Cuida tus Deseos
Guayaquil, Mayo del 2001
"De las coincidencias, visiones, fantasías y misterios que han rondado mi corta vida, no ha sido la vez que el jinete que me dio las primeras clases de equitación, fue atropellado cruzando una avenida al día siguiente con caballo y todo lo que más me llama la atención. Tampoco que mi padre me contara que mi padrino de bautizo católico fuera en realidad un brujo, ni que una enamorada que tenía y trabajaba en una oficina la despidieran el día que la cambié por otra que también ocuparía el mismo puesto de trabajo de ella. Ninguna de todas aquellas situaciones, ni otras que no vienen al caso me sumergió en un enigma que aún no puedo resolver, como aquella historia de Ana María Lavié y su valentía en el siglo XIX.

Suele hacer mucho calor en la costa en los días de Abril. El día que la conocí había pasado una noche muy difícil lidiando con una botella de Ron. El chuchaqui me llevaba recostado sobre mis brazos en el asiento delante de mí en el transporte público rumbo a mi trabajo. Abrí los ojos cuando sentí un pequeño empujón y miré unas piernas blancas encajadas en una falda de trabajo muy corta. Enseguida reaccioné, me incorporé y la miré. Llevaba unas gafas oscuras y su uniforme azul. Debió mirarme de reojo para darse cuenta en seguida que continuaba medio borracho. En el letargo me imagino que mis ojos han de haber estado enrojecidos del alcohol. Dejé de mirarla y vi al conductor.
De repente, su cuerpecito se apoyó en mí algo asustada, el chofer había parado bruscamente y el vendedor ambulante casi se le viene encima. Yo no me escapé del susto.

Se disculpó y yo le pregunté dónde trabajaba. No siempre lo hago, pero el alcohol me llena de valentía creo. Era vendedora de una compañía de revistas y ni siquiera me di cuenta cuando ya estaba suscrito a una de ellas y bailábamos en una discoteca.

A pesar de estar sonriente había algo que la mantenía con una triste mirada. Le pregunté qué era lo que le ocurría y después de insistir un rato me comenzó a contar una historia realmente interesante.

Su mirada de preocupación humedecía sus ojos cuando me contó que un primo y un tío suyo habían desaparecido. La revelación de los pormenores del misterio me comprometerían a envolverme en los acontecimientos más estremecedores de mi vida.

En 1880, la tatarabuela de Mercedes recogía flores en una finca de la costa ecuatoriana. La inocencia de una niña de 10 años se emocionaba con los multicolores del ramillete que había reunido. Ana María leía a Rubén Darío sobre el pasto cuidando a su pequeña hermana. La risa y el correteo de la niña distrajeron su atención hacia un pozo que habían excavado al cual la niña se aproximaba peligrosamente.

-    ¡Cuidado Paola, no te acerques mucho a ese pozo! - advirtió Ana María a su hermana.

La niña paró su corrida, la miró con dulzura, sonrió y volvió a correr por otro lado. Ana la siguió un momento con su mirada y se detuvo en un paraje oscuro entre los árboles. Protegía su cabeza con un sombrero de ala grande. Sus manos poco a poco mandaron a descansar al libro sobre la hierba y sus sueños la envolvieron en plena vigilia. Sentían sus manos jóvenes el ansia de acariciar al amado desconocido, sus labios querían ahogar el fuego veraniego en los húmedos labios del caballero de sus cuentos de hadas. Sus ojos verdes esperaban la silueta del varón que pudiera aparecer de entre los árboles, quería perder su mirada en unos ojos negros como esa misma oscuridad.

Cuando regresaron a la casa observó la preocupación en el rostro de su padre. La noticia de unos cuatreros cerca de la finca era la razón. Los tres policías rurales que habían llegado a brindar ayuda a los hacendados resultarían de muy poca ayuda para protegerlos. Esa misma noche llegaron y comenzó la balacera entre los peones, los guardias, el padre y los cuatreros.

Uno de los peones debía llevar dos baúles con los objetos de valor a otra finca cercana sobre un burro. La madre le dio las instrucciones y volvió a la sala. Ana y Paola miraban cuando salía el trabajador. Dio cinco pasos y una bala lo impactó en la cabeza. La niña gritó y Ana cerró los ojos.

