A unos
días de los ataques del 11 de septiembre contra el
Pentágono y el World Trade Center, el Congreso
norteamericano aprobó un paquete de emergencia por
40 mil millones de dólares -del cual la mitad estaba
destinada a la reconstrucción y la otra mitad era
para el combate al terrorismo. Pero los mayores
beneficiarios de esta generosidad no serán las
familias de las víctimas ni las comunidades que
sufrieron los efectos de los ataques: serán los
gigantes contratistas de la fabricación de armas
como Raytheon y Lockheed Martin. El Congreso
norteamericano ha librado un cheque en blanco al
Pentágono, sin importar si los fondos aseignados se
relacionan o no con la lucha antiterrorista.
Por
William D. Hartung
El
Pentágono ha pedido poder hacer uso de la parte del
león, equivalente a 20.000 millones de dólares
fijados para financiar las primeras etapas de la
guerra que el presidente Bush propuso contra el
terrorismo. Pero eso es sólo el principio.
El
Congreso está a punto de firmar un incremento por
18.400 millones de dólares para el presupuesto del
Pentágono, solicitado a principios de año, y
pretende aprobar otro aumento adicional de hasta
25.000 millones de dólares. Christopher Hellman, del
Centro de Información para la Defensa, ha sugerido
que el gasto militar para el año fiscal 2002 podría
llegar a 375.000 millones de dólares, lo que implica
un incremento de 66.000 millones sobre el presupuesto
de 2001. El subsecretario de Defensa, Paul Wolfowitz,
ha explicado que los incrementos de este año serán
sólo "un primer pago" previo a mayores
aumentos a largo plazo que el Pentágono buscará
para combatir en este nuevo tipo de guerra.
Otra
cosa sería si estas masivas sumas se estuvieran
dirigiendo cuidadosamente hacia proyectos que
podrían contribuir a reducir el terrorismo o
castigar a los responsables de los recientes ataques.
Pero como un funcionario de la Defensa señaló al
cotidiano industrial Defense News, estos nuevos
fondos "no tendrán nada que ver con los
esfuerzos de rescate o emergencia ni tampoco con la
represalia en respuesta a los ataques del 11 de
septiembre". En cambio -agregó- el dinero se
destinará a la "lista de pedidos de cosas que
se tendrán para años venideros" en el
Pentágono.
Joseph
Cirincione, del Fondo Carnegie para la Paz
Internacional, resumió recientemente la actual
política de Washington sobre el gasto militar en el
diario The Boston Globe: "Algunos están usando
la tragedia para justificar los programas existentes,
pegándole la etiqueta de 'antiterrorista' a la
defensa misilística y a incrementos presupuestales
inéditos".
Ciertamente,
este es un buen momento para insistir en dichos
programas. Como lo admitió al diario The New York
Times el encargado de presupuestos de la
administración Clinton, Gordon Adams, quien
actualmente está en la Universidad George
Washington, "el Capitolio está preparado para
hacer lo que sea que el Pentágono pida".
Al corto
plazo, el equivocado esquema de defensa misilística
de la administración Bush tiene todo para ganar de
la nueva actitud pro militar del Capitolio, pese a
que los ataques del 11 de septiembre subrayaron uno
de los argumentos centrales de los críticos del
sistema: que Estados Unidos enfrenta una amenaza más
inmediata de ataques terroristas de bajo nivel
tecnológico, que de misiles balísticos de largo
alcance. Una asignación por 1.300 millones de
dólares fue aprobada sin dificultad en el Congreso
recientemente, y el costo total del programa podría
alcanzar 240.000 millones de dólares en las dos
próximas décadas.
Otros
probables beneficiarios del nuevo estado de ánimo
pro militar son programas como el del avión de
guerra Osprey V-22, proyecto plagado de escándalos y
que ha estado vinculado con accidentes en los que han
muerto al menos 30 miembros del personal militar
norteamericano. El programa podría experimentar una
resucitación con un poco de ayuda de aliados
influyentes como Curt Weldon, el representante
republicano por Pensilvania. Weldon, cuyo distrito es
hogar de las instalaciones de Boeing en las que se
fabrican los V-22, seguramente argumentará que la
habilidad única del aparato en cuestión para volar
indistintamente como avión o como helicóptero,
será ideal para explorar zonas escarpadas en la
búsqueda de escondites terroristas.
