Vísperas de reyes en mi infancia ©

Francisco Feliciano Sánchez
Puertorriqueño

He averiguado que la celebración del Día de los Tres Magos en Puerto Rico tiene raíces hispánicas y se fundamenta en tradiciones católicas. En el Puerto Rico  de mi infancia nos acostrumbrábamos a preparnos para tan significativa celebración, sobre todo entre nosotros los más pequeños. El cinco de enero, víspera de celebración, era uno lleno de interrogantes para mis hermanos y para mí: qué les pediríamos o qué nos traerían. Yo  me conformaba conque al menos llegaran.

La celebración tenía algo de rito y un poco de magia.  Pienso que más bien tenía algo de misterio.  La figura misma de los reyes desde niño me provocaba ansiedad.  La imagen que tenía de ellos era la que estaba en la estampita que me dieron en la capilla de la parada veintidós –antes capilla la Milagrosa, luego Nuestra Señora de la Esperanza- o la que aparecía en los almanaques que regalaban en la farmacia. Esta imagen era muy colorida y me proporcinaba una buena dosis de alegría, pero me dejaba en la cabeza unas interrogantes.

También tenía otra imagen de los reyes. Esta otra imagen venía de las promesas de reyes.  Este era un cumplido por algún favor o petición que le hacían a los tres reyes magos unos primos de mi abuela del barrio Cerro Gordo en Bayamón donde ella vivía y a donde  íbamos a pasar unos días antes de la víspera.

Según la promesa,  tres hombres, vestidos en túnicas y ataviados de turbantes exóticos, tiesos y muy coloridos en sus cabezas,  uno con la cara renegrida con carbón y con aretes, los tres con barbas grises y crespas, llegaban a caballo a casa de mi abuela con un grupo de gente que les abría el paso y  cantaban aguinaldos. Si la indumentaria de los tres hombrazos impresionaba,  la presencia de los caballos la superaba. Esta presencia era descomunal frente a la pequeñez de la entrada de una casa modesta y de madera, que  temblaba, tal vez más que nosotros los niños. Recuerdo que siempre me escondía detrás de las patas del pantalón de Papi. Los reyes eran muy solemnes y muy silenciosos. Muy misteriosos. y por esa razón esta otra imagen la tengo guardada con cierto sentimiento que todavía hoy no he podido descifrar.

Desde el día cinco  mis hermanos y yo cruzábamos hacia la parte de atrás de mi casa, donde se encontraba la vía del antiguo tren que corría por el viejo Santurce. Al pobre tren lo habían detenido para siempre. A la orilla de la vía crecía una yerba muy verde que estaba favorecida por la humedad del manglar cercano.  Esta se movía con agilidad, unas veces por el viento que corría desde la loma de Santurce y  otras embriagada por el olor a miel que provenía de la cervecería cercana. Desde allí iniciaríamos el corte de yerba.

Junior, Delia y yo íbamos con mucho cuidado a buscar la yerba, cada uno con su cajita de zapatos debajo del brazo. Estas las veníamos guardado durante todo el año para ese momento.

Al llegar a la vía, cauteloso de no encajar mis chinelas mete-dedos entre los rieles, expresaba siempre mi regocijo por la libertad y lo que me inspiraba una vieja vía sin un tren que la recorriera. En algunos tramos faltaba un pedazo del riel, que era como un respirar a la esclava estructura de maderas y aceros.

- Por fin, libres en la vía, sin que nadie nos moleste-gritaba jubiloso a mis hermanos.

En aquel hermoso momento me sentía dueño y señor del mundo, tal vez imaginando que una vía sin tren me inspiraba más que libertad.  Una vía sin tren me señalaba el rumbo de mi propio destino.
Reconozco que a esa edad yo no sabía lo que era eso del destino, pero recuerdo que esa palabra  se la había escuchado a Felipe Rodríguez  enuna entrevista por la radio y en las canciones a algún otro cantante.

Al fondo de una loma, como un apretón de cariño se ahogaba el humedal. Este cobijaba una pradera inmensa de jacintos de agua, que con su ojo amarillo entre sus pétalos violetas me recordaban los pavos reales que ilustraban mi libro de ciencias y aquel  poema de Rubén Darío en el libro de español del tercer grado.  Al borde de aquella estela violeta crecían los pastos más nuevos y cálidos, justos los que necesitábamos para saciar los camellos criollos, transformados en robustos caballos.

A veces, por los relatos del catecismo, pensaba que ni mis hermanos ni yo corríamos peligro alguno en nuestra andanza, pues habíamos pasado los tres años de edad. Por lo tanto, ya no teniamos por qué preocuparnos si nos sorprendía el rey Herodes, de quien se decía era muy celoso y quien deseoso de destruir a Jesús, mandó matar cientos de niños.

Una vez recogida la porción de yerba fresca, lo suficiente como para saciar cada uno su caballo –eso asumimos-,  la guardábamos con mucho cuidado debajo de nuestras camas.  Se la encomendábamos a Mami, para que se asegurara de que dejaba una puerta o al menos una ventana abierta para que entraran los reyes en la madrugada del día siguiente.

-Por favor , Mami, no le tengas miedo a los caballos y déjalos entrar- le decía a mi mamá, quien me observaba siempre con sus ojos muy vidriosos.

Mami nos pedía que nos acostáramos temprano. Hoy me doy cuenta que también Mami le tenía un poco de miedo a las pisadas de los caballos que sonaban como retumbar de tambores a medida que se acercaban a la casa.

-Hay que acostarse temprano para que lleguen. No deben estar fuera con esta oscuridad- Se refería al poco alumbrado que había en nuestra estrecha calle.

El día siguiente era una sorpresa diferente. Era la celebración de la Epifanía.  No me preocupaba qué me habían traído los reyes. Lo importante era que habían venido y que los caballos se hubieran comido todo el pasto que le dejamos. Fue mucho por cierto, porque según veía, lo fueron regando por el camino.

Francisco Feliciano Sánchez  nació en Santurce, San Juan de Puerto Rico. Poeta, bibliotecario y educador. Entre sus libros se encuentran Azogue, Del lenguaje de la piedra y Enén: el barquito de papel.