La madre volvió a entrar cuando escuchó el grito.

-     Hijas mías, deben huir de aquí - les ordenó mientras las balas rompían cuadros y vajillas en la casa.

-     ¡Mamá, tengo miedo! - lloriqueaba la pequeña.

-     Yo te cuidaré, vamos - trató de tranquilizar temblorosa Ana a su asustada hermana.

La madre regresó a la sala y las niñas salieron por la puerta de atrás y llegaron cerca de donde había huido el burro.

-     Paola, tienes que correr hacia la otra hacienda, yo voy a agarrar al animal y te alcanzo luego - le ordenó Ana a su hermana mientras la miraba profundamente a los ojos - tienes que ser valiente...

La pequeña asintió con la cabeza, se dio la vuelta y empezó a correr, mientras Ana corría a alcanzar a la bestia.

Al llegar hasta ella logró divisar unos ojos de fuego que la miraban desde lejos. Esa mirada de odio la hirió como un cuchillo despedazando una flor. Después, el trueno de un disparo, el relinchar de su caballo huyendo de las balas y ella alejándose con el animal cargado en busca de su hermana.

-     ¡Carlos, Carlos! - gritaba el cuatrero de la mirada de fuego - ¡vi alejarse a una de las mujeres con un burro cargado de dos cajas!

Carlos, el jefe de los cuatreros, profirió unas maldiciones mientras disponía la retirada en vista de que los policías recibían refuerzos.

-     Vamos por la mujer - ordenó el bandido.

Ana alcanzó a su hermana que llevaba la linterna. Estaban en el mismo lugar de aquella tarde. A lo lejos ya se escuchaba a los caballos de los cuatreros acercarse. Las dos se miraron, una más asustada que la otra.

-    Corre  y escóndete entre los árboles - le ordenó Ana a su hermana mientras esta negaba con boca y cabeza.

-    Paola, hermana, te quiero - le dijo con lágrimas en los ojos -  no te voy a dejar sola mucho tiempo, tengo que esconder estas cajas. Si llega mi padre le dices hacia dónde fui.

-    No quiero, no quiero - al final Paola se escondió entre los árboles.

La oscuridad acalló sus sollozos. Detrás de los árboles vio a su hermana acercarse al pozo y arrojar en él las dos cajas, luego el grito de los jinetes y el estruendo de los cascos de los caballos virando por el camino. Al regresar a ver al pozo su hermana corría con la bestia lejos de él. Los cuatreros pasaron frente a ella como fantasmas exasperados vociferando alcohólicos hasta alcanzar a Ana.

-    ¡Dónde están las cajas! - gritó Carlos a la muchacha mientras el cuatrero de los ojos de fuego la miraba con perversa alegría desde su caballo.

-    ¡Jamás lo sabrás desgraciado, mientras yo viva no dejaré que unas manos malvadas como las tuyas se posen sobre cualquier cosa nuestra! - gritaba orgullosa

-    ¡Habla desgraciada o te mato! - ordenó encolerizado el cuatrero mientras la arrodillaba y apuntaba a su cabeza con una pistola

-    ¡Ni muerta permitiría que unos ojos perversos como los tuyos vean lo que has venido a buscar, salvaje ignorante! - Insistió Ana.

-    ¡Nooooo! - gritó desde los árboles Paola que veía tremenda escena de perversidad llamando la atención de los bandidos.

-    ¿Quién demonios está ahí? - preguntaron a Ana

-    Nadie - respondió clavando su mirada en los rojizos ojos del delincuente.

Enseguida la pararon y se dirigieron hacia la niña. Los primeros truenos de la lluvia que se avecinaba se dejaban escuchar. Un rayo iluminó la noche y divisaron a los policías acercándose.

-     ¡Maldita seas, te vas a morir por no haber hablado! - gritó Carlos que la empujó mientras otro rayó iluminó el rostro de Ana.

Los ojos del cuatrero se abrieron sorprendidos cuando vio desaparecer a Ana luego del rayo cuando la apuntaba con su pistola.

