince en treinta.
No hay lugar en los panteones nacionales
para la gente de quince en treinta.
No hay lugar en los estudios de TV
para la gente de quince en treinta.
No queda un sitio en el palacio de justicia
para la gente de quince en treinta.
Ni siquiera un cráter en la luna
para la gente de quince en treinta.
Tan sólo una mesa, al fondo, junto al baño,
y una silla al final de la barra
para la gente de quince en treinta.
Desprendida de algún ramo la encontré,
sobre el piso, acompañada por colillas y
papeles.
Eran las seis de la tarde
y el sol no abandonaba la ciudad.
Eran la seis de la tarde
y yo no tenía más compromiso que la luna.
Me dije ¿por qué no?
La tomé de entre mis manos y le dije:
Esta noche su serás mi acompañante.
Ella hirió mis manos con su espina.
Lo supuse, se asemeja en eso
a las mujeres de mi especie.
Entonces me curó con sus pétalos, sus hojas.
Como el ruido era agobiante
decidimos mudarnos de local.
Aquel era un lugar más apacible,
Sarah Vaughan acompañaba mi Martini.
Yo en el banco de la barra,
ella junto al trago y cenicero
coqueteaba con los fósforos gastados.
Me miró y me contó de su pasado,
las abejas que besaron sus pistilos,
tucusitos que volaron, la olvidaron,
la tijera que cortó sus esperanzas
y del niño que la vende
en la cola de la autopista.
La miré y le conté de mis angustias,
la alemana que rompió mi corazón,
la derrota que sufrió mi sindicato,
de los hijos que no tuve ni tendré,
mis helechos, mi bromelia
y la palmera,
de mi gato y de mi abuelo catalán,
de lo caro que es un trago en este sitio
y el proyecto que jamás comenzaré.
Entonces como suele suceder,
un amigo enamoraba a unas amigas,
después de saludarme tonterías,
después de presentarme tonterías,
después de contarme tonterías,
me propuso con su voz
de animador de verbenas de liceo:
-Regálale esa flor a la princesa.
Yo dudé, él insistió. Yo dudé, ella sonrió.
Apreté la flor rompiéndome mi mano,
la entregué sin ni siquiera sonreír,
regresé a mi puesto de la barra,
pedí un trago y la olvidé.
Me encantaría invitarte
a escapar para siempre
del neón y del concreto.
Bajo árboles inconscientes de la muerte,
sobre alfombras de grillos y serpientes,
escapar para siempre
de absolutamente todas las mentiras
que tejieron en las pieles
las maestras, los periódicos, la tele.
Quiero invitarte
a enterarte entre mis brazos
de que todo ese montón de estrellas
a las cuales podríamos sumarle los cocuyos,
son quizás la única luz
que jamás la urbe
podrá robarle al lugar donde se siembra.
Contarlas quizás, hay tiempo de sobra.
Contarlas quizás,
nos quedan suficientes tequilas y ginebras.
Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis...
Y andando ya por la noventa,
que la sed de tus labios me interrumpa,
y entonces tras el beso que da vida a mi café.
Comenzar de nuevo.
Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis...
Y andando ya por la sesenta,
que el deseo de una pizza sin anchoas
nos distraiga de la suma de esos soles
pequeñitos.
Comenzar de nuevo.
Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis...
Y andando así como en la treinta,
discutir, pelear un poco,
esas cosas que entorpecen tu sonrisa,
que me matan los deseos. Comenzar de nuevo.
Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis...
Y andando así como en la ciento veinticinco,
es la higiene del cerebro quien nos pide
ese baño en el río de la cultura.
Albinoni, Fito Páez, Almodóvar o Fellini.
Comenzar de nuevo.
Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis...
Y andando como en tres,
el deseo va y se mete entre las piernas,
nos ordeña los sudores innombrables
y me deja moribundo entre tus brazos.
Comenzar de nuevo.
Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis...
Y andando así como en diez mil,
tú me dices que te estás enamorando,
yo cocino el desayuno y el dolor
y tú esconces bajo sábanas el fin.
Entonces llega el sol,
va y nos deja sin los números gastados.
Entonces llega la cola en la autopista,
con el cliente y el café,
con el cheque que rebota,
la llamada por cobrar, la tarjeta del horario,
el carnet en la
camisa, el insulto en el semáforo,
el almuerzo en Burger
King,
las facturas y descuidos por pagar,
el capítulo final de Rem
y Stimpi,
el malandro que me
quiere asesinar,
otra guerra que ya está por comenzar,
lo oxidado que destroza el radiador.
Cola infinita, cola en el canal de mil,
cola en el hombrillo,
cola que te deja sin los grillos,
cola que devora las estrellas,
cola que se bebe la tequila,
cola de final de amor.
Esa mujer se salva sola.
Su armario quedó congestionado
de armaduras de cartón y hojalata,
chatarra oxidada del pasado.
Ella no quiere ser salvada del dragón.
Ella no quiere ser salvada del dolor.
Ella no quiere, en fin, un caballero
protegiéndole el honor.
