El padecimiento subjetivo y la cura por el psicoanálisis

 

La civilización occidental de la post-modernidad nos confronta al acuciante dolor del desengaño del cual ya nos hablaba Freud en "Malestar en la cultura" en 1929.

El mundo no devuelve a la altura de sus exigencias. Nos ha prometido seguridad y protección a cambio de rescindir buena parte de nuestro placer, pero ni el amor garantiza la perdurabilidad, ni los logros profesionales o sociales son perennes o suficientes para colmar esa parte de nuestro deseo que permanece insatisfecho.

La sociedad actual nos liberó de tabúes, fardos de la tradición y mentiras sobre enigmas, librándonos también al inconmensurable espacio de la libertad interior, la confrontación del sujeto consigo mismo. Por allí, se nos abrió el encuentro con el enigma personal del propio deseo.

El "que debo ser" daría paso a un "qué quiero ser" que nos devuelve la pregunta filosófica por antonomasia, la misma de Heidegger, Aristóteles, y el dramaturgo Shakespeare, sobre el sentido del ser y la vida.

Esta liberalización no deja de ser falsa, puesto que el Otro social sigue enviando mandatos, ideales, presiones y calificaciones sobre lo que es bueno o malo ser, tener, hacer y en suma desear. Falsa elección entonces, si desear no ha dejado de ser "responder a la demanda del otro" -los padres, la sociedad, los medios de comunicación, los organismos públicos o privados...

Aunque el ideal responda ahora a un modelo no tradicional, continúa siendo igualmente exigente y hasta terrible. Faltándole trama histórico-cultural (normas dadas por un grupo local de referencia, a través de mitos y creencias compartidas), se sustancializa en un supuesto legado común universal, publicitado y publicado en la televisión, las revistas y los espacios públicos de la vida cotidiana que homogeneizan la imagen con la que identificarnos, sin tener en cuenta las historias de vida, ni las posibilidades reales o mentales de los que son convocados a tomar ese modelo.

Por otro lado esa misma falta de trama simbólico-cultural, ayuda a la vigencia descarnada de un ideal encarnado en lo material: la imagen del propio cuerpo, la vestimenta, el automóvil, la casa y todo lo que va adentro. Poco importa si la señorita invitada a ser 90-60-90, rubia, sonriente y juvenil, es una muchacha regordeta, morena, desesperada por problemas económicos, y deprimida por no haber podido lograr los imperativos laborales y el sueño amoroso, o si es un "chico de la calle", el que ve los videos y vidrieras al caminar por la nueva estación de subte o en los "public shoppings". Todos somos democráticamente invitados a "ser como", "tener todo" eso, o quedarnos afuera, y afuera es la frontera y el vacío, para los que miran desde dentro.

Como el ser humano es por esencia aquel que necesita ser "reconocido por los otros", este quedar fuera es sinónimo de muerte. Por lo tanto se trata de hacer lo que haga falta para mantener un lugar adentro.

Pero allí vuelve a estar en pena el propio deseo...

En psicoanálisis hablamos de ley / deseo, como de un binomio no desanudable. Ese binomio es el necesario fundamento del aparato psíquico humano. Deseo no es homologable a ganas o querer hacer, simplemente en la inmediatez, así como ley no es sinónimo de código moral ni de límites fuertes, menos aún de rigidez.

Un espacio suficientemente inestructurado debe ser instaurado en el imaginario de un sujeto para que este pueda crear algo propio en su vida -personal, profesional, amorosa, lúdica... Ese espacio tiene que ver con lo que el pediatra y analista Winnicott llamaba "transicional" refiriéndose a lo que no es totalmente producido por el mundo circundante, sin ser tampoco absoluta invención del sujeto (entre la madre y su bebé, o en el juego y las actividades artísticas). Bajo la mirada atenta y protectora, pero no intromisora ni reprobadora, del otro responsable a cargo, el niño aprende a confiar en su propia capacidad de hacer y ser, desarrollando criterios personales, en un espacio psíquico interno rico en fantasía y creatividad. Allí mismo nace la capacidad de estar solo, pudiendo independizarse de la constante mirada de un otro aprobador.

Ese desarrollo, óptimo, sería condición necesaria a la convergencia de los términos de "ley" y "deseo", en la estructuración mental de un sujeto. No hay límite posible y realista sino el de los propios límites de cada sujeto. El sentido de una vida se nutre de lo ya estructurado en la infancia y por la constelación familiar y cultural, pero necesita de un margen de sin sentido donde el sujeto pueda ir colocando sus propios sentidos, de acuerdo a esa mezcla personal que lo particulariza.