-     ¡ Vamos Carlos! - le indicó el criminal de los ojos de fuego mientras las primeras gotas de lluvia caían y el padre de las niñas se acercaba con los policías.

Los cuatreros huyeron y el padre recogió a la niña que se encontraba agachada, con las manos recogidas y la mirada perdida en el sitio que su hermana desapareció.

-     Paola, ¿dónde está tu hermana? - la niña no volvió a pronunciar palabra hasta muchos años después.

Mientras tanto el cuerpo inerte de Ana yacía sobre las cajas en el fondo del pozo. Su ropa pegada a su cuerpo virgen deseoso de conocer al caballero de los ojos oscuros quedaría como guardián permanente de un juramento por orgullo. Luego de la lluvia la luna llena se pasea sobre el pozo iluminando la palidez de su piel, frente nunca coronada de un velo, boca nunca buscada por unos labios, manos asidas a un libro de Rubén Darío.

A cada momento que avanzaba la historia mi corazón estallaba de un deseo por poder haber sido yo quien extinguiera la pasión de sus labios entreabiertos.

Buscaron días a Ana pero no la hallaron, buscaron en el pozo pero sólo llagaban hasta donde estaba el agua. Los padres siguieron buscando durante años, hasta que fallecieron.

Aquel lugar no era frecuentado por las personas que vivían cerca. Una luz, como de una linterna se columpiaba todas las noches sobre el lugar del pozo, cuando alguien se acercaba desaparecía y los más valientes volvían asustados al verificar la aparición.

Paola encontró en el amor en los brazos de un hombre que sanó sus heridas, al que pudo contar lo ocurrido esa noche. Fue el primero en vencer el miedo a la aparición, y fue el primero después de muchos años de entrar al pozo y fue el primero en desaparecer.

Así la historia de Ana pasó de boca en boca por las generaciones de la familia de Mercedes hasta alcanzar a su primo y a su tío. Iban a llevar a un brujo desde Perú para descifrar el misterio.

-      Acompáñame - fue la petición que me hacía suplicante.

Los sentimientos de aventura comenzaron al marcar el ritmo de mi pulso. Más no sé qué fuerza extraña quería impedir que llegara hasta la hacienda de La Piedra Roja.

Estaba el sábado siguiente embarcado en un transporte interprovincial con Mercedes dirigiéndome hacia Machala. A mitad del camino apareció de entre los espejismos de la carretera una vaca. El chofer trató de esquivarla, más no pudo efectuar la maniobra, la impactó en su parte posterior y el autobús comenzó a zigzaguear por la carretera esquivando las cunetas. La gente gritaba dentro, hasta que el chofer pudo controlar al vehículo. El oficial que venía en la puerta fue salpicado del estiércol que la vaca había expulsado por el choque, murió inmediatamente. Su cuerpo quedó dando vueltas en el pavimento. El chofer volvió a encender el autobús y continuamos hacia la hacienda. Mercedes y yo nos veíamos a los ojos con una interrogante sin respuesta en la mirada. El miedo había comenzado a trabajar en nuestras mentes.

Llegamos al pueblo cercano a la hacienda. Caminamos por unas calles sin empedrar. Mientras más nos acercábamos el polvo se levantaba más. Los pequeños remolinos que provocaba el viento resultaban una verdadera molestia. Al dar la vuelta al cementerio el viento cesó. La casa quedaba atrás del mismo. Mercedes me presentó a la familia que me miraron con recelo. Estaban su madre, sus dos hermanas menores, el padrastro y el cuñado. Al fin y al cabo, eran dos y mi ayuda les vendría bien. Estuvimos libando hasta las 18h00 cuando comenzaron a arreglar el cuarto donde iba a llegar el shamán que venía desde Perú.

Acababa de anochecer cuando llegó en una camioneta vieja. Se dirigió hacia el balde y bajó una sábana que traía varias cosas dentro. Aunque sus facciones eran las de un indígena de la región Andina, pasaría desapercibido como cualquier persona del pueblo. Su aspecto cambiaría luego. Lo saludé con un poco de respeto, su mirada era poderosa y penetrante, como si estuviera analizando cada rostro, cada movimiento, cada esquina de la casa.

