-¿Les parece fea esta cicatriz en mi nalga? Yo ya la asimilé, hasta me llegué a encariñar con ella. Jamás me la quise quitar, aunque pude haberlo hecho.

Estábamos todos exhaustos. Estaba empezando el invierno, pero el clima era sofocante dentro de esa casa. Eso y el tremendo esfuerzo físico que habíamos hecho nos estaba haciendo transpirar como cerdos. Nuestros cuerpos desnudos nos descubrían más patéticos de lo que éramos: tres hombres que, pese a ser atletas fornidos, nos encerrábamos en nuestras debilidades mujeriles para esconder el mundo en “Terremotos Abismales”, como decía el Poeta.

No pudimos evitar sentir, en contactos ambiguos, una irregularidad en la piel del Bailarín. El Poeta,  curioso, le preguntó sobre su origen. El Bailarín pareció halagado por la pregunta, y comenzó a contar una historia. Parecía que ya la había narrado varias veces, ya que no se privó del uso de figuras retóricas desconcertantes en él (por otra parte, el abuso del oxímoron y de hipálages nunca puede ser muy recomendable).

-Debo su génesis a un hecho curioso. De pequeño, como sabrán, era fanático del fútbol; me llamaban la atención esos hombres bestiales embebidos en frenéticos griteríos. Tenía cierta afición por "Bx". Esa tarde, mi equipo se había enfrentado con el extinto "MdK" y había perdido por 3-0. Impotentes lágrimas humedecieron mis manos. Mi padre, que estaba al lado, me castigó y me dijo que los hombres no lloran maricón. Mi madre, con sonrisa caritativa, me apañó y me dijo que no me tenía que preocupar por el fútbol, que había cosas más importantes bebé. En sus brazos me quedé al abrigo de la cruel noche televisiva, hasta que traspasé la barrera horaria permitida para menores de edad y pude ver esas películas que me estaban vedadas. Vi, recuerdo, muchas películas de terror. El miedo me  sobrecogió, y cuando me llevaron a acostar, no pude dormir. Me desligué de las inquietas sábanas y fui a buscar amparo en el lecho materno. Abro la puerta. Ahí estaban. Mi papá, de rodillas en la cama, sostenía las nalgas de mi mamá y las atraía hacia sí. Fue un segundo infinito en donde el atroz y súbito silencio me aturdió. “¿Por qué, pensaba, le perfora el ano a mamá?”. Hasta que no vi películas pornográficas años más tardes, no pensé en que quizá la penetración fue vaginal, ya que hasta entonces yo pensaba que el sexo de la mujer era un ombligo debajo del ombligo, como un pene metido hacia adentro. Instantes después mi padre me fajaba. Yo no me atrevía a llorar. Esta pasividad pareció irritarlo, ya que me desnudó, sacó un cinto (odio usar cinturones ¿recuerdan?) de esos con hebilla enorme y helada. Con eso me perforó la nalga. Esa noche me hizo hombre.