Ahí estaba la cartera. En la penumbra de la habitación, entera
en la cama revuelta. No parecía más que eso: una simple cartera, un bolsito. A
los ojos de la concurrencia allí reunida se ocultaba un detalle, quizás
significativo, quizás banal. No era esta una cartera que se obtiene como premio
por la participación en una rifa de barrio. Sobre su superficie rugosa, de un
marrón oscuro, innumerables simbolitos se anudaban en un grito dorado de
abundancia. Una cartera labrada con el cuero de algún animal mitológico, para
el uso exclusivo de señoras mitológicas, irreales. Un botín opulento de un arrebato azaroso. Un regalo de un
descuido de una tarde de sol. Y ahí estaba, reposando majestuosa una
indiferencia que se escurría entre las caras de los presentes, destacando la
precariedad del ambiente, al abrigo de sábanas sucias, en una habitación
perdida en un barrio que no grita.
B se acercó y la sopesó con una mano -Tá pesadita eh- dijo,
arrimando un esbozo de sonrisa. Con la vista fascinada en el entramado
inextricable de símbolos dorados preguntó si alguien la había revisado.
Nadie contestó.
B repuso la cartera sobre la cama al tiempo que encendía un
cigarrillo. Su tenaz tacañería lo arrastraba a consumir las marcas más
baratas. El hedor del tabaco que solía fumar, impregnado a lo largo de su
persona, era una sus señas particulares.
El silencio que siguió a la pregunta de B adquirió una densidad
especial y aglutinó las miradas en ese solo punto que sobresalía encima
de la cama.
Luego de unos minutos de expectativa B tiro la colilla del
cigarrillo sobre el suelo. Mientras restregaba el talón sobre el cadáver
hediendo de su vicio se despidió. Las últimas palabras que pronunció B aquel
día, mirando en redondo la habitación
con el entrecejo fruncido y la nariz arrugada fueron las siguientes: -Yo los
llamo. No me llamen ustedes a mí. Repito: no me llamen ustedes a mí, yo
los llamo. Ah, y por favor, si saben que voy a venir, denle una repasadita a
este inodoro en el que viven, si?
-Este gordo hijo de puta- murmuró el rencor de una voz ni bien
se oyó el portazo.
-Acabamos el laburo y al cerdo me lo cargo yo, personalmente-
murmuro una segunda voz, más áspera que la primera.
Alguien invoco la calma y dijo que B podía ser todo lo gordo y
todo lo hijo de puta que ellos quisieran pero que sin su contacto se tendrían
que meter irremediablemente los últimos meses de laburo en el orto. Como estas
palabras no faltaron a la verdad,
nadie tuvo la fuerza de ánimo para emitir una réplica.
Apagadas las voces un silencio distinto al anterior se infiltro
entre la oscuridad y las cosas.
C tomó la cartera y la guardó en un pequeño armario metálico
ubicado frente a la cama, al lado de la puerta por la que había salido B. Por cansancio, ninguno atinó a ver qué contenía. Cada uno busco un recoveco donde
echar el cuerpo filtrado por más de 40 horas de vigilia.