Luego de media hora se había cambiado en el cuarto preparado para él: su vestuario típico de un brujo sudamericano, tres plumas en la frente agarradas con un cintillo multicolor; su cabello lacio largo y descuidado; la camisa blanca de tela barata y un pantalón de sastrería y sus sandalias indígenas. Había encendido seis velas viejas dispuestas alrededor de un círculo con unos dibujos demoníacos alrededor y la figura de un hombre calmado dentro con una lanza cruzada a sus espaldas. Yo había tomado un baño antes, pero al entrar a la habitación sentí más fresco el ambiente a pesar de las velas encendidas. Había un aroma a eucalipto fuerte. Nos sentamos y pude observar a través de la ventana que había una luna llena muy baja que la agigantaba sobre los otros caseríos. Entonces comenzó a cantar una melodía que completaba el ambiente de misterio creado. De pronto calló. Después de un silencio llamó a Ana María y las velas se comenzaron a apagar excepto la que estaba frente a él. Entonces comenzó a narrar la historia de su muerte tal cual había ocurrido, completando las escenas que se habían perdido con el tiempo en su transmisión de las generaciones anteriores.

-          El tesoro de la familia está jurado - indicó el brujo - la promesa que hizo Ana María persiste hasta ahora: ?Ni muerta permitiré que unas manos ambiciosas se apropien de nuestras cosas, no dejaré que unos ojos perversos miren nuestro tesoro.

-          ¿Y mi sobrino y mi cuñado? - preguntó la madre de Mercedes.

-          Ellos están muertos como tantos otros que entraron al pozo con la ambición de apropiarse del tesoro - respondió el brujo.

Todos quedaron perplejos. Yo quedé más entusiasmado con lo que escuchaba y algo apenado por el dolor de la familia.

-            Entonces nunca podremos rescatar las cajas - afirmó el cuñado.

-          Debe hacerlo una persona que no tenga interés en la recompensa - indicó el brujo.

-          Eso es ridículo - exclamó el padrastro - ¿quién que entre a ese pozo no estaría interesado en una parte del tesoro?

El brujo clavó su mirada en mí y me señalo con su dedo índice.

-          ¡Tú! - exclamó el brujo.

La respiración se me cortó y la sangre se me heló cuando se dirigió a mí mientras todos me miraron sorprendidos.

-          Tú no has venido por el tesoro - aclaró el brujo mientras agarraba mi mano izquierda rápidamente.

Sentí el calor de la vela cerca de mi mano y el altorrelieve del dibujo bajo la otra mano que había quedado dentro del círculo cuando el brujo me haló hacia él.

-          Tienes marcas de nacimiento, fuiste entregado a las estrellas de las tres Marías - indicaba el brujo sobre las tres estrellas que se distinguen en el hemisferio Sur que se encuentran alineadas y que en la mitología griega representan el cinturón de un cazador denominado Orión y que da el nombre a la constelación donde se encuentran dichas estrellas - por un brujo que te hizo un conjuro - entonces ya había tenido contacto con dos brujos en mi vida - todo lo que desees se cumplirá, pero el conjuro no se terminó, el brujo murió una sesión antes de terminarlo - eso no lo sabía ¡qué mala suerte! - cuida tus deseos, piénsalos bien, a veces no serían lo que anhelas, no traje amuleto para bloquearlo ni me haría responsable para terminar el conjuro. Sería muy poderoso si así lo hiciera. Con lo que tienes es suficiente.

Luego observó mis ojos, tocó mi frente y dijo duerme. No recuerdo lo que ocurrió en esa hora que estuve dormido.

Cuando desperté, lo primero que vi fue la cara de niña de Mercedes. Me levanté lento mientras ella decía mi nombre tratando de hacerme reaccionar.

-     Mi familia quiere que te pregunte algo - me dijo algo tímida.

-     ¿Qué ocurrió? - pregunté mientras reaccionaba.

-          Parece que te hizo efecto el viaje y la cerveza. - respondió - Queremos saber si entrarás al pozo cuando lleguemos a la finca.

