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Zaratustra (Tiempo y Sufrimiento)
¿Qué es lo que Zaratustra
penetra y discierne en ese hombre a la vista, suprema y extrema expresión
de la vaciedad humana? Hay un íntimo parentesco espiritual que religa a
las diversas figuras nombradas en el texto del poema, esto es, al hombre
último inventor de la felicidad a poco costo, al ferviente cultor de
las virtudes pasivas, modestia, compasión, resignación y a los
predicadores de la muerte.
Por Rafael Gandolfo Baron
SS.CC.
La obra en que Nietzsche pudo dar forma plena a su pensamiento nació súbitamente
como en un arrebato que coge desprevenido al espíritu. Fue como si una
voz, la de algo o alguien hablara a su oído palabras inauditas cargadas
de luz incandescente y suscitadoras del estremecimiento más hondo. Con
insuperable maestría, el pensador ha descrito en su autobiografía ese
instante en que el alma es fecundada por el don de una luz prodigiosa. Y
lo que recuerda con precisión, no es sólo suspenso emocional sin
parangón en que lo sumerge ese don, no es sólo el asombro ante sí
mismo que lo asalta, sino acaso el fenómeno más decidor de ese
instante, a saber, cierta necesidad sin violencia con que el mundo viene
y se abre. "Se diría - expresa el Ecce Homo- , que, en verdad, las
cosas mismas vienen a nosotros, deseosas de hacerse símbolos".
"Bajo el ala de cada símbolo - agrega- , vuelas hacia cada verdad.
Para ti se abren espontáneos todos los tesoros del Verbo; toda cosa
quiere devenir verbo, todo devenir quiere aprender de ti a hablar... Aquí
el pensamiento se hace palabra no como fruto de una búsqueda
necesariamente vacilante e incierta, sino como si la palabra justa
viniese de algún otro yo secreto más hábil y más sabio en el pensar
y el decir. Tal apareció a los ojos de su creador el Así habló
Zaratustra al rememorar la hora de su alumbramiento. Sin embargo, no es
difícil comprobar que casi todas las ideas maestras de Nietzsche habían
sido descubiertas y formuladas con anterioridad, particularmente la del
eterno retomo de lo mismo, la más alta cima de la meditación
nietzscheana. Lo nuevo, pues, y conmovedor de esa revelación que es el
poema no está en esas ideas consideradas aisladamente, sino en el modo
como ellas de pronto se ajustan y confluyen para hacer emerger ante la
mirada algo prodigioso, tan imprevisible como sorprendente. Ese algo es
la figura del hombre sobrehumano, el Hombre al fin entrado en la plena
posesión de su esencia, el Hombre al fin devuelto a la esplendidez y
magnificencia de su posibilidad. En verdad el Hombre sobrehumano, el
Ubermensch, es el otro hombre, el que aún no ha sido conocido por
nadie, pero que lejos de existir a modo lejano e inaccesible arquetipo
en algún lugar celeste o en la mente de un Dios, se adelanta a la visión
como el fruto más precioso que la tierra espera.
