El Banquete
Platón
Amor y filosofía son
conceptos que están íntimamente ligados desde la génesis misma de sus
nombres. De tal manera que los términos amante y filósofo se
entrelazan en una iluminadora sinonimia. Decimos iluminadora porque
partiendo de cualquiera de ellos, no sólo comprenderemos su particular
significado sino que nos lleva, sin esfuerzo alguno, hacia la intelección
del otro. Que el amar y el filosofar sean una y la misma acción es
claro ya para el mundo la Grecia clásica. Pero no así para nosotros
que hemos heredado la mutilación que ha sufrido el concepto de amor
quizá en algún momento del medioevo. Doble importancia adquiere
entonces dedicarnos a repensar esta noble amalgama desde uno de los
textos más bellos y sugerentes de occidente. Nos referimos a "El
Banquete" de Platón, un clásico de la antigua Grecia que nos
plantea con infinita profundidad la estructura y la finalidad del
pensamiento humano. Esta nueva forma de reflexión, que arranca del
mito, aya por el siglo VII antes de la era cristiana y se cristaliza en
lo que es hoy, o debería ser, el modo del pensar del hombre occidental. Sabemos que Platón (filósofo griego
que vivió entre el año 429 y 347 antes de Cristo) escribió numerosos
"diálogos", donde, la mayoría de las veces, relata la vida y
las enseñanzas de su Maestro Sócrates. La obra que acá nos ocupa: El
Banquete o Symposyum (literalmente: con bebida) tiene por tema el Amor.
En efecto, varios comensales se reúnen en la casa de Agatón, que acaba
de triunfar en un encuentro de poetas trágicos, a cenar y beber. Luego
de la sugerencia que da uno de los invitados, se aprestan a pronunciar
discursos sobre Eros, especie de semidiós que en la mitología griega
representa al Amor. Así se suceden las distintas declamaciones que cada
uno de los participantes de este banquete van pronunciando desde su
particular visión. Un lugar central del Diálogo es ocupado por el
discurso de Sócrates. Pero no es él -que nada sabe de las cosas del
amor- sino una mujer de la región de Matinea llamada Diotima, a quien Sócrates
proclama como "su maestra en las cosas del amor", la que nos
conduce a través de los misterios de Eros. Dos son las finalidades del
argumento expuesto por Diotima: decirnos, en primer lugar, cual es la
"naturaleza del Amor" y en una segunda fase mostrarnos
en que acción podemos alcanzar las finalidades del Amor. En
otras palabras: la "utilidad del Amor". Pero el argumento no
se resume a estos dos tópicos; de entre sus línea podemos extraer al
menos una primaria comprensión del pensamiento filosófico, adelantémoslo:
el filosofo en cuanto ama, busca aquello que no posee a través de la
acción constante en vistas del Bien que lo acercará lenta e
infinitamente a los más amable: la Verdad. Para este estudio hemos preparado un texto comparativo con las que, a nuestro juicio, son las dos mejores traducciones al español de este texto, nos referimos por un lado a la edición de la Editorial Gredos Biblioteca Clásicos, Vol. III, Madrid, España 1992. Y a la edición de editorial Labor S. A. Barcelona, España 1975. Algunas notas e indicaciones lingüísticas señalas en paréntesis cuadrado son de nuestra autoría.
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El Banquete Selecciones: El
Discurso de Sócrates 199c - 212b -¿Y cómo, feliz Erixímaco, no voy
a estarlo -dijo Sócrates-, no sólo yo, sino cualquier otro, que tenga la
intención de hablar después de pronunciado un discurso tan espléndido y
variado? Bien es cierto que los otros aspectos no han sido igualmente
admirables, pero por la belleza de las palabras y expresiones finales, ¿quién
no quedaría impresionado al oírlas? Reflexionando yo, efectivamente, que
por mi parte no iba a ser capaz de decir algo ni siquiera aproximado a la
belleza de estas palabras, casi me hecho a correr y me escapo por vergüenza,
si hubiera tenido a donde ir. Su discurso, ciertamente, me recordaba a
Gorgias, de modo que he experimentado exactamente lo que cuenta Homero:
temí que Agatón, al término de su discurso, lanzara contra el mío la
cabeza de Gorgias, terrible orador, y me convirtiera en piedra por la
imposibilidad de hablar. Y entonces precisamente comprendí que había
hecho el ridículo cuando me comprometí con ustedes a hacer, llegado mi
turno, un encomio a Eros en su compañía y afirmé que era un experto en
las cosas del amor, sin saber de hecho nada del asunto, o sea, cómo se
debe hacer un encomio cualquiera. Llevado por mi ingenuidad, creía, en
efecto, que se debía decir la verdad sobre cada aspecto del objeto
encomiado y que esto debía constituir la base, pero que luego deberíamos
seleccionar de estos mismos aspectos las cosas más hermosas y
presentarlas de la manera más atractiva posible. Ciertamente me hacía
grandes ilusiones de que iba a hablar bien, como si supiera la verdad de cómo
hacer cualquier elogio. Pero, según parece, no era éste el método
correcto de elogiar cualquier cosa, sino que, más bien, consiste en
atribuir al objeto elogiado el mayor número posible de cualidades y las más
bellas, sean o no así realmente; y si eran falsas, no importaba nada.