Volviendo a la cuestión del padecimiento subjetivo, y el malestar por el desengaño, este emerge en el punto de la imposible coincidencia de esa parte insatisfecha del deseo y en perpetua búsqueda -lo más propiamente humano- con los imperativos y supuestos sociales demandantes.

Frente a ese dolor hay diferentes modos de dar respuesta: insensibilizarse, distraerse, procurarse satisfacciones sustitutivas fantaseosas... Esos mecanismos habilitan una resolución temporarias de la angustia.

Insensibilizarse con alcohol, calmantes u otras sustancias que intoxican y adormecen la consciencia, es un modo de calmar la angustia y el dolor y de evitar el surgimiento de displacer, lo que va más allá de la búsqueda del placer mismo.

La misma meta persiguen las distracciones, que se agencian objetos para satisfacer a la libido, dando la ilusión al sujeto de burlar las frustraciones.

Asimismo, como lo esclarecía Freud, las formaciones religiosas, políticas y de todo sistema de creencias, buscan en última instancia ahorrarle a los individuos, la angustia del enfrentamiento con el vacío de sentido, amarrándolo a un conjunto de normas que para calmarlo, lo coartan en sus propios deseos.

La huída a la fantasía cumple con igual propósito, forjándose el sujeto un mundo ideal, que niega la realidad tal como se le presenta.

Pero el telón de estas escenas está sostenido con alfileres y la caída deja al descubierto la falta inagural, que nos llevó a buscar los "completamientos". No somos dioses o seres completos, y la herida es desde el origen. Sabernos mortales es un distingo del resto del mundo animal que nos abre a la consciencia y a la capacidad creativa, pero que conjuntamente inaugura una brecha difícil de rellenar.

La angustia es una señal frente al sentimiento de imposibilidad de satisfacer la demanda del otro, y consecuentemente de amenaza a la propia integridad, al reconocimiento y el amor esperados por el sujeto. Cuando esta angustia es demasiado intensa se vuelve disfuncional, sumergido al sujeto en un estado de pánico que le imposibilita elegir y actuar. Para evitar este monto exacerbado de angustia, el aparato psíquico construye diques o mecanismos defensivos como la represión o la negación que barran el pasaje a la angustia pero igualmente a las ideas conectadas y a la energía libidinal misma que se vuelve entonces menos disponible para la vida.

Así se instalan los distintos tipos de síntomas, formaciones de compromiso que intentan mantener el sistema en estado de equilibrio, como un embalse que regula el nivel del río a ambos lados. Más los síntomas son soluciones que escatiman al sujeto la posibilidad de actuar conforme a su deseo y creatividad. Lo inhiben, lo deprimen, lo hacen actuar compulsiva e impulsivamente, lo hacen embriagar y hasta enloquecerse.

La vía de desarmado de lo que resultó en síntoma, que es el efecto y no la causa de la enfermedad, es la de la interpretación. La reconexión con el fluir de las ideas y la historia personal habilita a la reutilización de la energía libidinal. Esta liberación no es cuestión de pura catarsis, si bien la expresión del afecto es un paso previo necesario a su transformación de uso. Se trata de la construcción de un saber, que estando oculto, producía efectos incontrolables.

Al hablar de deseo y ley, veíamos que son el reverso y el anverso de una misma moneda. Esto significa que el deseo de un sujeto está sostenido dentro de "sus propios límites" y responde a su ordenamiento personal. También introdujimos en la constitución del síntoma y en la formación de la angustia, la participación de los mandatos e imperativos que funcionan superyoicamente, representando una ley inapelable y bloqueando la actualización del deseo. El psicoanálisis es el instrumento cuyo objetivo es liberar el deseo y transformar la angustia desbordante en una señal de alarma eficaz que permita al sujeto actuar sin ser movido en modo automático por lo Inconsciente, sino ampliando su poder de decisión.

No es el aprendizaje de conductas, porque lo Inconsciente no se aprende ni se destruye. Tampoco es la incorporación de sentidos del otro, al decir de la rehabilitación, porque era esa adhesión forzada la que hasta allí impedía al sujeto despojarse auténticamente de la angustia contra la que lucha.

Como el saber está entonces en el propio paciente, se trata de que él mismo pueda recordar a través del análisis, para evitar repeticiones automáticas y lograr transformar esos sentidos fijos y dolorosos en otros novedosos, propios y más satisfactorios.

Melisa Ferrari Saint-Paul

Psicoanalista

Doctorada en Psicoanálisis en la Universidad de París

Psicoanalista miembro de la I.P.B.A.

Psicóloga del Poder Judicial de la Nación

 
 
 


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