Hay algo de sorprendente en esta súbita aparición de la figura humana
como centro animador del escrito. En efecto, la luz que de ella emana, y
que Zaratustra es el primero y único en captar en su intensidad, es la
que la mirada le lleva a descubrir en la humanidad circundante, en la
naturaleza y en sí mismo, lo que a los otros permanece encubierto. De
esa luz brota una certidumbre extraordinaria que le permite a Zaratustra
penetrar en el trasfondo de las creaciones más solemnes y venerables
del espíritu humano y exhibirlas como son en verdad, a saber,
apariencias falaces detrás de las cuales ese espíritu esconde su
impotencia y nulidad ante sí mismo y los otros. Así, tanto las
creencias religiosas como las valoraciones éticas del hombre occidental
sucumben, no por cierto en virtud de demostraciones regidas por la lógica,
sino por obra de su oposición o antítesis frente a otras valoraciones
y a otra forma de saber. Y no sólo esto, pues la mirada de Zaratustra,
traspasando los límites impuestos por la finitud humana a la razón,
logra discernir la línea ondulante de descenso y ascenso que describe
la humanidad a través del tiempo y se hace capaz de prever sin vacilación
el gran hecho de la historia como ningún otro, cual es la ruptura total
de sus ataduras más fuertes y el triunfo sobre su demasiado larga
enajenación, esto es, el salto definitivo de la humanidad por encima de
sí misma. Es el resplandor del Hombre sobrehumano el que permite todo
esto y, sin embargo, propiamente ese Hombre no se hace presente jamás
en la obra dándonos la cara. En ninguna parte Nietzsche pretende
describirnos la figura de esa forma superlativa de humanidad partiendo
de una concentración de las cualidades más eminentes que debiera
poseer, cualidades que sin duda se han dado ya en seres humanos
concretos, así los genios en el dominio del arte o de la gran política,
sólo que dispersas y no conjugadas en el mismo sujeto. No hay tipología
alguna del Hombre sobrehumano en el Así habló Zaratustra, ni puede
haberla como Nietzsche lo sabe muy bien. Todo lo que hace su portavoz es
señalar el camino para descubrir esa figura o más exactamente para
presentirla. Cabe, sin embargo, preguntarse de inmediato ¿quién podría
enseñar el camino hacia algo tan desconocido e inimaginable, algo tan
distante de lo que el hombre hasta ahora ha experimentado y vivido? Es
un rasgo genial el que Nietzsche haya presentado a su personaje no
simplemente como un apasionado y brillante pronunciador de discursos
sobre los grandes temas que de hecho aborda, sino como alguien que de
pronto necesita transformarse a sí mismo para llegar a ser el que es. Sólo
adentrándose en sí mismo en una transmutación penosa y espantable, sólo
en un tránsito de visión en visión y de experiencia en experiencia en
la que Zaratustra más de una vez retrocede y vacila, es como puede
conjurar a la grandiosa figura humana venidera y percibirla como el roce
de una sombra. Entonces lo que así sobreviene, esa sombra, tiene el
poder ofuscante de lo supremamente bello. En esos momentos el personaje
deja de pronunciar discursos, incluso deja en absoluto de hablar sobre
el Hombre sobrehumano, pues habla de otra cosa más amplia, más vasta,
más insondable, habla de la vida o, mejor dicho, deja que ella le
hable. Puede decirse que entonces Zaratustra no es alguien que percibe y
ve a distancia algo moviéndose en un punto de lo venidero, sino que es
él mismo eso que ha de venir.
No obstante, lo que de suyo no es intuible, ni experimentable, puede ser
de alguna manera señalado y así se nos aproxima como a través de una
pantalla o velo. Si bien no es posible describir a la forma más alta de
humanidad, dando de ella una versión íntegra y menos aun proponer esa
versión como la verdad de su ser, es posible, en cambio, apuntar a ella
a partir de lo que cabría llamar el gran fracaso y la gran frustración
del hombre en su historial. El hombre venidero vendría a ser la
liquidación de ese fracaso y frustración y la consiguiente restauración
de su esencia. Es ese precisamente el camino que elige Nietzsche en el
Zaratustra al encararse con los hombres presentes y denunciar la
mezquindad de sus almas y la pequeñez de su existencia. En la
naturaleza peculiar de ese fracaso y frustración y en lasraíces
secretas que lo originan y a la vez lo disimulan puede diseñarse como
en el negativo de una película lo que debe cumplirse y lo que sólo
puede cumplirse en la figura del hombre sobrehumano.
¿Qué es, pues, lo que Zaratustra penetra y discierne en ese hombre a
la vista, suprema y extrema expresión de la vaciedad humana? Hay un íntimo
parentesco espiritual que religa a las diversas figuras nombradas en el
texto del poema, esto es, al hombre último inventor de la felicidad a
poco costo, al ferviente cultor de las virtudes pasivas, modestia,
compasión, resignación y a los predicadores de la muerte. La ansiosa búsqueda
de pequeños placeres y pequeñas diversiones, en los unos, se compagina
muy bien con la confesada o inconfesada devaluación de la vida, con el
desprecio resignado de la misma, expresado en el "no vale la pena
vivir", aunque hay que seguir viviendo. Ese rasgo común en todas
estas actitudes humanas es cierta mediocridad en la voluntad de ser,
cierta impotencia de querer, apasionada e incondicionalmente algo.
