Game Over

 

Naomi Klein
The Nation. Estados Unidos, septiembre del 2001.

Traducción Natalia Cervera.


Ha llegado el momento, en el juego de la guerra, de deshumanizar a los enemigos. Son completamente incomprensibles; sus actos resultan inimaginables, y sus motivos, carentes de sentido. Son unos «locos» y sus Estados son «descarriados» o «canallas».

Ha llegado el momento de entender mejor lo que ocurre, de mejorar el sistema de información. Éstas son las reglas del juego de la guerra. Hay una serie de principios que nadie pone en duda: la guerra no es ningún juego. Consiste en partir por la mitad vidas reales. Es la pérdida de hijos, madres y padres, cada uno de los cuales tiene una digna historia. El atentado del martes fue una realidad de la peor especie, un acontecimiento que, de repente, hizo que todo lo demás pareciera frívolo, propio de un juego.

Es la verdad: sin lugar a dudas, la guerra no es ningún juego. Puede que, después del martes, nunca volvamos a considerar que lo es. Quizá el 11 de septiembre del 2001 marcará el final de la era de los videojuegos.

La contemplación de la cobertura informativa del martes constituyó un fuerte contraste respecto a la última vez que me quedé pegada frente al televisor, para ver una guerra en tiempo real en la CNN. El campo de batalla de la guerra del Golfo, propio de los juegos de marcianos, no tenía prácticamente nada en común con lo que hemos visto esta semana. Entonces, en lugar de la explosión repetida de edificios verdaderos se nos presentaron asépticas imágenes «a vista de bomba» de objetivos concretos, que estaban en un lugar y después desaparecían. ¿Quién había en aquellos polígonos abstractos? No llegamos a averiguarlo.

A partir de la guerra del Golfo, la política exterior de los Estados Unidos se ha basado en una sola ficción brutal: la de que el ejército estadounidense puede intervenir en los conflictos de todo el mundo (en Irak, Kosovo o Israel) sin sufrir bajas propias. Los Estados Unidos son un país que ha llegado a creer en el mayor oxímoron posible: la guerra segura.

Por supuesto, el razonamiento de la guerra segura se basa en la capacidad tecnológica de librar una guerra sólo desde el aire. Pero también se basa en la profunda convicción de que nadie se atrevería a meterse con los EE.UU., la única superpotencia que queda, en su propio terreno.

Hasta el martes, esta convicción permitió a los estadounidenses mantenerse al margen, e incluso desinteresarse, de los conflictos internacionales que protagonizaban. Los estadounidenses no reciben información diaria en la CNN sobre los continuados bombardeos de Irak ni se les proporcionan historias de interés humano sobre los demoledores efectos de las sanciones económicas sobre los niños de esos países. Después de que, en 1988, se bombardeara una fábrica de productos farmacéuticos de Sudán (confundida con una planta de fabricación de armas químicas) no hubo muchos informes de seguimiento sobre el efecto que tuvo la pérdida de las vacunas en la prevención de enfermedades de la zona.

Cuando la OTAN bombardeó objetivos civiles en Kosovo (lo que incluyó mercados, hospitales, caravanas de refugiados, trenes de pasajeros y una emisora de televisión) la NBC no salió a las calles para entrevistar a los supervivientes e interesarse por lo conmocionados que habían quedado tras la aniquilación indiscriminada.

Los Estados Unidos se han convertido en un país experto en el arte de satanizar y deshumanizar las acciones bélicas efectuadas en otros lugares. Dentro del país, la guerra ha dejado de ser una obsesión nacional; es un asunto que se relega a los expertos. Ésta es una de las principales paradojas del país: el motor de la «globalización» en todo el mundo ha impulsado a la nación a retrotraerse más que nunca y ser mucho menos cosmopolita que nunca.

No es de extrañar que el ataque del martes, indescriptiblemente terrorífico, entrañe para muchos estadounidenses el terror añadido de haber sido, aparentemente, inesperado. Es poco frecuente que las guerras sorprendan a los países atacados, pero se podría decir que en este caso ha sido así. Hoy se ha pedido al reportero Mike Walter que resumiera la reacción de la gente de la calle. Su respuesta ha sido: «Oh, Dios mío, oh, Dios mío, oh, Dios mío, no me lo puedo creer».

La idea de que alguien pueda estar preparado para sufrir un terror tan inhumano resulta absurda. Sin embargo, observado a través de las emisoras televisivas estadounidenses, el ataque del martes parecía proceder más de otro planeta que de otro país. Los acontecimientos estaban presentados sobre todo, más que por los periodistas, por la nueva generación de presentadores de prestigio que habían aparecido brevemente en innumerables películas de la Time Warner para informar sobre apocalípticos atentados terroristas contra los Estados Unidos, y ahora, de forma incongruente, informaban sobre la realidad.

Los habitantes de los Estados Unidos no sólo consideraban que en su país reinaba la paz sino que se creían a prueba de guerras, algo que habría sorprendido a la mayoría de los iraquíes, palestinos y colombianos. Los Estados Unidos se ha despertado como un amnésico en mitad de una guerra y de repente han descubierto que se había estado librando durante varios años.

¿Merecían el ataque los Estados Unidos? Por supuesto que no. Ese argumento es inquietante y peligroso. Pero es necesario plantearse una pregunta distinta: ¿creó la política exterior estadounidense las condiciones en las que podría surgir esta lógica distorsionada, una guerra declarada, más que contra el imperialismo estadounidense, contra la imagen de impasibilidad que dan los Estados Unidos?

La época de las guerras de videojuego, en la que los Estados Unidos tenían siempre los controles, ha generado una rabia ciega en muchos lugares del mundo: rabia contra la pertinaz asimetría del sufrimiento. Éste es el contexto en el que algunas personas, llevadas por un desatinado afán de venganza, han presentado como única demanda el que los ciudadanos estadounidenses compartan su dolor.

Después del atentado, los políticos y comentaristas estadounidenses han repetido como un mantra que el país seguirá funcionando como de costumbre. Insisten en que el estilo de vida de los Estados Unidos no se verá interrumpido. No parece una afirmación muy acertada cuando todas las pruebas indican lo contrario. Parafraseando una consigna de la época de la guerra del Golfo, la guerra es la madre de todas las interrupciones. Y así debe ser. La falsa idea de la guerra sin bajas se ha derrumbado de una vez por todas.

En nuestra consola colectiva del videojuego aparece un mensaje intermitente: Game Over.

La insignia, 16/09/01

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