Sigmund Freud

 

 

Carl G. Jung

FREUD-JUNG
El apóstol se rebela

"Por temperamento, soy sólo un conquistador, con toda la osadía y la tenacidad que caracteriza a esa clase de hombres". Así se definía el propio Freud, en carta dirigida a un amigo, y el término conquistador venía en español, en una alusión clara a los exploradores ibéricos de la primera hora. Es que, como ellos, acababa de descubrir un novedoso paraíso, promisorio y brutal, y, como ellos, hubo de enfrentar la hostilidad de sus contemporáneos. Él mismo postuló a Carl Jung como su heredero, pero terminaron a las patadas. La rebelión edípica era también válida para sus acólitos.


Por Jaime Collyer

"Mi vida emocional ha requerido siempre de un amigo íntimo y un enemigo odiado", se confesaba en La interpretación de los sueños, "y siempre supe cómo procurármelos".

Su biografía confirma, en reiteradas ocasiones, esa tendencia beligerante, que no era en modo alguno gratuita y apuntaba a reforzar sus aportes fundamentales, a preservar la ortodoxia de sus hallazgos, a no hacer concesiones innecesarias en su pensamiento, cuando todo el mundo (o casi) seguía requiriéndole, como a Colón que la Tierra fuera cuadrada.

Freud representa en buena medida y por sí solo, ese caldo de cultivo imprevisible que fue el salto a la modernidad. Era hijo de un comerciante en lanas de Moravia, un judío no practicante aunque orgulloso de su ascendencia, que supo transmitir a sus varios hijos un cierto descreimiento, una saludable distancia de la fe mosaica. En virtud de ello, el propio Sigmund quien se llamaba inicialmente Sigismund y abrevió luego su nombre durante su época universitaria se definió siempre como un incrédulo indiferente o un ateo de principios. Gustaba de percibirse a sí mismo como un espíritu racional y un hombre de ciencia: como un heredero aventajado de la Ilustración y el Siglo de las Luces, que luchó toda su vida por conferir al sicoanálisis, su engendro deslumbrante, el estatus de una disciplina científica hecha y derecha. No es un dato irrelevante: años después, su vocación racionalista fue uno de los puntos habituales de fricción con el muy fogoso Jung, bastante más proclive al esoterismo y las disciplinas ocultas.

No pocos de sus biógrafos creen advertir en el escenario algo confuso de la infancia de Freud las claves en que habría de asentarse su teoría ulterior. El ámbito familiar estaba, de algún modo, poblado de ambigüedades y enigmas. El padre se había casado antes en dos oportunidades, y el pequeño Sigmund fue fruto de su tercer enlace, a los cuarenta años, con la bella y muy atractiva Amalia Nathansohn, una mujer veinte años menor que su marido. Amalia gozaba, entre otras particularidades, de ser incluso menor que Philipp, el hijo mayor del padre de Freud: un medio hermano a quien el pequeño Sigmund consideraba, en su imaginario tan fértil, más indicado como pareja para su joven madre. No era el único elemento desconcertante en la coreografía familiar: el mejor amigo del Sigmund niño fue el hijo de otro medio hermano, un chico mayor que él y que era en rigor su sobrino. Como para complicar a cualquiera. O hacer germinar en su mente infantil vagas lucubraciones y deseos, fantasmas que acechaban a la hora de las comidas, ocultas fantasías de incesto y otras posibilidades estimulantes.

Un fracaso editorial

Así se escribe la historia, dicen: la de las grandes ideas y los grandes sistemas de pensamiento. Largo sería enumerar el derrotero del joven Freud en su búsqueda profesional. Baste decir que, como hacían los jóvenes cultivados de su generación, emigró tempranamente a Viena y allí cursó sus estudios de medicina; que le costó muchísimo concluir su carrera e integrarse al mundo laboral, más interesado como se hallaba en la investigación pura; que supo arrimarse a los maestros apropiados, todos los cuales cimentaron su interés creciente en la enfermedad mental y en sus mecanismos ocultos; que era receptivo a sus aportes y fue, poco a poco, integrando todo ello en un cuerpo teórico incipiente. El cual, unido a su práctica clínica, lo condujo a sus primeras elaboraciones en torno a la sexualidad como el gran motor de la actividad síquica. Su gran mentor en Viena fue Josef Breuer, su benefactor económico durante varios años, quien supo advertir la perspicacia y el genio incipiente del joven Freud, y un día le derivó a una de sus pacientes: Bertha Pappenheim, una jovencita vienesa con serios trastornos sicosomáticos surgidos tras la enfermedad y muerte de su padre. Era la conocida Anna O, la primera mujer sicoanalizada de la historia. Para entonces, Freud se hallaba por completo abocado a desentrañar la explicación última de los cuadros mentales, un terreno que él mismo denominó "sicoanálisis". La nueva disciplina que aspiraba, en lo esencial, a seguir en reversa y hacia atrás el curso de los síntomas que el paciente manifestaba, para dilucidar, a través de sus asociaciones libres en la consulta y sus yerros verbales, la causa última de tales síntomas, el origen oculto de todo ello, los procesos inconscientes de represión y olvido que habían originado el trastorno.