Nietzsche ve una falta de integridad, una carencia de salud en el nudo
mismo de la existencia que hace de tales ejemplares humanos verdaderos
"tísicos del alma". Y, sin embargo, son estos mismos seres
los más tenazmente apegados a la vida y, por tanto, los destinados a
perdurar más largamente: son capaces en el fondo de endurecerse frente
a las circunstancias adversas a la conservación de sí mismos y de
concertar su voluntad de ser en la protección de la forma mínima de
vida como no lo son los que apuntan a la forma más alta.
Por otra parte, al poner al descubierto ese rasgo común ya sabe
Nietzsche de qué medios se ha valido a través de la historia esa clase
de hombres enfermos para arraigarse firmemente en la existencia y
conjurar toda tentación de desesperar de la misma y de perecer a causa
de esa desesperación. Sabe asimismo que esos medios no podrían cumplir
su objetivo si no le procuraran al hombre de voluntad enferma dos
ilusiones complementarias, a saber: primero, la de tender a lo que de
verdad es máximamente digno de ser querido, digamos, a un bien absoluto
en su calidad misma de bueno; y segundo, la de identificar la única
verdadera existencia con ese tender al bien absoluto y con su posible
consecución en un mundo más allá o fuera del tiempo. Tal es el
significado último que tienen para el autor de Zaratustra el orden
moral concebido como sujeción a una ley imperativa suprapersonal y a la
vez la creencia religiosa, sustentada por la metafísica, de una esfera
supraterrena, esto es, de un más allá de esta vida donde se cumplirá
todo lo que en esta vida se prueba como irrealizable. En suma, lo que ya
ha descubierto Nietzsche, antes de configurar su Zaratustra, es que la
religión con sus dogmas sobre Dios y el más allá, la metafísica con
su supuesto de verdades válidas para todo entendimiento y la moral con
su idea de un bien absoluto impuesto incondicionalmente a la voluntad
del hombre, son ficciones artificiosamente engendradas por la razón de
los débiles y lisiados del espíritu para evadirse del sentimiento de
su propia impotencia y crearse una imagen de sí mismos que los iguala a
los fuertes y sanos. Lo esencial en esta mañosa creación mental,
ingeniosa en grado sumo, es su término final, a saber, ese trasmundo,
ese dominio de puras realidades invisibles e intangibles, es ese modo de
existir a partir de ella, transmundo que consigue gracias a la malicia
del intelecto de presentarse como lo más real o incluso lo único real
de verdad. Claro está, también sabe Nietzsche que esa enorme
falsificación, y la consiguiente usurpación del lugar correspondiente
a la realidad del mundo sensible, han dejado ya de tener vigencia, pues
han mostrado con el inicio de la modernidad la inconsistencia de sus
pretensiones. A ese grandioso desinflamiento de las creencias y
valoraciones más sagradas en la conciencia humana el pensador lo
designa con el nombre de muerte de Dios.
Sin embargo, detrás de este proceso histórico en que la humanidad decaída
de sí misma, raquítica y esmirriada construye un imponente edificio
mental de creencias y juicios de valor para disimularse a sí misma su
vaciedad de ser, detrás de ese proceso, decimos, yace un problema más
hondo, que es el que de verdad ocupa la parte medular del Zaratustra. Es
el problema del sufrimiento que ha de encarar el hombre al penetrar la
vida tal como ella es, sin esquivar la tremenda realidad de lo que ella
rehúsa al hombre y, por tanto, de la carga que le impone. Sin embargo,
antes de plantearnos el sufrimiento como problema, conviene preguntarse
de qué precisamente sufre Zaratustra. Diríamos entonces que
primeramente sufre de sí mismo, esto es, de su naturaleza desgarrada y
contradictoria que comparte con otros hombres. Por ejemplo, Nietzsche
muestra a su personaje por una parte tentado a ceder a lo que él llama