La miré algo confundido y asustado. Lo pensé por unos segundos. Después de todo habían desaparecido quien sabe cuántas personas ahí dentro, pero ese instinto de curiosidad me arrastraba a conocer lo que había sucedido ahí dentro. Respondí que si y salimos hacia la hacienda. No entramos a la casa, caminamos directamente por la misma ruta por la que había  huido Ana, me parecía verla por la misma oscuridad corriendo, iluminada intermitente por los relámpagos de la misma manera como nos iluminaban ahora a nosotros.

-            Debemos apurarnos - sugirió el padrastro - pronto va a llover...

Cuando llegamos pusimos unas cañas en forma de trípode y sobre su vértice colocaron una soga que me sostendría al bajar. Me amarraron a la cabeza un casco de minero con una linterna en la cabeza, me dieron un pito para avisar una vez cuando me detengan y dos veces para que me suban y amarraron mis pies y piernas a un extremo de la soga. Entonces Mercedes se me acercó.

-          Te agradezco mucho por la ayuda que nos estás dando, cualquier otra persona se hubiese negado, yo misma no lo hubiese hecho - me dijo al oído mientras me abrazaba - pero si quieres aún te puedes arrepentir.

Yo negué con la cabeza, pero mis ojos comunicaban la intranquilidad que soportaba. La adrenalina se aceleró cuando me recosté con la cabeza a la boca del pozo y me impulsé hacia adentro mientras me detenía el cuñado de las piernas, apenas me soltó, ayudó al padrastro a bajarme.

El pozo se iluminaba mientras iba bajando. El aroma de la tierra mojada podía sentirse dentro del mismo, ese olor mezclado con la hierba e insectos característico. Ya anteriormente había bajado desde una torre de cabeza en un ejercicio. Calculo que bajé unos cincuenta metros cuando divisé la escena más terrorífica que haya visto en mi vida.

Quise gritar, sonar el pito para que me regresaran, pero me contuve. Los restos cadavéricos de dos personas, sin manos y sin ojos se encontraban empotrados en las paredes del pozo. Más abajo había doce calaveras incrustadas en las paredes del mismo. El sopor era irresistible por lo que tapé mi nariz con mis manos. Luego fue cambiando hacia un aroma de néctar dulce, como de durazno y escuchaba a ratos una melodía que provenía del fondo del pozo. Sentía mi corazón latir acelerado cuando comenzó a fallar la linterna. Un relámpago iluminó por un momento el interior del pozo y vi unos ojos acercarse rápidamente y desaparecer. Me hizo sacudir la cuerda y tapé mi cara con mis manos.

-            Tranquilízate - me dije a mí mismo - te estás sugestionando con todas estas historias. -concluí.

Di unos golpes a la lámpara mientras continuaba bajando con mi mano derecha extendida cuando sentí una superficie redonda y lisa. Fue cuando silbé una vez con el pito para que pararan de bajarme. Fue entonces cuando la lámpara volvió a funcionar y pude apreciar un vestido blanco y enlodado guardando la calavera de Ana y en mi mano su cráneo. Lo agarré y lo vi con ternura y pena.

-            Desearía haberte podido conocer viva Ana - dije bromeando con el cráneo que dejé a un lado.

Removí los restos y amarré las cajas con la cuerda que me sostenía, cuando el pozo comenzó a llenarse de agua de lluvia. Ahora sí estaba asustado, terminé de amarrar bien las cajas y silbé dos veces para que me suban. Ahora entendía que mis antecesores debieron haberse ahogado, además todos se encontraban de pie. Lo que no lograba descifrar era por qué estaban aplastados contra las paredes sin manos y sin ojos. Las cajas se golpeaban mucho contra las paredes. Me subían lentamente, ignoraban que el pozo se comenzaba a llenar, saqué mi llavero que tenía una navaja, me quité el abrigo viejo que llevaba en mi cintura, lo abrí y envolví las cajas y lo amarré a la soga. Fue entonces cuando me fijé que el pozo se llenaba más rápido.

Desde arriba comenzaron a escuchar mis angustiosos silbidos que pedían que me suban más rápido. Mercedes los apuraba mientras los demás hacían un esfuerzo enorme por sacarme que ahora pesaba más por las cajas. El agua estaba haciéndolas flotar un poco, luego mis manos se metieron en el agua, ya no silbaba.

