Marcos
Roitman Rosenmann
Parece ser que la
humanidad es víctima de una nueva plaga: el
terrorismo internacional. Una maldición se cierne
sobre nuestras espaldas perturbando la paz lograda en
el mundo, se dirá, con tanto esfuerzo tras décadas
de guerra fría. Periodo caracterizado por golpes de
Estado, guerras de baja intensidad, intervenciones
militares y... terrorismo de Estado. Es esta última
consideración la que me hace pensar en esta ofensiva
militar, lanzada desde los países occidentales, como
un acto de fuerza equiparable al terrorismo de
Estado. Se trata de matar moscas a cañonazos
empleando los mismos métodos de quienes se dice
combatir.
La alianza
occidental ha dado el apoyo a Estados Unidos para que
emprenda bajo su responsabilidad un acto más propio
de una acción de terrorismo de Estado que de guerra
justa. Esta guerra rompe los principios vigentes
sobre los cuales se han desarrollado las guerras
hasta el día de hoy. Y ello no las termina de avalar
o justificar. Siempre se ha manifestado que no se
puede responder a la violencia con violencia, sobre
todo si esta última debe ser una respuesta a una
acción deliberada de crear terror y pánico entre
los ciudadanos de un país. La gran diferencia entre
quienes usan la violencia indiscriminada para fines
políticos y el Estado se halla en la consideración
ético-moral que determina un límite al uso de la
fuerza por parte del gobierno y de sus instituciones.
El uso espurio
de sus aparatos y de su poderío para realizar una
persecución contra una organización y sus
responsables, cae más en el apartado de guerra sucia
que de guerra por la justicia y la libertad. Así,
deben provocar el rechazo y repudio unánime de la
gente de bien. No es posible justificar un ataque
militar bajo el argumento de que otros, los
terroristas, lo hicieron primero. Ni siquiera el
presupuesto de la legítima defensa puede esgrimirse
dado el tiempo transcurrido entre el ataque del 11 de
septiembre y la decisión de bombardear Afganistán.
Ni siquiera el repudio hacia el régimen talibán y
su forma despótica de ejercicio del poder es causa
suficiente para justificar el bombardeo y su
eliminación. Sin embargo, ha sido el rechazo
provocado en Occidente y en muchos de los países
árabes hacia los talibán lo que ha permitido
decidir, más allá de la presencia de Bin Laden, el
ataque contra Afganistán.
La razón de
Estado ha sido esgrimida y utilizada para desarrollar
toda la campaña previa a la decisión final de
producir el ataque. Por ello los aliados occidentales
han dejado a Estados Unidos que emprenda su cruzada.
No se trata de buscar la paz, sea bajo la fórmula de
Justicia Infinita o Paz Perdurable. En ambos casos lo
que emerge es una actitud de prepotencia y de fuerza.
No se trata de perseguir a los culpables o a los
responsables de los atentados. Ahora son una excusa
para ampliar el poderío militar y demostrar la
omnipresencia de Estados Unidos. Su frontera
geopolítica se extiende y expande en Asia central.
Los países aliados de Estados Unidos mantienen una
actitud sumisa y justifican el terrorismo de Estado.
No hay causas que eximan a Afganistán de pagar sus
culpas. En un intento desesperado por justificar este
terrorismo de Estado se adopta el criterio de
diferenciar al pueblo afgano del gobierno talibán y
de Bin Laden. Pero el rostro de la guerra se oculta y
difumina en los bombardeos nocturnos bajo un total
control de la información y los partes de guerra. No
se puede observar de día y con claridad cómo
bombardean. No provocan un acto cinematográfico,
racionalizan la muerte. Apoyarse en la oscuridad de
la noche para evitar develar el rostro de sufrimiento
de los de siempre. La censura impuesta por ambos
lados reduce la crueldad. Unos para señalar el
fracaso de los ataques y otros para resaltar el
éxito. En ambos casos no hay salida. En esta guerra
sucia -si es que hay alguna limpia- los muertos son
pocos o inexistentes. Las bombas inteligentes cumplen
a rajatabla su cometido, se apartan de la población
y explotan en zonas deshabitadas.
El terrorismo
de Estado ha logrado validarse, internacionalizarse y
ser propuesto como acción de respuesta legítima a
los actos de violencia indiscriminada que se producen
en los diferentes países miembros de la alianza
occidental, que va más allá de la OTAN y la Unión
Europea.
Los verdaderos
beneficiarios de esta guerra son pocos, pero
consistentes. Los nada despreciables estrategas de la
guerra sucia y los servicios de contrainteligencia.
Igualmente las grandes compañías fabricantes de
armamentos y las empresas multinacionales del
petróleo. El gobierno republicano de Bush y las
elites políticas y económicas más reaccionarias,
para quienes en la lucha contraterrorista todo es
válido y en la cual no existen límites. No es
extraño que muchos países occidentales, cuyos
dirigentes han sido acusados de impulsar guerras
sucias sean los más proclives a justificar la
acción de Estados Unidos. Sus actos están igual de
viciados y corruptos como aquellos de quienes dicen
combatir en nombre de la paz mundial.
La Jornada 15/10/01