la gran piedad por los hombres y a convertirse en un compasivo. Esta
incluso parece ser de su máxima tentación allí donde lo que lo
conmueve es la aflicción y menesterosidad que padecen los hombres
mejores. Mas, por otra parte, Zaratustra se vuelve extraordinariamente lúcido
ante su propia compasividad y la repele con decisión como su peor
enemigo. Lo mismo le acontece con esa gran náusea, ese irresistible
sentimiento de repulsión que le provoca el espectáculo del hombre más
pequeño, del hombre vil por excelencia. También ese sentimiento
amenaza a cada instante frenar y detener su movimiento a abrazar la
grandiosidad del destino humano. Así, el sufrimiento ante el sacrificio
del hombre más noble, su aniquilación en el curso de la historia por
obra del azar o de la astucia de los ruines y malvados, se convierte en
otra de sus tentaciones mayores. Una cosa es el sufrimiento que
Zaratustra debe sobrellevar y vencer y que se halla a flor de piel en la
humanidad. En este aspecto, sufrimiento y alegría son sólo síntomas
de algo que ocurre detrás de esa piel y que puede ser un proceso de
salud, de plétora o al revés, un proceso de agotamiento y muerte. Una
cosa, decimos, es ese sufrimiento y otra cosa el que afecta no a
cualquier parte de la humanidad, sino específicamente a la voluntad
secreta y profunda del hombre. Podría llamárselo la contrariedad
fundamental que experimenta esa voluntad al tener que querer lo que
necesariamente le está destinado a ella y sólo a ella y al tener a la
vez que renunciar a ello. El paso decisivo del poema tiene lugar
justamente en el momento en que Zaratustra determina esa contrariedad
fundamental y, por tanto, lo que ahí mismo es querido y a la vez
rehusado. Entonces lo que percibe es el querer queriéndose a sí mismo
como supremo creador, sin límites, ni barreras impuestos desde fuera,
capaz en consecuencia de dominar y configurar la totalidad de lo real y
no simplemente esta o aquella franja de la realidad.
Ahora bien, Zaratustra en el fondo de una visión relampagueante percibe
en el tiempo y su pasar inexorable, en ese "es" que se
transforma instantáneamente en un "ha sido" y en un
"fue", el elemento de la existencia que se sustrae sin apelación
al poderío de la voluntad. Pues frente a lo que ya fue el querer de la
voluntad jamás pudo ni podrá nada. En esa imposibilidad radical de
alterar en lo más mínimo el pasado, en esa consistencia granítica que
le hace inaccesible a nuestro deseo, ve Zaratustra el dolor fundamental
del querer, su derrota incompensable y la fuente más secreta de su
rebeldía. No cualquier cosa escapa al poderío de la voluntad, sino el
sustrato mismo del devenir cósmico y, por ende, el sustrato mismo del
ser. Y esto es lo incompensable por esencia.
Sin embargo, lo que ve Zaratustra como en primer plano es sólo el punto
inicial de un encadenamiento soberanamente iluminador. En efecto, ese
dolor metafísico de la voluntad por su impotencia frente al tiempo se
transforma de manera inevitable en un resentimiento, y el resentimiento
trae consigo con igual forzosidad una voluntad de desquite, o dicho más
incisivamente, de venganza. Esa venganza a su vez cumple su designio allí
donde la existencia inmersa en el tiempo, y la realidad sensible en que
ella se despliega, es rebajada, degradada y convertida en deleznable si
se la compara con una esfera de realidades suprasensibles y el modo de
existir en ella, intemporal o supratemporal. En su obra posterior, se
esforzará Nietzsche en mostrar de qué manera la concepción platónica
de las ideas como mundo verdadero, luego el cristianismo con su peculiar
dogmática sobre la Divinidad y la inmortalidad personal sólo son
comprensibles en tanto respuestas sutiles e ingeniosas a ese profundo
deseo brotado del resentimiento.