-            ¡Sáquenme de aquí! - gritaba insistentemente.

El agua finalmente cubrió mi cabeza, la lámpara se apagó y solo escuché el silencio cuando se taparon mis oídos.

Cuando mi cuerpo salió del agua escuché un trueno, vi difusas las imágenes de los demás, me sacaron del pozo, respiré profundamente y di un tirón fuerte de la soga que tenía amarradas las cajas. Todos se detuvieron observándolas, viejas, con filos de metal y los candados aún puestos. Mercedes tiritando y empapada, se acercó, estiró su mano y tocó una de las cajas. Apenas les puso un dedo, la madera de las paredes se deshicieron, como una torre de barajas cuando le sacas una carta y se cae, enseguida se escuchó el sonido de los objetos dentro, moviéndose y cayendo por las cajas desfondadas. Mercedes reaccionó asustada, pero el abrigo que había amarrado a las cajas salvó las cosas que hubiesen caído nuevamente al pozo. Apartaron los objetos sobre la tierra, desanudaron todo y observaron esos platos, monedas y figuras de oro mojándose en la noche ciento dieciocho años después. Todos se miraban entusiasmados mientras apretaban mis hombros en señal de felicitación. El padrastro cogió un machete y de un golpe abrió la otra caja, cuando la abrió bruscamente mostró un resplandor intenso que nubló mi vista.

-            ¡Son diamantes! - escuché mientras me desplomaba - ¡la caja está repleta de diamantes!

A la orilla Occidental del río Guayas se asienta la ciudad de Guayaquil que se ha extendido a lo largo del mismo y hacia más al Oeste. Hacia el Norte nace cuando se une el río Daule con el Babahoyo formando la puntilla de Samborondón. Sobre aquellos dos ríos existen dos largos puentes que comunican a la ciudad con el resto del país denominados de ?La Unidad Nacional?. Luego, el Guayas abraza a una isla llamada Santay que está poco habitada y que constituye un pulmón para la cuidad tan comercial. Llena de manglar, es una mancha verde en medio del torrente gris del río. Desde mi oficina en lo alto de uno de los edificios que se levantan en el Malecón Simón Bolívar, observo cómo se oscurece la orilla Oriental del río donde se pueden ver las casas de Durán, otra pequeña cuidad al otro lado. Tras de ella cerros, y tras los cerros, a muchos kilómetros, la hacienda.

Estoy sentado en mi cómodo sillón de cuero, un año después de haber regresado de aquella aventura. Me he enfrascado en mi trabajo tratando de huir de los recuerdos, pero no puedo. Con la mano en el mentón y la mirada perdida más allá de los cerros de Durán, me pierdo en la oscuridad de aquel pozo. Estaba esperando una llamada.

-            Sr. Martínez - contesta la voz del guardia en el auricular.

-            ¿Sí? - pregunté sin separar la mirada de la distancia.

-            Lo están esperando en la planta baja - contestó.

-            Gracias - respondí y colgué.

El chofer del Bronco de Mercedes me esperaba para llevarme a la restaurada hacienda. No había aceptado un solo diamante del rescate, pero me invitaban siempre a pasar con ellos, y yo iba cada vez que podía para nadar en la piscina y relajarme de la presión de mi trabajo.

Cuando llegamos ya había anochecido el Viernes. Estaba terminando una fiesta que había durado todo el día. Unos conocidos se iban borrachos y contentos cuando llegué. Me reconocieron y rieron mientras pasaban a mi lado. Me encontré con el cuñado de Mercedes y se dirigió a mí gritando mi nombre. Nos sentamos a tomar cervezas y al fin pude distraer mis pensamientos ahogándolos en las diversas conversaciones en las que intervine. Pero me retiré temprano porque estaba cansado. Como siempre habían reservado uno de los cuartos de huéspedes para mí. Me dormí al ritmo de la música y de las carcajadas de los alcohólicos.

