Tres minúsculos objetos parecen transpirarse desde la dirección de mi cosa-mano izquierda. Se aproximan, al principio con aparente cautela, ahora, después de presentir la inutilidad de mis reacciones motoras, con ciertos movimientos rítmicos de caderas mounstrosas, deformadas por sus ocho postes peludos incandescentes. Tristes verdugos de eso que llamaba cuerpo. Debería sentir su ausente exhalación bordeando, ahora, la abertura de mis pupilas que se envuelven. Seria congruente, desde la posición donde no me ubico, observarles la textura prominente de sus conductos acuosos. Mas aun, seria necesario torcerme por debajo de mi mismo y moflirlas ruidosamente. Disfrutar el crujir seco de su oquedad y triturar con los parpados sus espantos negruscos y palíndromos. Pero nada de lo que es necesario hacer vale la pena hacerse.

La pantalla oscura que intermitentemente, pero con cierta periodicidad, palidece, ha dejado ya de referirme a algún significado, y tan solo es interpretada como un regular (en su irregularidad) empañamiento de los brillos y una transparentación caprichosa de los objetos que, en ciertas ocasiones, adivinan en lo patente otra cosa que no es manifiesta. Antes aun, debería de tener alguna motivación para ello.

Me siento salir de por debajo de la cama, arrastrándome, con la sensación de tener el vientre arañado, rasgado. Deduzco que es algún día después de medio día, porque a esa hora comienza a filtrarse una luz invasora entre las rendijas oxidadas de la habitación, que me fuerza a huirles y ubicarme en el marco de una vida productiva. A veces esa cuestión, vetusta y polvosa, del origen, te ocasiona sensaciones contrariadas, y sin embargo se desmitifican en una relación directa con la apertura de los ojos y su fuerza creadora. En verdad tendrían que ser las cuatro y tendría que oponerme mansamente (es decir actuar con vivacidad) al trabajo de distribuir pequeños papeles, trenzados de azul, algunos borroneados, en un no pequeño legajo cremoso. Fijarlos primero, ente si, con una mínima pieza metálica, que después justifique que tienen alguna relación de semejanza interna. Alguna, según tiempo o propósito o negocio o cantidad o alguna. Debería reunir después las carpetas con los legajos con los papelitos, y colocarlas en una posición que permitiera referirse a ellos de una manera cómoda, ágil, precisa y funcional. Pero nada de eso puede ser realizado, pues la maquinita de café no funciona desde las once.

Salgo al pasillo para sentir en parte el alfombrado azul grisáceo, y en parte para escapar unos minutos del trabajo de organización al que debería avocarme. No logro sentir el alfombrado, pero me quedo parado al lado de la puerta viendo a las personas de la oficina ir o venir, eso debería distraerme. Camino por el pasillo. La puerta a la derecha esta abierta, la izquierda esta cerrada, la izquierda esta abierta, la izquierda esta cerrada, la derecha esta cerrada, la izquierda te es abierta. Caminas dentro de la habitación de la puerta a la izquierda. Pareces ubicarte de pie, frente a algo que te muestra la imagen de un hombre. Alrededor de la imagen se crea la sensación de espacio, del mismo espacio desde donde quizás estés mirando. Eres, por un segundo, la materialización del desdoblamiento de tu entorno. Haces girar la canilla debajo de la imagen y el contenido de algún recipiente, sin posibilidades de ser visible, vierte en tus manos un líquido que a pesar de su obligada transparencia, parece opaco. La percibes, sucia, casi espesa, y te es indiferente que casi no alcance a humedecerte el rostro. En la habitación hay algunas otras puertas, parecidas a las del pasillo tan solo en su pertenencia al mismo género. A tu derecha se encuentra una puerta con posibilidades de ser abierta, una como cualquier otra. Yo siempre temo escoger. No sabes lo terrible que es equivocarse.