Pues lo que antes se nos propuso fue, al parecer, que cada uno de nosotros
diera la impresión de hacer un encomio a Eros, no que éste fuera
realmente encomiado. Por esto, precisamente, supongo, remueven todo tipo
de palabras y se las atribuyen a Eros y afirman que es de tal naturaleza y
causante de tantos bienes, para que parezca el más hermoso y el mejor
posible, evidentemente ante los que no le conocen, no, por supuesto, ante
los instruidos, con lo que el elogio resulta hermoso y solemne. Pero yo no
conocía en verdad este modo de hacer un elogio y sin conocerlo les prometí
hacerlo también yo cuando llegara mi turno. La lengua lo prometió, pero
no el corazón. ¡Que se vaya, pues, a paseo el encomio! Yo ya no voy a
hacer un encomio de esta manera, pues no podría. Pero, con todo, estoy
dispuesto, si quieren, a decir la verdad a mi manera, sin competir con los
discursos de ustedes, para no exponerme a ser objeto de risa. Mira, pues,
Fedro, si hay necesidad todavía de un discurso de esta clase y quieren oír
expresamente la verdad sobre Eros, pero con las palabras y giros que se me
puedan ocurrir sobre la marcha. Entonces, Fedro y los demás le
exhortaron a hablar como él mismo pensaba que debía expresarse. - Pues bien, Fedro -dijo Sócrates-,
déjame preguntar todavía a Agatón unas cuantas cosas, para que, una vez
que haya obtenido su conformidad en algunos puntos, pueda ya hablar. -Bien, te dejo -respondió Fedro-.
Pregunta, pues. *
* * [199c
Inicio del Discurso de Sócrates] Después de esto, comenzó Sócrates
más o menos así: - En verdad, querido Agatón, me
pareció que has introducido bien tu discurso cuando decías que había
que exponer primero cuál era la naturaleza de Eros [el Amor]mismo
y luego sus obras. Este principio me gusta mucho. Ea, pues, ya que
a propósito de Eros me explicaste, por lo demás, espléndida y
formidablemente, cómo era, dime también lo siguiente: ¿es acaso Eros de
tal naturaleza que debe ser amor de algo o de nada? Y no pregunto si es
amor de una madre o de un padre -pues sería ridícula la pregunta de si
Eros es amor de madre o de padre-, sino como si acerca de la palabra misma
"padre" preguntara: ¿es el padre de alguien o no? Sin duda me
dirías, si quisieras respóndeme correctamente, que el padre es padre de
un hijo o de una hija. ¿O no? - Claro que sí -dijo Agatón. - ¿Y no ocurre lo mismo con la
palabra "madre"? También en esto estuvo de acuerdo. - Pues bien -dijo Sócrates- respóndeme
todavía un poco más, para que entiendas mejor lo que quiero. Si te
preguntara: ¿ y qué ?, ¿un hermano, en tanto que hermano, es hermano de
alguien o no? Agatón respondió que lo era. ¿Y no lo es de un hermano o de una
hermana? Agatón asintió. - Intenta, entonces -prosiguió Sócrates-,
decir lo mismo acerca del amor. ¿Es Eros amor de algo o de nada? Por supuesto que lo es de algo. - Pues bien -dijo Sócrates-, guárdate
esto en tu mente y acuérdate de que cosa es el amor. Pero ahora respóndeme
sólo a esto: ¿desea Eros aquello de lo que es amor o no? - Naturalmente -dijo. ¿Y desea y ama lo que desea y ama
cuando lo posee, o cuando no lo posee? - Probablemente -dijo Agatón-
cuando no lo posee. - Considera, pues -continuó Sócrates-,
si en lugar de probablemente no es necesario que sea así, esto es, lo que
desea aquello de lo que está falto y no lo desea si no está falto
de ello. A mí, en efecto, me parece extraordinario, Agatón, que
necesariamente sea así. ¿Y a tí cómo te parece? - También a mí me lo parece -dijo
Agatón. - Dices bien. Pues, ¿desearía
alguien ser alto, si es alto, o fuerte, si es fuerte? - Imposible, según lo que hemos
acordado. - Porque, naturalmente, el que ya lo
es no podría estar falto de estas cualidades. - Tienes razón. - Pues si -continuó Sócrates-, el
que es fuerte, quisiera ser fuerte, el que es rápido, ser rápido, el que
está sano, ser sano... -tal vez, en efecto, alguno podría pensar, a propósito
de estas cualidades y de todas las similares a éstas, que quienes son así
y las poseen desean también aquello que poseen; y lo digo precisamente
para que no nos engañemos. -Estas personas, Agatón, si te fijas bien,
necesariamente poseen en el momento actual cada una de las cualidades que
poseen, quieran o no. ¿Y quién desearía precisamente tener lo que ya
tiene? Mas cuando alguien nos diga: Yo, que estoy sano, quisiera también
estar sano, y siendo rico quiero también ser rico, y deseo lo mismo que
poseo, le diríamos: Tú, hombre, que ya tienes riqueza, salud y fuerza,
lo que quieres realmente es tener eso también en el futuro, pues
en el momento actual, al menos, quieras o no, ya lo posees. Examina, pues,
si cuando dices 'deseo lo que tengo' no quieres decir en realidad otra
cosa que 'quiero tener también en el futuro lo que en la actualidad
tengo' ¿Acaso no estaría de acuerdo? Agatón afirmó que lo estaría.