Cuando abrí los ojos me encontré con mi típica postura al despertarme, al filo de la cama bocabajo con un brazo afuera tocando el piso con la mano. El calor de Abril me había sacado del sosiego. Había silencio, la fiesta había terminado y salí de la casa. Las botellas de cerveza sobre el césped, servilletas y una que otra silla tirada tenía que ir esquivando en mi ruta hacia la piscina. Me aclimaté con un poco de agua y caminé hacia el final de la misma, me tiré un clavado y nadé al otro extremo, cuando salí del agua, con los ojos medio cubiertos por el agua que chorreaba por mi cara, escuche una risa muy femenina.

Una jovencita me miraba sonriendo sentada a la orilla de la piscina con sus piernas metidas en el agua. Era blanca, de una blancura brillante, como relámpago. Sus dientes más blancos aún, con una cabellera negra ensortijada sujetadas en una cola por el moño. Tenía un vestido con encajes. Mostraba sus hombros venusinos, débiles y delicados. Su cintura de adolescente era sujetada por un cintillo rosa.

-            Hola - me dijo mientras me miraba coqueta con su ojos verdes.

-            Hola, ¿quién eres?- le pregunté mientras miraba sus muslos que se mostraban por la falda algo levantada - no te había visto antes aquí.

-            Soy María, prima de Mercedes - me contestó mientras inclinaba su cabeza sobre su hombro - Nadas bien...

-            ¿Vas a nadar? - dije mientras me cruzaba de brazos sobre la orilla de la piscina al lado de ella.

-            No - resolvió - no sé nadar aunque he vivido mucho tiempo cerca del agua.

-            Te enseño - me ofrecí

-            Mejor te veo - me dijo mientras cruzaba los brazos bajo sus senos jóvenes.

Nadé una hora más y ella me miraba sin moverse. Luego salí por donde estaba sentada y le ofrecí mi mano para que se pare.

-            Gracias caballero - me dijo mientras se incorporaba.

Medía cerca de 1.70, su silueta delgada la hacía muy ligera al caminar. Nos sentamos en unas sillas que levanté y conversamos algún rato. Ella me escuchaba con sus labios entreabiertos, a veces como una niña con sus codos apoyándose en su muslos algo inclinada hacia mí.

-            Y entonces fue cuando el brujo sujetó mi mano - le contaba lo que había sucedido hace un año - y me dijo que me habían conjurado para que obtuviera todo lo que deseara - continué mientras hablaba riéndome.

-            ¿Y crees que es verdad? - me preguntó interesada.

-            No lo sé - contesté melancólico, como queriendo que sea verdad para realizar muchos sueños acumulados desde niño.

-            Podría ser - me animó - ¿qué deseas? - me preguntó afinando su mirada en mis ojos negros.

-            Te deseo a ti - le contesté.

Se acercó, se sentó sobre mis piernas, pasó sus brazos sobre mis hombros y me besó con los ojos cerrados. Sentí sus labios húmedos, su delgada cintura en mi brazo y un rizo de sus cabellos cerca de mis ojos abiertos.

Su mano leve se deslizó acariciando mi pecho hasta bajar y sujetar mi mano. Se levantó y caminamos hacia la casa. En la habitación cerró la puerta y comenzó a besarme con verdadera ansiedad mientras sus manos navegaban por mi espalda, se dio la vuelta y bajé el cierre de su vestido medio húmedo. Mis brazos entraron en él, para vibrar con la tersura de la piel de su cintura y mis pulgares tocaban las bases de sus senos. Su vestido cayó y mi boca la llenó de besos desde la nuca hasta la mitad de su espalda, luego volví a su cuello y ella se volteó. Dio un paso hacia atrás y pude observar su desnudez plena.