De
manera similar el avión F-22, de la empresa Lockheed
Martin, que con un costo unitario de más de 200
millones de dólares es la aeronave de combate más
cara jamás construida, estará en una posición
mucho más fuerte para evitar recortes al presupuesto
si el Congreso continúa aumentando el gasto del
Pentágono.
Lawrence
J. Korb, funcionario del Pentágono de la
administración Reagan, ha señalado que ahora el
avión es obsoleto, dado que fue diseñado para
combatir naves de guerra soviéticas de nueva
generación que nunca llegaron a construirse. Pero
eso no evitará que promotores del programa de las
delegaciones de Georgia y Texas presionen para que se
concedan los 70.000 millones de dólares que costará
mantener el proyecto de construir 295 aparatos.
El
sistema de artillería Crusader, construido por
United Defense, en el distrito del representante
republicano por Oklahoma y presidente de la bancada
republicana, J. C. Watts, también se verá
beneficiado por el nuevo entorno de ganancias del
Pentágono. Se había hablado de la posible
eliminación del proyecto Crusader en una de las
comisiones en las que participó el secretario de
Defensa, Donald Rumsfeld, en el marco de la revisión
de la defensa, con el argumento de que el sistema era
demasiado aparatoso para ser trasladado fácilmente a
los más probables campos de batalla del futuro. Pero
con tanto dinero sobre la mesa para armas, ¿quién
necesita tomar decisiones?
Más
allá de los proyectos personales de legisladores
clave, el Pentágono tiene su propia lista de compras
para artículos que serán usados en la incipiente
guerra contra el terrorismo. En su discurso del 24 de
septiembre ante la conservadora Heritage Foundation,
el contralor del Pentágono, Dov Zahkeim, indicó la
intención de su departamento de incrementar los
fondos para el financiamiento de una serie de
proyectos en torno a aviones de reconocimiento,
submarinos armados con misiles y municiones de alta
tecnología.
Finalmente,
pero de no menos importancia, contemos con los
defensores en el Congreso del bombardero B-2 Stealth
fabricado por Northrop Grumman, como el representante
demócrata por Washington, Norm Dicks, y el
representante republicano por California, Randy Duke
Cunningham, en cuanto a tratar de revivir el programa
de financiamiento para la construcción de 40
unidades más de estos aviones, capaces de volar en
misiones de largo alcance, desde bases distantes de
la zona de conflicto. El precio de cada B-2 se
calcula en más de 2.000 millones de dólares por
unidad.
En otra
jugada que beneficiará a los principales fabricantes
de armas, la administración Bush ha hablado de
acelerar las ventas de armas a Medio Oriente y Asia
del sur, incluyendo tratos pendientes para transferir
aviones F-16 de Lockheed Martin a Omán y a los
Emiratos Arabes Unidos, y para la venta de sistemas
de lanzamiento múltiple de cohetes (MLRS, por sus
siglas en inglés y fabricados por la misma empresa)
a Egipto. También se contemplan posibles
exportaciones a Pakistán de refacciones para sus
F-16, aviones de transporte C-130, y naves de
reconocimiento P-3 comprados por esta nación (todos
ellos productos de Lockheed Martin). Tal y como lo
hizo su padre tras la Guerra del Golfo, el presidente
Bush planea vender armas a cambio de apoyo político
y militar en su guerra contra el terrorismo.
Esta
avalancha de nuevos gastos en armas exige la pregunta
más amplia de si respuestas militares a gran escala
a la violencia terrorista son apropiadas o efectivas.
Como señaló el ex funcionario del Pentágono Jospeh
Nye, de la Escuela Kennedy sobre gobierno de la
Universidad de Harvard: "Suprimir el terrorismo
es algo muy diferente de una campaña militar.
Requiere de trabajo civil continuo, paciente y
carente de dramatismo, y de una estrecha cooperación
con otros países".
Si el
acelerado gasto del Pentágono no termina pronto, los
fondos, la energía y la atención necesarios para un
enfoque más inteligente para prevenir el terrorismo
se verán desviados hacia un estrecho esfuerzo
militar, que con toda probabilidad, hará más daño
que bien.
Traducción Gabriela Fonseca
William D. Hartung es investigador adjunto de alto
nivel en el Instituto de Política Mundial en la
universidad de New School en Nueva York.
La Jornada 07/10/01