Entonces Sócrates dijo: ¿Y amar aquello que aún no está a
disposición de uno ni se posee no es precisamente esto, es decir, que uno
tenga también en el futuro la conservación y mantenimiento de estas
cualidades? - Sin duda -dijo Agatón. - Por tanto, también éste y
cualquier otro que sienta deseo, desea lo que no tiene a su
disposición y no está presente, lo que no posee, lo que él no es
y de lo que está falto. ¿No son éstas, más o menos, las cosas de las
que hay deseo y amor? - Por supuesto -dijo Agatón. - Ea, pues, recapitulemos los puntos
en los que hemos llegado a un acuerdo. ¿No es verdad que Eros es, en
primer lugar, amor de algo y, luego, amor de lo que tiene realmente
necesidad? - Sí -dijo. - Siendo esto así, acuérdate ahora
de qué cosas dijiste en tu discurso que era objeto Eros. O, si quieres,
yo mismo te las recordaré. Creo, en efecto, que dijiste más o menos así,
que entre los Dioses se organizaron las actividades por amor de lo bello,
pues de lo feo no había amor. ¿No lo dijiste más o menos así? - Así lo dije, en efecto. - Y lo dices con toda razón, compañero.
-dijo Sócrates-. Y si esto es así, ¿no es verdad que Eros sería amor
de la belleza y no de la fealdad? ¿Pero no se ha acordado que ama
aquello de lo que está falto y no posee? - Sí -dijo. - Luego Eros no posee belleza y está
falto de ella. - Necesariamente -afirmó. - ¿Y qué? Lo que está falto de
belleza y no la posee en absoluto, ¿dices tú que es bello? - No, por supuesto. - ¿Reconoces entonces todavía que
Eros es bello, si esto es así? - Me parece, Sócrates -dijo Agatón-,
que no sabía nada de lo que antes dije. - Y, sin embargo -continuó Sócrates-,
hablaste bien, Agatón. Pero respóndeme todavía un poco más. ¿Las
cosas buenas no te parece que son también bellas? - A mí, al menos, me lo parece. - entonces, si Eros está falto de
cosas bellas y si las cosas buenas son bellas, estará falto también de
cosas buenas. - Yo, Sócrates -dijo Agatón-, no
podría contradecirte. Por consiguiente, que sea como dices. En absoluto -replicó Sócrates-; es
a la verdad, querido Agatón, a la que no puedes contradecir, ya que a Sócrates
no es nada difícil. *
* * Pero voy a dejarte por ahora y les
contaré el discurso sobre Eros que oí un día de labios de una mujer de
Matinea, Diotima, que era sabia en éstas y otras muchas cosas. Así por
ejemplo, en cierta ocasión consiguió para los atenienses, al haber hecho
un sacrificio por la peste, un aplazamiento de diez años de la epidemia.
Ella fue, precisamente, la que me enseñó también las cosas del amor.
Intentaré, pues, exponerles, yo mismo por mi cuenta, en la medida en que
pueda y partiendo de lo acordado entre Agatón y yo, el discurso que
pronunció aquella mujer. En consecuencia, es preciso, Agatón, como tú
explicaste, describir primero a Eros mismo, quién es y cuál es su
naturaleza, y exponer después sus obras. Me parece, por consiguiente, que
lo más fácil es hacer la exposición como en aquella ocasión procedió
la extranjera cuando iba interrogándome. Pues poco más o menos también
yo le decía lo mismo que Agatón ahora a mí: que Eros era un gran Dios y
que lo era de las cosas bellas. Pero ella me refutaba con los mismos
argumentos que yo a él: que, según mis propias palabras, no era ni bello
ni bueno. - ¿Cómo dices, Diotima? -le dije
yo-. ¿Entonces Eros es feo y malo? - Habla mejor -dijo ella-. ¿Crees
que lo que no sea bello necesariamente habrá de ser feo? Exactamente. ¿Y lo que no sea sabio, ignorante?
¿No te has dado cuenta de que hay algo intermedio entre la sabiduría y
la ignorancia? - ¿Qué es ello? - ¿No sabes -dijo- que el opinar
rectamente, incluso sin poder dar razón de ello, no es ni saber, pues una
cosa de la que no se puede dar razón no podría ser conocimiento, ni
tampoco ignorancia, pues lo que posee realidad no puede ser ignorancia? la
recta opinión es, pues, algo así como una cosa intermedia entre el
conocimiento y la ignorancia. - Tienes razón. - No pretendas, por tanto, que lo
que no es bello sea necesariamente feo, ni lo que no es bueno, malo. Y así
también respecto a Eros, puesto que tú mismo estás de acuerdo en que no
es ni bueno ni bello, no creas tampoco que ha de ser feo y malo, sino algo
intermedio entre estos dos. - Sin embargo, se reconoce por todos
que es un gran dios. - ¿Te refieres a todos los que no
saben o también a los que saben? - Absolutamente a todos, por
supuesto. Entonces ella, sonriendo, me dijo: - ¿Y cómo podrían estar de
acuerdo, Sócrates, en que es un gran dios aquellos que afirman que ni
siquiera es un dios? - ¿Quiénes son ésos? -dije. - Uno eres tú y otra yo. - ¿Cómo explicas eso? -repliqué. - Fácilmente. Dime ¿no afirmas que
todos los dioses son felices y bellos? ¿O te atreverías a afirmar que
alguno de entre los dioses no es bello y feliz? - ¡Por Zeus!, yo no. - ¿Y no llamas felices,
precisamente, a los que poseen las cosas buenas y bellas? - Efectivamente. - Pero en relación con Eros al
menos has reconocido que, por carecer de cosas buenas y bellas, desea
precisamente eso mismo de que está falto. - Lo he reconocido, en efecto. - ¿Entonces, cómo podría ser dios
el que no participa de lo bello y de lo bueno? - De ninguna manera, según parece. - ¿Ves, pues, que tampoco tú
consideras dios a Eros? - ¿Qué puede ser entonces Eros, un
mortal? - En absoluto. - ¿Pues qué entonces? - Como en los ejemplos anteriores,
algo intermedio entre lo mortal y lo inmortal. - ¿Y qué es ello Diotima? - Un gran "genio", Sócrates.
