José
Saramago
En algún lugar de la
India. Una fila de piezas de artillería en
posición. Atado a la boca de cada una de ellas hay
un hombre. En primer plano de la fotografía, un
oficial británico levanta la espada y va a dar orden
de disparar. No disponemos de imágenes del efecto de
los disparos, pero hasta la más obtusa de las
imaginaciones podrá 'ver' cabezas y troncos
dispersos por el campo de tiro, restos
sanguinolentos, vísceras, miembros amputados. Los
hombres eran rebeldes. En algún lugar de Angola. Dos
soldados portugueses levantan por los brazos a un
negro que quizá no esté muerto, otro soldado
empuña un machete y se prepara para separar la
cabeza del cuerpo. Esta es la primera fotografía. En
la segunda, esta vez hay una segunda fotografía, la
cabeza ya ha sido cortada, está clavada en un palo,
y los soldados se ríen. El negro era un guerrillero.
En algún lugar de Israel. Mientras algunos soldados
israelíes inmovilizan a un palestino, otro militar
le parte a martillazos los huesos de la mano derecha.
El palestino había tirado piedras. Estados Unidos de
América del Norte, ciudad de Nueva York. Dos aviones
comerciales norteamericanos, secuestrados por
terroristas relacionados con el integrismo islámico,
se lanzan contra las torres del World Trade Center y
las derriban. Por el mismo procedimiento un tercer
avión causa daños enormes en el edificio del
Pentágono, sede del poder bélico de Estados Unidos.
Los muertos, enterrados entre los escombros,
reducidos a migajas, volatilizados, se cuentan por
millares.
Las
fotografías de India, de Angola y de Israel nos
lanzan el horror a la cara, las víctimas se nos
muestran en el mismo momento de la tortura, de la
agónica expectativa, de la muerte abyecta. En Nueva
York, todo pareció irreal al principio, un episodio
repetido y sin novedad de una catástrofe
cinematográfica más, realmente arrebatadora por el
grado de ilusión conseguido por el técnico de
efectos especiales, pero limpio de estertores, de
chorros de sangre, de carnes aplastadas, de huesos
triturados, de mierda.
El horror,
escondido como un animal inmundo, esperó a que
saliésemos de la estupefacción para saltarnos a la
garganta. El horror dijo por primera vez 'aquí
estoy' cuando aquellas personas se lanzaron al vacío
como si acabasen de escoger una muerte que fuese
suya. Ahora, el horror aparecerá a cada instante al
remover una piedra, un trozo de pared, una chapa de
aluminio retorcida, y será una cabeza irreconocible,
un brazo, una pierna, un abdomen deshecho, un tórax
aplastado. Pero hasta esto mismo es repetitivo y
monótono, en cierto modo ya conocido por las
imágenes que nos llegaron de aquella Ruanda-
de-un-millón-de-muertos, de aquel Vietnam cocido a
napalm, de aquellas ejecuciones en estadios llenos de
gente, de aquellos linchamientos y apaleamientos, de
aquellos soldados iraquíes sepultados vivos bajo
toneladas de arena, de aquellas bombas atómicas que
arrasaron y calcinaron Hiroshima y Nagasaki, de
aquellos crematorios nazis vomitando cenizas, de
aquellos camiones para retirar cadáveres como si se
tratase de basura. Siempre tendremos que morir de
algo, pero ya se ha perdido la cuenta de los seres
humanos muertos de las peores maneras que los humanos
han sido capaces de inventar. Una de ellas, la más
criminal, la más absurda, la que más ofende a la
simple razón, es aquella que, desde el principio de
los tiempos y de las civilizaciones, manda matar en
nombre de Dios. Ya se ha dicho que las religiones,
todas ellas, sin excepción, nunca han servido para
aproximar y congraciar a los hombres; que, por el
contrario, han sido y siguen siendo causa de
sufrimientos inenarrables, de matanzas, de
monstruosas violencias físicas y espirituales que
constituyen uno de los más tenebrosos capítulos de
