HISTORIA DEL DESODORANTE

 

Roxana Kreimer

 

Lejos quedaron los tiempos en que un amante como Napoleón podía escribirle a Josefina: "Estaré allí en tres días, por favor no te laves.....". Para las odorófobas sociedades contemporáneas los efluvios estimulantes de la vida amorosa ya no provienen del cuerpo sino de los laboratorios de las empresas multinacionales de cosméticos. Durante el siglo XX una de las esferas más reveladoras del proceso de civilización fue la obsesión por suprimir los olores corporales asociados a la animalidad. En esta empresa el desodorante desempeñó un rol fundamental: fabricado por primera vez a fines del siglo pasado en los Estados Unidos en base a una mezcla de sulfato de potasio y aluminio, tras la segunda guerra mundial su uso se generalizó prácticamente en todos los países occidentales hasta abarcar una gama de variedades que parece no tener fin: desodorantes para las axilas, para los pies, para la higiene íntima, para el aliento, para desinfectar y aromatizar el aire, para la ropa, para el cabello, para borrar los efluvios del cigarrillo y del animal doméstico.

El lugar otorgado a las fantasmagóricas emanaciones del cuerpo es revelador del rol esencial que desempeña el olfato en la vida social. Desde la antigüedad y hasta mediados del siglo XIX, los olores han sido investidos de extraordinarios poderes de vida y de muerte. Los mitos antiguos vinculados con los filtros de amor y los aromas afrodisíacos elaborados por los alquimistas dieron una connotación mágica a los perfumes. En las postrimerías del Imperio Romano, después de lavarse los hombres ya se colocaban en las axilas unas almohadillas con sustancias aromáticas. No obstante, varios siglos transcurrieron hasta que Odorono -una marca que devendría nombre genérico- lanzó al mercado el primer desodorante, que al principio se vendía solo en las farmacias. La publicidad que promovía el nuevo producto mostraba a una bella joven huyendo presurosa al comprobar que a su apuesto galán el desodorante lo había abandonado. Por primera vez los mandamientos de la higiene triunfaban sobre la belleza misma, un bien que hasta entonces parecía inquebrantable. El amor "a primera vista" debería ameritar un amor "a primer olfato", de análoga dignidad.

En su escrito Fragancia, Francoise Dolto afirma que los desodorantes fueron creados para que "no se genere la tentación del coito en un contexto en el que, como el de los transportes públicos, el cuerpo no parece sujeto a las decisiones del espíritu". Aquello que podría reforzar la relación amorosa en un contexto de intimidad, no sería trasladable al espacio público. En contraste con esta perspectiva (y a tono con los discursos exaltadores del universo pasional), Cosmetic Research International acaba de lanzar al mercado un desodorante elaborado en base a feromonas sexuales. Su propósito es el de recuperar una pequeña dosis de la "animalidad perdida" en tiempos en que "el amor se hace con preservativos, sin olerse y con severas restricciones del juego amoroso". Otras multinacionales de cosméticos contraatacan con fragancias florales y descreen del éxito del nuevo producto ya que, afirman, "el umbral de aceptabilidad ideal hoy pasa por un olor convencional".

Recientemente el hábito de perfumar cuanto producto aspire a ser vinculado con la higiene personal ha sido objeto de severas críticas. Julia Roberts y Milla Jovovich reivindican el uso exclusivo del jabón y se fotografían sonriendo junto al tupido bello de sus axilas. En Internet numerosos grupos de discusión abordan las posibles relaciones entre el uso de antitranspirantes y el cáncer de mama. "Los antitranspirantes impiden al cuerpo expulsar sus toxinas", escriben. "Pero estas toxinas no desaparecen mágicamente: el cuerpo las concentra en los nódulos linfáticos que se encuentran debajo del brazo, las celulas mutan y así se desencadena el cáncer". A estas acusaciones las empresas de cosméticos responden que el antitranspirante no obtura los poros sino que permite regular la transpiración de manera muy parcial, disminuyendo el flujo sudoral entre un 30 y un 60%, sin bloquear la esencia del proceso natural.

En los últimos años la cruzada odorófoba ha urdido una nueva repugnancia. Así como el racismo ha sido regado por el argumento de que "los negros tienen un olor característico", la firma japonesa de cosméticos Shiseido acaba de lanzar una gama de productos desodorantes (shampoo, loción corporal, pañuelos de papel y desodorantes de ambiente) que aspiran a borrar aquello que definen como "el olor característico de las personas de la tercera edad". Después del mal aliento, sostienen, éste es el olor más difícil de soportar. En una cultura como la japonesa, en la que tradicionalmente los ancianos eran las personas más respetadas por su experiencia y su sabiduría, el desodorante de Shiseido pretende borrar toda huella del paso del tiempo y suprimir la vejez como si se tratara de una berruga, de una irregularidad indigna de la vida humana.

Aunque, como se ve, el proceso de globalización no parece ajeno al uso del desodorante, entre los países europeos y los americanos las diferencias culturales son significativas. Mientras en Francia el 65% de las personas declaran usar diariamente algún desodorante, en los países americanos de mayor desarrollo económico este porcentaje se eleva al 90%. Abordar un subte europeo en invierno y durante las horas pico puede convertirse en una empresa heroica para un americano. En Alemania o en Francia no solo no se ha generalizado el uso diario del desodorante: los hombres y las mujeres suelen bañarse cada semana o cada tres o cuatro días, a diferencia de la ducha diaria que caracteriza al americano. El costo del agua –cuyo consumo es medido- y los antiguos hábitos culturales aún hoy diferencian las prácticas higiénicas de ambos lados del océano Atlántico.

Más allá de los argumentos a favor o en contra del uso del desodorante, más allá incluso de la diversidad cultural en las fronteras de la higiene y del pudor, durante los dos últimos siglos la inquietud por la limpieza también ha revelado preocupación por la inestabilidad social y política. Marca moral de adecuación social, la limpieza aparece como la condición de posibilidad para fomentar el orden y la laboriosidad ciudadana. La suciedad es asociada al caos, a la vagancia y al delito. Por otra parte, la amenaza de enfermedad ha ensanchado hasta límites antes insospechados las fronteras de la repugnancia. Durante el siglo XX exaltar la limpieza implicó alertar sobre un peligro que provendría de seres ínfimos, "monstruos invisibles", minúsculos, que dominan al más resistente de los seres y pueden destruirlo en cuestión de horas. La higiene penetró de este modo hasta en los detalles más finos de la existencia, medicalizando la vida cotidiana y constituyendo uno de los factores fundamentales del disciplinamiento de las sociedades modernas. Es en este contexto que el desodorante parece haber contribuido como ningún otro cosmético a la construcción social de los cuerpos.