Pues también todo lo que es genio está entre la divinidad y lo mortal. - ¿Y qué poder tiene? - Interpreta y comunica a los dioses
las cosas de los hombres y a los hombres las de los dioses, súplicas y
sacrificios de los unos y de los otros órdenes y recompensas por los
sacrificios. Al estar en medio de unos y otros llena el espacio entre
ambos, de suerte que el todo queda unido consigo mismo como un continuo. A
través de él funciona toda la adivinación y el arte de los sacerdotes
relativa tanto a los sacrificios como a los ritos, ensalmos, toda clase de
mántica y de magia. La divinidad no tiene contacto con el hombre, sino
que es a través de este genio como se produce todo contacto entre dioses
y hombres, tanto como si están despiertos como si están durmiendo. Y así,
el que es sabio en tales materias es un hombre demónico [genial],
mientras que el que lo es en cualquier otra cosa, ya sea en las artes o en
los trabajos manuales, es un simple artesano. Estos démones [genios], en
efecto, son numerosos y de todas clases, y uno de ellos es también Eros. *
* * - ¿Y quién es su padre y su madre? - Es más largo de contar, pero, con
todo, te lo diré Sócrates. Cuando nació Afrodita, los dioses celebraron
un banquete y, entre otros, estaba también Poros, el hijo de Metis. Después
que terminaron de comer, vino a mendigar Penía, como era de esperar en
una ocasión festiva, y estaba cerca de la puerta. Mientras, Poros,
embriagado de néctar -pues aún no existía el vino-, entró en el jardín
de Zeus y, entorpecido por la embriaguez, se durmió. Entonces Penía,
tramando, impulsada por su carencia de recursos, hacerse un hijo de Poros,
se acuesta a su lado y concibió a Eros. Por esta razón, precisamente, es
Eros también acompañante y escudero de Afrodita, al ser engendrado en la
fiesta del nacimiento de la Diosa y al ser, a la vez, por naturaleza un
amante de lo bello, dado que también Afrodita es bella. Siendo hijo,
pues, de Poros y Penía, Eros se ha quedado con las siguientes características.
En primer lugar, es siempre pobre, y lejos de ser delicado y bello, como
cree la mayoría, es más bien duro y seco, descalzo y sin casa, duerme
siempre en el suelo y descubierto, se acuesta a la intemperie en las
puertas y al borde de los caminos, compañero siempre inseparable de la
indigencia por tener la naturaleza de su madre. Pero, por otra parte, de
acuerdo a la naturaleza de su padre, está al acecho de lo bello y de lo
bueno; es valiente, audaz y activo, hábil cazador, siempre urdiendo
alguna trama, ávido de sabiduría y rico en recursos, filosofa a lo largo
de toda su vida, y es un charlatán terrible, un embelesador y un sofista.
No es por naturaleza ni inmortal ni mortal, sino que en el mismo día unas
veces florece y vive, cuando está en la abundancia, y otras muere, pero
recobra la vida de nuevo gracias a la naturaleza de su padre. Mas lo que
consigue siempre se le escapa, de suerte que Eros nunca ni está falto de
recursos ni es rico, y está, además, en el medio de la sabiduría y la
ignorancia. Pues la cosa es como sigue: ninguno de los dioses filosofa ni
desea ser sabio, porque ya lo es, como tampoco ama la sabiduría cualquier
otro que sea sabio. Por otro lado, los ignorantes ni filosofan ni desean
hacerse sabios, pues en esto estriba el mal de la ignorancia: en no ser ni
noble, ni bueno, ni sabio y tener la ilusión de serlo en grado
suficiente. Así, pues, el que no cree estar necesitado no desea tampoco
lo que no cree necesitar. - ¿Quiénes son, Diotima, entonces,
los que aman la sabiduría, si no son ni los sabios ni los ignorantes? - Hasta para un niño es ya evidente
que son los que están en medio de estos dos, entre los cuales estará
también Eros. La sabiduría, en efecto, es una de las cosas más bellas y
Eros es amor de lo bello, de modo que Eros es necesariamente amante de la
sabiduría [filósofo], y por ser amante de la sabiduría está, por
tanto, en medio del sabio y del ignorante. Y la causa de esto es también
su nacimiento, ya que es hijo de un padre sabio y rico en recursos y de
una madre no sabia e indigente. Ésta es, pues, querido Sócrates, la
naturaleza de este genio. Pero, en cuanto a lo que tú pensaste que era
Eros, no hay nada sorprendente en ello. Tú creíste, según me parece
deducirlo de lo que dices, que Eros era lo amado y no lo que ama [el
amante]. Por esta razón, me imagino, te parecía Eros totalmente bello, pues lo que
es susceptible de ser amado es también lo verdaderamente bello, delicado,
perfecto y digno de ser tenido por dichoso, mientras que lo que ama [el
amante] tiene un carácter diferente, tal como yo lo describí. *
* * - Sea así, extranjera, pues hablas
bien. Pero siendo Eros de tal naturaleza, ¿qué función [utilidad] tiene