la miserable historia humana. Al menos en señal de
respeto por la vida, deberíamos tener el valor de
proclamar en todas las circunstancias esta verdad
evidente y demostrable, pero la mayoría de los
creyentes de cualquier religión no sólo fingen
ignorarlo, sino que se yerguen iracundos e
intolerantes contra aquellos para quienes Dios no es
más que un nombre, nada más que un nombre, el
nombre que, por miedo a morir, le pusimos un día y
que vendría a dificultar nuestro paso a una
humanización real. A cambio nos prometía paraísos
y nos amenazaba con infiernos, tan falsos los unos
como los otros, insultos descarados a una
inteligencia y a un sentido común que tanto trabajo
nos costó conseguir. Dice Nietzsche que todo
estaría permitido si Dios no existiese, y yo
respondo que precisamente por causa y en nombre de
Dios es por lo que se ha permitido y justificado
todo, principalmente lo peor, principalmente lo más
horrendo y cruel. Durante siglos, la Inquisición
fue, también, como hoy los talibán, una
organización terrorista dedicada a interpretar
perversamente textos sagrados que deberían merecer
el respeto de quien en ellos decía creer, un
monstruoso connubio pactado entre la Religión y el
Estado contra la libertad de conciencia y contra el
más humano de los derechos: el derecho a decir no,
el derecho a la herejía, el derecho a escoger otra
cosa, que sólo eso es lo que la palabra herejía
significa.
Y, con todo,
Dios es inocente. Inocente como algo que no existe,
que no ha existido ni existirá nunca, inocente de
haber creado un universo entero para colocar en él
seres capaces de cometer los mayores crímenes para
luego justificarlos diciendo que son celebraciones de
su poder y de su gloria, mientras los muertos se van
acumulando, estos de las torres gemelas de Nueva
York, y todos los demás que, en nombre de un Dios
convertido en asesino por la voluntad y por la
acción de los hombres, han cubierto e insisten en
cubrir de terror y sangre las páginas de la
Historia. Los dioses, pienso yo, sólo existen en el
cerebro humano, prosperan o se deterioran dentro del
mismo universo que los ha inventado, pero el `factor
Dios´, ese, está presente en la vida como si
efectivamente fuese dueño y señor de ella. No es un
dios, sino el `factor Dios´ el que se exhibe en los
billetes de dólar y se muestra en los carteles que
piden para América (la de Estados Unidos, no la
otra...) la bendición divina. Y fue en el `factor
Dios´ en lo que se transformó el dios islámico que
lanzó contra las torres del World Trade Center los
aviones de la revuelta contra los desprecios y de la
venganza contra las humillaciones. Se dirá que un
dios se dedicó a sembrar vientos y que otro dios
responde ahora con tempestades. Es posible, y quizá
sea cierto. Pero no han sido ellos, pobres dioses sin
culpa, ha sido el `factor Dios´, ese que es
terriblemente igual en todos los seres humanos donde
quiera que estén y sea cual sea la religión que
profesen, ese que ha intoxicado el pensamiento y
abierto las puertas a las intolerancias más
sórdidas, ese que no respeta sino aquello en lo que
manda creer, el que después de presumir de haber
hecho de la bestia un hombre acabó por hacer del
hombre una bestia.
Al lector
creyente (de cualquier creencia...) que haya
conseguido soportar la repugnancia que probablemente
le inspiren estas palabras, no le pido que se pase al
ateísmo de quien las ha escrito. Simplemente le
ruego que comprenda, con el sentimiento, si no puede
ser con la razón, que, si hay Dios, hay un solo
Dios, y que, en su relación con él, lo que menos
importa es el nombre que le han enseñado a darle. Y
que desconfíe del `factor Dios´. No le faltan
enemigos al espíritu humano, mas ese es uno de los
más pertinaces y corrosivos. Como ha quedado
demostrado y desgraciadamente seguirá
demostrándose.