En 1900, publicó La interpretación de los sueños, un texto que el mismo Freud consideraba, hasta el fin de sus días, la piedra angular de su pensamiento, y que esperaba le concediera el reconocimiento universal. No fue así. Seis años después de publicada la obra, tan sólo se habían vendido 351 ejemplares, y su autor seguía provocando el rechazo abierto de sus colegas, que lo refutaban de manera obtusa, lo hacían objeto de su maledicencia o bien lo ignoraban por completo. Su insistencia en la libido y las pulsiones sexuales eran motivo cotidiano de escarnio, y en grado no menor su novedosa propuesta relativa a la sexualidad infantil, que se suponía hasta entonces inexistente. En virtud de lo cual, la infancia había dejado de constituir un ámbito inmaculado y neutral, y estaba ahora plagada de ocultas acechanzas, de anhelos ocultos y deseos prohibidos. Se decía de él que era un improvisador poco riguroso y un especulador obsesionado con sus disparates. Hasta llegó a decirse que era tan solo un libertino vienés. Años antes de publicar sus dos textos iniciales, se había comprometido con Martha Bernays, con la cual se desposó luego y tuvo media docena de hijos en un breve lapso de nueve años. Si era efectivamente un libertino, lo demostró, ante todo, a puertas cerradas.

Los acólitos

Su propia obsesión tuvo, a la larga, una recompensa. Luego de trabajar durante años en lo que él mismo caracterizó como una espléndida soledad, el muy desconcertante doctor Freud consiguió al fin horadar la coraza de prejuicios que lo cercaba, y comenzó a formarse en torno suyo una red de acólitos e incondicionales que acudían regularmente a su casa, en el N 19 de la Berggasse, para atender a sus propuestas y debatir con él sus experiencias clínicas, visto que muchos de ellos habían empezado a aplicar, en su propia consulta, los hallazgos de su anfitrión. Fue la denominada Sociedad de los Miércoles, que llegó a tener, al cabo de los años, varias decenas de integrantes. También se la denominaba, entre ellos, la Pandilla Vienesa, en la que hubo de todo: narcisistas en busca de ser escuchados, especuladores de poca monta intelectual y auténticos sicoanalistas en proyecto (como el bien conocido Otto Rank, quien partió como taquígrafo de la sociedad, o Alfred Adler, quien luego se separó del cuerpo teórico original).

Carl G. Jung apareció en su vida por aquellos años. Al viejo profesor Freud (que no era tan viejo, pero estuvo su vida entera aquejado de un precoz complejo de decrepitud) lo impacientaba, hasta cierto punto, su círculo de admiradores vieneses, a los que consideraba indisciplinados, redundantes en sus propuestas, no demasiado promisorios para el futuro de la nueva ciencia que él, su profeta, había descubierto. Le preocupaba, adicionalmente, un factor geopolítico: todos ellos eran judíos, y temía razonablemente que, en una época y una ciudad tan propicias al antisemitismo, el sicoanálisis quedara restringido a un gueto, reducido a la condición desalentadora de una "ciencia judía". En ese contexto fue que irrumpieron en escena, y acudieron a Viena, "los extranjeros": como el inglés Ernest Jones, el húngaro Sándor Ferenczi y, last but not least, el joven y deslumbrante Carl Gustav Jung, un siquiatra suizo que ejercía su labor en Zurich.

Freud quedó literalmente prendado del nuevo discípulo, que era casi veinte años menor que él y que, ya en 1907, había hecho desde las tribunas, en un congreso médico celebrado en Baden-Baden, una ardiente defensa del profesor Freud y sus aportes. Nacido en 1875, era hijo de un pastor protestante y había crecido, a diferencia de Freud, en un ambiente familiar piadoso y teñido de gran religiosidad. Pero no eran las únicas diferencias entre ellos. Freud era delgado, enjuto, y sobrepasaba apenas el metro setenta de estatura; Jung era un individuo fornido y de anchas espaldas, alto y macizo, un teutón de rostro fuerte y anguloso. Freud había crecido en un entorno familiar ambiguo en sus relaciones, aunque básicamente bien avenido; los padres de Jung vivían sumidos en la discordia, lo que propició en su hijo cierta inseguridad de base, una cualidad introspectiva y retraída, cuando menos en sus años de juventud. Freud era un idólatra de la ciencia y la indagación empírica rigurosa; Jung exhibía desde temprana edad, quizás por su formación religiosa, una afinidad con el misticismo oriental.