Se cansó de salvar a sus salvadores,
de limpiar las espadas, cremalleras y sus
almas,
descifrarles sus angustias, sus temores,
de lavarles los sudores de otras camas.
Ella escupe. Ella gruñe. Ella hiere. Ella se
salva.
Descubrió que los escudos, las espadas,
no pesaban tanto como un hombre.
Que un dragón no es más que salamandra
adormecida
o el yesquero abandonado de alguna hada,
o una especia de reptil en extinción.
Ella gime. Ella suda. Ella se voltea.
Ella se fuma un Gitane.
Esa mujer no busca un príncipe.
Esa mujer no olvida su zapato.
Ella llama a su caballo de un silbido,
no quiere más poetas de cantina
calentándole la oreja y los deseos.
Sólo besa sapos, renacuajos y serpientes
cuando calma las angustias de su vientre,
los esconde entre sus rizos
y los deja abandonados en el piso.
Ella se salva, y se escapa sin pagar. Ella ama
y huye conservando la razón.
Ella escapa y se bebe la tequila.
Es María Feliz,
con tarjeta de crédito,
con acciones de la bolsa,
con el control remoto de su vida,
y con Gardel, Elvis Presley, Robert Reford,
Mickey Mouse y el Che Guevara,
en la cajuela de un caballo convertible
y cuatro puertas.
Siempre creí que
al encontrar esos ojos
que por tantas eras he buscado
de inmediato lo sabría.
Se escucharían extraños violines,
violonchelos,
algo así como en barroco o en new age.
Reflectores, tal vez,
extraordinarios efectos especiales,
conejos, animalitos cursis, pajaritos,
abriendo los caminos del amor.
Esperé una obertura a lo Broadway,
que las nubes, las estrellas
y otros cuerpos celestiales
me enseñaran el camino
hacia el puesto que ocupabas en la barra.
Esperé un arco iris
empujando el primer beso.
No hubo concierto de cuerdas, creo.
No hubo luces en efectos especiales, creo.
No hubo bichitos de Disney
en tus brazos, creo.
No hubo Fred Astaire y Ginger Rogers, creo.
Ni una estrella en tu sonrisa
que se ahogaba en el alcohol, creo.
Tal vez el ruido de botellas que chocaban,
los eructos de borrachos moribundos,
los disparos que humedecen mi ciudad,
el gemido de una puta en el hotel,
los discursos de políticos gastados
o un home run de Galarraga,
no dejaron escuchar lo que pasaba.
Tal vez el humo de millones de cigarros,
con las llamas que me dejan sin ozono,
las luces altas de algún taxi derrotado,
tal vez tus piernas enredadas en la falda
o ese ángel que se salva del amor,
o un titular de La Noticia sobre un trato
entre una banca y un ministro guerrillero,
tal vez el sol que se coló
entre otras estrellas,
no dejaron observar lo que pasaba.
Sin embargo, hoy a un mes
de haberme enamorado,
tu risa con tu voz es el concierto,
tu cuerpo entre las sabanas la luz,
los ositos y conejos no preparan el café,
es Sinatra el que
interpreta nuestro adiós
y detrás del arco iris tu retorno,
con la luna, las estrellas, las galaxias,
en tu modo de mirar.
Sombra de barra, decorada de púrpura y negro,
ojos de oasis en la noche,
boca de bergoña tinto
y seco,
mirada que toca mis ojos,
mi cuello, recorre mi panza
y regresa a mi boca con mucho cuidado,
espejismo, pan de cada noche.
Sombra de barra, tú te sabes mirada y deseada,
tú te sabes olvidada y odiada.
Sombra de barra, ¿será que de veras no existes?
Que cambias de cara y de look
de viernes en viernes. Otros ojos,
la misma mirada, te pido un Marlboro
y me fumo tu boca, te pido tu boca
y me besa un Martini,
me bebo tu trago
y enciendo tus ojos. Sobra de barra,
espejo en la noche, estrella fugaz
que muestras las piernas, los pechos,
y escondes el alma y el tiempo.
Tus ojos me tocan, camino hacia el baño,
te tumbo el orgullo y el trago, te beso,
pregunto tus signos, me besas,
mencionas tu novio, y yo en el caballo
más negro del mundo
te llevo a mi cueva y mi historia,
me meto en tu diario y tus senos,
huimos del sol y los pájaros diurnos
hasta que el alba te atrapa,
te envía hacia el pasado, me envía hacia el
pasado.
Hoy me derramo de nuevo sobre ti,
hoy mi alma se transmuta en tintas.
En tintas sobre tu cuerpo,
en acrílico sobre tus muslos,
en óleo sobre tu pubis, pastel sobre tus dedos.
Hoy no fue el blanco zinc del amor cotidiano.
Y derramo el pantone
sobre tus caderas,
y tomando tu ombligo como punto céntrico,
para expandir sobre tu torso
pasto, troncos y hojas secas
en pincelada impresionista,
es decir, a lo Monet.
Trazo entonces la luna sobre tu pecho
izquierdo,
el sol sobre el derecho
y mientras un caballo de Chagall
escapa por la ventana hago estrellas con tus pecas
y lavo mi pincel sobre tu boca satisfecha.
