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Tratado Nietzscheano sobre algunos críticos literarios

 
   Mientras yo dormía, una oveja vino a pacer de la guirnalda de hierbas con que cubría mi cabeza: y después de engullírsela dijo: Zaratustra ya no es un docto.
   Así dijo; y se alejó muy altiva y desdeñosa. Me lo ha contado  un niño.
   Me gusta estar echado aquí, donde los niños juegan, junto al muro agrietado, entre cardos y rojas amapolas.
   Todavía soy un docto para los niños, para los cardos y para las rojas amapolas. Son inocentes, hasta en su maldad.
   Mas yo no lo soy para las ovejas. Así lo quiere mi destino, ¡bendito sea!
   Pues ésta es la verdad: he salido de la casa de los doctos, y además he dado un portazo al salir.
   Demasiado tiempo estuvo, sentada a su mesa, mi alma hambrienta: no estoy adiestrado a conocer como ellos, que consideran el conocer como un cascar nueces.
  Amo la libertad, y me gusta el aire libre que orea la tierra fresca: prefiero dormir sobre pieles de buey que sobre las dignidades y respetabilidades de los doctos.
   Soy demasiado ardiente, y estoy demasiado quemado por mis pensamientos propios: con frecuencia me falta la respiración; y entonces tengo que salir al aire libre, y huir de los cuartos llenos de polvo.
   Ellos, en cambio,  están sentados fríamente entre las sombras frías: no quieren ser sino espectadores en todo, y se guardan muy bien de sentarse donde el sol abrase los escalones.
   A imagen de los que se plantan en las calles a contemplar boquiabiertos a la gente que pasa, así aguardan ellos y miran con las bocas abiertas los pensamientos de los que han pasado ante ellos.
   Como sacos de harina, levantan, sin quererlo, polvo a su alrededor: mas ¿quién sospechará que su polvo procede del grano y de la dorada delicia de los campos de estío1?
   Cuando se las dan de sabios, sus pequeñas sentencias o esbozos de verdades me hacen tiritar de frío: su sabiduría despide con frecuencia hedor a ciénaga, y, a decir verdad, yo he oído croar en ella a las ranas.
   Son hábiles, y tienen dedos expertos: ¿qué quiere mi sencillez entre su complejidad? Sus dedos entienden a la perfección de hilar, y de anudar, y de tejer: ¡así tejen los calcetines del espíritu!
   Son buenos relojes, siempre que se tenga cuidado de ir dándoles cuerda: entonces marcan la hora con exactitud, y producen, al hacerlo, un ruido moderado.
   Trabajan como molinos y morteros: ¡basta con echarles grano2! Ellos lo muelen perfectamente, y lo convierten en polvo blanco3.
   Unos a otros se vigilan los dedos, sin fiarse del más experto. Son hábiles en inventar pequeños ardides o trucos, y acechan a aquellos cuya ciencia cojea. —Acechan igual que arañas.
   Siempre les he visto preparar con cautela sus venenos; y siempre, al hacerlo, se resguardan las manos con guantes de cristal.
   También dominan el juego con dados falsos: y les he visto jugar con tanto ardor, que hasta sudaban.
   Son recíprocamente extraños, y sus virtudes me resultan aún más repulsivas que sus falsedades y sus dados amañados.
   Cuando yo habitaba entre ellos me mantuve por encima de ellos: por eso se enojaron conmigo.
   No quieren siguiera oír que alguien camina por encima de sus cabezas; por eso colocaron tierra, y leños, y basuras, entre sus cabezas y mis pies. Así ahogaban el sonido de mis pasos; y, hasta hoy, quienes peor me han oído han sido los doctos.
   Todo tipo de miserias y faltas humanas colocaron entre ellos y yo: "techo falso", llaman a eso en sus casas.
   A pesar de todo, sigo caminando con mis pensamientos por encima de sus cabezas: y aun cuando yo quisiera caminar sobre mis propios errores, continuaría por encima de ellos y de sus cabezas.
   Pues los hombres no son todos iguales: así habla la justicia. ¡Y a ellos no les ha sido lícito querer lo que quiero yo4!
 
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