para los hombres? - Esto, Sócrates, es precisamente
lo que voy a intentar enseñarte a continuación. Eros, efectivamente, es
como he dicho y ha nacido así, pero a la vez es amor de las cosas bellas,
como tú afirmas. Más si alguien nos preguntara: ¿En qué sentido, Sócrates
y Diotima, es Eros amor de las cosas bellas? O así, más claramente: el
que ama las cosas bellas desea, ¿qué desea? - Que lleguen a ser suyas. - Pero esta respuesta exige aún la
siguiente pregunta: ¿qué será de aquel que haga suyas las cosas bellas? Entonces le dije que todavía no podía
responder de repente a esa pregunta. - Bien. Imagínate que alguien,
haciendo un cambio y empleando la palabra 'bueno' en lugar de 'bello', te
preguntara: 'Veamos Sócrates, el que ama las cosas buenas desea, ¿qué
desea?' - Que lleguen a ser suyas. - ¿Y qué será de aquel que haga
suyas las cosas buenas? - Esto ya puedo contestarlo más fácilmente:
que será feliz. - Por la posesión de las cosas
buenas, en efecto, los felices son felices, y ya no hay necesidad de añadir
la pregunta de por qué quiere ser feliz el que quiere serlo, sino que la
respuesta parece que tiene su fin. - Tienes razón. - Ahora bien, esa voluntad y ese
deseo, ¿crees que es común a todos los hombres y que todos quieren
poseer siempre lo que es bueno? ¿O cómo piensas tú? - Así, que es común a todos. - ¿Por qué entonces Sócrates, no
decimos que todos aman, si realmente todos aman lo mismo y siempre, sino
que decimos que unos aman y otros no? - También a mí me asombra eso. - Pues no te asombres, ya que, de
hecho, hemos separado una especie particular de amor y, dándole el nombre
del todo, la denominamos amor, mientras que para las otras especies usamos
otros nombres. - ¿Me podrías poner un ejemplo?
-le pregunté. - Lo siguiente. Tú sabes que la
idea de 'creación' es muy amplia, pues en realidad toda causa que haga
pasar cualquier cosa del no ser al ser es creación, de suerte que también
los trabajos realizados en todas las artes son creaciones y los artífices
de éstas son todos creadores o "poetas". - Tienes razón. - Pero también sabes -prosiguió
Diotima- que no se llaman poetas, sino que tienen otros nombres y que del
concepto total de creación se ha separado una parte, la concerniente a la
música y al verso, y se la denomina con el nombre del todo. Únicamente a
esto se llama, en efecto, 'poesía', y 'poetas' a los que poseen esta
porción de creación. - Tienes razón. - Pues bien, así ocurre también
con el amor. En general, todo deseo de lo que es bueno y de ser feliz es
amor, "ese amor grandísimo y engañoso para todos". Pero
unos se dedican a él de muchas y diversas maneras, ya sea en los
negocios, en la afición a la gimnasia o en el amor a la sabiduría
[filosofía], y no se dice ni que están enamorados ni se les llama
amantes, mientras que los que se dirigen a él y se afanan según una sola
especie reciben el nombre del todo, amor, y de ellos se dice que están
enamorados y se les llama amantes. - Parece que dices la verdad. - Y se cuenta, ciertamente, una
leyenda, según la cual los que busquen la mitad de sí mismos son los que
están enamorados, pero, según mi propia teoría, el amor no lo es ni de
una mitad ni de un todo, a no ser que sea, amigo mío, realmente bueno, ya
que los hombres están dispuestos a amputarse sus propios pies y manos, si
les parece que esas partes de sí mismos son malas. Pues no es, creo yo, a
lo suyo propio a lo que cada cual se aferra, excepto si se identifica lo
bueno con lo particular y propio de uno mismo y lo malo, en cambio, con lo
ajeno. Así que, en verdad, lo que los hombres aman no es otra cosa que el
bien. ¿O a ti te parece que aman otra cosa? - a mi no, ¡por Zeus!. - ¿entonces, se puede decir así
simplemente que los hombres aman el bien? - Sí. - ¿Y qué? ¿No hay que añadir que
aman también poseer el bien? - hay que añadirlo. - ¿y no sólo poseerlo, sino también
poseerlo siempre? - también eso hay que añadirlo. - entonces, el amor es, en resumen,
el deseo de poseer siempre el bien. - es exacto lo que dices. - pues bien, puesto que el amor es
siempre esto, ¿de qué modo deben perseguirlo los que lo persiguen y en
qué acción para que su solicitud y su intenso deseo se pueda llamar
amor? ¿Cuál es justamente esta acción especial? ¿Puedes decirla? - si pudiera, no estaría admirándote,
Diotima, por tu sabiduría ni hubiera venido una y otra vez a ti para
aprender precisamente estas cosas. - pues yo te lo diré. Esta acción
especial es, efectivamente, una procreación en la belleza, tanto
según el cuerpo como según el alma. - lo que realmente quieres decir
necesita adivinación, pues no lo entiendo. - pues te lo diré más claramente.
