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Nietzsche y el Nihilismo
El nihilismo es más que la
muerte de todo sentido trascendente, porque en su sentido nietzscheano
alude también a nuestra imposibilidad de superar el duelo: de una parte
el trono de las grandes verdades está vacío, pero de otra parte
seguimos pensando en función de ese trono.
Por Martín Hopenhayn*
Dijo Camus en L'Homme Révolté: "Nietzsche no formó el proyecto
de matar a Dios, sino que lo encontró muerto en el alma de su
tiempo". En gran medida la vigencia de Nietzsche se debe a que el
nihilismo moderno que él anunciara, bajo la proclama de la muerte de
Dios, es más evidente hoy que hace un siglo. Porque la muerte de Dios
arrastra otras tantas muertes, atávicas y modernas, que hoy se invocan
como síntomas de nuestra postmodernidad: muerte de un sujeto que se
autodefine como criatura de un creador que lo encuadra y cobija; muerte
de las distinciones tajantes entre verdad y falsedad y entre esencia y
apariencia; muerte del principio que garantiza la certeza y la
posibilidad de la unidad interna en el sujeto, llámese Razón o
conciencia; muerte de la confianza en la marcha de la historia y, con
ello, de la promesa de una redención individual en un reencuentro
universal; muerte de las cosmovisiones estables y de todo centro en
torno al cual sea posible articular nuestras ideas; muerte, en fin, de
la "ilusión" de un yo sustancial y estable. El mentado fin de
las ideologías y las utopías sería el corolario político y cultural
de este vaciamiento de sentido.
Pero el nihilismo es más que la muerte de todo sentido trascendente,
porque en su sentido nietzscheano alude también a nuestra imposibilidad
de superar el duelo: de una parte el trono de las grandes verdades está
vacío, pero de otra parte seguimos pensando en función de ese trono.
Combinación fatal que para Nietzsche obedece al hecho de que matamos
los mitos para liberarnos, pero inmortalizamos el cadáver en el proceso
mismo del asesinato. Frente a ello nos acechan las preguntas propias del
nihilismo: ¿Existe vida posible sin un horizonte estable de sentido? ¿Hasta
dónde liberarnos de mitos y valores, si los costos en desintegración,
tanto individual como colectiva, son mayores que los beneficios de
aquella liberación? ¿Podemos convivir con una autoimagen donde el yo
no es más que una descripción entre tantas posibles, desprovista de
ilación o de fundamento?
Pero el nihilismo no es sólo un estado de cosas, sino también un
estado de ánimo. O más bien, un desánimo. O en palabras de Nietzsche,
"el reconocimiento de un sostenido desperdicio de fuerza, la agonía
del en vano (...) estar avergonzado de sí mismo frente a sí mismo,
como si uno se hubiese decepcionado a sí mismo por demasiado tiempo.
"No ya ausencia de sentido sino experiencia del desgaste en la búsqueda
de un fundamento que se escurre. La pérdida de sentido se vuelve
inseparable del cansancio por la infructuosa tarea de sustituirla con
nuevos sentidos. Es propio del nihilismo, según Nietzsche, esta dureza
que obliga no sólo a experimentarlo, sino también a padecerlo.
Padecimiento que, al revés del calvario cristiano, no purifica ni
redime, sino todo lo contrario: más agotados estamos precisamente allí
donde se requiere mayor vigor y autoconfianza para construir nuestro
propio hogar en medio del descampado. La concomitancia del desgaste y
malgasto que acompaña nuestra vivencia del nihilismo junta la agonía
de las grandes verdades con el desfallecimiento de nuestra salud
personal (emocional, psicológica, pero también física, en el caso del
propio Nietzsche). Difícil situación: incapaces de creer, pero
demasiado cansados para recrearse fuera del atávico mundo de la
creencia.
Esto plantea la mayor dificultad. Porque para Nietzsche el nihilismo,
visto positivamente, es un estado alquímico en el cual, desde las
cenizas de los valores destruidos, emerge la posibilidad de nuestra
mayor libertad de espíritu: recrearnos sin la pesada herencia de la
religión, la moral y de los disciplinamientos adquiridos, idear
nuestras vidas como quien hace de su biografía una narración auténticamente
personal. Pero para eso hace falta convicción y no sólo sensibilidad.
Y la orfandad de la ruptura opaca la libertad que dicha ruptura pone en
movimiento. El riesgo es quedar encapsulado en el duelo, en lugar de
renacer inéditamente desde nuestra confrontación con el vacío.
Liberado a fondo de la moral cristiana y de sus prolongaciones en la
cultura moderna, el "espíritu libre" o el
"superhombre" de Nietzsche - o el niño en el relato de
Zaratustra- debe extender esta ruptura para liberarse a su vez de todo
discurso que lo construye desde fuera. Del mismo modo como el nihilismo
no sólo supone la muerte de Dios sino de todo supravalor, su superación
implica enterrar tanto al primero como al segundo. De este modo el
colapso de la moral cristiana abre, a su vez, la posibilidad de superar
todo orden simbólico que encarcela la subjetividad. Nietzsche quiere así
aprovechar el momentum del nihilismo para romper con el universo
completo de la servidumbre del espíritu. Pero la medida de esta ruptura
también exige a su artífice soportar el dolor y el cansancio, el
abandono y el pánico. No es sencillo: se trata de sobrevolar el paisaje
desierto de la modernidad tardía, no aferrarse más que a la atmósfera
enrarecida del nihilismo, y desde esa ligereza tomarle el gusto al
vuelo: "El que ve el abismo, pero con ojos de águila, proclama
Zaratustra, el que aferra el abismo con garras de águila: ése tiene
valor".
*Martín Hopenhayn es filósofo, autor de "Ni apocalípticos, ni
integrados".
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