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ANÁLISIS,
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Literatura
Truman
Capote, choque de vanidades
Lo que destruyó la reputación del magnífico escritor
cuya vida recientemente fue llevada al cine, fue el querer complacer a la crítica
y de obsesionarse con el reconocimiento unánime
OCTUBRE, 2005. En las últimas fotos que se le tomaron,
Truman Capote aparece en la famosa disco neyorquina Studio 54 junto a celebridades como Liza Minelli y
Andy Warhol. Ya para entonces su apariencia era penosa, y aunque era moriría a los 59 años,
entonces se veía como un anciano desdentado, semicalvo y con un sombrero negro que le hacía parecer Boris Malosnov, el
villano que salía en las caricaturas de Rocky y Bullwinkle.
Nada hacía pensar que apenas unos años antes ese asiduo a la disco había levantado polémica, derramado
litros de tinta tanto elogiosa como viperina y sido leído por millones de
personas. Truman Capote llegó a ser el soberano de la literatura, todo a partir de un libro titulado
In Cold Blood (A sangre fría) y que junto con otros escritores como Tom Wolfe, ayudó a revolucionar la
narrativa norteamericana. Quien hoy ostente un sitio dentro de las letras de aquel país, llámese Norman
Mailer, Tom De Lillo, Phillip Roth y el recientemente muerto Hunter S. Thompson tienen una deuda con Capote.
Notablemente influido por los libros de Proust, John Steinbeck y F. Scott Fitzgerald, Capote fue un autor exitoso
casi desde la publicación de su primer libro. En 1961 su novela Breakfast at Tiffany's
fue llevada al cine. Ya para entonces vivía holagadamente de la literatura
y aunque era asiduo colaborador de la prestigiada The New Yorker,
él mismo consideraba que aún no llegaba su momento cumbre. Entonces,
mientras viajaba con su amiga Harper Lee, autora de la célebre novela To
Kill a Mockingbird (Para Matar a un Ruiseñor) se enteró del asesinato de una familia de granjeros en el medio
oeste norteamericano. Los reponsables habían sido atrapados, tras lo cual se les condenó a
la horca.
Capote fue a visitar a los reos en prisión. Eran unos veinteañeros, analfabetos funcionales, quienes
parecían no tener conciencia plena de en la que se
habían metido. Poco a poco Capote se ganó su confianza de modo que los muchachos le contaron su vida y cómo
habían llegado a ese callejón cerrado; incluso con Perry, uno de
ellos, había habido relaciones íntimas. Si bien Capote les había prometido que "publicaría un artículo sobre
su caso para despertar la indignación" --lo había hecho en The
New Yorker, con artículos seriados-- en realidad preparaba una novela sobre sus vidas.
Conforme se aproximaba la fecha de la ejecución lo hicieron las cartas de los condenados para que Capote
intercediera por ellos, pero aparte de las promesas,
el escritor no movió un dedo al respecto. La sentencia jamás fue conmutada y ambos murieron. Ese esa el
momento que esperaba Capote: al poco tiempo salió a la venta A Sangre Fría donde los protagonistas eran Dick
y Perry, los reos ejecutados. El libro tuvo un éxito en ventas descomunal.
Y aunque se le criticó el haber esperado hasta el final para publicar su novela, Capote argumentó que
ello "era indispensable" para poder terminar el texto
aunque la verdad era mucho más obvia: ¿qué tal si Capote publicaba el libro, el abogado de Dick y Perry
conseguía apelar la sentencia o, más aún, salían
libres? Quedaba claro que Capote no deseaba compartir la gloria literaria --ni las regalías-- con nadie más.
Esta "monopolización de la adulación" se hizo evidente cuando Capote enfurecía luego de leer las notas de
los críticos literarios donde, con poquísimas excepciones, ofrecían
malos comentarios a A Sangre Fría. El libro había registrado altísimas ventas y le dio una vida
que de acomodada brincó a lujosa. Pero dado que Capote no ocultaba ese disgusto, los críticos arreciaron
los ataques, seguros de haberle pegado en el ego.
Truman no pudo detectar que prácticamente ninguno de esos críticos había escrito una sola cuartilla
literaria ni mucho menos publicado un libro, y que si mucho poseían un 10 por ciento de su talento. Pero
estaba obsesionado en que todos aplaudieran sus novelas. No reparó en que jamás iba a conseguirlo por
parte de los críticos literarios, que en buena parte del mundo suelen estar corroídos por la envidia,
disimulada en argumentaciones de estilo, desarrollo, etc.
Lo que terminó por derribar al ya herido orgullo de Capote fue que no se le haya considerado siquiera para
el Pulitzer ni el National Book Award, entre otros y que, pensaba, terminarían por brindarle la adulación
general. El desdén terminó por hundirlo en las drogas y el alcohol y
juró hasta el fin de sus días que estaba escribiendo un libro que "callaría la boca a los críticos". Sin
embargo para entonces ya padecía un bloqueo mental que no tardó en traducirse en tortura. Seguramente y para
espantar esos fantasmas que tenían invadida su cabeza fue que Capote asistía a la Studio 54 a beber y a
olvidarse de los críticos.
A su muerte fueron publicados tres capítulos de Plegarias Atendidas,
un libro que dejó inconcluso. Era un texto mediocre, tanto así que Capote hizo bien en
no haberlo lanzado. Los críticos habrían terminado devorándolo.
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