Hace ya quince años me creí un dios.
Hace ya quince años inventé de nuevo esa
guerra.
Esa guerra. Desenfundé una espada de madera
contra demonios, contra desastres,
contra la muerte. Hace ya quince años
tomé mi armadura de papel
y en un tío vivo de colores y con alas,
viaje a otros planetas,
otras lunas, otros siglos. Me entrevisté
con Zeus, con Venus, con Mercurio.
Con Alá, con Krishna
y con Jehová.
Con Yemayá y con Changó.
Me dijeron ve y regresa,
toma una vela, un caballo, tus pinceles,
no permitas que los niños envejezcan en el
hambre,
que abandonen a los viejos en la muerte,
que el sudor sólo se pague con limosna,
no permitas que lo negro tape el sol,
que la mentira valga un poco más que la verdad.
Regresé a la tierra,
enfrenté batallas que no podrías imaginar:
asesiné dragones, bombardeé pesadillas,
sometí demonios a prisión. Pero un día,
hace ya quince años, los gigantes del poder
convirtieron sus pieles
en cemento de molinos de La Mancha,
sus huesos en concreto, acero y muerte,
sus ojos en neón con color de pesadilla.
Entonces me encerraron,
me golpearon,
me sacaron del estómago esperanzas,
recetaron Meleril y Triptanol.
Me volvieron a golpear,
me enseñaron tabla a tabla a sumar y a dividir,
que la luna no era más que un satélite sin
vida,
que lo injusto es para siempre.
Hace ya quince años,
comprendí que la vida es en blanco y negro,
que su fondo musical está rayado.
Pero aún de vez en cuando y de cuando en vez,
desenfundo, limpio y juego
con mis armas de madera y chocolate.
Sé muy bien,
a pesar del Triptanol
quinientos miligramos,
que algún día,
las voy a utilizar.
Voy a necesitar un Rolex
creo que me irá mejor.
A veces he creído, que con un Rolex,
el tiempo no se me hará tan corto,
no me atrapará,
no me hará pedazos en sus manos.
Estoy seguro
de que su segundero no será tan inclemente
como el de mi Boy London,
nacido entre miles de Taiwan.
Estoy seguro de que me absolverá de mis
pecados,
mis traiciones y omisiones.
Que mi mano quedará encadenada
a un tiempo diferente, a una dieta diferente,
a una celda diferente,
donde los despechos se asesinan con champagne,
donde el rumor de otro tic tac
no permite escuchar las tragedias del vecino.
Si, estoy seguro, voy a necesitar un Rolex.
Para hacer con las horas, los segundos y las
eras
todo aquello que me venga en buena y mala gana.
Voy a vender los libros de Bukowsky,
los de Borges y mi Biblia.
Voy a vender a Bob Dylan, a Glen Miller,
a Pablito, Chico Buarque en acetato.
Voy a vender a John Lennon en compacto.
Voy a vender a mi madre y a mi gato.
Voy a vender una a una las palabras
y barajas que una vez te enamoraron.
Voy a vender la tristeza en mis ojeras.
Voy a vender la estrella que una vez me
regalaste.
Y compraré unas esposas
que me aten a la tierra,
que me salven de los riesgos que me acechan
cuando el viento va y me empuja hacia los
cielos.
Que me aseguren los sentidos a lo real.
Que no permitan que me muera de tristeza o de
pasión.
Por eso, quiero de una vez un Rolex
atando mi mano izquierda al pavimento.
Ya Carlos Purroy no toca
blues,
y Dios lo sabía desde el principio.
Desde antes de que sus padres
lo llevaran por primera vez a un hospital
para saber de su extraña enfermedad.
Ya Carlos Purroy
no tocará en el garaje de Santa Mónica,
está bien,
pero tampoco perderá la esperanza en el camino
y sus notas continuarán en mi cabeza
como si aún tuvieran veinte.
Las baquetas de Carlos Rivas
se pudrieron con la lluvia.
Tito Guédez no repuso
aquella cuerda que rompió
cuando imitaba a Graham
Nash.
Todos abandonamos el garaje en estampida,
todos comenzamos a morir
cuando la clase de mil novecientos setenta y
seis
del colegio Cristo Rey
se quedó sin audio y sin sonrisa.
Se cayeron las tetas
de Corina,
María Helena se convirtió en televisor,
Carlos Sicilia se
volvió loco
y un servidor se perdió en una canción.
Y los hogares se convirtieron
en los que faltabamos
por morir,
tres niñitos, un divorcio y
una beca que acabó por terminar.
Sólo Carlos Purroy
conserva su cabello y su sonrisa.
Sólo Carlos Purroy no
engordó.
A los demás nos salieron telarañas
en el garaje de Santa Mónica,
y continuamos afinando, ecualizando,
componiendo, fumando,
esperando que el piano suene solo
qu nos cuente que Carlitos no murió.
aquello que jamás supimos explicar,
de Amanda
que fue enviada a Grecia por sus padres
que no querían mezclar su sangre con el blues.