Sentí mis sentimientos de pasión cambiar. La malicia en mis ojos se volvió potente como la mirada del águila cazando su presa. La empujé y se recostó sobre la cama, me deshice de mi pantaloneta y me recosté junto a ella. Entonces besé sus senos mientras mi mano apretaba la suavidad de su abdomen, luego recorrí mi mano hasta su muslo deleitándome con sus curvilíneas provocaciones. Aún en la escasa luz que había podía perderme en la frescura de sus ojos verdes en los que me veía reflejado. Sentía su cuerpo estremecerse suave, era agua anochecida sus besos de lluvia sobre mi piel y un manjar su cuerpo de aceituna en mi boca. La abracé y me abrazó, se dio la vuelta y subió sobre mí, sus manos se apoyaron y apretaron mis pectorales, su rostro iluminó los faroles de la piscina entrando por la ventana y sus ojos verdes se clavaron en mi al sentir por primera vez a un hombre dentro de su vientre. Sus movimientos jadeantes adquirieron el ritmo de la bulla del ventilador de techo que giraba y mis manos la conducían hacia delante y atrás, hasta que estalló en reacciones bruscas de orgasmos retenidos. Me senté con ella encima de mí, abracé su espalda y besé sus pechos y liberé también mis angustias dentro de su ser. Caímos sobre las sábanas con nuestra respiración agitada, luego unos suspiros y nos dormimos abrazados al ritmo del ventilador.

Las luces de la mañana entraban por la ventana, escuchaba unos pájaros y la risa de María. Aún tendido en la cama, con los ojos entreabiertos la vi ya vestida.

-            Duerme príncipe adorado, aún es muy temprano - de hablaba cerca de mi boca, difusa y bella. Me volvió a dormir.

Al despertar no la encontré. Salí al comedor y vi a Mercedes, a su hermana y a su cuñado desayunando.

-            ¡Hola Pedro! - me saludó entusiasmada Mercedes - ¿Tienes hambre?, Siéntate para que te traigan algo de comer.

-            Claro - afirmé mientras me servía un gran vaso de jugo de naranja que había sobre la mesa - tengo bastante hambre.

Me callé cuando todos me miraron sorprendidos por la rapidez con la que bebí el jugo.

-            ¡Vaya que tomaste bastante ayer! - exclamaba entre risas el cuñado de Mercedes.

-            Si - respondí - pero después estuve nadando.

-            Si, la empleada te vio anoche - me dijo Mercedes

-            Por cierto, anoche en la piscina conocí a tu prima - les indiqué.

-            ¿Cuál prima? - preguntó intrigada Mercedes - yo no tengo primas.

-            ¿Entonces, ha de haber sido la prima de la empleada? - pregunté confundido.

-            No Pedro, aquí estamos solo nosotros, - me aclaró - mucho antes de que la empleada te viera en la piscina ya habíamos despachado al último invitado de ayer, además tú conocías a todas las mujeres y la empleada no ha venido con ninguna prima

-            ¡Lo has de haber soñado! - volvió a bromear el cuñado.

-            Si, claro - respondí pensativo.

Estoy seguro que no lo soñé.
Hacia las cinco de la tarde Ana María recogía su rosario y se recostaba en su cama. Guayaquil atardecía en el silencio interrumpido por el castañear de los cascos de los caballos de las carrozas. Por la ventana en la planta alta, observaba a través del progreso de la urbe de fin de siglo, a los negros cargando sacos de cacao. Sus cuerpos encorvados bajo el peso de los quintales en las espaldas sudorosas entretenían a la mirada de la joven. Cuando no los veía se volvía hacia las nubes tratando de imaginar figuras que se formaban caprichosas.

Miguel Angel habría inspirado su técnica en la perfecta anatomía que simulaban los gaseosos algodones aéreos. Hacia occidente el sol se despedía sobre los cerros de Colonche como un héroe herido derramando sus témperas naranjas sobre la ciudad. Nada nuevo ofrecía el monótono tráfico de una ciudad comercial donde los almacenes y abarrotes se ocultaban tras sus toldos abajo en las aceras, donde una que otra gallada se reunía a libar. Otra vez los negros cargando sacos, almacenes cerrando sus puertas os borrachos cantando amorfinos y algún viajero llegando encapuchado al hotel de frente.

El viento comenzaba a soplar en la noche en medio verano mientras una vela encendía en la habitación del hotel que daba frente a la ventana de los Lavié. El impulso de la travesura llenó los pensamientos de Ana y se ocultó tras la ventana con persianas de madera para observar agudizando su mirada hacia la pequeña habitación del hotel. Una capucha se deslizaba para atrás sobre el cabello negro de un joven que mostraba gestos de verdadera preocupación.