Pasiones Inmortales
Guayaquil, Marzo 12 del 2001
Su orgullo varonil se quebrantaba en una lágrima incontenible que le quemaba el eje del alma. Agachado hacia los despojos, sus enormes ojos enrojecidos recordaban los momentos que habían compartido juntos unos años atrás.
Los hombros sobre los cuales se miraba el mundo más pequeño, más accesible, más conquistable, era el trono de los sueños de un espíritu adolescente que tenía en el héroe al roble más fuerte sobre el cual construía su castillo.
En su mano, una botella de alcohol amortiguaba el frío andino, cuyo viento arrancaba la lágrima fugitiva hasta la tierra húmeda de alguna otra tumba antes llorada.
Hace unos años antes las risas no cesaban en el hogar del hombre que ahora, cansado del viaje, tenía la difícil tarea de reconocer al hermano a  quien abrazaba el día del cumpleaños de su esposa. Más de treinta años compartiendo aventuras, peleas, noches de farras y penas de amores para no encontrar las primeras arrugas de una sonrisa al recrear una broma. Pero el acongojado corazón no podía resistir una noche más de incertidumbre sobre el paradero de aquel al que el destino cortó su historia.
Lejos, en su casa, donde los ríos de una cuenca agonizan; donde la cercanía marina hace al calor sofocante; donde la intensidad de los días del astillero forman a hombres agresivos y el que más se alcoholiza es el más macho, ya había comenzado a intercambiar los nombres de sus hijos en su intento de volverse un espectador ante la misma figura de antaño, de dos niños corriendo hacia los mimos sueños.
El segundo de los niños era el reflejo de su semblante, con su tez morena lavada de trigueño porteño y sus enormes pupilas negras, su cabello lacio y la misma quijada partida, había sido el elegido para llevar el nombre de su tío muerto. El primogénito, que llevaba el orgulloso nombre del padre, tenía el espíritu y la ansiedad encrespada del que había terminado sus días en las alturas. La cara inmodificable de niño, blanco, de largas pestañas y cejas dibujadas, creaba una mirada triste que hacía pensar en una profunda interrogación sobre su vida. ¿Era acaso un designio de un pasaje escondido de los escritos de García Márquez en sus Cien Años de Soledad?
¿Se podía imaginar que éste niño encolerizado se enfrentaba a una batalla interior de odio y sensibilidad?. A los pocos días de nacido, su madre tenía en brazos al niño nacido el 12 de Julio de 1973, indiferente a la música de la fiesta del día de su cumpleaños el 23 de Septiembre. Sus nuevas inquietudes de madre ensayaban las canciones de cuna tiempo atrás aprendidas y en el pecho del niño se mantenía el pizarrón de su creatividad en blanco.
Las pequeñas plantas que eran cuidadas por el pequeño para tranquilizar su cólera eran destruidas cuando la paciencia se acababa. El caminar lento, en la sumisión de sus pensamientos se acentuaba en él cuando avanzaba hacia su adolescencia. La mirada del hermano deducía una especie de locura interna que lo fastidiaba, su interés más liviano de gozar la vida lo alejaba de la misma complicidad que los había juntado por sus nombres.
La semblante de ese padre que años antes estaba afligido se emocionaba al ver el rostro de su primogénito en el diario exaltando su creación literaria. Un premio intercolegial llenaba de entusiasmo el corazón de la madre. El hermano con este evento más confundido con sus sentimientos.
La inquietud maternal recorría los estantes de un comisariato cuando encontró los libros de poemas de un autor que había notado que leía mucho su hijo. Un título largo, el libro plastificado y el nombre del autor. No había mucho qué diera referencia sobre la obra. En su parte posterior una síntesis sobre el autor. Su fecha de nacimiento, la fecha de su muerte y la magnitud del autor elevaron la adrenalina en ese momento de lectura: Pablo Neruda.
Jamás imaginó que su carrera de vendedor terminaría cobrándole más caro de lo que pensaba. Una promoción novedosa: plumas que disparaban una bala. Su recorrido había terminado la costa ecuatoriana y el sur del callejón interandino. Se acercaba a la Capital y el movimiento del bus lo arrulló mientras contemplaba su grueso anillo de oro. En su sueño recordó sus peleas, la valentía que mostraba al defender a sus amigos y familiares con su sello inconfundible de un golpe de su grueso puño dibujaron una sonrisa en su rostro. El frío lo llevó hasta una cantina, donde los hombres se sienten más hombres al poner una mirada desafiante y la capacidad de soportar el ambiente úrico en una mesa. En la barra pidió un trago y dejó una de las plumas sobre ella. El sugestivo dorado del instrumento llamó la atención de un montubio que se encontraba a su lado.
- ¿Disculpe, de qué marca es la pluma? - le dijo sonriendo en son de crear una amistad tras el interés del adorno.
-  Bueno, la verdad es que yo vendo estas plumas, pero no son plumas corrientes: disparan - contestó con el ánimo de comenzar un negocio.
-   ¡Y, cómo puede ser eso! - dijo asombrado el montubio
-  Mire, si está interesado en comprar le explico - le informó con aires de complicidad
-  Dinero es lo que me sobra para mis caprichos - dijo orgulloso - ¡explíqueme no más!
-  Debe sacar este seguro y presionar aquí - le conversaba mientras le acercaba la pluma
-  ¿Cómo, así? - le interrogó el ignorante vanidoso.
-  Sí, pero tenga cuidado de apuntar hacia otro la... - no terminó su frase
El estrépito del disparo enmudeció a todas las personas en la barra, los hombres salieron a la calle, las prostitutas  subieron al altillo de los vestidores, la pluma daba vueltas en el suelo y la mano del hombre en su corazón trataba de detener la sangre mientras sentía cómo sus latidos se detenían.
Mientras abandonaba su cuerpo pensó: "No lo puedo permitir". En su mirada se reflejaron sus años de vida, la imagen de un niño que no nacía y la mano de un hombre viejo que ya había muerto que le respondía: "Yo tampoco". Se desplomó, fue llevado inerte a la morgue, se comunicó a su familia y se lo enterró en una fosa vieja.
Un hombre que dijo era su hermano se acercó años después, desenterraron y su cara se llenó de una aflicción.
-  ¿Lo puede reconocer?, sólo han quedado sus huesos - preguntó el oficial
-  Si, es mi hermano. Éste es su anillo... - contestó con la voz entrecortada - me lo llevo a Guayaquil.
Su mano se extendió hacia los restos de su hermano, acarició sus huesudos hombros y luego agarró el anillo de entre sus falanges.