Impulso creador, Sócrates, tienen, en efecto, todos los hombres, no sólo
según el cuerpo, sino también según el alma, y cuando se encuentran en
cierta edad, nuestra naturaleza desea procrear. Pero no puedo procrear en
lo feo, sino sólo en lo bello. La unión de hombre y mujer es,
efectivamente, procreación y es una obra divina, pues la fecundidad y la
reproducción es lo que de inmortal existe en el ser vivo, que es mortal.
Pero es imposible que este proceso llegue a producirse en lo que es
incompatible, e incompatible es lo feo con todo lo divino, mientras que lo
bello es, en cambio, compatible. Así pues, la belleza es la moira y la
ilitía del nacimiento. Por esta razón, cuando lo que tiene impulso
creador se acerca a lo bello, se vuelve propicio y se derrama contento,
procrea y engendra; pero cuando se acerca a lo feo, ceñudo y afligido se
contrae en sí mismo, se aparta, se encoge y no engendra, sino que retiene
el fruto de su fecundidad y lo soporta penosamente. De ahí, precisamente,
que al que está fecundado y ya abultado le sobrevenga el fuerte arrebato
por lo bello, porque libera al que lo posee de los grandes dolores del
parto. Pues el amor, Sócrates, no es amor de lo bello, como tú crees. - ¿pues qué es entonces? - amor de la generación y procreación
en lo bello. - sea así. - por supuesto que es así. Ahora
bien, ¿por qué precisamente de la generación? Porque la generación es
algo eterno e inmortal en la medida en que pueda existir en algo mortal. Y
es necesario, según lo acordado, desear la inmortalidad junto con el
bien, si realmente el amor tiene por objeto la perpetua posesión del
bien. Así, pues, según se desprende de este razonamiento, necesariamente
el amor es también amor de la inmortalidad. Todo esto, en efecto, me enseñaba
siempre que hablaba conmigo sobre cosas del amor. *
* * Pero una vez me preguntó: - ¿Qué crees tú, Sócrates, que
es la causa de ese amor y de ese deseo? ¿O no te das cuenta de en qué
terrible estado se encuentran todos los animales, los terrestres y los
alados, cuando desean engendrar, cómo todos ellos están enfermos y
amorosamente dispuestos, en primer lugar en relación con su mutua unión
y luego en relación con el cuidado de la prole, cómo por ella están
prestos no sólo a luchar, incluso los más débiles contra los más
fuertes, sino también a morir, cómo ellos mismos están consumidos por
el hambre para alimentarla y así hacen todo lo demás? Si bien podría
pensarse que los hombres hacen esto por reflexión [cálculo]; respecto a
los animales, sin embargo, ¿cuál podría ser la causa de semejantes
disposiciones amorosas? ¿Puedes decírmela? Y una vez más yo le decía que no
sabía. - ¿Y piensas llegar a ser algún día
experto en las cosas del amor, si no entiendes esto? - Pues por eso precisamente,
Diotima, como te dije antes, he venido a ti, consciente de que necesito
maestros. Dime, por tanto, la causa de esto y de todo lo demás
relacionado con las cosas del amor. - Pues bien, si crees que el amor es
por naturaleza amor de lo que repetidamente hemos convenido, no te extrañes,
ya que en este caso, y por la misma razón que en el anterior, la
naturaleza mortal busca, en la medida de lo posible, existir siempre y
ser inmortal. Pero sólo puede serlo de esta manera: por medio de la
procreación, porque siempre deja otro ser nuevo en lugar del viejo. Pues
incluso en el tiempo en que se dice que vive cada una de las criaturas
vivientes y que es la misma, como se dice, por ejemplo, que es el mismo un
hombre desde su niñez hasta que se hace viejo, sin embargo, aunque se
dice que es el mismo, ese individuo nunca tiene en sí las mismas cosas,
sino que continuamente se renueva y pierde otros elementos, en su pelo, en
su carne, en sus huesos, en su sangre y en todo su cuerpo. Y no sólo en
su cuerpo, sino también en el alma: los hábitos, caracteres, opiniones,
deseos, placeres, tristezas, temores, ninguna de estas cosas jamás
permanecen la misma en cada individuo, sino que unas nacen y otras mueren.
Pero mucho más extraño todavía que esto es que también los
conocimientos no sólo nacen unos y mueren otros en nosotros, de modo que
nunca somos los mismos ni siquiera en relación con los conocimientos,
sino que también le ocurre lo mismo a cada uno de ellos en particular.