Al encontrarse ambos, en 1907, se hicieron patentes otras discrepancias. El joven Jung acudió al fin a conocer personalmente a su mentor, en su casa de la Berggasse, acompañado de su esposa Emma y el siquiatra suizo Ludwig Binswanger. Uno de los hijos de Freud asistió a ese y otros encuentros en torno a la mesa familiar, refiriendo años después sus pormenores, con cierta animosidad comprensible en contra del visitante. Decía que Jung no había hecho sino hablar de sí mismo sin parar y de sus propios casos, en un arrebato sin fin: "Nunca realizó el menor intento de entablar algún diálogo cortés con mamá o con nosotros, los chicos", precisaba el joven Martín Freud, "sino que se limitaba a proseguir el debate interrumpido por la cena... En esas ocasiones sólo hablaba Jung, y papá, con visible deleite, se contentaba con escuchar".

Freud era un gran escuchador, una cualidad que él mismo consideraba patrimonio ineludible de un buen analista. Jung, en cambio, era un hablador descomedido y verborreico, arrollador, de esa gente más interesada, al parecer, en oírse a sí misma y sus propias conclusiones. O, cuando menos, en impresionar a su maestro. No está claro, hasta hoy, cuánto había de sincero en las actitudes cordiales que ambos se brindaron en un inicio, nada más conocerse. Jung se mostraba incondicionalmente devoto de su mentor, dispuesto a liarse a bofetadas con cualquiera por su causa, y así se lo hacía saber, con lisonjas a ratos ruborizantes, en su epistolario desde Zurich. Freud correspondió abiertamente a esa idolatría, iniciando sus cartas con dos términos que sólo dedicó, en vida, a quienes más estimaba: "Querido amigo...". Bajo el florido intercambio, había con seguridad, "pulsiones" inconscientes en las que los propios sicoanalistas se deleitaban por entonces, afectos emparentados con el amor paterno-filial (hecho favorecido por la diferencia de edad entre ambos) y hasta un asomo de atracción homoerótica a la que ambos aludieron sin tapujos en sus cartas. Y había, por cierto, los intereses profesionales de ambos. A Freud le preocupaba el futuro del movimiento y "la causa", y había resuelto que "el suizo" los salvaría a todos del gueto eventual y el olvido. Jung se sabía el escogido del maestro y, muy probablemente, intuía que su condición gentil, no judía, habría de situarlo eventualmente a la cabeza del movimiento sicoanalítico mundial.

Matar al padre

De hecho, así ocurrió. Ello fue, en definitiva, el germen de la ruptura y el terremoto último entre ellos. Antes hubo, como siempre, leves indicios del quiebre en ciernes. Freud creyó detectar tempranamente en su heredero un "antisemitismo oculto" y así se lo hizo saber a otro de sus acólitos. Luego hubo un viaje de ambos a Estados Unidos, y, antes de embarcarse, Jung se explayó verborreicamente en torno al hallazgo de unas ruinas prehistóricas al norte de Alemania, hecho que Freud interpretó como "un oculto deseo de aniquilación" de su discípulo y hasta le provocó un desmayo en su presencia. Tanta labor interpretativa los había puesto quisquillosos, a todos ellos: su nuevo instrumento analítico se había vuelto en algún sentido contra ellos.

En 1910, la Pandilla Vienesa quedó, a iniciativa del propio Freud, desplazada de la jefatura y Jung se convirtió en presidente de la Asociación Sicoanalítica Internacional. Ese giro nada irrelevante en la jerarquía terminó por resquebrajar al viejo círculo de Viena y, lo más paradójico de todo, gatilló en el joven Jung su propio anhelo de protagonismo: la rebelión esperada y previsible contra su mentor. De allí, sus cartas se poblaron de reproches injustificados, discrepancias en torno al cuerpo teórico fundamental de Freud. Luego volvió por su cuenta a Estados Unidos y, esta vez, renegó casi por completo de la etiología sexual de las neurosis, que era como clavarle un puñal en la espalda al viejo profesor Freud.

Y el viejo maestro se crispó de manera definitiva.

"En lo que a Jung concierne", le escribió finalmente a Ernest Jones, "parece haber perdido el juicio, se está comportando como un loco". El idilio del comienzo había llegado a su fin, y el príncipe heredero acababa de perder sus derechos sucesorios. Sólo quedaba destronarlo de la Asociación Sicoanalítica Internacional. Lo que no fue necesario: el propio Jung renunció a la presidencia al poco tiempo. Freud escribía por entonces Tótem y tabú, un texto clásico en el que hablaba del anhelo oculto de los hijos por ultimar a su progenitor. Era la voz de la experiencia, claro.

El Mercurio de Santiago, 01 de abril del 2000.-