Podría decirse que, para Zaratustra, este sufrimiento de la voluntad
con su formidable consecuencia histórica que se convierte de hecho en
la huida del hombre frente a la verdadera realidad, esto es, en esa a la
vez exitosa y desastrosa huida para refugiarse en un mundo ilusorio y
vano en cuya búsqueda tiene que extenuarse y perderse a sí mismo, todo
eso, decimos, es para Zaratustra la gran barrera, el obstáculo supremo
a su grandiosa tentativa. En este punto conviene reconsiderar la marcha
del pensamiento nietzscheano, desde luego tan colmado de sobreentendidos
y presupuestos inevidentes y, además, tan disparejo en su
comprensibilidad inmediata. De hecho, ese pensamiento nos ha arrojado a
un despeñadero mental del que ignoramos el inicio y el fondo. Preguntémonos
de antemano sobre ese sentimiento del tiempo que acomete a Zaratustra y
le lleva a una enorme generalización como si todos los hombres
sintieran lo mismo que él. A primera vista no sufrimos propiamente del
tiempo y de su constante deslizarse desde el futuro al pasado, desde el
mañana al ayer, sino de lo que acontece en ese tránsito indetenible,
en breve, de los males reales y concretos que en él se producen. Pero
Zaratustra percibe otra cosa y es el íntimo dolor que trae consigo el
tiempo en sí mismo con su caducidad, con su obligación de nacer y
perecer que impone a toda cosa, a todo goce lo mismo que a toda pena. En
esto sondea en lo profundo y saca a luz una realidad cotidiana soterrada
y oscurecida por nuestro trajinar entre las cosas. Porque el tiempo
dilapida nuestra sustancia y si bien se lleva tras sí para nuestro
alivio los males, se lleva igualmente consigo los bienes. Sin embargo,
Zaratustra ve en esa realidad soterrada algo que nos es difícil ver a
nosotros. En efecto, el pasado o, más claramente, lo vivido en él no
queda simplemente atrás en forma de recuerdos conscientes o
inconscientes. Lo pasado no se separa simplemente de nosotros como una
corteza que se volviese extraña, sino que calladamente sigue adherido a
nosotros; sigue, pues, perteneciéndonos, sólo que como un peso muerto,
como el resto petrificado de algo que fue alguna vez principio de
impulso creador y de goce exultante. Es, por tanto, la íntima tristeza
de la voluntad frente a lo definitivamente muerto, lo que constituye su
sufrimiento. Es esa tristeza la que echa la más espesa y la más
irreductible sombra sobre la vida e incita al hombre a maldecirla y
despreciarla. Confrontada con este sondeo en las entrañas de la
existencia a través del cual nos sentimos interpretados
irrecusablemente, la laboriosa explicación que intenta Nietzsche de la
religión, la moral y la filosofía desde el platonismo hacia adelante,
se presenta como artificiosa y gratuita.
Este es el momento decisivo en la experiencia de Zaratustra. Ahora, pero
sólo ahora, está delante de la prueba más dura, está frente a su
dominio más poderoso. Aparentemente la impotencia de la voluntad,
cualquiera que ella sea, para volver a darle vida a lo vivido y así
recuperarlo, es insanable. En este punto el personaje nietzscheano podría
hacer suyo el terrible pensamiento de Pound en el Canto XXX: "Time
is the evil. Evil." ("El tiempo es el Maligno. Maligno").
Como muchos otros hombres está tentado a pensar así, más he ahí de
repente en el fondo de su visión la abertura salvadora, esto es, la
gran verdad que hacía falta, la fulgurante penetración en el nudo del
ser sin la cual habría sucumbido a la tentación. No, definitivamente
el tiempo no es el Maligno, aunque lo maligno, lo que daña mortalmente
el espíritu, pueda crecer y enraizarse en él.
Para designar esa verdad suprema, Nietzsche ha usado una expresión
eminentemente enigmática pese a su aparente claridad, a saber: el
eterno retorno de lo mismo. Literalmente tomada, ella quiere decir el
movimiento circular del curso del tiempo que le hace recomenzar la misma
sucesión de hechos una vez que ellos han cumplido un determinado ciclo,
todo esto en una secuencia sin fin. Entendida de esta manera, y
prescindiendo de su metafísica posibilidad o imposibilidad, no se ve en
absoluto de qué manera trae consigo la respuesta anhelada a la
impotencia de la voluntad y a su sufrimiento, no se comprende en ninguna
forma que ella aporte al hombre sufriente la redención de su pena más
entrañable y lo reconcilie sin más con la vida. El sentido común dirá
que una existencia feliz querrá repetirse infinitas veces, y a la
inversa, una existencia infeliz percibirá esa repetición como el más
infernal de los castigos. Más aún: Zaratustra advierte que la
existencia más plena y dichosa no puede ser alcanzada sino al precio
del dolor más terrible. Para él, la más empinada grandeza, la altura
suprema del hombre sólo se gana con la superación de los peores
tormentos del espíritu y más que nada con la aceptación del triunfo
incesante en el plano de la historia del hombre más deleznable, el más
sórdidamente astuto y mendaz.
Del libro "De Aristóteles a Heidegger", Lecturas Escogidas,
de Rafael Gandolfo, Ediciones Universidad Católica de Chile. 1995. El
texto reproducido fue publicado en dicho libro en carácter de
"inconcluso" según reza en el comienzo (Pág. 157). Rafael
Gandolfo falleció en 1982.
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