Pues lo que se llama practicar [repasar] existe porque el conocimiento
sale de nosotros, ya que el olvido es la salida de un conocimiento,
mientras que la práctica, por el contrario, al implantar un nuevo
recuerdo en lugar del que se marcha, mantiene el conocimiento, hasta el
punto de que parece que es el mismo. De esta manera, en efecto, se
conserva todo lo mortal, no por ser siempre completamente lo mismo, como
lo divino, sino porque lo que se marcha y está ya envejecido deja en su
lugar otra cosa nueva semejante a lo que era. Por este procedimiento, Sócrates,
lo mortal participa de inmortalidad, tanto el cuerpo como todo lo demás;
lo inmortal, en cambio, participa de otra manera. No te extrañes, pues,
si todo ser estima por naturaleza a su propio vástago, pues por causa de
inmortalidad ese celo y ese amor acompaña a todo ser. Cuando hube escuchado este discurso,
lleno de admiración le dije: - Bien, sapientísima Diotima, ¿es
esto así en verdad? Y ella, como los auténticos
sofistas, me contestó: - Por supuesto, Sócrates, ya que,
si quieres reparar en el amor de los hombres por los honores, te quedarías
asombrado también de su irracionalidad, a menos que medites en relación
con lo que yo he dicho, considerando en qué terrible estado se encuentran
por el amor de llegar a ser famosos y "dejar para el futuro una
fama inmortal". Por esto, aún más que por sus hijos, están
dispuestos a arrostrar todos los peligros, a gastar su dinero, a soportar
cualquier tipo de fatiga y a dar su vida. Pues, ¿crees tú que Alcestis
hubiera muerto por Admeto o que Aquiles hubiera seguido en su muerte a
Patroclo o que vuestro Codro se hubiera adelantado a morir por el reinado
de sus hijos, si no hubiera creído que iba a quedar de ellos el recuerdo
inmortal que ahora tenemos por su virtud? Ni mucho menos, sino que más
bien, creo yo, por inmortal virtud y por tal ilustre renombre todos hacen
todo, y cuanto mejores sean, tanto más, pues aman lo que es inmortal. En
consecuencia, los que son fecundos según el cuerpo se dirigen
preferentemente a las mujeres y de esta manera son amantes, procurándose
mediante la procreación de hijos inmortalidad, recuerdo y felicidad, según
creen, para todo tiempo futuro. En cambio, los que son fecundos según el
alma ... pues hay, en efecto, quienes conciben en las almas aún más que
en los cuerpos, aquello que corresponde al alma concebir y dar a luz. ¿Y
qué es lo que le corresponde? :La sabiduría moral y las demás
virtudes, de las que precisamente son procreadores todos los poetas y
cuantos artistas se dice que son inventores. Pero el conocimiento mayor y
el más bello es, con mucho, la regulación de lo que concierne a las
ciudades y familias, cuyo nombre es mesura [moderación] y justicia. Ahora
bien, cuando uno de éstos se siente desde joven fecundo en el alma,
siendo de naturaleza divina, y, llegada la edad, desea ya procrear y
engendrar, entonces busca también él, creo yo, en su entorno la belleza
en la que pueda engendrar, pues en lo feo nunca engendrará. Así, pues,
en razón de su fecundidad, se apega a los cuerpos bellos más que a los
feos, y si se tropieza con un alma bella, noble y bien dotada por
naturaleza, entonces muestra un gran interés por el conjunto; ante esta
persona tiene al punto abundancia de razonamientos sobre la virtud,
sobre cómo debe ser el hombre bueno y lo que debe practicar, e intenta
educarlo. En efecto, al estar en contacto, creo yo, con lo bello y tener
relación con ello, da a luz y procrea lo que desde hacía tiempo tenía
concebido, no sólo en su presencia, sino también recordándolo en su
ausencia, y en común con el objeto bello ayuda a criar lo engendrado, de
suerte que los de tal naturaleza mantienen entre sí una comunidad mucho
mayor que la de los hijos y una amistad más sólida, puesto que tienen en
común hijos más bellos y más inmortales. Y todo el mundo preferiría
para sí haber engendrado tales hijos en lugar de los humanos, cuando echa
una mirada a Homero, a Hesíodo y demás buenos poetas, y siente envidia
porque han dejado de sí descendientes tales que les procuran inmortal
fama y recuerdo por ser inmortales ellos mismos; o si quieres, los hijos
que dejó Licurgo en Lacedemonia, salvadores de Lacedemonia y, por así
decir, de la Hélade entera. Honrado es también entre nosotros Solón,
por haber dado origen a nuestras leyes, y otros muchos hombres lo son en
otras muchas partes, tanto entre los griegos como entre los bárbaros, por
haber puesto de manifiesto muchas y hermosas obras y haber engendrado toda
clase de virtud. En su honor se han establecido ya también muchos templos
y cultos por tales hijos, mientras que por hijos mortales todavía no se
han establecido para nadie. *
* * Éstas son, pues, las cosas del amor
en cuyo misterio también tú, Sócrates, tal vez podrías iniciarte. Pero
en los ritos finales y suprema revelación, por cuya causa existen aquéllas,
si se procede con buen método, no sé si serías capaz de
iniciarte. Por consiguiente, yo misma te los diré y no escatimaré ningún
esfuerzo; intenta seguirme, si puedes. Es preciso, en efecto, que quien
quiera ir por el recto camino a ese fin comience desde joven a dirigirse
hacia los cuerpos bellos. Y, si su guía lo dirige rectamente, enamorarse
en primer lugar de un solo cuerpo y engendrar en él bellos razonamientos;
luego debe comprender que la belleza que hay en cualquier cuerpo es afín
a la que hay en otro y que, si es preciso perseguir la belleza de la
forma, es una gran necedad no considerar una y la misma belleza que hay en
todos los cuerpos. Una vez adquirido este concepto, debe hacerse
amante de todos los cuerpos bellos y calmar ese fuerte arrebato por uno
solo, despreciándolo y considerándolo insignificante. A continuación
debe considerar más valiosa la belleza de las almas que la del
cuerpo, de suerte que si alguien es virtuoso del alma, aunque tenga un
escaso esplendor, séale suficiente para amarle, cuidarle, engendrar y
buscar razonamientos tales que hagan mejores a los jóvenes, para que sea
obligado, una vez más, a contemplar la belleza que reside en las normas
de conducta y a reconocer que todo lo bello está emparentado consigo
mismo, y considere de esta forma la belleza del cuerpo como algo
insignificante. Después de las normas de conducta debe conducirle a las ciencias,
para que vea también la belleza de éstas y, fijando ya su mirada en esa
inmensa belleza, no sea, por servil dependencia, mediocre y corto de espíritu,
apegándose como esclavo, a la belleza de un solo ser, cual la de un
muchacho, de un hombre o de una norma de conducta, sino que, vuelto hacia
ese mar de lo bello y contemplándolo, engendre muchos bellos y magníficos
discursos y pensamientos en inagotable filosofía, hasta que fortalecido
entonces y crecido descubra una única ciencia cual es la ciencia de una
belleza como la siguiente. Intenta ahora prestarme la máxima atención
posible. En efecto, quien hasta aquí haya sido instruido en las cosas del
amor, tras haber contemplado las cosas bellas en ordenada y correcta
sucesión, descubrirá de repente, llegando ya al término de su
iniciación amorosa, algo maravillosamente bello por naturaleza, a saber,
aquello mismo, Sócrates, por lo que precisamente se hicieron todos los
esfuerzos anteriores, que, en primer lugar, existe siempre y ni nace ni
perece, ni crece ni decrece; en segundo lugar, no es bello en un aspecto y
feo en otro, ni unas veces bello y otras no, ni bello respecto a una cosa
y feo respecto a otra, ni aquí bello y allí feo, como si fuera para unos
bello y para otros feo. Ni tampoco se le aparecerá esta belleza bajo la
forma de un rostro ni de unas manos ni de cualquier otra cosa de las que
participa un cuerpo, ni como razonamiento, ni como una ciencia, ni como
existente en otra cosa, por ejemplo, en un ser vivo, en la tierra, en el
cielo o en algún otro, sino la belleza en sí, que es siempre
consigo misma específicamente única, mientras que todas las otras cosas
participan de ella de una manera tal que el nacimiento y muerte de éstas
no le causa ni aumento ni disminución, ni le ocurre absolutamente nada.
Por consiguiente, cuando alguien asciende a partir de las cosas de este
mundo mediante el recto amor de los jóvenes y empieza a divisar aquella
belleza, puede decirse que toca casi el fin. Pues ésta es justamente el
recto método de acercarse a las cosas del amor o de ser conducido por
otro: empezando por las cosas bellas de aquí [de este mundo] y sirviéndose
de ellas como de peldaños ir ascendiendo continuamente, sobre la base de
aquella belleza, de uno solo a dos y de dos a todos los cuerpos bellos y
de los cuerpos bellos a las bellas normas de conducta, y de las normas de
conducta a los bellos conocimientos, y partiendo de éstos terminar en aquél
conocimiento que es conocimiento no de otra cosa sino de aquella belleza
absoluta, para que conozca al fin lo que es la Belleza en sí. En este
periodo de la vida, querido Sócrates, más que en ningún otro, le merece
la pena al hombre vivir: cundo contempla la Belleza en sí. Si alguna vez
llegas a verla, te parecerá que no es comparable ni con el oro ni con los
vestidos, ni con los jóvenes y adolescentes bellos, ante cuya presencia
ahora te quedas extasiado y estás dispuesto, tanto tú como otros muchos,
con tal de poder ver al amado y estar siempre con él, a no comer ni
beber, si fuera posible, sino únicamente a contemplarlo y estar en su
compañía. ¿Qué debemos imaginar, pues, si le fuera posible a alguno
ver la belleza en sí, pura, limpia, sin mezcla y no infectada de carnes
humanas, ni de colores ni, en suma, de otras muchas fruslerías mortales,
y pudiera contemplar la divina Belleza en sí, específicamente única? ¿Acaso
crees que es vana la vida de un hombre que mira en esa dirección, que
contempla esa belleza con lo que es necesario contemplarla y vive en su
compañía? ¿O no crees que sólo entonces, cuando vea la belleza con lo
que es visible, le será posible engendrar, no ya imágenes de virtud, al
no estar en contacto con una imagen, sino virtudes verdaderas, ya
que está en contacto con la verdad? Y al que ha engendrado y criado una
virtud verdadera, ¿no crees que le es posible hacerse amigo de los dioses
y llegar a ser, si algún otro hombre puede serlo, inmortal también él? *
* * Esto, Fedro, y demás amigos, dijo
Diotima y yo quedé convencido; y convencido intento también persuadir a
los demás de que para adquirir esta posesión difícilmente podría uno
tomar un colaborador de la naturaleza humana mejor que Eros. Precisamente,
por eso, yo afirmo que todo hombre debe honrar a Eros, y no sólo yo mismo
honro las cosas del Amor y las practico sobremanera, sino que también las
recomiendo a los demás y ahora y siempre elogio el poder y valentía de
Eros, en la medida en que soy capaz. Considera, pues, Fedro, este
discurso, si quieres, como un encomio dicho en honor de Eros o, si
prefieres, dale el nombre que te guste y como te guste. [212b Término del Discurso de Sócrates] |